Resulta complicado trazar una imagen unitaria del Papa Francisco sometido a juicios enfrentados. Como nos recordó Enric Juliana al remitirse a Pablo VI, no es de extrañar que Francisco fuera calificado de antiespañol por pedir diálogo sobre Catalunya y por buscar una mayor complicidad del catolicismo con las bases populares de origen indígena. El lector del blog puede ilustrarse también sobre los esfuerzos del Papa Francisco para acabar con la impunidad del Opus Dei y evitar el auge de la extrema derecha. Para este análisis de urgencia nos hemos basado en el publicado en mayo pasado en The Newstates Man (traducción Sin Permiso) que no puede esconder un cierto escepticismo el enfocar la labor reformista de Francisco.
La orientación continúa en el publicado hoy por Madoc Cairns en el mismo medio:
los compromisos más admirables de Francisco -su terca y solitaria solidaridad con los marginados y olvidados- parecen de los más inútiles. Un Papa que pidió que los refugiados y los inmigrantes fueran acogidos con el corazón abierto muere mientras los corazones se endurecen hacia los estranjeros en todo Occidente. Un Papa que invirtió un siglo de compromiso con el capitalismo, reafirmando una opción establecida dos milenios antes -servir a Mammón o servir a Dios- muere en un momento en que los ultra ricos disfrutan de un poder y un prestigio sin precedentes. Un Papa que hablaba incesantemente de pacificación muere mientras el mundo entra en guerra.
Si Francisco fue derrotado en sus esfuerzos por dar forma al mundo; derrotado en sus intentos incluso de dirigir su Iglesia, fue porque los papas pueden predicar, apelar, condenar, pero no obligar. El poder del papado es, en este sentido, como la luz de la luna: una bella ilusión. El trono de San Pedro es también su celda.
La elección del próximo cónclave será clave para saber si la reforma iniciada por Francisco será frenada o continuará con el siguiente pontífice. Como acaba de escribir Joseba Louzao la historia nos demuestra que no podemos hacer grandes cábalas sobre quién será el sucesor, ni sobre qué camino tomará. “Lo que sabemos es que en torno al 80% de los cardenales electores han sido nombrados por Francisco. Esta transformación del Colegio Cardenalicio ha sido otra de las derivadas de su reformismo”.
Conversación sobre la historia
El mito del catolicismo progresista
Cuando el Papa Francisco apareció por vez primera en el balcón de la Basílica de San Pedro en 2013, aquello supuso una victoria simbólica para el ala liberal de una Iglesia asediada. El Santo Padre recién elegido pondría orden en el desorden plagado de escándalos que había dejado la estela de Benedicto XVI y arrastraría al papado al siglo XXI. En la década transcurrida desde entonces, los esfuerzos de Francisco lo han diferenciado de sus predecesores, mucho más acartonados: ha denunciado las leyes que criminalizan la homosexualidad; en 2015 utilizó un tono revolucionario al sugerir que se podía conceder el perdón a las mujeres que hubieran abortado; al principio de su pontificado declaró que, sí, hasta los ateos podían ir al cielo.
El gran reformador católico estaba en sintonía con la trayectoria de la década. A pesar de los retrocesos provocados por la elección de Donald Trump y el referéndum del Brexit (2016 fue annus horribilis para el talante liberal) parecía que la marcha progresista hacia adelante era inevitable: se legalizaron en Irlanda el matrimonio gay y el aborto por votación popular; la Marcha de las Mujeres y el movimiento Me Too contraatacaron contra la misoginia de base; se produjo el gran ajuste de cuentas racial del verano norteamericano de Black Lives Matter. Esta era la temperatura ambiente de la década de 2010 y principios de 2020. Una época en la que hasta el Papa era “woke” [políticamente correcto].
Pero en el Vaticano se avecinan cambios en la cúpula (ni siquiera el Papa es inmortal). Y cuando vuelva a aparecer la fumata blanca sobre la Santa Sede, flotará una pregunta en el aire: ¿qué significará para el destino de los llamados católicos liberales? Ross Douthat, columnista del New York Times –y un veterano observador del papado- sugirió recientemente que la energía liberalizadora que trajo consigo Francisco prácticamente se ha disipado. Se ha ido fomentando un relevo conservador. Con ello, se ha disipado el temor entre los tradicionalistas de que llegara alguien aún más radical. Tal vez Francisco y sus aliados descubran que, en lugar de roca, su revolución se construyó sobre arena.

