César Rina Simón[1]
Universidad Nacional de Educación a Distancia
A lo largo del siglo XIX, el régimen liberal transformó el calendario festivo para armonizarlo con la nueva sociedad burguesa y los ritmos que exigía el capitalismo. La consecuencia más visible fue la drástica reducción de fiestas en un almanaque cada vez más racionalizado por lógicas productivistas-moralizadoras.[2] En este proceso jugaron un papel determinante las autoridades municipales, que concentraron los esfuerzos económicos e identitarios en una “fiesta mayor” con el objetivo de movilizar a la totalidad de la población, no sólo a determinados gremios o sectores sociales. Mediante subvenciones y el sostén narrativo de agentes culturales historicistas, construyeron rituales cívicos comunitarios y generaron espacios de fuerte carga simbólica en los que legitimar el nuevo orden y vincularlo con la “tradición” religiosa y castiza del Estado-nación. Los mecanismos de identificación nacionalistas se reprodujeron a escala local: a cada población le correspondería una fiesta que actuaría como expresión simbólica de la ciudadanía y referente de una caracterología y un modo de ser específico. Celebrar se convirtió en un acto de afirmación local -regional y nacional- y en una forma de participación política. Asimismo, las celebraciones abrían un tiempo reglado para la diversión, el encuentro colectivo y el descanso dentro de parámetros culturales controlados por las élites del liberalismo.
A los cambios relativos a la concepción y uniformización del calendario habría que sumarle la gestión del crecimiento exponencial demográfico que experimentaron las capitales de provincia españolas en esta época. Las ciudades fueron paulatinamente derribando sus murallas medievales, trazando ensanches burgueses y agigantándose en los extrarradios con barriadas de trabajadores que encontraron en el fenómeno festivo un modo de arraigarse a los imaginarios del lugar de acogida. Esta “gran transformación”, unida a los horizontes de exaltación de los vectores identitarios, la espectacularización de las prácticas concebidas como premodernas y la necesidad de las nuevas instituciones de generar escenarios políticos de dramatización popular, facilitó la proliferación de respuestas culturales festivas. Éstas pretendieron integrar amplias masas de población desarraigadas en un entramado simbólico que forjara un nuevo sentido de comunidad a partir de elementos representativos del ethos colectivo. Su irrupción se camufló con narrativas historicistas que establecieron hondas cronologías centradas en destacar la perpetuación de la ciudad en el tiempo.
Tanto para la Iglesia, como para las autoridades políticas y para amplios sectores de la ciudadanía -cuya sociabilidad comenzó a entretejerse en el seno de sociedades festivas-, estos rituales propiciaban un halo de antigüedad y una nostalgia por una época y un espacio que se había perdido, pero que gracias a la fiesta se podía recuperar. Celebrar era una forma de viajar en el tiempo y de crear vínculos de pertenencia al barrio, de participación en lo público y de exaltación de lo autóctono.

Desde mediados del XIX, las procesiones de Semana Santa fueron sufragadas por los municipios -en Sevilla desde 1858- y refrendadas como fenómenos autenticidad local. En pocos años, se convirtieron en la celebración hegemónica de las ciudades andaluzas, la marca identitaria para sus habitantes y para los visitantes-turistas. Con la participación de eruditos y de amplios sectores sociales, no estrictamente católicos, la Semana Santa se transformó en ritual cívico de expresión de la comunidad. Su despliegue urbano permitía tradicionalizar el espacio público y configurar un palco de legitimación en el que las culturas políticas pugnaron por apropiarse del sentido de lo sagrado y de lo popular.
La concentración de esfuerzos en una única fiesta principal no fue lineal ni estuvo exenta de tensiones entre diversas maneras de entender la modernidad. También fueron determinantes los contextos políticos y los imaginarios arraigados en cada población. En el caso andaluz, la Semana Santa como expresión de religiosidad barroca contaba con una amplia trayectoria en los siglos precedentes. Sin embargo, décadas antes de su conversión en fenómeno identitario, las procesiones languidecían: la mayoría de las cofradías habían desaparecido, las autoridades civiles y religiosas habían limitado drásticamente sus expresiones públicas y no pocos observadores de la época vaticinaron su inminente desaparición. Es decir, la Semana Santa que comenzaba a configurarse en el siglo XIX era una manifestación completamente distinta, pero asumía el legado barroco en aras de su tradicionalización. La nueva estética de la fiesta acentuó una pose premoderna mediante ritos historicistas de restauración del pasado.

