Juan Manuel Zaragoza *
No fue tanto la toma de posesión como lo que vino después: Trump sentado en el escritorio Resolut del Despacho Oval, con una montaña de carpetas negras a su derecha y un gran rotulador en su mano. La firma de órdenes ejecutivas, muchas de ellas anunciadas de antemano, dinamitaron muchas de las asunciones que, desde la segunda guerra mundial, habían conformado el orden mundial. Estados Unidos ya no era un socio fiable. No lo era para Canadá, no lo era para Groenlandia, no lo era para México. Tampoco para Europa o Japón. Ni, sobre todo, para Ucrania.
Las consecuencias de esa primera firma, y de las que la siguieron, replicaron este primer terremoto en las relaciones internacionales que, tal vez por la experiencia del primer mandato de Trump, la comunidad internacional no había creído posible. No, al menos, con esta rapidez. La respuesta, desde Europa, ha sido contundente para los estándares a los que nos tiene acostumbrados: Estados Unidos ya no es un socio al que se pueda confiar la defensa europea. Ha llegado el momento de que Europa se rearme. ReArm Europe, el plan presentado por Von der Leyen, plantea una inversión de 850.000 millones de euros en los próximos cuatro años.
ReArm Europe. Un eslogan que despierta en muchos de nosotros y nosotras profundas preocupaciones, que encuentran su origen tanto en la historia de Europa como en el muy arraigado sentimiento pacifista que comparten la mayoría de los europeos y europeas.1 No en vano, la Unión Europea nació del anhelo de paz tras dos guerras mundiales y la convicción, expresada en la Declaración Schumann, de que una federación europea era la herramienta indispensable para lograr una paz duradera en el continente y, aún más, en el mundo: «La paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores equiparables a los peligros que la amenazan. La contribución que una Europa organizada y viva puede aportar a la civilización es indispensable para el mantenimiento de unas relaciones pacíficas».
La izquierda, crítica como es y debe seguir siendo con el proceso de construcción europeo, comparte no obstante muchos de estos valores que la UE aspira a encarnar, algunos con más éxito que otros. Entre ellos, el pacifismo y, añadimos desde la izquierda, el antimilitarismo. De ahí que la actual coyuntura haya cogido a contrapié a gran parte de ese espacio político, profundizando en una desorientación que es percibida, por parte de la ciudadanía, como incapacidad para proponer una alternativa válida a la actual situación de policrisis.
En este pequeño ensayo intentaré dar cuenta de algunas de estas dificultades para plantear cuáles son los márgenes de maniobra que el actual contexto deja para el despliegue de políticas en favor de la habitabilidad del planeta, de corte defensivo, pero también ofensivo, y que pueden servir de base mínima sobre la que construir un programa transformador de futuro.

Los tiempos no están cambiando… ahora
Esto es lo primero que deberíamos dejar claro. El mundo no ha empezado a cambiar ahora. Empezó a cambiar en el momento que el mundo globalizado dejó de ser sostenible por el planeta. Esto es algo que debemos señalar siempre.
En la década de 1980, Ulrich Beck nos avisó de que se estaba produciendo una mutación de la sociedad moderna hacia «otra cosa», que no terminábamos de comprender, pero en la que el riesgo se «democratizaría». Lo que Beck no vio venir cuando publicó su libro en 1986 —pero que luego teorizó extensamente—, fue la mutación hacia la sociedad globalizada, que arrancó con la caída del Muro de Berlín y que extendería su dominio hasta la crisis de 2008, cuando la crisis financiera le propinó un primer golpe, y que terminó (si tenemos que poner una fecha) en el año 2020, con la pandemia de COVID-19.
