Gibraltar y sus fronteras: una crónica de angustias coloniales, poder racializado y resistencias identitarias

 

Este artículo propone un abordaje de la creación material y simbólica del concepto de frontera en Gibraltar, de la racionalidad imperialista del poder en la colonia y del régimen de administración establecido en el siglo XIX, poniendo el foco sobre el impacto y las resistencias locales generadas por la biopolítica británica. Se interesa sobre todo por el sistema draconiano, pero poco eficaz de control demográfico, impuesto “desde arriba” para proteger las esencias de la interpretación normativa de la identidad británica (blanca y anglosajona). Y pese a las inevitables tensiones internas entre clases, lo cierto es que la resistencia común de los gibraltareños a determinadas regulaciones del espacio público, pero también de la esfera privada, de sus formas de expresión y afectos íntimos, pudo considerarse la manifestación de un tejido político, económico y social conformado transfronterizamente.

 

Carolina García Sanz
Universidad de Sevilla

 

La historia de Gibraltar se escribe en plural. Desde 1714, los relatos tejidos a la sombra del Peñón han puesto su foco en la evolución de un paisaje físico y humano, fruto de su carácter como fortaleza militar, colonia victoriana, enclave cosmopolita de comercio internacional – en ocasiones eufemismo de contrabando- o santuario de credos, exiliados políticos y conspiradores de todo signo y condición ideológica. Base de la Royal Navy, Gibraltar ha sido punta de lanza de la estrategia británica en encrucijadas claves del siglo XX, como las dos guerras mundiales. También dio encarnadura humana a la resistencia cívica contra la política franquista del Gibraltar español. Por eso, durante más de tres siglos la historia de este pequeño territorio o, mejor dicho, sus historias han traspasado imaginarios sociales en español y en inglés que – con mayor o menor base factual y/o legal- han moldeado diferentes procesos de reconstitución del pasado: desde la legitimación imperialista del Gibraltar inglés, la reivindicación cívica y “desde abajo” del Gibraltar gibraltareño y la del contencioso legal que no se olvida de que hubo un Gibraltar español (García Sanz, 2007; 2022).

Esbozos de Gibraltar por W. H. Boot ; H. Harral Sc. – 1880 – Institut Cartogràfic i Geològic de Catalunya. https://www.europeana.eu/item/991/https___catalonica_bnc_cat_catalonicahub_lod_oai_cdm21055_contentdm_oclc_org_vistes____655_ent0

Sin embargo, más allá de las representaciones adjetivadas del significado político del Peñón, claramente en conflicto, su historia es también la de las  relaciones de interdependencia trabadas en torno a una frontera tan excepcional como porosa. Una frontera singularmente móvil, desvinculada de las interpretaciones del Tratado de Utrecht (1714), por el que se sancionó -con un ánimo español de provisionalidad- la cesión de la fortaleza de Gibraltar. Aquel fue el precio a pagar a Inglaterra -entendido entonces como reversible-  por poner fin a la guerra internacional desatada con la entronización del primer Borbón en Madrid. Pero la nueva frontera, discutida en sus límites terrestres y marítimos, no solo permaneció sino que imprimió carácter a “a dos comunidades unidas por un interés económico mutuo”  (Stockey, 2009: 14-16; 32). Al mismo tiempo, la consolidación de un pequeño asentamiento de población, La Línea, detrás de la antigua zona militarizada fijó la frontera real. Y es que Gibraltar no puede entenderse sin su Campo ni sin el estrecho marítimo al que da nombre: un entramado de redes por las que desde el siglo XVIII conectaron “autoridades políticas locales, figuras cívicas y agentes de múltiples imperios: Gran Bretaña, Francia, España, Marruecos y Alemania […]; numerosos clanes, tribus, bandidos, migrantes, marineros y redes comerciales marítimas y terrestres; y gobiernos de lejanas capitales imperiales, comprometidos en un posicionamiento estratégico en el Estrecho y sus alrededores” (Pack, 2019: 14) y, de ahí, surge “una de las fronteras más paradigmáticas del mundo moderno” (ibidem). Esta ha actuado, y aún lo hace, como un factor (re) afirmador de identidades locales, regionales y nacionales. Y las dificultades para alcanzar un acuerdo sobre la frontera entre Gibraltar/Reino Unido y España/Unión Europea también tienen que ver con su potencia como marcador simbólico.

