Consideraciones de un autor sobre su libro

 A propósito de Unamuno, Azaña y Ortega, tres luciérnagas del ruedo ibérico[1]

RESUMEN

Este texto recoge la conferencia impartida por Raimundo Cuesta, con motivo de la presentación el día 28 de junio de 2022, en el Centro Documental de la Memoria Histórica (Salamanca, Plaza de los Bandos), de la obra titulada Unamuno, Azaña y Ortega, Tres luciérnagas en el ruedo ibérico (Madrid, Vision Libros, 2022). En ella se parte de la definición del sujeto y el objeto de la investigación, subrayando el núcleo del problema abordado, a saber,  el parpadeante y controvertido itinerario de cada una de estas tres figuras en relación con el papel y responsabilidad de los intelectuales públicos en mitad de la crisis española del siglo XX. Se completa el discurso con una síntesis comparativa e interpretativa de las ideas y actitudes de los componentes de este tríptico intelectual. Se concluye con una rápida reflexión sobre el naufragio de su liderazgo personal, intelectual y político tras la guerra de 1936.

Raimundo Cuesta
Fedicaria-Salamanca
1.- El sujeto que investiga y el problema investigado

Ocurre que el autor muy a menudo se esconde, tiende a hacerse invisible, tras las páginas de un libro. Incluso el modo academicista de normativizar la escritura profesoral trata de eludir una presencia ausente mediante el recurso al estilo indirecto y del plural impersonal. Contra ese modo de proceder, mi presentación de este libro creo que ha de desgarrar, si quiera levemente, la cortina que vela la existencia de autor de carne y hueso. Si bien se mira, los libros no salen de la cabeza de Minerva, sino de la mente de personas poseídas por su propia historia, espoleadas por sus deseos y castigadas por sus frustraciones. Como sea que mi libro ni obedece a obligación de medro académico ni a aspiraciones lucrativas, tengo la total independencia de aquel que goza de la condición de invencible por no aspirar a nada. Esta suerte de ataraxia, empero, no me exime de declarar que puse mucha intención y pasión en esta obra, que en cierto modo viene a culminar un itinerario de pensamiento comprometido con la mirada crítica del presente.

Naturalmente, enunciar la necesidad de que aflore la subjetividad eludida comporta también la imperiosa necesidad de leerse uno a sí mismo, tarea más ardua que la de leer a los demás. Diré al respecto y antes que nada, que este ensayo sobre lo que llamé las “tres luciérnagas en el ruedo ibérico”, es obra de un historiador al margen o en los bordes del campo profesional de la historiografía española, dado que mi profesión principal fue la docencia en la educación secundaria y mi meta más querida ha consistido en el cultivo del pensamiento crítico, más allá de cualquier nicho académico o dependencia funcional. Mi espacio natural de acogida y actuación han sido entidades colectivas de docentes como Cronos o Fedicaria. Precisamente aquí en Salamanca, en 1998 durante uno de los encuentros de la Federación Icaria, formulé aquello que condensa durante una vida un cierto imperativo epistemológico y ético  de concebir mi trabajo: problematizar el presente y pensar históricamente.

Como queda dicho, la mano oculta que escribe este libro se debe a un historiador excéntrico respecto al campo de la historiografía, cuyo itinerario personal ha ido inclinándose del lado de la historia del pensamiento y de la cultura, elección temática y objeto de estudio que alcanza su más elevada ambición en este tríptico, que bien puede considerarse un ensayo sobre la historia del pensamiento español a través de tres de sus grandes luminarias.

Presentación del libro en el Centro Documental de la Memoria Histórica, el 28 de junio de 2022

Ahora bien, llegados aquí, como decía en Combates por la Historia (1953) el historiador Lucien Febvre, uno de los grandes maestros de mi generación, “sin problema no hay historia”. Por supuesto, así es y eso obliga a plantear cuál sea la cuestión dilemática afrontada en esta obra mía.

El problema de mi pesquisa, la cuestión capital, reside en el esclarecimiento de la función social del conocimiento y, por ende, en el papel de los intelectuales dentro del juego de fuerzas que forman la opinión en la esfera pública. Por tal entendía J. Habermas un espacio deliberativo y libre propio de la democracia y de la acción ciudadana. De donde se infiere que el escrutinio crítico de la trayectoria de las tres luciérnagas, Unamuno, Azaña y Ortega, no pretende ser un mero ejercicio de erudición sobre la vida, obra y milagros de los tres más prominentes intelectuales de la Edad de Plata de la cultura hispana, sino una reflexión sobre el significado de su presencia en ese espacio de confrontación de ideas en los momentos claves de su vida y de la crisis española del siglo XX, dentro de la llamada “era de las catástrofes”, cuyo paradigma es la guerra española del 36.