Sevilla fue la primera ciudad donde reflotó el fenómeno y se convirtió en fiesta mayor. Las cofradías despertaron el interés de tres agentes fundamentales en la articulación del nuevo tiempo festivo. En primer lugar, la nueva burguesía mercantil e industrial, deseosa de encontrar cauces de ennoblecimiento y enraizarse en genealogías pretéritas, se valió del halo de arcaísmo de la Semana Santa para reivindicar su antigüedad y su pedigrí. En segundo lugar, el descubrimiento del potencial turístico y, por extensión, económico e imagotípico, que tanto interés despertaba en los viajeros románticos. Cuando se concluyó la línea férrea entre Sevilla y Madrid en 1861, ya existían agencias de viajes que promocionaban la fiesta e inversión municipal publicitaria para atraer turistas. La Semana Santa era en un sector económico relevante para la ciudad. Y, en tercer lugar, el papel decisivo en los ayuntamientos, que sufragaban las procesiones para garantizar su celebración, controlar estrechamente el desarrollo de los actos y utilizarlos para refrendar en el espacio simbólico su legitimidad histórica, sagrada y popular. No he mencionado en un primer momento a la Iglesia porque, pese a la más que evidente vinculación formal con el horizonte católico, las autoridades eclesiásticas se mantuvieron al margen y, en ocasiones, en acentuada oposición a unos rituales que consideraban seculares -por quien los pagaba y los organizaba-, que alejaban a los fieles de los templos los días de Semana Santa y que propiciaban experiencias inmorales -por el encuentro colectivo, el comensalismo, la nocturnidad-. No será hasta el siglo XX cuando la Iglesia intente apropiarse del caudal simbólico que se había configurado el siglo anterior como expresión castiza, folklórica y no plenamente piadosa. En los años veinte y treinta, numerosas cofradías se opusieron a la tentativa intervencionista de la Iglesia, que sólo consiguió imponer su soberanía sobre la celebración durante la guerra, la represión y el nacionalcatolicismo. Otro tema es la utilización de la fiesta por parte del clero para atestiguar su poder social y visibilizar su estrategia de movilización que proponía una modernidad católica sobre la base de la esencia religiosa de la nación española.
Las procesiones de Semana Santa adaptaron sus formas a los nuevos gustos casticistas y se desarrollaron en dos planos diferenciados, atendiendo a su doble funcionalidad identitaria y turística: adquirieron una dimensión popular y participativa y generaron escenarios, con sillas de pago y palcos de autoridades, para que los turistas y las élites locales pudieran contemplarlas sin entrar en contacto con la “masa” celebrativa. Como señalábamos, el primer modelo exitoso de aprovechamiento económico se produjo en Sevilla. A finales del siglo XIX, los consistorios de Málaga y Antequera lo emularon con apelaciones explícitas al potencial comercial. Los participantes asumieron el rol de figurantes de una ópera colectiva orientada al espectador. A comienzos del siglo XX, los ayuntamientos de Huelva, Córdoba y Granada plantearon replicar el modelo. La invención de tradiciones fue inmediatamente refrendada por eruditos locales y por los propios participantes, que reivindicaron la autenticidad y consustancialidad de la celebración.