El Muro cayó en 1989. En 1992 tuvo lugar la Cumbre de Río. La amenaza comunista encontró su reemplazo en la amenaza climática, pero casi nadie se lo tomó en serio. De haberlo hecho, de haber actuado decididamente, tal vez estaríamos ahora en otro escenario. Pero no es así. La sociedad neoliberal, entendida como la evolución de esa «sociedad moderna» que decía Beck, transformó los cuerpos y los deseos a lo largo de sus tres décadas de dominio. Al mismo tiempo, y como parte del proceso, se produjo una aceleración metabólica del sistema que hizo que, de 1995 a 2019, nuestra emisión global de carbono a la atmósfera pasase de 23,27 millones de toneladas a 36,37. En 2009, se presentaron los límites del planeta: un modelo conceptual que evaluaba el estado de nueve procesos del sistema Tierra, para los cuales se estimaba un umbral de seguridad. La idea del proyecto, y así se titulaba el artículo publicado en Nature, era definir un espacio seguro en el que la humanidad pudiera desarrollarse. Ya en ese momento, tres límites habían sido superados y otros cuatro estaban muy cerca de serlo. Lo que contemplamos en este gráfico es cómo el mundo globalizado (la sociedad cosmopolita, se teorizaba entonces por parte de Beck, Giddens y muchos otros) empezaba a rebosar el planeta.

Si en 1992 todavía había tiempo para introducir cambios graduales que (tal vez) hubieran permitido un mundo global dentro de los límites planetarios, en 2009 ya era demasiado tarde. Es aquí donde los tiempos cambian. Ya no es una mutación del sistema, como defendía Ulrich Beck en su libro de 1984, sino un cambio de era. Paul Crutzen le había puesto nombre apenas unos años antes: el Antropoceno.

Entender la profundidad de este cambio es difícil. Tanto que todavía no nos hemos hecho cargo del todo. Pero lo que hemos vivido en los últimos años y lo que estamos viviendo en estas últimas semanas y meses tiene su origen en este cambio de era. Un cambio producto de la ambición humana por construir un globo que excediese al mundo, sin que esto tuviera consecuencias. Si tuviéramos que recurrir a una imagen para explicarlo, no sería otra que la de la Torre de Babel.
Nos situamos, así, en una situación diabólica: la construcción del mundo globalizado —la gran aceleración— causó la crisis climática, que lo conduce a su final simplemente porque el planeta es incapaz de contenerlo. Nos hemos detenido, por tanto, a mitad del camino, incapaces de llegar al destino que nos habíamos marcado. Es ahí, en ese alto del camino, donde nos encontrábamos desde 2020, cuando la victoria de Biden detuvo el proyecto de Trump por cuatro años. Pero se trató de eso: de una pausa, de un intento de detener el tiempo, introduciendo los mínimos cambios necesarios para sostener la ilusión de que la globalización podría continuar una vez que nos hiciéramos cargo de sus desequilibrios —ambientales, sociales, geopolíticos—, corrigiéndolos. Una globalización enmendada, contenida, si queréis, pero que no abandonaba sus principios rectores. Era un disparate, claro, pero también algo bello. Cuando el problema es la incertidumbre, introducir un poco de predictibilidad en el mundo no es poca cosa. Pero como una venda que ocultaba una herida supurante sin llegar a curarla, todo ha saltado por los aires en los últimos meses.
Lo que nos pasa no es algo de ahora. Nos viene pasando desde hace años, pero no quisimos percatarnos. Trump no es un loco que se sale del orden mundial establecido de forma inesperada. Es el orden mundial el que ha cambiado en respuesta a los efectos de la crisis climática y Trump intenta mantener su posición, la de Estados Unidos, en este nuevo tiempo. Otra cosa es que su respuesta —el repliegue nacional, Make America Great Again— sea incorrecta.
Es incorrecta porque ese retorno al mundo de ayer, esa vuelta a la tierra de nuestros padres para refugiarnos del fracaso globalizador, también es imposible. No sólo porque este haya dejado atrás elementos globalizados muy difíciles de desmontar (el mercado de materias primas o la integración de las cadenas de producción, por ejemplo), sino porque esa Tierra —tan bien cartografiada y repartida— ha dejado de existir. No hay frontera que detenga las olas de calor. No hay aguas territoriales que escapen de la acidificación del océano. No hay espacio aéreo que controle la concentración de CO2 y otros gases de efecto invernadero. No hay muro que impida el paso de un virus.