De modo que, aunque abordo y practico una narrativa propia del género biográfico, lo cierto es que el libro no quiere ser, ni espero que solo sea, una sucesión de biografías independientes una de otras. Mi intención es que pese a las muy diversas  trayectorias de los componentes del tríptico, el libro pueda leerse como un todo expresivo e interrelacionado, no como una mera suma agregada. Desearía, pues, que mi texto se viera como una pieza de orfebrería íntegra en la que se engastan tres perlas que pierden parte de su valor cuando se consideran fuera del conjunto. En el horizonte y trasfondo de todo, palpita la idea de la responsabilidad de los intelectuales en tiempos de duelos y quebrantos. Como se verá, la desolación es el paisaje anímico que se apodera de los tres por diversos motivos, especialmente tras los sucesos que siguen al golpe militar de julio de 1936.

En mi trabajo se practica una suerte de mixtura entre ensayo interpretativo y producción historiográfica al uso. Tiene de ensayo el que la investigación de archivo queda ausente y mis fuentes son de tipo secundario. Reinterpreto, a mi modo, y me apoyo en el inmenso elenco de estudios sobre las tres figuras cimeras del mundo de las letras. Por lo demás, albergo la esperanza de que el lector o lectora pueda adivinar la absorción, destilación y aplicación de las diversas corrientes historiográficas (desde la narrativa biográfica a la historia social y cultural) que han desembocado en una obras que tiene algo de culminación, tal vez de despedida, de mi itinerario como autor de trabajos de semejante ambición y envergadura.

Presentación del libro en el Centro Documental de la Memoria Histórica, el 28 de junio de 2022
 2.- Síntesis comparativa de tres arquetipos de ser y estar en la crisis española del siglo XX

En cuanto a su contenido, me va a permitir la audiencia tomarme la libertad de no efectuar una descripción a uso. Por economía de tiempo y espacio me voy a centrar solo en algunas de las seis facetas que podrían tomarse, a partir de la lectura de mi libro, como elementos relevantes de comparación:1) Posición en el campo intelectual;  2) Biografías: orígenes sociofamiliares, personalidad y hábitos; 3) Tres subjetividades, tres construcciones del yo; 4) Relevancia e influencia de su obra; 5) Ideario y acción política; 6) Travesías de tres náufragos: 1936. Me ceñiré a estas dos últimas, aunque no puedo sucumbir a la tentación de apuntar el agudo contraste de estos tres tipos de intelectuales, recurriendo a tres citas expresivas de su concepción de sí mismos y sus vidas.

¡Mi novela! ¡Mi leyenda! El Unamuno de mi leyenda, de mi novela, el que hemos hecho juntos mi yo amigo y mi yo enemigo y los demás, mis amigos y mis enemigos, este Unamuno me da vida y muerte, me crea y me destruye, me sostiene y me ahoga” (M. Unamuno. Cómo se hace una novela (1927). Madrid, Alianza, 1978, p. 133).

Quisiera tan sólo declarar a los amigos inclinados a la merced de leerlas, el enigma de unas confesiones sin sujeto (…). Repaso indiferente el soliloquio de un ser desconocido prisionero en este libro” (M. Azaña. “Prólogo” a El Jardín de los frailes (1927). Madrid, Alianza, 1997, pp. 7-8).

Seamos en nuestras vidas como arqueros que tienen un blanco” (J. Ortega y Gasset. El Espectador II (1917). En Obras Completas, II.  Madrid, Revista de Occidente, 1966, p. 337).

En Unamuno, el intelectual profético, bulle una subjetividad desbordante y extrovertida; en Azaña, el intelectual político, habita un yo huidizo y orgulloso, amasado hacia dentro; en Ortega, el intelectual olímpico, reina una descarada exhibición de quien se cree llamado por su vocación a cumplir un alto destino.

Parte de la redacción del semanario España (1915-1924), en el que colaboraron Ortega, Azaña y Unamuno (foto: El Español)
2.1. Ideario y acción política