Las experiencias y los discursos sobre la frontera  han ido lógicamente mutando. Pero un componente de la ecuación regional ha permanecido inalterable en los últimos tres siglos: la vinculación política del Peñón a la monarquía británica acompañada de sucesivas construcciones sociales en torno a su jurisdicción. Al fin y al cabo, esta siempre implica “una tecnología material, un entorno construido y una intervención discursiva” (Ford, 1999: 843-930), que da forma a las percepciones sobre el medio social, indispensables para generar sentimientos de identidad y pertenencia. Y uno de los principales catalizadores de este tándem en Gibraltar, el de más larga duración en el tiempo, fue la ideología imperial detrás de la racionalidad del poder. Desde su conversión en colonia en 1830 hasta la primera mitad del siglo XX, el imperialismo británico condicionó la vida de generaciones de gibraltareños. Experiencias compartidas, lazos afectivos, a menudo cambiantes y antagónicos entre clases, redefinieron la identidad de distintos grupos de población según su respectiva relación con la jurisdicción británica, pero también de los intereses o beneficios materiales que esta conllevaba (Lambert, 2005). Conforme la sociedad local se hizo más compleja a lo largo del siglo XIX, mayores fueron los desafíos para la autoridad militar británica y su administración colonial (Archer, 2006: 73). Y los elementos simbólicos e identitarios adquirían una relevancia política de primer orden. Ralph Champneys Williams (1848-1927), funcionario del ministerio de las Colonias y Tesorero en la década de 1890, se lamentaba de la anomalía “del uso del español en Gibraltar, particularmente entre los miembros del servicio civil” (Stockey, 2009: 16). Por un lado, los gibraltareños de clase alta eran generalmente anglófonos, pero el uso del español promovía sus negocios al otro lado de la frontera. Por otro, la clase trabajadora, que vivía en la parte alta de la ciudad, la llamada “gente de la Buena Vista”, tenía “una cultura más española” (Benady y Ballantine Perera, 2018: 392). Sin embargo, el sentimiento popular de cercanía ya fuera cultural y social, entre las clases bajas, o  económica entre las altas, a lo español  y a los españoles no traspasaba con la misma fuerza al discurso identitario de articulación de una comunidad cívica. Los estudios históricos disponibles sobre los procesos de formación identitaria en Gibraltar ponen el acento sobre el amplio impacto social del discurso imperial y de los rituales en torno a la corona británica. Los festejos en el Peñón de los jubileos de oro y diamante de la reina Victoria (1819-1901) o las visitas de Eduardo VII, cuando era el Príncipe de Gales, iniciaron una singular tónica que se mantiene hasta el siglo XXI.

Celebración del cumpleaños de la reina en Gibraltar – 1891 – Institut Cartogràfic i Geològic de Catalunya. https://www.europeana.eu/item/991/https___catalonica_bnc_cat_catalonicahub_lod_oai_cdm21055_contentdm_oclc_org_vistes____851_ent0

Por lo general, la historiografía española ha tendido a sortear -con notorias salvedades- el estudio de aspectos de la historia de Gibraltar relativos a la formación de identidades en una sociedad de frontera y colonial. Pese al interés por la historia legal del contencioso o  por el relato sobre una espinosa cuestión clavada en el corazón del nacionalismo español, se han explorado poco las implicaciones históricas de lo que -desde los estudios decoloniales- se llaman los “espacios secuestrados” por las lógicas discursivas del colonialismo. Un espacio que, no obstante, ha sido colmatado en las últimas dos décadas por la historiografía internacional y, por supuesto, la local del Peñón. No cabe duda de que los debates públicos en torno a este tipo de legados del pasado son complejos y encendidos. Aún permanecen globalmente sin resolver, y este particularmente compete a la sociedad gibraltareña y del Campo, pero son muchas las posibilidades que -para la comprensión histórica de Gibraltar y su singular frontera- ofrece este enfoque conectado a los estudios subalternos (Said, 1979; Guha, 1982; Spivak, 1987 y 1999; Bhabha, 1994). Su urdimbre epistémica nos remontaría al siglo XIX, porque -con la adquisición del estatus colonial en 1830- podemos dar trazabilidad a “la fuerza de la escritura y la sensación que generan los documentos, sobre el gobierno a través de la palabra escrita y los rastros que dejaron las vidas coloniales (…) de los archivos coloniales como lugares de expectativas y construcciones imaginarias, de sueños sobre futuros prometedores y presagios de futuros fracasos” (Stoler, 2010: 1).

