Prólogo

Carlos Gil Andrés

 

Dicen que el papel lo soporta todo. Los términos de cualquier acuerdo, la letra pequeña de un contrato, el amor más apasionado, toda la alegría y la belleza que caben en este mundo y también la pena y el dolor que nos parecen incontables. La conciencia del final y, muchas veces, la esperanza de que no sea así. ¿Qué escribiríamos si supiéramos que nuestras palabras son las últimas? ¿Qué escribiríamos si tuviéramos que hacerlo dentro de una cárcel hacinada, conscientes de la censura, dominados por el miedo y la incertidumbre? ¿Qué escribiríamos al comienzo de una guerra que no entendemos, que no tiene límites ni frentes, que no se ve porque está dentro de cada pueblo, de cada calle? ¿Con qué pulso, con qué ánimo escribir en la luz escasa que precede al terror de la noche, cómplice y asesina? ¿Cómo contar lo que sentimos si solo conocemos unas cuantas frases hechas y las cuatro letras aprendidas en la escuela del pueblo?

Las cartas de este libro, tan íntimas y queridas para los familiares de las víctimas, nos llegan ya desde muy lejos. Han pasado más de ochenta años. Tres generaciones de españoles que no conocen, por fortuna, cómo se vive en medio de una guerra. Y ahora, además, casi nadie escribe cartas. Es difícil, para los más jóvenes, imaginarse una época en la que la correspondencia postal era el medio casi exclusivo de comunicación a distancia. Cuando no había teléfono, cuando Internet, el correo electrónico y las redes sociales no eran ni un sueño.

A lo largo de la historia, hasta el desarrollo del Mundo Contemporáneo, la capacidad de leer y de escribir estaba limitada a una minoría de la población. Un privilegio social, un signo de poder. En España, en los años treinta del siglo XX todavía uno de cada tres hombres y casi la mitad de las mujeres eran analfabetos. Y muchos de los que decían que sabían leer y escribir apenas podían entender un texto sencillo, firmar con su nombre o rellenar un formulario. Pero las cosas estaban cambiando para la gente común, para “los de abajo”. Nadie ignoraba que el primer paso para la emancipación social, para salir del lugar donde se había nacido, era la conquista de la escritura y la lectura. El futuro pasaba por la escuela.

Carta de Miguel Caperos

Poco a poco, el proceso de escolarización se estaba extendiendo desde los nuevos barrios urbanos hasta los caminos de herradura del mundo rural. En muchas escuelas públicas era frecuente enseñar a escribir cartas como ejercicio práctico. La correspondencia escrita se multiplicó gracias a la revolución de los medios de transporte y a la implantación del sistema nacional de correos, cada vez más rápido y seguro. Hasta el pueblo más remoto llegaba un cartero y todo el mundo reconocía el valor de un sello postal.

La escritura epistolar popular fue el fruto de la necesidad. La consecuencia de los desplazamientos masivos de la población de los siglos XIX y XX. La emigración, el éxodo, el desarraigo, es el fenómeno que mejor define la Edad Contemporánea. Los emigrantes españoles enviaron millones de cartas a sus pueblos de origen desde las ciudades industriales o desde América, cruzando el Atlántico. Millones de cartas de los exiliados, que nunca faltaron en la conflictiva historia de España. Uno de ellos, Pedro Salinas, decía que las cartas ayudaban a seguir sintiendo el corazón del que ya no puede ver. Que eran “un entenderse sin oírse, un quererse sin tactos, un mirarse sin presencia”. Millones de cartas, también, las enviadas por los soldados desplazados a los cuarteles a cumplir, quinta tras quinta, el servicio militar. O a combatir, con peor suerte, en las guerras coloniales. Cuántas cartas con el remite de Cuba o de Filipinas. Cuántas, durante dos largas décadas, enviadas desde Marruecos.

En las guerras del siglo XX todos los estados contendientes estaban muy preocupados por la eficacia de su servicio de correo de campaña. Era esencial para mantener alta la moral de los combatientes. Sabemos que durante la Primera Guerra Mundial el correo militar francés gestionaba más de cuatro millones de cartas diarias. Millones tuvieron que pasar, durante la Guerra Civil española, por las manos de los censores de los dos ejércitos enfrentados. Conservamos pocas colecciones de cartas. En ellas encontramos ejemplos de ardor guerrero y convicción ideológica, de lucha y resistencia. Pero son los menos. No hay que olvidar que la mayoría de los combatientes eran reclutas forzosos. Abundan mucho más las cartas que hablan de la escasez de rancho o equipamiento, la fraternidad primaria de los soldados, la preocupación por la tierra y las cosechas, el cansancio del combate y las ganas de volver a casa. Reflejan las privaciones de una guerra de pobres. Muestran el rostro humano de la experiencia bélica. Las cartas eran el vínculo más estrecho entre el frente y la retaguardia, entre el tedio de las trincheras y el hogar añorado, entre la muerte y la vida. Cerca de 200.000 hombres la perdieron en los campos de batalla. Podemos pensar que casi todos escribieron cartas sin saber que eran las últimas.