La matriz generadora del pensamiento político de nuestros tres protagonistas fue sin lugar a dudas el liberalismo, si bien esta plataforma ideológica común se plasma de manera singular en sus distintas trayectorias. Unamuno es heredero del legado de un liberalismo decimonónico (el de su padre Félix y su abuela Benita) que rodeó al Bilbao de las guerras carlistas y cuyo mensaje quiere difundir en clave profética y cuasi religiosa (no en vano llamó a algunas de sus peroratas políticas “sermones laicos”). En cambio, siendo de la misma estirpe el de sus ancestros, Azaña procura dar una carga democrática de nuevo tipo a la vetusta herencia, mientras que Ortega nutrido originariamente en la misma raíz busca conciliar, al modo que hiciera antes el doctrinarismo francés o el conservadurismo inglés, la libertad con el papel dominante y directivo de las elites. Los tres, al menos en un principio, no ven inconveniente o contradicción entre la regeneración del liberalismo y la colaboración (más o menos indirecta) del socialismo. Incluso Unamuno y Ortega, en la primera década del siglo XX, sugieren una fusión entre liberalismo y socialismo. No obstante, la obsesión más duradera de Ortega es dar a luz un partido de los intelectuales bajo su férula (Liga Española de Educación Política en 1913 y Agrupación al Servicio de la República en 1931).

Málaga, 11 de diciembre de 1931: Unamuno interviene en el homenaje al general Torrijos con motivo del centenario de su fusilamiento (foto: diario Sur)

En las primeras décadas del siglo XX, esa labor de rehabilitación creativa de las doctrinas liberales de la centuria anterior no se ve incompatible con la Monarquía de Alfonso XIII pero sí con los partidos tradicionales. De ahí que sus caminos políticos discurran al mismo tiempo dentro y fuera del sistema de la Restauración. Unamuno incluso a finales de siglo XIX es un liberal radical antimilitarista y anticolonialista afiliado a la agrupación socialista de su ciudad, mientras que las dos jóvenes (e incompatibles) promesas de la generación del 14 apuestan por la vía más modosa del Partido Reformista de Melquíades Álvarez y por la efímera Liga Española de la Educación Política. Al final, los tres, con distinto ritmo e intensidad, rompen amarras con la Monarquía y acaban apostando por la República. Unamuno se engarra enrabietado con el rey a causa de su destitución del rectorado de la Universidad de Salamanca en el verano de 1914 (fecha en la que se desencadena la Primera Guerra Mundial), acto que toma como una afrenta personal. Sus desavenencias con el que llama, entre otras lindezas, “Rey del Cabaret”, bebedor, putero y falso, le llevan en 1920 a una condena de dieciséis años de cárcel por delito de lesa Majestad, aunque finalmente fue indultado. La enemiga hacia el Borbón se agiganta con la dictadura de Primo de Rivera, que le ocasiona seis años de destierro y su total inclinación a favor de la causa republicana. Azaña es el que más radical y súbitamente se separa del acatamiento monárquico a raíz del golpe militar de 1923. Él era experto en asuntos militares (que había estudiado en Francia) y desconfiaba profundamente del arcaico, sobredimensionado y reaccionario Ejército español, incluso cuando algunos de sus componentes cubrían sus vergüenzas, con ese lenguaje regeneracionista como en el que se había envuelto el nuevo dictador. En septiembre de 1923 rompe tajantemente con el partido de Melquíades y en 1924 escribe Apelación a la República, donde se justifica su idea de “revolución republicana”. Por su parte, Ortega, cada vez más cuidadoso, prudente y distante respecto a la vida política, desde 1916 ha adoptado por lo que denominaba “imperativo de intelectualidad”, es decir, el papel de intelectual no comprometido, olímpico y siempre dispuesto a aconsejar a los poderes públicos desde las alturas de su torre ebúrnea. Así él y su periódico, El Sol, aceptan como un hecho el golpe militar e incluso depositan un cierto grado de confianza en su labor terapéutica. Incluso ya en 1920 en ese mismo periódico había sostenido que “ha llegado el momento de que avancen los militares al Gobierno”, o sea, ha llegado la hora de “que Hércules haga las tareas limpiar el establo que ya no podía hacer Platón”. En los tiempos postreros del experimento primorriverista Ortega se pone a la cabeza de la manifestación y en noviembre de 1930, cuando desde febrero ya estaba Unamuno en España al tiempo que Primo se exiliaba a París, cuando Azaña, en nombre de su partido Acción Republicana actuaba dentro del Pacto de San Sebastián, solo entonces  escribe el célebre artículo El error Berenguer que se cierra con aquello de Delenda est Monarchia.