Este breve análisis debe servir para hacernos conscientes y no olvidarlo nunca: la crisis radical, la que pone en cuestión la continuidad de nuestra civilización tal y como la conocemos, es la crisis climática. Por eso, toda acción transformadora debe asumir esta realidad. Todo análisis debe partir de este marco. Toda acción política debe contribuir a atajar la crisis climática en la medida de lo posible, aumentando nuestra adaptabilidad y resiliencia, a través de medidas de política económica, científica, tecnológica y cultural. No nos podemos permitir el lujo de despreciar ninguna herramienta a nuestro alcance porque ya no tenemos tiempo. Lo que no se hizo en 1992, y que podría haberse hecho, nos obliga a vivir en una situación de emergencia ecológica. Y en una emergencia no podemos despreciar nada que nos ayude a sobrevivir.

¿Cómo enfrentar el ecofascismo?
ReArm Europe. Los 850.000 millones de euros movilizados por la Unión Europea en los próximos años buscan, en palabras de Von der Leyen, que esta esté preparada para actuar con la velocidad y contundencia que demande la ocasión, que se da ya por descontada, de que se amenace la seguridad europea. Lo cual no implica, como varias voces ya han empezado a señalar, que ese presupuesto deba destinarse a comprar / producir armamento exclusivamente. ¿Quién nos amenaza? Rusia, desde luego. Pero también —y esto es una novedad— Estados Unidos. Y, por extraño que pueda parecer este análisis, lo son exactamente por los mismos motivos: Rusia y los Estados Unidos de Trump son, o se están convirtiendo, en Estados ecofascistas.
A nadie familiarizado con los debates contemporáneos del ecologismo político debería sorprenderle esta afirmación. Llevamos años, si no décadas, leyendo que una de las posibles salidas a la crisis ecológica radicaba en el ecofascismo término que empleábamos para referirnos a «un posible escenario futuro que conviene tener en mente: regímenes autoritarios que posibiliten que cada vez menos personas, las que tienen poder económico y/o militar, sigan sosteniendo su estilo de vida acaparando recursos a costa de que mucha más gente no pueda acceder a los mínimos materiales de existencia digna».
Esta definición —tomada de un artículo de Federico Ruiz en la revista El Ecologista, de Ecologistas en Acción— debería servirnos para constatar que ese «posible escenario futuro» se está empezando a cumplir en la actualidad. Tanto Rusia como Estados Unidos quieren seguir sosteniendo su estilo de vida a costa de otra gente, de otros estados que ya no son vistos como aliados, sino como competidores que «nos joden».
Nuevamente, esta salida es una trampa, porque ninguna frontera aislará a ninguna comunidad de las amenazas y riesgos de la crisis climática. Pero no basta con decir esto. No basta con señalar que el ecofascismo fracasará eventualmente. Tenemos que responder a la pregunta urgente, fundamental, de qué hacer cuando nuestro vecino se vuelve un ecofascista. De qué hacer cuando la nación que tenemos al lado busca utilizar su poderío económico y/o militar para acaparar recursos que le permitan sostener su modo de vida a costa del sufrimiento de muchos. La alternativa que siempre se propone a la dictadura ecofascista es la democracia. Por tanto, ¿cómo defendemos nuestra democracia frente a la dictadura ecofascista mientras esperamos que, en el plazo que sea, termine fracasando?
Hasta hace unos días, la respuesta era «confiamos en que Estados Unidos intervendrá». Ahora ya no. Y esta situación es la que pone a la izquierda en un verdadero brete. Porque si Estados Unidos no interviene (por no decir que ella misma nos amenaza: la anexión de Groenlandia no es una boutade, sino el intento de hacerse con sus depósitos de tierras raras2 y de dominar el cada vez más accesible Paso del Noroeste), parece que ReArm Europe es la respuesta racional a esta nueva situación.
No, no lo parece. Es la respuesta racional. Nos guste o no. No es, desde luego, la respuesta deseable, o la moralmente correcta. Tampoco la que nos garantizará una paz futura, en el largo plazo. Pero es la respuesta que, ante el vacío dejado por Estados Unidos, nos ayudará a defender nuestra democracia de nuestros vecinos ecofascistas. Y precisamente porque es la respuesta racional, a aquellos que creemos que el camino de la paz debe construirse a partir del desarme mundial nos produce profundas contradicciones.