En la década de 1920, la Semana Santa era ya la fiesta principal en buena parte de las poblaciones andaluzas, favorecida por contextos políticos -monarquía religiosa, dictadura de Primo de Rivera y movilización católica- y culturales -folklorismo, regionalismo, neoromanticismo- propicios. Fue también la década en la que los prelados andaluces intervinieron en una fiesta que consideraban alejada del fenómeno religioso y que, por esto mismo, precisaba purificarse: más que evangelizar a la población, las procesiones servirían para evangelizar a los propios cofrades. La medida más restrictiva fue el Decreto de los Prelados, dictado por el cardenal Ilundain en febrero de 1930. Entre otras medidas, intervenía las cuentas de las corporaciones, prohibía que organizaran espectáculos para recaudar fondos -conciertos, corridas de toro, verbenas o sesiones de películas- y, sobre todo, obligaba a que los directivos y promotores de las cofradías fueran autorizados previamente por los párrocos. Con esta normativa, numerosos políticos laicistas, republicanos, homosexuales o simplemente personas poco practicantes fueron apartados de la organización de la fiesta. Los obispos del nacionalcatolicismo: Pedro Segura, Agustín Parrado o Balbino Santos, ahondaron en este tipo de medidas, además de excluir a las mujeres alegando riesgos morales.

Durante la II República, pese a toda la literatura maniquea que proyectaron las derechas católicas y la dictadura franquista, los partidos de gobierno apostaron por la continuidad de la Semana Santa desligándola de sus significaciones católicas y reafirmando su carácter popular e identitario. Las autoridades republicanas andaluzas -alcaldes, gobernadores civiles y partidos- secundaron la celebración de la Semana Santa que, según sus patrones culturales, no contradecía el laicismo del Estado. Es difícil valorar hasta qué punto esta actitud partió de un convicción -hay casos en los que es evidente, como el alcalde de Sevilla del partido radical Fernández de la Bandera; el socialista Alberto Fernández Ballesteros o el líder sindical comunista Saturnino Barneto-, o bien era una estratagema del republicanismo para apoyarse en las tradiciones de cada población con los objetivos de construir legitimidad, mantener la industria cultural turística en ciudades como Sevilla, arruinadas y con graves problemas sociales ocasionados por los gastos de la Exposición Iberoamericana, y ganarse el favor popular. Manuel Chaves Nogales, Eugenio Noel o Antonio Núñez de Herrera constataron que en Andalucía no era contradictorio pertenecer a sindicatos y partidos de izquierda y participar en la Semana Santa. Era común encontrarse en las paredes de tabernas y mercados imágenes de Lenin y de Pablo Iglesias al lado de referentes devocionales como la Esperanza Macarena o el Gran Poder. De hecho, fueron dos diputados andaluces del partido radical, Rodrigo Fernández García de la Villa y Miguel García Bravo-Ferrer, los que introdujeron una enmienda al primer proyecto constitucional para salvar las procesiones de la legislación laicista. Incluso los ayuntamientos buscaron subterfugios legales para continuar subvencionado las cofradías: así ocurrió con la cesión del espacio público o el pago a entidades laicas que luego transferían el dinero a las hermandades.

Sin embargo, para las jerarquías católicas y los partidos monárquicos, la fiesta era una oportunidad para deslegitimar el régimen republicano y condicionar el voto, vinculando sus candidaturas a la perpetuación de la tradición. Entre 1932 y 1934, los obispos andaluces, auxiliados por los sectores antirepublicanos, promovieron en todas las provincias un boicot a la Semana Santa. Fueron ellos quienes prohibieron las procesiones y organizaron actos alternativos en los templos que encajaban mejor con los perfiles purificadores que buscaba la Iglesia. Tan sólo hubo una hermandad que rompió el boicot: la Estrella de Sevilla, afincada en el entonces arrabal gitano y obrero de Triana que, con el apoyo económico e institucional de las autoridades republicanas, sí salió en procesión.[3] El boicot no pudo sostenerse cuando llegaron las derechas al gobierno estatal. Las hermandades volvieron a la calle, también en 1936, ya con el Frente Popular en el poder.[4]