Ahora los tres intelectuales han de hacer frente al mayor desafío político de su existencia, a saber, colaborar en la erección y desarrollo de un régimen republicano que transformara de raíz la paupérrima España de 1931. Ellos, como se verá, estuvieron presentes como parlamentarios constituyentes. Azaña sube como la espuma, ministro, jefe de Gobierno y finalmente presidente de la República en 1936. Su figura acaba siendo un emblema del nuevo régimen político. En junio de 1931 los tres concurren a las elecciones a Cortes constituyentes y obtienen acta en las filas de la izquierda política, presentada dentro de la Conjunción republicano-socialista (Unamuno como independiente, Ortega dentro de “su” Agrupación al Servicio de la República y Azaña como miembro de Acción Republicana). No harán falta muchos meses para que sus posiciones se distancien. Los debates sobre la Constitución de 1931 muestran las diferencias entre Azaña y los otros dos colegas de fatigas, que principalmente se establecen en torno a la cuestión educativa, el laicismo, la organización de un Estado con autogobierno regional, las libertades públicas, etc. El texto constitucional queda aprobado el 9 de diciembre de 1931 por una inmensa mayoría, pero desde meses antes la disidencia unamuniana y orteguiana era tangible. Ortega ya había dado un “aldabonazo” de alerta en septiembre, en octubre había destacado el peligro de una “constitución epicena” y tres días antes de su aprobación parlamentaria, había disparado su perorata titulada Rectificación de la República en espectacular conferencia impartida en el Cine Ópera de Madrid. También estaba Unamuno entre los rectificadores porque, a su entender, juzgaba que se habían desviado de las ilusiones iniciales del 14 de abril de 1931, al haber patrimonializado los republicanos ese régimen poniendo a la República, solía decir, por delante de los intereses España. En noviembre de 1932, durante una tumultuosa conferencia impartida en el Ateneo de Madrid, lanzó una inflamada recusación de las reformas del Gobierno, convirtiendo así  a Azaña en su enemigo preferido. Poco antes de las elecciones de 1933 había escrito en la prensa salmantina que o acaba la República con la Constitución de 1931 o “ella acaba con la República” (Adelanto, 2 de septiembre de 1933). No extraña que, con esas premisas, concurriera, aunque sin éxito, a las lecciones de 1933 en las filas de coalición de derecha republicana de Lerroux-Maura. Al final, las primeras disidencias de Unamuno y Ortega derivan en total animadversión y miedo a consecuencia de la victoria del  Frente Popular. En fin, un recorrido inverso al sufrido por Azaña que en mayo de 1936 ya está encaramado a la presidencia de la República. La guerra sella el destino aciago de las tres luminarias por cauces diferentes y destinos contrarios cuando ya la República soñada por cada uno de ellos iba a traspasar las puertas del cementerio.

Manifestación del 1º de Mayo en Madrid en 1931. De izquierda a derecha, el alcalde de Madrid, Pedro Rico, Francisco Largo Caballero, Miguel de Unamuno e Indalecio Prieto

Si bien se mira, los tres arquetipos de intelectual público manejaron distintas estrategias e ideas de actuación en la esfera pública. Unamuno, siempre en pugna contra sí mismo, contra el alojamiento en su persona del tradicionalismo católico y el liberalismo de un Estado reformista, al final predica una suerte de egocracia, una posición política carente de programas y sí de intuiciones a veces brillantes, a veces disparatadas (repetía que él no había cambiado, había cambiado la República). Por su lado, Azaña máximo exponente de la República pone en marcha su proyecto de revolución pacífica de España mediante la alianza de las clases ilustradas y demócratas junto a la clase trabajadora de orientación socialista. En fin, Azaña propugna la democracia como respuesta a los añejos problemas de España. Por su parte, el filósofo madrileño partidario de un nuevo liberalismo doctrinario, de una República guiada por profesores e intelectuales, apuesta por una sofocracia (gobierno de los sabios) de vetustas resonancia platónicas, una de cuyas bases doctrinales es La rebelión de las masas (1930), aunque en los debates parlamentarios en nombre de su Agrupación al Servicio de la República muestra también sus querencias hacia una especie de “corporativismo pluralista”, pero al mismo tiempo se decanta por una República de poder ejecutivo fuerte y netamente conservadora.