Desde posiciones transformadoras, pacifistas y antimilitaristas cabe dar dos respuestas a esta contradicción entre lo razonable y lo deseable. La primera es ignorar los cantos de sirena del militarismo y señalar lo obvio: que un mundo con más armas no es un mundo más seguro, sino todo lo contrario. Que la apuesta no debe ser por rearmar a Europa, sino por «desarmar» el mundo, incluida Rusia. Esta apuesta por lo deseable, que aspira a crear un mundo mejor, se injerta en lo mejor de nuestra tradición y no deberíamos despreciarla ni tratarla con paternalismo. Al contrario, deberíamos estar orgullosos de que, en la situación actual, desde las filas de la izquierda transformadora siga habiendo compañeros y compañeras que defienden, ante todo, la paz. Sí deberíamos recordar, en todo caso, que los que históricamente defendieron estas posiciones lo hacían dispuestos a afrontar las consecuencias negativas que, inevitablemente, podían derivarse de ellas. Un debate maduro requeriría que se hablase explícitamente de cuál serían esas consecuencias y sobre quiénes impactarían.
La segunda respuesta posible se decanta por lo razonable. Ante la amenaza ecofascista inminente, la única respuesta que garantiza la seguridad en el corto plazo es un incremento de gasto militar que confiera a Europa la capacidad de defenderse a sí misma, pero también de ser un agente internacional capaz de intervenir en favor de los valores que está decidida a encarnar y a defender, entre otros: la diversidad, la igualdad y la inclusión. La lucha anti(eco)fascista no solo ocurre en las calles y en las instituciones: también debe darse en el terreno de la disuasión. Rearmarse es la única solución para asegurar la continuidad del proyecto europeo.
Estas son las dos alternativas posibles. Seré sincero en este momento: no puedo, por más que me gustaría, situarme en la primera. Creo que la única alternativa posible, en el corto plazo, es reforzar la capacidad de Europa para responder a las amenazas ecofascistas. Digo esto sin ninguna alegría: todo lo contrario. Lo asumo desde la tristeza y la impotencia, desde la seguridad de que la paz no se logra con armas y muertos de la clase obrera. Pero también desde la constatación de que la alternativa a ese rearme puede ser mucho peor: un futuro de sufrimiento y subordinación a potencias imperiales autoritarias.
Pero si vamos a asumir este paso, si vamos a embarcarnos en esta pelea por el corto plazo (y, recordemos, no tenemos mucho más que el corto plazo), si vamos a guardar bajo llave nuestra tradición pacifista, antimilitarista y antinuclear para apoyar el esfuerzo de rearme, no podemos hacerlo por nada. Y no: no se trata de mercadear ni de intercambiar cromos. Se trata de recordar, por una parte, que el esfuerzo en la defensa no puede hacerse en menoscabo de lo que pretendemos defender y, por otra parte, que el compromiso con la acción climática no es negociable. Dentro de estos dos aspectos, podemos enumerar una serie de medidas «defensivas» y otras «ofensivas» posibles, las primeras conducentes a conservar una serie de derechos adquiridos y políticas en marcha; las segundas, a ampliar esos derechos y a implementar políticas que logren que Europa se corresponda con su autoimagen.

Recordar lo que estamos defendiendo
La retórica belicista que se ha puesto en marcha para justificar el esfuerzo militar ha venido acompañada, como siempre, de una encendida defensa de los «valores compartidos», de nuestro «modelo de bienestar imbatible» y de que «“no hay mejor lugar en el mundo para vivir». Como la historia nos ha enseñado, debemos ser muy cautelosos frente a estas afirmaciones. En ellas se mezclan, a partes iguales, verdad y mentira. Realidad y retórica. Deseo y voluntarismo.