Este proceso comenzó a principios del siglo XIX con 150 funcionarios y la preocupación por gestionar un puerto comercial, que era el corazón de la vida civil de una colonia eminentemente militar. La ordenación del régimen político-administrativo no solo no debilitó, sino que reforzó la autoridad del gobernador militar en el marco de la inserción de Gibraltar en el entramado imperial británico. La administración dependía de la recaudación local de los derechos portuarios, los impuestos sobre bebidas alcohólicas consumidas por la guarnición y el alquiler de casas (Sánchez Mantero, 1989: 26). En el censo de 1814 se registraron 1.600 casas. Pero solo los oficiales británicos, junto a comerciantes acomodados -entre ellos los de la comunidad judía, clave para el abastecimiento del Peñón en los asedios españoles del siglo XVIII- tenían acceso a alojamientos “dignos” en Gibraltar (Hills, 1974: 448). Un informe de 1870 estimaba una proporción de 22 habitantes por vivienda disponible en la colonia (Grocott y Stockey, 2012: 45). Los problemas endémicos de espacio y superpoblación en un territorio de -por entonces- poco más de 3 km2 se volvieron angustiosamente acuciantes. Y el régimen civil haría visibles los gruesos “techos de cristal” existentes en Gibraltar.

Poultry and egg market at Gibraltar por P. Naumann – 1890 -Institut Cartogràfic i Geològic de Catalunya.. https://www.europeana.eu/item/991/https___catalonica_bnc_cat_catalonicahub_lod_oai_cdm21055_contentdm_oclc_org_vistes____661_ent0

La población de la colonia se sextuplicó en el siglo XIX, llegando a superar las 18.000 personas (Constantine, 2009: 96-97). La ruta de navegación por el Índico fue clave para el impulso de la vida portuaria y de la actividad económica de la ciudad en general, con los vapores de la naviera Peninsular and Orient (P&O) haciendo escala en Gibraltar y Malta. Suele señalarse que la prosperidad de la población gibraltareña en el siglo XIX fue resultado “en gran medida de las fronteras abiertas” (Constantine, 2009: 137). Pero lo que valía para barcos, mercancías y servicios no se aplicaba de igual manera a las personas. Por ejemplo, la inmigración de estibadores y carboneros malteses por motivos económicos entre 1871 y 1891 o de población hindú, intensificada con la apertura del Canal de Suez, fue percibida como una amenaza para la “fabricación colonial” del tejido social (Benady, 2017: 336-338). Pero, además, el movimiento de personas se consideraba un “peligro sanitario”. Acechaban virus y bacterias que acompañaban a todo tipo de pasajeros, ya fuera su entrada en la colonia etiquetada por la administración como deseable o  no. De hecho, la creación en 1865 de una Comisión Sanitaria (Sanitary Commission) integrada por miembros destacados de la sociedad civil constituyó todo un hito para la agencia política gibraltareña (Grocott y Stockey, 2012: 45-50). Este órgano colegiado desempeñó funciones asimilables a una corporación municipal, encargándose de la política de higiene pública.

La fiebre amarilla, el cólera y enfermedades venéreas, como la gonorrea o la sífilis, convirtieron a Gibraltar en un laboratorio para el higienismo victoriano. Un cirujano del Hospital Civil llegó a lamentarse de que hubiera “muchos padres que descuidaban la bendición ofrecida [de la vacunación]: y que si no fuera por la actividad del portero del hospital que llamaba a las puertas de los barrios de las familias más pobres, habría una ausencia casi total de casos de vacunación” (Sawchuk, Tripp y Samakaroon, 2020). La higiene pública no solo perseguía el bienestar material y la protección de la población era interpretada en un sentido fuertemente moralista y clasista. Especialmente así ocurría cuando entraba en consideración la seguridad del ejército y la marina británicas. La alarmante incidencia de enfermedades venéreas justificó una serie de medidas “como el registro, la inspección médica periódica y la detención sanitaria de cualquier mujer que se considerara una amenaza para la salud y la eficiencia de las guarniciones” (Howell, 2004: 445). Las Contagious Diseases (CD) Acts (1864–9) (regulaciones para prevenir enfermedades de transmisión sexual) tenían como principal objetivo mujeres estigmatizadas social y étnicamente: fundamentalmente españolas demandadas por soldados y marineros -y no solo ellos- en los burdeles de Serruya’s Lane. Estas mujeres junto a miles de trabajadores españoles -oscilando su número según la coyuntura- cruzaban diariamente la frontera. Los empresarios locales los preferían a los obreros gibraltareños porque eran mano de obra más barata. Sus permisos de entrada se expedían normalmente por un solo día (Sánchez Mantero, 1989: 22-23, cfr. Constantine, 2009: 119).