Finalmente, cabe destacar que las colosales diferencias que se abren entre los tres, principalmente entre Unamuno-Ortega y Azaña tienen un tema de común preocupación referido y vinculado a la crisis de la España del siglo XX: la concepción de la nación española. En efecto, tal asunto nos remonta al valetudinario lamento sobre los problemas de España abordados en los ensayos y artículos de los tres desde ópticas diferentes. Si bien nos fijamos, en Unamuno, al menos desde En torno al casticismo (1895), España era equivalente a una esencia eterna, suprarracional, compuesta de la lengua, la religión y las tradiciones de un pueblo que se derramaban en forma de intrahistoria, una corriente de fondo que solo a veces afloraba (por ejemplo, emergió el 14 de abril de 1931 y se agostó enseguida). Por el contario, Azaña poseía un concepto de nación heredado de la tradición racionalista y democrática francesa. Abominaba del “morbo histórico que nos corroe” a causa de la bisutería de las viejas glorias (Tres generaciones del Ateneo, 1930. En Obras completas II, 2007, 997-1.013), y abogaba por un análisis de la historia de España en clave de lucha contra el absolutismo (Los problemas de España, 1911; El Idearium de Ganivet, 1930). El nuevo traje sugerido para España era el de una afirmación democrática producto de una alianza de clases y territorios (de ahí su interés por la autonomía de Cataluña). Ortega, a su vez, compartía está visión histórica y construccionista de la nación, pero entendida, al menos desde su España invertebrada de 1921, como un proyecto de vida en común que requería para forjarse adecuadamente la existencia de una elite directora capaz de pilotar y soldar los destinos del conjunto. Unamuno y Ortega votaron afirmativamente la Constitución de 1931 a pesar de sus disonancias; Unamuno incluso dijo sí al Estatuto de Cataluña de 1932 a pesar de su fuerte oposición; Ortega, se abstuvo. El carácter unitarista, nacionalista y centralista (en Ortega provincialista) cada vez más coincidió con las posiciones de la derechas. Leer los debates parlamentarios de entonces nos lleva a argumentos archimanoseados hoy en día. Naturalmente, Azaña estuvo en la primera fila de los defensores y votantes afirmativos de la nueva planta descentralizada de España, aunque su concepción nacional se hizo más esencialista y conservadora según avanzó la guerra. En todo caso, la derrota de la República también lo fue de una apuesta sobre una concepción nueva, pactada y no tradicional de la configuración del Estado español.

Inauguración del Museo de Sorolla. En la imagen, el alcalde de Madrid, Pedro Rico; el jefe de Gobierno, Manuel Azaña, y el ministro de Instrucción Pública, Fernando de los Ríos. 11 de junio de 1932. (Archivo General de la Administración.)
2.2. Travesías de tres náufragos: 1936

Sin ningún género de dudas la contienda civil española constituye el acontecimiento crítico por excelencia que desata, ni por las misma razones ni  por semejantes motivos, todas las fragilidades, temores y frustraciones desplegadas por nuestros tres insignes personajes en momentos de desolación. Tal vez el sentimiento más compartido entre ellos fuera el de la honda aflicción padecida por la tormenta de fuego y sangre que se abre en julio de 1936.

Ahora bien, dicho esto, las penalidades de cada cual tienen una historia intransferible y una intensidad desigual. Entonces es llegada la hora de los grandes gestos, de las actitudes más o menos heroicas y de los compromisos firmes o simplemente tácticos. En tiempos sumamente difíciles se levantan todas las censuras, caen las máscaras y el intelectual público habitualmente se deja arrastrar por una batahola de pasiones incontrolables, que a menudo brotan de la entraña más escondida de su idiosincrasia. En todo caso, las apuestas políticas de las tres luciérnagas ya habían quedado a las claras meses antes del suceso bélico. Este acelera y agudiza, a veces de modo contradictorio, las manifestaciones de la estructura psíquica y de la personalidad política de los tres intelectuales. Veamos.

Miguel de Unamuno falleció el último día del año 36 de muerte natural, pero también en cierto modo de desesperación, sentimiento de culpa, angustia y enojo a causa de su primera adhesión  al movimiento nacional del 18 de julio. Pocos días antes de su muerte, emborrona unas cuartillas a modo de testamento político en las que lamenta su engaño al haber percibido en la sublevación militar una acción encaminada a la defensa de la civilización occidental y no la trastienda, como ahora alcanza a ver, de una militarada que abrió un movimiento de “odio a la inteligencia, la envidia, el resentimiento, el complejo de inferioridad (…). Esta guerra civil, no es civil. Es un ejército de mercenarios-la legión y los regulares; no el pueblo” (citado por F. Blanco Prieto. Unamuno. Profesor y rector de la Universidad de Salamanca, Salamanca, 2011, p. 546).