Además, el patrimonio de las cofradías fue atacado por sectores anticlericales e iconoclastas del ámbito de las culturas políticas de izquierda, que rechazaban la lectura culturalista de la celebración y abogaban por una transformación revolucionaria de la sociedad española y de sus símbolos e imaginarios tradicionales. Coincidiendo con los momentos de mayor conflictividad: mayo de 1931, agosto de 1932, octubre de 1934 o julio de 1936, se produjeron numerosos ataques iconoclastas. Buena parte de las corporaciones malagueñas perdieron en este período su patrimonio, también las que se encontraban en los arrabales obreros de Huelva y Sevilla. Se ha escrito mucho sobre las hondas raíces históricas del anticlericalismo español. En cambio, un análisis microhistórico de los ataques constata que la iconoclasia fue en muchos casos selectiva: se atacaron fundamentalmente imágenes y templos identificados con el poder de la Iglesia o con sectores conservadores. Lo cierto es que esta cadena de ataques espoleó la sensación de peligro entre los católicos -la prensa integrista responsabilizó al régimen de la violencia-, lo que, una vez iniciada la guerra civil, facilitó la asimilación del conflicto con una cruzada por la ciudad de Dios.

La sublevación del 18 de julio inició una guerra apocalíptica que la Iglesia pronto definió en términos de cruzada. Pero más allá del apoyo explícito de las autoridades religiosas al bando rebelde, éste busco legitimidad en los ritos festivos de cada comunidad para autorepresentarse como el restaurador y protector de los principios consustanciales de la nación y, por extensión, de la Semana Santa, la expresión más imagotípica del nacionalcatolicismo.[5] El franquismo resignificó las procesiones para empaparse de la unción sagrada y popular que atesoraban. Ya el 15 de agosto de 1936, los sublevados movilizaron en la retaguardia a las imágenes marianas con mayor devoción para sacralizar la reposición de la bandera rojigualda. Cada vez que las tropas franquistas conquistaban una población, se organizaron actos de purificación y recristianización de las calles.[6] En el mes de abril de 1939, Franco recorrió las principales ciudades andaluzas para celebrar la victoria y agradecer la intersección sobrenatural de los referentes devocionales de la religiosidad popular: vírgenes que habían “ofrecido” el oro de sus coronas para la causa nacional y mantos que habían desviado bombas. En los actos en Sevilla, Serrano Suñer portó la espada de San Fernando en la procesión de la Virgen de los Reyes, ataviada para la ocasión con atributos militares y nacionalistas. También se movilizaron imágenes icónicas de la cultura política nacionalcatólica con motivo de las celebraciones de la victoria, el 20 de abril de 1939, en la madrileña iglesia de Santa Bárbara, donde Franco fue ungido como Caudillo providencial.

Las procesiones se tiñeron de rojo y gualda para reafirmar la comunión entre las imágenes religiosas, la tradición festiva y las instituciones franquistas. El apoyo de las ciudades a la causa del general Franco se medía por la participación masiva en procesiones y actos de desagravio convocados para mantener viva la memoria de la “barbarie” iconoclasta. Varias cofradías desfilaron durante la guerra sin sus imágenes, que habían sido calcinadas, y otras acudieron hasta sus templos derruidos, donde se celebraron actos penitenciales en recuerdo de los ataques. En Huelva, en la Semana Santa de 1937, la de San Francisco desfiló con una fotografía de la Virgen del Mayor Dolor que había sido destrozada el año anterior.

A lo largo de la dictadura, la Semana Santa adquirió tintes de fiesta oficiosa, de síntesis plástica del nacionalcatolicismo y mecanismo de legitimación sacro-popular del nuevo Estado. El franquismo venía a restaurar la dirección providencial de la patria. En este contexto, las procesiones andaluzas experimentaron un intenso proceso de fascistización -hasta 1945-, militarización, nacionalización y purificación. La simbiosis entre Estado, Ejército e Iglesia refrendaba plásticamente los imaginarios franquistas. La hegemonía de la cultura nacionalcatólica encontró su cauce de expresión popular en las hermandades de Semana Santa. En este período se fundaron numerosas cofradías con advocaciones que apelaban a la narrativa de la victoria: Dolores, Paz o Victoria. Se bordaron símbolos nacionalcatólicos y se rindió todo tipo de honores a los héroes de la victoria y a las autoridades del Nuevo Estado, vinculado la pasión, muerte y resurrección de Cristo y los dolores de la Virgen con los de los “héroes” de España. Franco acaparó todas las distinciones en el ámbito estatal y, en cada ciudad, se homenajeó en las procesiones a los líderes locales de la sublevación. Fue el caso de Queipo de Llano en Sevilla o de Millán Astray en Málaga. Resultado de esta simbiosis religiosa-castrense-nacionalista se fundó en 1939 en Málaga la cofradía nacional del Cristo de los Milagros en torno a una imagen que había sido mutilada durante la II República. La hermandad puso en escena un rito de visibilización de los lisiados de guerra, conjugando en el espacio público su dolor y entrega física con los del Cristo Mutilado.