Mujer de Gibraltar, maja y estibador judío / Finden sculp. ; P. Blanchard del. por Finden ; Blanchard P. – 1835 – Institut Cartogràfic i Geològic de Catalunya.. https://www.europeana.eu/item/991/https___catalonica_bnc_cat_catalonicahub_lod_oai_cdm21055_contentdm_oclc_org_vistes____813_ent0

Las regulaciones locales fueron muy estrictas en la concesión de permisos de entrada y residencia en la colonia. Entre 1859 y 1865, se endurecieron los requisitos para la obtención de los de residencia, cuya duración no podía exceder el año. Durante la revolución española de 1868, medios oficiales insistían en que “permitir a los ‘españoles angustiados’ entrar en una superpoblada Gibraltar era un acto de caridad o beneficencia malentendida” (Constantine, 2009: 105-116). En la colonia se aplicaba por principio “un apartheid basado en la soberanía territorial” (ibidem: 110). Esta política condicionaría extraordinariamente las decisiones de vida de los gibraltareños de la época. Por un lado, estaban las licencias matrimoniales pues el Gobernador debía autorizar las uniones, afectando sobre todo a aquellas en la que uno de los cónyuges no era de Gibraltar. Por otro, las políticas demográficas tenían implicaciones que iban mucho más allá de la ordenación del derecho de residencia. Los intentos de control gubernamental de las relaciones entre locales y extranjeros sería uno de los motivos de la resistencia de los gibraltareños, cansados de ser considerados ciudadanos de segunda clase. Muy pronto se registraron insumisiones a la política oficial que desincentivaba las uniones transfronterizas. Así, por ejemplo, en el censo de 1834 se recoge que:

John Ghiglizza, un jardinero “extranjero” de 51 años de Génova, estaba casado con Ana, una “extranjera” de 48 años de España, y tenían tres niños y cuatro niñas. John Bosura, de 41 años, un almacenista de Génova estaba casado con Catalina, de 41 años, nativa de Gibraltar, y tuvieron seis hijos. Abraham Cohen, de 58 años, un comerciante “extranjero” de Marruecos, se había casado con Esther, una nativa de Gran Bretaña, y tenían tres hijos. Nicolas Traverso, de 43 años, natural de Gibraltar y sargento de policía, estaba casado con Gertrudes, de Portugal, también de 43 años. Augustin y Maria Parody, él un empleado de 31 años y nacido en Gibraltar, ella de 19 años de España, tenían dos bebés menores de 2 años. John McDonald, comerciante, de Gran Bretaña, se había enamorado de Juana de España y, con 50 y 42 años, habían criado cuatro hijos, dos nacidos en España (ibidem)

Arrieros de Gibraltar por Lewis, J.F. – 1880 – Institut Cartogràfic i Geològic de Catalunya.. https://www.europeana.eu/item/991/https___catalonica_bnc_cat_catalonicahub_lod_oai_cdm21055_contentdm_oclc_org_vistes____648_ent0

En realidad, la biopolítica o políticas de control de la población en la colonia estaba alineada con las leyes aprobadas en el parlamento británico sobre emigración y naturalización. Su propósito era impedir que inmigrantes no deseables (undesirable inmigrants) pudiesen beneficiarse del ius soli (según el cual los nacidos en los territorios del imperio adquirían automáticamente la nacionalidad y, por tanto, la libertad de movimientos y el derecho de residencia). Frederick Solly Flood (1801-1888), que recaló en Gibraltar en la década de los 60 del siglo XIX y ejercería de Attorney General, se erigió en salvaguarda de las “esencias” identitarias del imperio y puso en el punto de mira a los católicos, “a quienes consideraba extraños” (Pack, 2014: 83). El discurso denigratorio de Flood  fue denunciado públicamente por el vicario católico de Gibraltar (Ballantine Perera, 2007: 223). Para el magistrado, había que evitar a toda costa el “embarazo malvado” de quienes no se acomodaban a su visión normativa del tejido social (Ballantine Perera, 2008: 86). Las gibraltareñas casadas con extranjeros tenían incluso que dar a luz fuera de Gibraltar. En 1869 más de medio centenar de ellas “con motivo de evitar la expulsión fueron transportadas en carro, a veces ya de parto, hacia La Línea para dar a luz allí […] La madre y el bebé podían regresar más tarde a Gibraltar pero el bebé entraba como extranjero y sin derechos de residencia” (ibidem). Al parecer muchas mujeres llegaban a pensar en el aborto como una salida ante esa presión (Sánchez Mantero, 1989: 22).