Unamuno sale del paraninfo de la Universidad de Salamanca tras el acto del 12 de octubre de 1936

Claro que entre julio y septiembre de 1936 Unamuno fue espectador directo en su Salamanca de una barbarie que no le aparta de su apoyo al nuevo régimen pero que progresivamente envuelve su vida en un mar de dudas y consternación. Por añadidura, desde 1934, tras la muerte de su esposa, y desde el triunfo del Frente Popular en febrero de 1936, ya no era el hombre de antaño, era una sombra de sí mismo, un ser desubicado que cada vez entendía menos el mundo circundante. Camino de los setenta y dos años, su ruptura con su inicial benevolencia es tortuosa y  contradictoria, la propia de un ser que se debate entre el aciago destino que sufren algunos de sus mejores amigos y la vana esperanza de que la cruenta cirugía de Franco ayude a la recomposición de su patria. Desde el inflamado discurso  del 12 de octubre, el día de la Raza, pronunciado en el paraninfo de la Universidad salmantina hasta el día de su muerte, aunque no deja de hacer gestos y emitir juicios paradójicos, lo cierto es que su vida, prácticamente encerrado en su casa, divaga por los linderos de la desazón y el abatimiento cuando no por los bordes de la locura. Hay una obra póstuma suya, El resentimiento trágico de la vida. Notas sobre la revolución y la guerra civil españolas, manuscrita en estos meses con lapicero y por una mano vigorosa y nerviosa, pero rebosante de santa cólera contra  la naturaleza y contextura vital de su país. Esta conmovedora y agónica escritura (de extraordinaria veracidad y encarnadura artística sin parangón) muestra a un hombre superado por la mala entraña de los hunos y los hotros que estarían “descuartizando a España”. Es un alegato de un fracaso histórico y personal. El pecio de un naufragio.

Muy diferente fue la singladura de Manuel Azaña en tiempos de tantos duelos y tantos quebrantos. Hasta febrero de 1939 se mantuvo al frente de la II República, es decir, su compromiso con el régimen nacido en 1931 llegó hasta prácticamente el final. Ello le costó el oneroso tributo de morir en el exilio el 3 de noviembre de 1940 en la localidad francesa de Montauban, únicamente arropado por su mujer,  el séquito de fieles amigos y la solitaria ayuda material de la Embajada de México.

Hasta llegar al exilio francés, la vida de Azaña es una lucha contra sí mismo, la depresión que le produce la violencia incontrolada y el pesimismo por el transcurso de las operaciones militares. Subsiste abrumado en gran parte por unas circunstancias que le superan y le van erosionando. Desde muy pronto vislumbra un panorama nada feliz para el Gobierno de la  República. La política de no intervención de Francia y Gran Bretaña considera que supone una fatalidad irremediable para la causa republicana, a pesar de lo cual procura suavizar sus efectos con intensas gestiones diplomáticas internacionales. Él mismo se exhibe hacia el exterior como signo y prueba fehaciente de una República no revolucionaria, de una democracia liberal que debe ser ayudada por sus pares contra el fascismo. Pero lo cierto y verdad es que Azaña no está nada cómodo en su papel presidencial, como florero y mero símbolo del régimen. Su proyecto de revolución pacífica y democrática mediante la alianza de las clases medias ilustradas y la clase obrera socialista hace muchas vías de agua. Su diseño de un país democrático avanzado bajo su liderazgo era bien visible cuando nace el Frente Popular, en el que el  núcleo más prominente todavía lo constituían él y las izquierdas republicanas, si bien con el indispensable concurso del PSOE y del PCE. Con la guerra, desde septiembre de 1936 todo cambió a partir del acceso al gobierno del socialista Largo Caballero. El eje se desplazó hacia los partidos y ejecutivos de concentración obrera. De esta suerte, sus ideas caen en saco roto, se hacen extemporáneas en una coyuntura  de tal magnitud que superaba todo lo imaginable. Sus diarios de guerra escritos en Valencia y Barcelona (Cuadernos de la Pobleta, 1937; Pedralbes I, 1938; y Pedralbes II, 1939) transpiran desilusión y continuos desencuentros y reproches hacia los gobiernos de Largo Caballero, Negrín, Companys en La Generalitat, etc. La velada de Benicarló, escrita en 1937, recoge en forma dramática y dialogada su interpretación de la guerra española. La falta de unidad en el afán de ganar la contienda bélica es su principal pesadilla (“Me aguanto, dice en sus diarios de abril de 1938, por el sacrificio de los combatientes”). Y en sus célebre alocuciones de 1937 y 1938 se destila un sentimiento que desde entonces no le abandona si no con la muerte: gane quien gane la guerra, los españoles son los perdedores y pone el acento en “el mensaje de la patria eterna que dice a sus hijos: Paz, Piedad, Perdón” (18 de julio de 1938, Ayuntamiento de Barcelona. En M. Azaña. Diarios completos. Barcelona, Crítica, 2000). Es un Azaña cada vez más recogido sobre sí mismo, con el eterno deseo de dar culminación a su vocación de escritor, mostrando una acentuada españolidad por encima de los bandos. Es el mismo hombre que, en plena desbandada republicana, se exilia a Francia el 5 de febrero de 1939 y muere con la convicción de haber naufragado en su aventura de transformar España. Así pues, el intelectual político y el profético sucumben rumiando su desaliento y desasosiego.