Las corporaciones se afanaron en estrechar lazos con los poderes civiles y militares en una tentativa de mutua legitimación: las hermandades reconocían la legitimidad sacro-popular del franquismo al mismo tiempo que buscaban capital simbólico, recursos económicos y la presencia de autoridades que daban mayor vistosidad a sus desfiles, dentro de la lógica de competitividad que las caracteriza. Las élites de la dictadura aceptaban los honores a cambio de presidir el horizonte simbólico de la fiesta y mantener el control ideológico de sus significados.

Del mismo modo, la Iglesia, superada sus tensiones con los sectores más fascistizados del régimen, reforzó sus acciones representativas y normativas. En colaboración con las autoridades políticas locales, desplegó una extensa legislación moralizante con el objetivo de cristianizar la celebración y reconducir su potencial movilizador hacia el culto religioso. La purificación católica, la simbolización nacionalista y la militarización de los rituales pervivió durante toda la dictadura y fosilizó una serie de prácticas e imaginarios aún hoy vigentes, integrados como prácticas ancestrales.
Sin embargo, sí podemos detectar matices y discontinuidades, sobre todo desde la creación en 1951 del Ministerio de Información y Turismo y las campañas que relacionaban el desarrollo económico español con la atracción de visitantes. Para generar experiencias atractivas, el Ministerio incentivó la autoexotización en clave folklórica y costumbrista, dentro de los parámetros del regionalismo “bien entendido” y de los referentes de la “españolada” y la “pandereta.” En esta línea, los tópicos andaluces -flamenco, playas, toros, espectáculos religiosos, ferias y romerías- se convirtieron en imagotipos de lo nacional, como ironizaba Berlanga en Bienvenido Mr. Marshall, estrenada en 1953. El Ministerio alentó prácticas “auténticas” y configuró un circuito festivo “típico” orientado al turista extranjero, en acentuado contraste con las narrativas nacionalcatólicas y la memoria de la guerra y de la victoria que seguían activas para los autóctonos. En 1963, se creó el título de Fiesta de Interés Turístico para alentar que ayuntamientos y asociaciones festeras adaptaran las celebraciones a las lógicas del turismo de masas. El Ministerio convocaba anualmente comisiones de valoración de los informes donde se tenía en cuenta el arraigo histórico, la dotación hostelera y la capacidad para generar recursos económicos. En la primera reunión de la comisión, en 1964, recibió el título la Semana Santa de Málaga. Al año siguiente, el título recayó en la Semana Santa de Sevilla, en una candidatura conjunta con la Feria de Abril que contradecía lo que venían defendiendo las autoridades franquistas y el arzobispado: la tajante separación entre lo penitencial y lo lúdico. Posteriormente, también recibió el galardón la Semana Santa de Granada. El reconocimiento internacional del Estado español y el turismo desarrollista obligaban, según Fraga Iribarne, al “cultivo de las manifestaciones tradicionales y clásicas con un sentido ágil y despierto (…).”[7] Los celebrantes debían adaptar el canon a las expectativas del visitante para contribuir, patrióticamente, con la modernización del país mediante la explotación de su vertiente más folklórica y orientalista.