Miguel Caperos Aragón (1900-1936) con su sobrino Miguel (foto: Ahaztuak 1936-1977)

Pero en una guerra civil, como la que estalló en España en julio de 1936, el horror de la sangre derramada no estaba solo en la primera línea del frente. El golpe de Estado fue una cesura radical. Antes de que los campesinos fueran reclutados para ir a la guerra la violencia extrema golpeaba las puertas de sus casas. La contienda española fue una guerra total, sin distinción entre los beligerantes y los no beligerantes, entre los soldados de uniforme y los paisanos desarmados, convertidos en enemigos deshumanizados al calor homicida de aquel verano. Una guerra sucia, a quemarropa, con una violencia extrema dirigida sobre todo contra los civiles. Un conflicto bárbaro y sanguinario, sin lugar para la compasión o la negociación, que exige a todo el mundo tomar partido. O con nosotros o contra nosotros. Afectos o desafectos. Una guerra intracomunitaria en la que los adversarios se conocían muy bien: muchos eran vecinos.

En la retaguardia republicana fueron asesinadas unas 50.000 personas. La violencia revolucionaria segó la vida de miles de clérigos, patronos, políticos de derechas, propietarios y notables rurales. En la zona franquista se produjeron al menos 130.000 muertes violentas. Dos mil dentro de la antigua provincia de Logroño, el territorio común de las cartas de este libro. Los militares sublevados fueron los primeros responsables de una carnicería humana que quería eliminar de raíz la experiencia republicana, extirpar el pasado para construir una Nueva España. Aniquilar al enemigo interno. Las campañas de limpieza política, dirigidas desde arriba, desde los gobiernos civiles y los cuarteles, llegaron hasta el último rincón de cada pueblo con cuadrillas volantes de guardias y paramilitares -falangistas y requetés- que contaron con la colaboración activa de una parte de la población civil. Los más buscados fueron las autoridades políticas y los dirigentes de los sindicatos y partidos de izquierda. Pero en las “sacas” y “paseos” nocturnos cayeron también muchos profesionales de clase media, funcionarios y maestros, muchos trabajadores que no creían que su vida peligrara por tener un carné, estar afiliados a una sociedad obrera o haber participado en alguna acción colectiva de protesta. Eran los “malos” españoles, los rojos.

Son los protagonistas de este libro. Los autores de las cartas. Entre ellos hay varios concejales republicanos y militantes políticos y sindicales. Algunos son jornaleros del campo, obreros industriales y representantes del mundo de los oficios, como un alpargatero o un herrero. Pero también hay un policía, un cartero y un secretario de ayuntamiento. Y pequeños comerciantes, y labradores de buena posición, y un médico que escribe su última carta sobre una de sus recetas. Es fácil advertir las diferencias sociales y culturales de los escribientes. Los más humildes sufren con la caligrafía, el pautado de las líneas, los signos de puntuación y las reglas de ortografía. Les falta destreza en el lenguaje y competencia gráfica, no encuentran palabras para expresar lo que sienten y repiten, una y otra vez, las fórmulas más sencillas de saludo y despedida. Quieren ser una conversación, una presencia. La oralidad se desborda por los renglones que escriben como un grito ahogado que no encuentra salida. Entre líneas, si sabemos escuchar las cartas, respira la voz de los cautivos.

Carta recibida por Miguel Caperos

La pobreza expresiva, en el fondo, importaba poco. Para los destinatarios de las cartas, para las mujeres y las madres que las recibían con ansiedad, lo fundamental no era tanto su contenido como el hecho mismo de recibirlas. “Madre, la presente no tiene nada de particular”. Leer el nombre querido en el sobre o en la tarjeta postal, rozar el papel con las yemas de los dedos, reconocer los rasgos de la letra, imaginar todo lo que no se dice, compartir el sufrimiento y la esperanza. Tocar la ausencia. “Cuatro letras para hacerles saber que todavía vivo”. Las cartas eran, sobre todo, una prueba de vida.