Entierro de Azaña en el cementerio de Montauban, 5 de noviembre de 1940. (Asociación Manuel Azaña.)

Muy otro fue el caso de Ortega. Sus discrepancias con la obra de la II República y su desmoralización respecto a la intervención política directa se hace evidente cuando en 1932 se retira a los campamentos de invierno de la Universidad, no sin antes haber tanteado la posibilidad de dar nacimiento a un imposible Partido Nacional, idea grata, entre otros a sus admiradores de inclinaciones fascistas. Ya en 1930 se refería en El Sol al deseo de “un partido nacional por encima de las izquierdas y las derechas” (Organización de la decencia, 5 de febrero de 1930). Ni Unamuno ni Ortega se entregaron nunca a la ola fascista por más que muchos prominentes hombres de esa ideología se declararan admiradores de ambos. Ortega abandona del todo la vida política tras el debate del Estatuto de Cataluña y sólo comparece como consultor ocasional del presidente Alcalá Zamora. En la cincuentena de su edad, en plena fase de lo que él llamaba etapa de “dominio” de su sistema filosófico, abona sus tesis raciovitalistas y las difunde cada vez más fuera de España. Con la llegada del Frente Popular la incompatibilidad de Ortega con la nueva situación es total e irreversible. Incluso, antes de que se produjera el 18 de julio, en uno de sus periplos como conferenciante por tierras holandesas prepara el desplazamiento de toda la familia fuera de España ante las tormentas que avizora. Sus intenciones marran a causa del nuevo brote infeccioso de sus vías biliares, lo que le obliga  guardar cama en su domicilio madrileño. En esa tesitura el golpe militar de julio le lleva a refugiarse en la Residencia de Estudiantes, que poseía estatuto de extraterritorialidad. Allí le visitan un grupo de milicianos que le instan a sumarse a un manifiesto de los intelectuales a favor del Gobierno legítimo, que firma con no pocos reparos. Finalmente, ante el comienzo de la guerra y valiéndose de la ayuda de su hermano Eduardo Ortega y Gasset, importante autoridad republicana que había sufrido un atentado a manos falangistas, consigue custodia para abandonar Madrid con toda su prole y tomar el rumbo de la Ciudad de la Luz, donde recibe la noticia de la muerte de Unamuno y escribe: “temo que nuestro país sufra un atroz silencio” (La Nación, 4 de enero de 1937). Allí se instala hasta el verano de 1939, cuando deja Francia y se aposenta en Argentina. Desde su destierro hace voto de perpetuo silencio público, que no privado, respecto a la situación española, lo que no impide que sus dos hijos varones regresen como voluntarios del ejército de Franco en 1937. En 1942 retorna a Europa y se instala en Lisboa; desde 1945 alterna esa ciudad con Madrid y con sus crecientes obligaciones de atender a sus conferencias internacionales especialmente en ciudades alemanas. En pleno éxito y reconocimiento intelectual, muere víctima de un cáncer de estómago y es enterrado en su ciudad natal en octubre de 1955, a los setenta y dos años, la misma edad que muriera Unamuno. Las autoridades en esa ocasión como en otras anteriores trataron de hacer uso indecoroso de su figura. Él mismo permaneció mudo frente al franquismo esperando que, gracias a la acción de Gran Bretaña y otras potencias occidentales, desapareciera sin su concurso, como una mala pesadilla. Los mutismos de Ortega, que de los tres fue el único superviviente de la tragedia bélica, no fueron lo mejor ni de su vida ni de su obra; todavía sus clamorosos silencios retumban en nuestros oídos. Su memoria sigue viva en clave liberal ultraconservadora (neoliberal), como “fuste torcido” del liberalismo español (José M. Ridao, 2021. La República encantada…), pero también como cerro-testigo de la profunda crisis de los intelectuales públicos de su generación.

Ortega y Gasset el día de su conferencia en el Ateneo de Madrid, el 4 de mayo de 1946. Le acompaña Pedro Rocamora, director general de Propaganda (foto: Martín Santos Yubero / Archivo Regional de la Comunidad de Madrid)
3.- Recapitulación no concluyente