La cuestión legal era en realidad una cuestión de “sangre”, que inevitablemente racializaba la adquisición de derechos en la colonia operando en interseccionalidad con la clase y el género. La integridad de una imagen normativa de lo inglés exigió artefactos legales como la Naturalization Act (1870) o la Aliens Order-in-Council (1873). De hecho, prejuicios biologicistas se tradujeron en políticas especialmente duras contra la población más vulnerable, evidenciando casos de discriminación múltiple. El ejemplo de las mujeres que trabajaban en Serruya es muy claro: se las degradaba por extranjeras e indecentes. Se las consideraba peligrosas para el cuerpo social porque “podían seducir a cándidos soldados para lograr la nacionalidad británica”. El prejuicio, en general, justificaba el castigo preventivo. La española Carmen Hernández, casada con un gibraltareño, fue expulsada de Gibraltar como medida profiláctica disuasoria de futuros enlaces de esas mismas características no deseables (Burke y Sawchuk, 2001: 540; cfr. Sánchez, 2007).[1] Disquisiciones jurídicas impregnadas de un lenguaje del miedo armaron un potente artefacto para el cercenamiento de derechos en la colonia. Las gibraltareñas, por ejemplo, perdían todos sus derechos al contraer matrimonio con extranjeros. Los esfuerzos de las autoridades para preservar el acomodo de sus nacionales a una determinada imagen racial fueron constantes. Estas últimas implicaron etiquetar y excluir a grupos de la población. Con todo, siempre hubo rebeldes. Algunas mujeres incluso se resistieron a las lógicas de sus propias comunidades. En 1891 Paulina Bensusan decidió marcharse con su profesor español de guitarra: “la reacción de la comunidad [hebrea] fue borrarla del libro de oraciones y se prohibió incluso hablar de ella” (Lázaro Bruña, 2020: 223).

Mujer judía de Gibraltar, en traje de fiesta – 1800 – Institut Cartogràfic i Geològic de Catalunya.. https://www.europeana.eu/item/991/https___catalonica_bnc_cat_catalonicahub_lod_oai_cdm21055_contentdm_oclc_org_vistes____1535_ent0

La frontera ha marcado decisivamente, y en facetas muy distintas a la que en esta conversación sobre la historia se ha seleccionado, las vidas de quienes se encuentran a ambos lados de la misma desde hace más de tres siglos. En Gibraltar las diferentes comunidades lingüísticas y religiosas consolidaron sus rasgos idiosincrásicos a lo largo del siglo XIX. Pero, además, las relaciones humanas tejidas transfronterizamente representaron un desafío para la biopolítica victoriana en la colonia. El discurso oficial en la colonia estigmatizaba realidades sociales como anómalas, cuando estas paradójicamente constituían las mayoritarias. Y pese a las inevitables tensiones entre comunidades y clases, que también las hubo, entre la clase de los negocios y los trabajadores locales, y entre estos últimos y los obreros españoles (Benady y Ballantine Perera, 2018: 394), lo cierto es que la resistencia a regulaciones consideradas injustas y opresivas siempre existió. A partir de entonces -como efecto espejo- resonarían progresivamente voces que desafiaron al poder, con su resistencia a las dinámicas de discriminación basadas en jerarquías imperialistas y/o étnicas. Su expresión más vívida y plural se materializó con las luchas por los derechos cívicos en el siglo XX. Podría considerarse una ironía del destino que solo el cierre de la verja en 1969, con una intención afirmada como “descolonizadora”, lograra durante trece años el oxímoron que no pudo materializar la biopolítica colonial durante más de un siglo: “poner puertas al campo”.

Nota

[1] Burke y Sawchuk proporcionan la fecha de 1859 y M.G. Sánchez de 1867.

The calpe hunt steeplechases, Gibraltar – 1870 – Institut Cartogràfic i Geològic de Catalunya.. https://www.europeana.eu/item/991/https___catalonica_bnc_cat_catalonicahub_lod_oai_cdm21055_contentdm_oclc_org_vistes____852_ent0
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Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: tarjeta postal de Gibraltar de finales del s. xix, Gustave Dautez (https://gibraltar-intro.blogspot.com/)

Ilustraciones: Carolina García Sanz

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1 COMENTARIO

  1. Gracias C García Sanz. La historia de la ocupación británica de Gibraltar permite comprender otras formas de colonisations como la francesa y la española en el Maghreb de 1830 a 1962 (por Francia), de 1859 a 1956 (por España). Luis Bertrand Fauquenot, 14/10/2024

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