Escribir, aquí, es una forma de resistencia. Los presos piden unas pesetas para comprar sellos o tarjetas postales igual que piden un duro para tabaco. A través de las cartas late la vida cotidiana de los paisanos detenidos en las cárceles riojanas en los primeros meses de la guerra. En el verano de 1936 todavía no había frentes estables ni líneas de trincheras en España pero las cárceles ya estaban llenas. No cabían más detenidos en los cuarteles de la Guardia Civil ni en los depósitos municipales y la Prisión Provincial de Logroño estaba hacinada desde los primeros días. Las idas y venidas de los recuerdos, los besos y los abrazos de papel dibujan el mapa de la represión en La Rioja. Los remites vienen de las prisiones habilitadas en el Frontón Beti-Jai o en la Escuela de Artes de Oficios de Logroño, conocida como La Industrial. También desde el Fuerte de San Cristóbal de Pamplona o desde las cárceles de Alfaro, Arnedo, Calahorra o Haro. La correspondencia dibuja la geografía del terror. La tinta y la sangre.

Al otro lado de las rejas, pasa el tiempo. En las cartas fechadas en el verano los reclusos piden toallas, calzoncillos, pañuelos y alpargatas. Colchonetas. Y preguntan por lo que salió del trigo y la cebada, por lo cargadas que vienen las viñas. En septiembre los padres piden a los hijos que se apliquen en la escuela. Las letras hablan de los higos maduros, las fresas tardías y el sabor añorado de los melocotones. Recuerdan que hay que darse prisa en recoger las alubias y las patatas, antes de que lleguen las aguas. Que el tomate y el pimiento ayudarán si la uva no rinde. La vendimia se cuenta en comportones. Hay que ajustar peones, faltan brazos en casa y la temperatura baja mucho por las noches. Los escribientes piden calcetines para los pies que se quedan fríos. Cuando el otoño avanza, sabemos que ha llegado el tiempo de sembrar las habas y que habría que retejar un pajar que tiene goteras. Un campesino pregunta por los barbechos sin saber, seguramente, cuánta sangre corre entonces por los campos de España. Mientras sigue la cuenta macabra de las sacas nocturnas los supervivientes necesitan ropa de cambio más gruesa, prendas de lana y pantalones de pana. La esperanza es una manta para el invierno.

Cipriano Berrozpe Zúñiga (1899-1936) (foto: labarranca.org)

Hay cartas de esperanza. Las que escriben los que no saben que van a morir. Los que creen que, como no han hecho nada, nada pueden temer. Los que repiten la palabra confianza. Los que reclaman informes favorables del pueblo. Los que esperan la acción de un intercesor o que terminen ya las órdenes de matar. Pero las órdenes no cesan. Están también las cartas desesperadas. Las que envían los que cuentan sus últimas horas de vida. Como los condenados a muerte en consejo de guerra. Son las cartas en capilla, las que guardaba a escondidas el poeta Marcos Ana en la cárcel de Porlier, como leemos en Decidme cómo es un árbol. O la que descubrió Patricio Escobal en una maleta de La Industrial de Logroño y ahora solo existe en las páginas de Las sacas. Testamentos apurados, escritos en unas pocas líneas. Con las cartas a veces también van los objetos personales. El reloj, la cartera, el mechero, un peine, la pluma con la que se ha escrito la última línea. Van también la conciencia, la causa, las convicciones, la educación de los hijos, el porvenir, las creencias cristianas incluso, el amor que no cabe en una breve despedida, la vida que quiere pervivir en la memoria de los vivos.

En la memoria de Lucía, hija de Cipriano Berrozpe, alpargatero, músico en la banda municipal de Haro. En 1936 Lucía tenía dos años. Su padre fue detenido en su casa, en la madrugada del 21 de julio, conducido unos días después a Logroño, a La Industrial, y asesinado el 2 de diciembre en la fosa común de La Barranca de Lardero. Recuerdo el día que entrevisté a Lucía, en agosto de 2004, en el salón de su casa, sentados alrededor de una mesita, con vistas a la Plaza de la Paz de Haro. Recuerdo la ternura con la que me enseñó la fotografía de su padre, conservada en un marco ovalado. Y recuerdo de manera especial la carta. “Mi querida esposa e hijos; al recibir esta carta, no sé si yo en vida o muerto”. Lucía la desdoblaba con mucho cuidado para no lastimar más los pliegues desgastados. Al leerla, por su voz firme y serena comenzó a ascender la emoción hasta quebrar en llanto las últimas líneas. “Me quitan de vosotros, lo que más quiero en el mundo, para mandarme al otro, al de los olvidados para siempre”.