Nada fácil es concluir aquello que, por su misma naturaleza, carece de una sola posibilidad de clausura. Pero, haciendo una operación contrafáctica, sostengo que Azaña y Ortega podrían haber sido los intelectuales orgánicos de una burguesía ascendente, europeísta y moderna que se abría paso difícilmente en una España rural de poco más de veinte millones de habitantes y con un nivel de renta misérrimo. Entre ambos podrían haberse repartido perfectamente los papeles de representantes e inductores, respectivamente, de un liberalismo democrático y de otro oligárquico, a modo de alternancia entre liberales de izquierda y derecha. Pero la estructura social española alojaba un cúmulo de desigualdades económicas, sociales y culturales que desestabilizaban cualquier proyecto de reforma burguesa. Entre ellas destaca la paradoja de la coruscante generación intelectual del 14 crecida en mitad del erial educativo en el que la alfabetización (sobre todo en el caso de las mujeres) era una asignatura escandalosamente insuficiente. La verdad es que, en última instancia, ni la burguesía modernizante tuvo fuerza y legitimidad para establecer un modelo político parlamentario, ni las organizaciones obreras fueron capaces de elaborar un auténtico plan revolucionario más allá de la huelga general de protesta o la algarada suicida. No hubo en la España de entonces ni reforma ni revolución y esa inexistencia dejó el vacío que ocupó el fascismo a la española, el totalcatolicismo. Los intelectuales públicos agacharon la cabeza e hicieron elecciones indeseables. En aquel laberinto ibérico, su valor y prestigio se fue a pique. Ante la tremenda coyuntura de los años treinta se vino abajo la organicidad y el liderazgo de los más ínclitos pensadores españoles. Desde luego, Unamuno era caso aparte, porque no había posible lógica fuera de sí mismo en sus gestos y obras. Iba por libre, gastaba un estilo de intelectual profético y sin asideros de clase social. Pero uno y otros fueron tragados por las turbulentas aguas de la guerra. De ellos permanece, a pesar de los muchos pesares, su aportación a la cultura española contemporánea. Aún podemos seguir recreándonos en una escritura de valor perdurable, aunque ello no es óbice para subrayar la crítica de sus actitudes y apuestas políticas e ideológicas, con especial énfasis en las que envolvieron sus años crepusculares.

[1] Raimundo Cuesta Fernández. Unamuno, Azaña y Ortega. Tres luciérnagas en el ruedo ibérico. Madrid, Vision Libros, 2022.

Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: montaje realizado por eldiario.es con retratos de Unamuno (Agence Meurisse, 1925), Ortega (retrato tomado en Aspen, 1948) y Azaña en 1933, las tres en Wikimedia Commons.

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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2 COMENTARIOS

  1. Aparte del «medro» académico y del interés económico puntual, también existen investigaciones que se realizan y se publican por amor a la ciencia. ¡Qué amargura, por Dios! ¡Qué país este!

  2. Creo que este es un gran trabajo, bien meditado, escrito y contextualizado. En Salamanca, donde llevamos tantos años debatiendo sobre la figura de Unamuno, aumentar el ángulo de visión para abarcar también las figuras de Azaña y Ortega resulta eficaz a la hora de poner a cada uno en su sitio, especialmente en los momentos críticos de la II República y la Guerra civil.
    Quizá hubiera sido interesante añadir un cuarto personaje, Antonio Machado, en la composición, de tal modo que hubiéramos tenido dos pares de «vidas paralelas»: Machado/Unamuno y Azaña/Ortega; pero el esfuerzo hubiera sido excesivo.
    Por otro lado, puesto que el ensayo trata de calibrar, entre otras cosas, la proyección política de los biografiados, en el caso de Ortega echaría en falta -como ya le dije al autor en la presentación- el análisis de su influencia ideológica en los falangistas, algo que ya resaltó S. Payne en su ya lejana historia del «fascismo español» y que luego analizó J. C. Mainer, entre otros. Evidentemente, como dice Raimundo Cuesta, Ortega no sintonizaba con el fascismo, siendo, como era, liberal. Pero tampoco era demócrata (casi se puede decir que era un anti-demócrata) y por eso no simpatizó con la república, que intentó ser un régimen democrático «a la altura de los tiempos», por usar su propio lenguaje. Y surtió, sin pretenderlo, de conceptos, lemas y slogans a los chicos de falange (e, indirectamente, al Movimiento), de un modo no muy distinto a lo que hizo Gentile, este conscientemente, en Italia. Por eso no es de extrañar la semejanza de algunos enunciados entre, por un lado, la «España invertebrada» o «La rebelión de las masas» y la entrada sobre «Il fascismo» en la Enciclopedia Italina, que va firmada por Mussolini pero se atribuye a Gentile. Por ejemplo, respecto de un asunto que obsesionó a Ortega: la visión de la sociedad como un agregado de «masas» sin neuronas cerebrales, que irían hacia la decadencia o la barbarie sin una adecuada subordinación a ciertas élites egregias. La vieja y ya en su tiempo retrógrada idea de Platón en su República.

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