El fomento turístico de las Semana Santa y los relatos legitimistas no impidieron que, en la década de los sesenta, el modelo festivo entrara en crisis: se paralizó la creación de nuevas hermandades, las corporaciones comenzaron a tener problemas económicos para organizar las procesiones -realizaron cuestaciones públicas y repartieron más honores a las élites locales buscando subvenciones o donaciones-, y descendió el número de participantes y de público. Esta decadencia tiene múltiples lecturas, si bien conviene subrayar el relevo generacional de un amplio grupo de población que no había vivido directamente la guerra y que no se identificaba con la fiesta popular más representativa del régimen. También fue determinante el Concilio Vaticano II y la oleada de sacerdotes críticos con el barroquismo del ritual, que consideraban ostentoso, pagano o demasiado vinculado con la legitimación del franquismo. Cuando murió el dictador, la prensa conservadora vaticinó la difícil continuidad de la Semana Santa en el nuevo sistema político.

Contra todo pronóstico, la tendencia se invirtió durante la Transición, en un giro que aún no ha sido analizado suficientemente. La Semana Santa andaluza no sólo sobrevivió a la muerte del dictador, sino que, en el período democrático, bajo un régimen aconfesional y con el poder concentrado casi todo el período en el PSOE, se ha producido un crecimiento exponencial del fenómeno cofradiero. Nunca ha habido tantas hermandades, tantos pasos, tantas bandas de músicas, tantos costaleros. La Semana Santa ha explotado a la vez que los templos se han vaciado paulatinamente y la Iglesia ha perdido buena parte de su influencia social.

En el período democrático, se ha perpetuado la vinculación de las autoridades con la fiesta, resignificada como marca de la autonomía andaluza y hecho cultural diferencial. La Semana Santa está omnipresente en la sociedad, en la prensa, en los debates políticos, en las formas de socialización vecinal. Se ha expandido en el tiempo: sus imaginarios están presentes durante todo el año y en todos los espacios públicos: nomenclátor, monumentos, etc. Esto no ha sido sólo el resultado de una construcción llevada a cabo por los partidos en el gobierno autonómico -PSOE y PP-. También la izquierda ha participado en la generación de sentido identitario. Rafael Alberti, por ejemplo, publicó unas coplas dedicadas a vírgenes andaluzas que había escrito durante la celebración del I Congreso Regional de Andalucía del PCE en 1978:
“Oh Virgen de la Esperanza,
novia de los marineros,
yo sé que nada se alcanza
sin el campo y los obreros.”
“La Virgen del Baratillo
sobre cuarenta costales,
sueña en la hoz y el martillo
para aliviar tantos males.”
“Déjame esta madrugada
lavar tu llanto en mi pena,
Virgen de la Macarena,
llamándote camarada.
Flor del vergel sevillano,
sangre de tu santa tierra,
de la paz, no de la guerra,
jamás de Queipo de Llano.
Que tú no eres generala,
abogada del terror,
sino madre del amor,
lumbre que todo lo iguala.
Camarada, compañera,
de obreros y campesinos,
nunca de los asesinos
del pueblo que te venera. (…)
Muchacha de Andalucía,
la más clamorosa alhaja
de la sola cofradía
de la gente que trabaja.”[8]
El antropólogo Isidoro Moreno o el sociólogo Pedro García Pilán[9] han explicado este proceso como una respuesta cultural local a las incertidumbres ocasionadas por la globalización, la aceleración de la experiencia temporal y el desarraigo. Sin lugar a duda, la Semana Santa andaluza encajaría en los marcos interpretativos de la glocalización: respuesta y reafirmación de lo local empleando medios del capitalismo virtual global.

Esta superposición de significados ha configurado un complejo artefacto cultural, un palimpsesto tremendamente adaptativo a los contextos, pese a su apariencia inmovilista, tradicional y homogénea. Hoy, para muchos andaluces, la Semana Santa es una fiesta transversal a diversas ideologías, marca de la identidad regional y expresión popular de una caracterología específica, profundamente mistificada e idealizada, pero tremendamente funcional en la generación de significaciones comunitarias. Parece un animal imposible, tensionado por las tentativas de recristianización de la Iglesia, por la colonización conservadora y, al mismo tiempo, escurridizo a tentativas de clasificación maniqueas. Artistas contemporáneos como Pedro G. Romero o Pilar Albarracín y grupos de música contraculturales como Califato ¾ toman como punto de partida los horizontes de sentido que produce la Semana Santa. Su transversalidad alcanza lo queer, como ha destacado la película-documental de Jesús Pascual ¡Dolores guapa! sobre la figura del marica andaluz. Pero, a su vez, la fiesta facilita la sociabilidad elitista, la difusión de imaginarios políticos reaccionarios y la reivindicación del catolicismo popular de los andaluces.

