Ricardo Robledo

 
La reciente muerte de Fontana (28 de agosto), según algunos el Hobsbawm español (con algún libro traducido a diez idiomas y gran número de seguidores en América Latina), llega en un momento de grave crisis política en España -con el tema de la identidad de fondo-, coincide con la decisión de exhumar al dictador Franco – algo que remueve la teoría oficial de la Transición y la visión de la Segunda República – y obliga a replantear su legado en el debate académico siempre vivo sobre el papel de la historia (“Lost in translation?”, como se tituló un reciente congreso de Historia Contemporánea). Son los tres puntos de discusión del pensamiento de Fontana que han tenido más repercusión últimamente; se dejan de lado, pues, otros más académicos (pero no menos vivos) como pueden ser los del comercio colonial o la revolución liberal española.

Posiblemente La formació d’una identitat. Una història de Catalunya (2014) sea el libro que haya suscitado más polémica, incluso encono. No se trataba de un tributo a la moda nacionalista. El autor había publicado La construcció d’una identitat en 2005 y, mucho antes, como intelectual del PSUC, había reflexionado  en la revista Nous Horitzons sobre cómo conciliar nación y clase.  Ahora se alejó un milenio para intentar demostrar que la  gente se sentía catalana, no como nación, porque este concepto no existía, pero sí como una comunidad. Todos hablan una misma lengua, lo cual entonces no se daba en la Corona de Castilla, y menos aún en Francia. “El hecho de compartir una cultura, una lengua, crea un sentimiento de identidad muy pronto. Lo que he pretendido es explicar la evolución histórica de esta cultura, que no tiene nada que ver con la mística, con la tierra o con la sangre, sino sencillamente con el hecho de que vivir en común crea lazos culturales que se acaban transmitiendo a través de los tiempos. Es esto lo que explica el milagro de la supervivencia durante el franquismo, después de cuarenta años de represión”. (Josep Fontana: «Hem arribat a nivells de desigualtat similars als dels anys 20», Directa [Barcelona], 20 octubre 2015).

Como en cualquier libro hay unos puntos más fuertes que  otros y no se puede ocultar algún anacronismo, pero sería injusto despacharlo como un ‘manifiesto catalanista’.  Recibió palos de historiadores que no percibieron su propio nacionalismo españolista (y excluyente: ¿tan grave es investigar si hay  identidad colectiva y una cultura propia catalanas?),  mientras que  sus críticas al ilusionismo de la independencia como panacea  y su propuesta de utilizar la capacidad de autogobierno para luchar contra la desigualdad lo expulsaron de la órbita soberanista en la que nunca había entrado. Entre las múltiples entrevistas de esos años con críticas al proceso independentista puede leerse  {https://www.eldiario.es/ politica/ batalla-buenos-malos-posiblemente-perdamos_0_689431120.html}.

También {https://cronicaglobal.elespanol.com/politica/fontana-pensar-independencia-insensatez_106289_102.html}. Había abandonado el PSUC en 1977 y solo dio su apoyo a la candidatura de los comunes al Ayuntamiento de Barcelona en 2015. Sin embargo se ha ido con el sambenito de historiador «nacionalista», pese a no haber firmado  el manifiesto de ex-militantes del PSUC, ICV y PSC, que pidieron el voto para las candidaturas independentistas (JxSI y la CUP). El País de Antonio Caño se encargó de alimentar el malentendido. Pero no hay mayor malentendido que no leer lo que dijo en su polémica participación en el Congreso “Espanya contra Catalunya” (título desafortunado que nunca compartió)  igual que ignorar las numerosas críticas al “procés”.

Como era de esperar, cuanta más incomprensión suscitara la idea –discutible si se quiere en alguno de sus planteamientos sobre el surgimiento temprano de Catalunya-, menos predisposición había para comprender los sucesos del  otoño pasado, calificados sin más como un intento de golpe de Estado similar al del 23 de febrero de 1981.  Da fe de lo que decimos la polémica entre Ignacio Sánchez-Cuenca y Santos Juliá en CTXT en el mes de mayo de este año. La afirmación lapidaria del exministro Fernando Suárez -«Deslegitimar el franquismo pone en riesgo la Corona» (El Mundo, 24 de febrero de 2018)- nos introduce en el segundo punto polémico que se alimenta cada día con declaraciones, manifiestos y propuestas.