Impresiona el tono general de la carta. Las palabras que ligan el amor con el perdón, la resignación cristiana, la preocupación por el futuro de las hijas, la conciencia de la doble condena: la de la muerte y la del olvido. Se nota que Cipriano sabía escribir. Que tenía estudios, decía su hija. En aquella entrevista de 2004 Lucía me contaba que en la cárcel muchos presos analfabetos acudían a su padre. “Cipriano, escríbeme una carta a la mujer”. Es lo que se conoce como escritura por delegación o escritura vicaria. Una actividad muy extendida en sociedades con una cultura escrita limitada o inexperta. Cipriano tuvo tiempo de escribir muchas cartas. Las de sus compañeros de infortunio y las suyas. La carta de despedida está fechada el 12 de septiembre. Hasta el día de su asesinato pasaron ochenta y tres días. Y ochenta y tres noches interminables. Cada noche una saca, menos los domingos, el día en el que se respetaba el quinto mandamiento. No matarás.

Carta de Cipriano Berrozpe

¿Cómo describir la angustia de un hombre que sabe que cada día puede ser el último? Es imposible relatar la hondura del sufrimiento, la densidad del miedo, los pequeños actos cotidianos que sostienen la dignidad en los límites de la experiencia humana. “Fíjate tú, qué tortura, un día tras otro”. Lucía me contaba que su madre decidió llevarla a bautizar para ver si ese gesto ayudaba a liberar a su padre. La búsqueda de influencias, las peticiones de clemencia. La última cesta con una tartera de comida. La devolución de las gafas. El final.

Y luego el luto, las miradas de los vencedores, el duelo acallado de los vencidos, , el hambre de la posguerra, la lucha por la supervivencia y, una vez al año, unas flores sencillas sobre la fosa común de La Barranca. “Yo no dejo de ir un año, pero, por eso, que me da mucho gusto veros a todos, pero que no nos olvidéis, porque nosotros estamos ya de capa caída, pero sería una pena que aquello desaparezca”. Repaso las últimas líneas de la transcripción de la entrevista que le hice a Lucía. Las subrayo. “Tú hoy vienes, pero dentro de otros veinte años, ¿a quién pides explicación de esta historia?”.

Han pasado casi veinte años desde entonces. Este libro quiere seguir contando esta historia una vez más. La carta de despedida de Cipriano Berrozpe se ha abierto y cerrado tantas veces que hay que juntar los fragmentos sueltos para realizar la fotografía que se incluye en estas páginas. Aquí no está solo, le acompaña el resto de las cartas. En el fondo, aquí están todas las víctimas riojanas, todos los muertos españoles, todos los europeos arrollados por la barbarie del siglo XX. Las cartas privadas de los asesinados se han convertido, con el paso del tiempo, en testimonios colectivos. Son mensajes íntimos y familiares, en su origen, que se han transformado en escritos públicos. En documentos históricos de primera importancia. En España apenas contamos con colecciones y repertorios de cartas, son escasas las publicaciones especializadas y menos aún los archivos que las guardan. Este es el valor del libro.

Exposición de las cartas recopiladas por Jesús Vicente Aguirre (foto: diario La Rioja)

El trabajo todavía no ha terminado. Reunir las cartas, estudiarlas y publicarlas no es el final del camino. Hacen falta lectores que pasen despacio las páginas, nuevos lectores que se detengan en las caras desconocidas, en nombres y apellidos que no les suenan de nada, en los tipos de letra, tan personales, en la fragilidad de los papeles. Una generación nueva que descubra la emoción y el dolor que aún laten ellas. Que se pregunte qué pasó y por qué es tan importante conocerlo. Por qué tenemos un deber de memoria con ese pasado. Entonces, por fin, por fin, después de tanto tiempo, estas cartas robadas a la vida habrán llegado a su destino.

Prólogo de Carlos Gil Andrés al libro de Jesús Vicente Aguirre González Escríbeme a la tierra. Las cartas de los que van a morir (La Rioja, 1936), Logroño, editorial Los Aciertos-Pepitas de Calabaza & , 2021

Portada: carta de Cipriano Berrozpe Zúñiga (foto del autor)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia y fotografías del libro

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