Ni siquiera la voluntad de Dios puede mantener las guerras culturales fuera del Vaticano. Por un lado, los tradicionalistas -con el cardenal Raymond Burke como líder espiritual- temen que Francisco esté erosionando la doctrina, faltando al respeto a las restricciones de la fe y persiguiendo implacablemente una agenda política que pasa por divina. Francisco, por su parte, en una entrevista en el programa 60 Minutes el 19 de mayo, declaró que sus detractores conservadores tienen una “actitud suicida”; que se están encerrando en una “caja dogmática”. Quizá la reforma liberal no muera con él. Pero mientras la Santa Sede se debate entre estos dos polos, empieza a parecer un microcosmos, imitando tendencias generales de la Anglosfera: una década de supremacía de la ideología “woke” acompañada de la inevitable reacción conservadora.
Si esto supone la muerte del catolicismo liberal, el propio carácter de Francisco ocupará un lugar destacado en los libros de historia sobre el fracaso de la revolución. A menudo se le presenta como un acogedor liberalizador: habla de rezar por la paz, tiene un trato informal, evita las vestiduras de ornamentos doradas tradicionalmente asociadas al papado en favor de lo modesto y refinado. Pero tras las puertas de San Pedro la visión resulta bastante diferente. Damian Thompson, antiguo redactor jefe del Catholic Herald, ha descrito una curia presidida por un autócrata que arrebata el poder a sus oponentes ideológicos y permite cualquier cantidad de pecados a sus aliados ideológicos; alguien más motivado por el resentimiento que por la teología.
Pero para el mundo exterior sigue siendo difícil criticarle: Francisco es un Papa para los lectores del Guardian, aquellos que toman como evangelio suyo las costumbres establecidas en la década de 2010. Pero a pesar de cambiar las galas papales por una humilde sotana, a medida que crece el ímpetu conservador tal parece que ahora el Papa no tiene ropa.
Su tendencia liberal se defiende como mecanismo de supervivencia para una Iglesia en declive, con una reputación tan maltrecha por años de escándalos de abusos sexuales que probablemente no se recupere nunca. Si este es el objetivo, el resultado es sombrío: bajo Francisco no ha habido una oleada de no practicantes que se reincorporasen a la Iglesia.
Pero hay una cuestión existencial de mucho mayor calado para el papado. El cardenal Burke lanzó una advertencia temprana en el pontificado de Francisco: “El Papa no tiene el poder de cambiar la enseñanza [o] la doctrina”. De hecho, Francisco se ha dado cuenta de que no puede despojar al catolicismo de su conservadurismo inherente sin trastocar por completo su naturaleza. Su pontificado ha revelado que el catolicismo liberal constituye una propuesta teológicamente inconsistente. La popularidad de Francisco entre la clase dirigente progresista muy poco puede hacer para cambiar eso.

Se han intentado adoptar facetas del catolicismo, al tiempo que se le liberaba de su bagaje. Lejos del Vaticano, el ridículo despliegue de la gala anual del Museo Metropolitano [de Nueva York] de 2018 –en la que Rihanna se vistió tocada de una mitra y las estrellas de Hollywood lucieron aureolas e imágenes de la Capilla Sixtina- fue revelador; no hay modo alguno de catolicismo que pueda cohesionarse con el complejo industrial liberal de las celebridades y que no sea algo más que una estética superficial.
En el centro de Manhattan ha surgido el catolicismo en estos últimos cinco años como escenario para las It Girls [las “chicas de moda”] -que hoy se está infiltrando lentamente en Gran Bretaña- acompañado de un estilo fetichista y coqueto (crucifijos sobre pechos desnudos, calcetines hasta la rodilla, rosarios de cuentas). Es un modo irónico y cínico de burlarse de las “piedades liberales” de la década de 2010, a la vez políticamente reaccionarias y teológicamente insustanciales.
Sin embargo, tanto los reformadores católicos como los jóvenes poco serios que adoptan la religión cometen un error similar. Los jóvenes creen que pueden comprometerse con el estilo a la vez que subvierten el dogma. Y los reformistas creen que se puede forzar a que todo adopte una forma liberal, sin que importe su naturaleza inherente, al margen de la lógica. Mientras tanto, están a las puertas los conservadores.
*Finn McRedmond redactora y responsable de colaboraciones del semanario británico The New Statesman, estudió en la Universidad de Cambridge y es columnista del diario The Irish Times.
Fuente: The New Statesman, 21 de mayo de 2024
Traducción: Lucas Antón Sin Permiso 14 de julio de 2024
Portada: el papa Francisco durante su última aparición pública, el 20 de abril de 2025, Domingo de Resurrección, para impartir la bendición urbi et orbi (imagen: PI Studio)
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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Obras son amores y no buenas razones. Ideológicamente progresista, si pero en eso quedó.