En cualquier caso, el Tratado de la Unión recoge en su artículo 2 los llamados «valores fundamentales» de la UE: el respeto a la dignidad humana; libertad; democracia; igualdad; gobierno de la ley; respeto por los derechos humanos. Desde posiciones críticas a la UE se ha señalado, con razón, que esta enumeración tiene mucho más de fantasía que de realidad. Que, en todo caso, la aplicación de esos valores resulta, cuando menos, asimétrica (respuesta a la guerra de Crimea vs. Gaza). Que estos «valores fundamentales de la UE» no son sino el producto más refinado de un cinismo histórico que ha permitido a las potencias occidentales enarbolar la bandera de la democracia, de la Ilustración y de los derechos humanos, mientras explotaba a su antojo a otras naciones y se embarcaba en guerras «justas» para eliminar toda resistencia a su explotación carroñera.
Tenemos elementos empíricos de sobra para estar de acuerdo con estas afirmaciones. Pero esto no borra el hecho de que son muchos los ciudadanos y ciudadanas europeas que se sienten identificadas con esos valores. Que creen que merece la pena vivir en una Europa que tenga como horizonte la defensa de estos valores, y no el mero deseo de expansión y conquista de un supuestamente merecido «espacio vital». Esto, unido al pacifismo fundacional de la UE, convierte al proyecto europeo en una anomalía. Una singularidad que debemos aprovechar, en la que debemos profundizar. Esta autoimagen de los europeos juega a nuestro favor y es nuestra obligación sostenerla, porque es, precisamente, lo que el rearme de Europa debería defender.
A partir de aquí, el esfuerzo debe dirigirse a convertirnos en lo que aspiramos a ser y todavía no somos. Esto implica la defensa cerrada de estos valores frente a quienes los amenazan, pero también a trabajar en su consecución plena, tanto en el interior de la UE como en su exterior. Queremos defender el estado de bienestar europeo, desde luego, el imperio de la ley y que se respeten los derechos humanos. Pero esto es incompatible con la Europa Fortaleza: con los campos de refugiados en Grecia, las devoluciones en caliente o las muertes y desapariciones en el Mediterráneo o en Canarias.
Nuevamente, debemos distinguir entre lo razonable y lo deseable, y partir de que los actuales equilibrios de fuerza en Europa impiden acabar con muchos de estos mecanismos totalitarios, como desearíamos. Pero sí podemos reclamar que, si queremos parecernos a lo que decimos defender, debemos respetar la dignidad personal y cumplir con todas las garantías legales. Y si esto implica aumentar gasto en acogida y justicia, bien merece la pena. Seguro que cuesta muchísimo menos que esos 850 mil millones de euros. Entiendo que puede parecernos poca cosa, pero para las personas afectadas el cambio sería inmenso.
Se trata, en definitiva, de eliminar todos aquellos aspectos que nos asemejan al ecofascismo que queremos combatir. Esto implica, también, reforzar el Estado de bienestar y profundizar en la democratización de nuestras instituciones. Por ejemplo, a través de programas europeos destinados a resolver el problema de acceso a la vivienda, pero también con la prohibición de especular con la vivienda por parte de fondos de inversión. Como ya señaló Xi Jinping, las casas son para vivir, no para especular. O democratizando nuestras empresas, de forma que los obreros se encuentren representados en los organismos que toman las decisiones.
Se trata de defender Europa y su forma de vida, pero también trabajar para parecernos a aquello que aspiramos a ser. Se ha calculado que el cierre de USAID significa una pérdida de financiación de 42 mil millones de dólares al año, con consecuencias terribles para millones de personas. ¿No debe la UE dar un paso al frente y cubrir, en colaboración con la ONU, esas necesidades? Porque, insisto, no se trata únicamente de defender la integridad territorial de los países miembros de la Unión, sino de convertirse en alternativa a las formas violentas e inhumanas de los otros.