La decisión de exhumar los restos del dictador Franco en el Valle de los Caídos ha tenido respuestas airadas: Pedro Sánchez sería un “tocamemorias” o un profanador de tumbas. La  reciente propuesta de la “ley de la concordia”  es como si viniera a legitimar el golpe del 18 de julio y  las bondades del franquismo que nos sacó del atraso histórico. Habría que derogar “la relectura sectaria de la Historia”, que estaría haciendo la Ley de Memoria Histórica, y sustituirla por la de “Concordia y Libertad”. Obviamente la visión que se tenga de la Segunda República condiciona la de la Transición. Una consideración razonablemente positiva de aquel periodo obliga a replantear algunos de los muros  del edificio oficial de la Transición. Pero al tambalearse estos, como sugiere la frase de F. Suárez y la propuesta del PP de Casado, peligraría la convivencia…
 
No fue el tema de la Segunda República el principal centro de interés de Fontana aunque le dedicó una docena de estudios y bastantes artículos en la prensa. En el momento en que empezaron a tener audiencia las voces neo-revisionistas,  que ponían en duda los logros del régimen republicano y apostaban por la equiviolencia, el autor de España bajo el franquismo (ed.1986)  marcó líneas de cesura implacables: la República construyó escuelas, creó bibliotecas y formó maestros; el «régimen del 18 de julio» se dedicó desde el primer momento a cerrar escuelas, quemar libros y asesinar maestros (“La caza del maestro”, El País,  10 de agosto de 2006,  caza de la que había dado cuenta en Enseñar historia con una guerra civil por medio, 1999). Con respecto a la versión idílica de la Transición, destacó  el coste de ese proceso: numerosas  víctimas fueron sistemáticamente silenciadas para preservar la imagen del “éxito casi inmaculado de un pacto en las alturas entre caballeros providenciales y clarividentes” (Mariano Sánchez Soler, La transición sangrienta, 2010).

El caudal del antifontanismo se iba incrementando cuando difundía la afirmación de Ferran Gallego de que el proceso transcurrió en todo momento dirigido y controlado desde el régimen. Una magnífica y desconocida entrevista realizada en Buenos Aires a fines de 1998, que se ha podido rescatar estos días, nos descubre a un “joven” Fontana de 68 años exponiendo  el tercer punto, objeto de críticas diversas: ¿para qué sirve la historia?:
La historia sirve para ayudar a entender mejor el nexo social o no sirve para nada. Porque nadie vive fuera de un entorno histórico; el problema es cuando ese entorno está formado por mitos elementales, por prejuicios … [Por ejemplo] hay un prejuicio muy extendido sobre la ideología: siempre la tienen los otros, el que habla tiene “sentido común”, pero en realidad también está ideologizado. La denuncia de los que creen que uno hace historia cargada de ideología viene de aquellos que sencillamente han decidido aceptar el mundo en que viven con todas su reglas (a las que consideran naturales e ineludibles), pero eso también es una ideología (…). https://derehistoriographica.wordpress.com/2018/08/30/josep-fontana-la-vocacion-de-la-historia-una-entrevista-desconocida-de-1998/#more-85

El autor de El Siglo de la Revolución (2017) nunca ocultó su compromiso con una determinada forma de entender el mundo y de transformarlo (no en vano era historiador marxista),  ni algunos de  sus principales mentores: W. Benjamin y E.P. Thompson.   Resulta curioso que alguno de sus críticos considerara altisonantes las  citas de las Tesis de filosofía de la historia de Benjamin al final de Historia. Análisis de pasado… siendo alguien que disfrutaba  del confort de la cátedra en una Barcelona burguesa…  La historia de combate antifontanista ha llegado a extremos ridículos como el de aquella reseña en la que se recomendaba encarecidamente el libro, pero aconsejando  al lector que se saltara el prólogo de Josep Fontana por  “ofrecernos una nueva muestra de un tipo de historia afortunadamente en progresivo desuso en nuestro país”.