Notas
[1] Esta contribución sintetiza trabajos que he ido desarrollando en las últimas décadas y el de otras colegas que han situado las fiestas en el centro del debate historiográfico. Para profundizar sobre la temática y las líneas historiográficas abiertas, remito a César Rina Simón, El mito de la tierra de María Santísima. Religiosidad popular, espectáculo e identidad, Sevilla, Centro de Estudios Andaluces, 2020.
[2] Proceso desarrollado en Antonio Ariño Villarroya, La ciudad ritual, la fiesta de las Fallas, Barcelona, Anthropos, 1992 y en Adrian Shubert, A las cinco de la tarde. Una historia social del toreo, Madrid, Turner, 2002.
[3] La propaganda franquista alteró el orden de los acontecimientos: se inventó una supuesta prohibición republicana de la Semana Santa y presentó la procesión de la Estrella como un acto de rebeldía contra la legislación laicista. Véase Isidoro Moreno Navarro, La Semana Santa de Sevilla. Conformación, mixtificación y significaciones, Sevilla, ICAS, 2006.
[4] Sí hubo restricciones y prohibiciones en otras provincias españolas, dependiendo de la situación social de cada momento y de la voluntad más o menos rupturista de los gobernadores civiles, a quienes correspondía autorizar los cultos religiosos públicos. Muchas prohibiciones estuvieron justificadas por la incapacidad del Estado para mantener el orden público.
[5] Éste es el leitmotiv de los ensayos incluidos en Claudio Hernández Burgos y César Rina Simón (eds.), El franquismo se fue de fiesta. Ritos festivos y cultura popular durante la dictadura, Valencia, PUV, 2022.
[6] Véase el libro de próxima aparición: César Rina Simón, El cielo está con nosotros. Los imaginarios franquistas y la religiosidad popular, 1936-1949, Madrid, Marcial Pons 2025 y estudios de ámbito local: Michael Richards, “Presentando armas al Santísimo Sacramento: Guerra Civil y Semana en la ciudad de Málaga, 1936-1939”, en Chris Ealham y Michael Richards (eds.), España fragmentada. Historia cultural y Guerra Civil española, Granada, Comares, 2010, pp. 253-286; Mary Vincent, “La Semana Santa en el nacionalcatolicismo: espacio urbano, arte e historia. El caso de Valladolid (1939-1949)”, Historia y Política, n. 38, 2017, pp. 91-27; o José Carlos Mancha Castro, La Semana Santa y la construcción simbólica del franquismo en Huelva (1937-1961), Sevilla, UIA, 2020.
[7] Discurso de Fraga en otubre de 1963, en Valladolid, en la Asamblea Constituyente del Consejo de Festivales. Archivo General de la Administración, (003)049.009-caja 38665 top 23/54.406-54.406.
[8] Rafael Alberti, Nuevas Coplas de Juan Panadero, Barcelona, Bruguera, 1979, pp. 180-184.
[9] Isidoro Moreno Navarro, “Identificaciones colectivas. Modernidad y Cultura Andaluza: la Semana Santa de Sevilla en la Era de la Glocalización”, en José Hurtado Sánchez (ed.), La religiosidad popular sevillana, Sevilla, US, 2000, pp. 237-253; Pedro García Pilán, “Tradición católica y ritual festivo: secularización y metamorfosis de lo sagrado”, Sociología Histórica, n. 11, 2021, pp. 9-41.
Fuente: Conversación sobre la historia
Portada: Sevilla. Los nazarenos, óleo sobre lienzo de Joaquín Sorolla, 1914. Hispanic Society of America. Fotografía anónima con el paso de Ntra. Sra. del Rosario de la Cofradía de Montesión de Sevilla (http://sssevillablancoynegro.blogspot.com/search/label/Joaqu%c3%adn%20Sorolla)
Ilustraciones: César Rina
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