Si nos tomamos en serio esos valores que la UE señala como «fundamentales», si creemos que nuestro deber es intentar vivir acorde con ellos, podemos derivar toda una serie de medidas que conformen un programa político común para las fuerzas transformadoras. Todo esto implica revisar políticas que miren tanto al interior como al exterior, a escala nacional, continental e internacional. Nuevamente, debemos exigir estos cambios desde el realismo del que conoce los límites de su capacidad de acción, pero defendiendo esos límites como un mínimo innegociable. Porque al ecofascismo no se le combate únicamente con armas, también demostrando que hay otras formas de enfrentarse a la crisis, más democráticas, más humanas.

La transición ecosocial no es una opción
No sé cómo decirlo más claro. El origen de nuestra situación actual es el resultado de una crisis radical, que no tiene que ver con Trump, ni con el ascenso del populismo, ni con la pérdida de confianza en la democracia. Es el fracaso de un modelo de organización social y económico, el europeo/occidental, que mediante la colonización y, posteriormente, la globalización se ha hecho hegemónico. Esa hegemonía se logró a través de una gran aceleración metabólica, que ha impactado en los procesos que garantizan la estabilidad del sistema Tierra, produciendo irregularidades en los ciclos del carbono, pero también del fósforo, del nitrógeno, etcétera. La principal consecuencia, pero no la única, es el cambio climático originado por el hombre. Un cambio cuyos primeros resultados estamos viviendo ya en forma de olas de calor, lluvias torrenciales, sequías extremas, etcétera, y que afectan al orden geopolítico en, por ejemplo, la apertura del Paso del Noroeste, que, como ya indicaba más arriba, es uno de los motivos que empujan a Trump a proponer la anexión de Canadá y Groenlandia.
Por otra parte, el interés en las tierras raras y en los supuestos grandes depósitos de minerales de cobre, grafito, niobio, titanio, etcétera, de Groenlandia o Ucrania encuentran su explicación en las necesidades de la transición energética. Estos materiales, entre otros, son fundamentales para la construcción de las turbinas de los aerogeneradores o de los motores de los coches eléctricos. Todo esto, mientras la administración Trump se empeña en negar el cambio climático, prohíbe a sus científicos participar en el IPCC, y lanza una campaña de defunding de proyectos y entidades que tienen que ver con el estudio del cambio climático, como la National Oceanic and Atmospheric Administration.
Europa debe dar aquí, nuevamente, un paso adelante para liderar el proceso de transición ecosocial. Esto pasa, evidentemente, por mantener los principios que inspiraron el Pacto Verde Europeo y que se instanciaron en la Ley Europea del Clima, aprobada en 2021. Este marco, estamos de acuerdo, es insuficiente, pero, al mismo tiempo, es un avance inmenso comparado con de donde veníamos, y debemos defenderlo con todas nuestras fuerzas. Nuevamente, forma parte de esa «excepcionalidad» del proyecto europeo que debemos hacer jugar a nuestro favor. En concreto, debemos insistir en el principio menos mencionado entre los que inspiran la ley: no dejar a nadie detrás.
Debemos luchar para que los fondos destinados al Fondo de Transición Justa y al Fondo Social para el Clima se incrementen y mantengan en el tiempo. Lo mismo con los Next Generation o RePowerEU. Pero esto no es suficiente. La Unión Europea debe liderar la lucha contra el cambio climático y la pérdida de biodiversidad, y para ello debe actuar de forma decidida y valiente, abandonando políticas económicas heredadas del pasado y que, en la actual coyuntura, son perjudiciales y ponen en peligro el proyecto europeo.
Para ello, no basta con una transición energética. Es necesario un cambio cultural profundo, que sustituya formas de construcción de la subjetividad basadas en mantenerse en un estado constante de «exceso», de acumulación y exhibición de lujo (aunque sea fake), asociado a la transformación neoliberal de las sociedades modernas. Propiciar y liderar este cambio es, a todas luces, mucho más difícil de conseguir que todo lo anterior, porque implica una modificación radical en la escala de valores que guían a la UE y que ha ido permeando, durante el proceso de construcción de la Unión, a todas las instituciones: me refiero, por supuesto, a la economización. Si algo aprendimos de la pandemia es que hay valores que estructuran nuestra vida social que son superiores al económico. Preservar la vida y la dignidad de las personas, por ejemplo. Y que, atendiendo a esos principios, los dogmas económicos que parecían absolutos se convirtieron, en casi todas partes, en secundarios.