Un caso de   gran perspicacia  si se piensa que, como asesor de Ariel y después de Crítica (Grijalbo, primero, y, luego, Planeta), ha influido para que estudiantes e historiadores de este país estuvieran  al día de las novedades de Cambridge o Routledge o, para que la historia local y regional de la Segunda República y de la represión tuviera su lugar en la sección Contrastes de Crítica. Probablemente hubo vacíos y se hizo a algún autor más maldito de lo que era, pero, al final, ¿conoceríamos mejor la historia de España o de Europa sin disponer de tales libros? Conviene advertir que la  nueva etapa de esta editorial se abre con autores con los que no sintonizaba, como Landes y Netanyahu.

Una parte influyente de la Academia (más en Historia Contemporánea que en otras especialidades) ha hecho suyo el desprecio machadiano de la ignorancia hacia el autor de La quiebra de la monarquía absoluta (1971), uno de los tres libros que al inicio de los 70 armaron la historia socioeconómica española durante decenios (los otros dos fueron El fracaso de la revolución industrial de J. Nadal y el libro de Malefakis, Reforma agraria y revolución campesina). Al son del conservadurismo que nos invade, hay profesor que en la bibliografía de historia contemporánea prescinde, por sectario, del autor de  Por el bien del imperio (2011), y, en aras de la objetividad, lo sustituye  por El libro negro del comunismo…

Curiosamente el mismo libro vapuleado por algunos académicos –Historia. Análisis del pasado y proyecto social- fue prohibido por el Opus Dei. En el  ‘Index’ del 2003 alcanzó el nivel 6 (“lectura prohibida. Para leerlo se necesita permiso del Padre Prelado”). Otros como La crisis del Antiguo Régimen (1808-1833) merecieron el nivel  5 (“No se pueden leer, salvo con un permiso especial de la delegación”), algo insólito si no se conoce  la dureza de la crítica al padre Suárez Verdeguer por su interpretación de la España liberal.
Fontana –tan tímido inicialmente como siempre generoso – resultaba un personaje incómodo porque su pensamiento crítico no perdonó los vicios de la Academia: «Actualmente hay una tendencia universitaria a “cocerse dentro de una olla”, en donde lo que importa es la aceptación de los miembros de la “tribu”», declaró  en la entrevista de 1998, premonición de la actual caza del JCR a cualquier precio, incluso al de la coherencia del contenido que se publica. “Es en la escuela media donde uno enseña a pensar críticamente, a formar futuros pensadores” confesaba en la entrevista citada. Por eso dedicó sus esfuerzos a la creación y sostenimiento del Seminario permanente de formación en Historia para profesores de enseñanza media en la UPF.

Entre los libros inéditos que deja Josep Fontana se encuentra La crisi com a triomf del capitalisme  que editará Tres i Quatre. Allí se expone cómo las normas de austeridad le recordaban la lógica de los campos de concentración:
Los fundamentos son los mismos: minimizar los costes del trabajo y eliminar el desperdicio de recursos que significa mantener a los que no están en condiciones de continuar produciendo. La reducción de los costes salariales se ha conseguido con una medida genial, la «flexibilización del empleo», que, al dejar a los trabajadores indefensos ante el desempleo, ahorra a los empresarios aquellas molestias que antes causaban las disputas por el salario justo (¿qué sentido tiene hablar de «salario mínimo» habiendo como hay contratos de 0 horas?).

Así cobra sentido la emocionada despedida de  Gonzalo Pontón cuando manifestó que sentía su muerte física como irrelevante, como una especie de encantamiento: “Josep Fontana está tan vivo como siempre, porque sus libros contienen una potencia de vida que es tan activa como el espíritu que los ha engendrado”.
 
 

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