Debemos profundizar en esa experiencia y revertir procesos que han subordinado aspectos culturales y sociales a los valores económicos: de la crianza de los niños a la formación universitaria. Del cuidado de nuestros mayores a las aspiraciones de nuestros hijos. Este proceso de deseconomización es tan importante, o incluso más, que el de descarbonización. Se trataría, tomando prestado el término a Yuk Hui, de pensar (y construir) una Europa post-europea, que nos permita transitar hacia nuevas formas de habitar el mundo.

Conclusiones
No nos engañemos. Esto no es una oportunidad, ni una buena noticia que nos permitirá deshacernos de la influencia yanqui y salir, por fin, de la OTAN. Es una noticia terrible. Y lo es porque vemos cómo las actitudes ecofascistas ganan posiciones en el nuevo mundo generado por el fracaso del proyecto moderno. En esta coyuntura, las fuerzas transformadoras no pueden abandonar su lucha por una Unión Europea que se parezca lo más posible a los ideales que dice encarnar. Es por eso que debe estar en el doble frente de lucha contra el ecofascismo: aquel que dota a la Unión Europea de las herramientas necesarias para disuadir a otros de atacar su proyecto y, llegado el caso, defenderse —algo que no tiene por qué pasar, como ya han señalado muchas voces, por la mera compra de armamento—; y también en el frente que busca evitar que Europa traicione definitivamente sus principios fundacionales y se convierta, ella misma, en una potencia ecofascista. Dos frentes de batalla conectados, pero que requieren de esfuerzos a veces distintos.
Y es aquí donde muchos de nuestros compañeros y compañeras están haciendo hincapié: en la incompatibilidad de dichos esfuerzos. O, expresado de otra forma: si construimos tanques no habrá dinero para combatir la pobreza infantil. Esto es totalmente falso. Del «whatever it takes» de Draghi en 2012 a las lecciones que aprendimos durante la pandemia, sabemos que existen los resortes necesarios para hacer «lo que sea necesario». Basta con que Europa se libere de los grilletes autoimpuestos de la «ortodoxia financiera» impuesta en la respuesta austericida a la crisis de 2008. La posibilidad de poner en marcha herramientas de financiación mancomunadas —una de las principales demandas durante la crisis de 2012— se ha puesto ya sobre la mesa, aunque sea de forma «experimental». Y deberíamos dar pasos para crear una tasa Tobin única sobre transacciones financieras y otra para las grandes fortunas.
Existen las herramientas, por lo que solo podríamos explicar un escenario de «acero o mantequilla» por la voluntad política de las élites europeas. Y este es, precisamente, el lugar donde debemos dar la batalla. Porque la cortedad de miras de estas élites ya nos proporcionó una década perdida de sufrimiento y crujir de dientes, las fuerzas progresistas europeas no pueden permitir que esto se repita. Y esto no se consigue comprando el relato de la escasez que propugnan. En el momento con mayor riqueza acumulada de la historia de la humanidad, en el continente más próspero, la escasez no es una necesidad. Es una opción política impuesta para oprimir, aún más, a las clases trabajadoras. No tenemos por qué resignarnos a esto. No tenemos que resignarnos a esto. Podemos ser la mejor versión de nosotros y de nosotras mismas. Podemos convertir a la Unión Europea en algo digno, en algo parecido a lo que dice aspirar a ser.
1 En el Eurobarómetro previo a las últimas elecciones europeas, el 47% de los encuestados señalaron que el próximo Parlamento debía centrarse en la paz.
2 ¿Cómo no calificar a esta amenaza de ecofascista?
*Juan Manuel Zaragoza (Cartagena, 1977) es investigador posdoctoral en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Murcia, donde desarrolla una investigación acerca de los vínculos entre cambio climático y salud mental
Fuente: “Margen de maniobra” El Cuaderno 18 de marzo de 2025
Portada: https://www.europarl.europa.eu/
Ilustraciones: El Cuaderno y Conversación sobre la historia
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