La urgencia de intervenir en Vietnam se  explicó con la «teoría del dominó» para  evitar el contagio del comunismo, «Si tenéis una hilera de fichas de dominó puestas de pie — dijo Eisenhower en una conferencia de prensa en abril de 1954, respondiendo a una pregunta acerca de la importancia de Indochina para el “mundo libre”— y golpeáis la primera, lo que le sucederá a la última es con toda seguridad que caerá rápidamente.» A lo que añadió: «Asia ha perdido ya unos 450 millones de sus habitantes a manos de la dictadura comunista y no podemos permitirnos más pérdidas».  A esto siguió el magnificar  la capacidad militar del enemigo y la necesidad de potenciar el arsenal atómico estadounidense. El proceso de rearme contaba además con el apoyo de toda una serie de intereses políticos y económicos que promovieron la consolidación de un complejo militar-industrial integrado por grandes empresas como Lockheed, McDonnell o General Dynamics, asentadas en su mayoría en los estados de California y Texas, lo que determinó la formación de un triángulo de hierro que unía a los representantes en el Congreso de estos estados con los militares y las industrias de armamento. Los políticos descubrieron muy pronto que un anticomunismo militante daba votos

(Fontana:  «Por el bien del imperio, Pasado & Presente).


la-guerra-de-vietnam-critica«La guerra de Vietnam.
Una tragedia épica 1945-1975»
(Ed. Crítica)

Vietnam fue el conflicto moderno más divisivo del mundo occidental. Max Hastings ha pasado los últimos tres años entrevistando a decenas de participantes de todos los bandos, investigando documentos y memorias estadounidenses y vietnamitas para crear una narrativa épica de una lucha épica. Retrata las escenas de Dien Bien Phu, el ataque aéreo de Vietnam del Norte y batallas menos conocidas, como el baño de sangre en Daido. Aquí están las realidades vividas de la lucha en medio de la selva y los arrozales que mataron a dos millones de personas.

Muchos han tratado esta guerra como una tragedia para los Estados Unidos, sin embargo, Hastings no olvida a los vietnamitas: en esta obra hay testimonios de guerrilleros Vietcong, paracaidistas del sur, chicas de alterne de Saigón y estudiantes de Hanói, junto con soldados de infantería de Dakota del Sur, infantes de marina de Carolina del Norte y pilotos de Arkansas. No hay otra obra sobre la guerra de Vietnam que haya mezclado una narrativa política y militar del conflicto con experiencias personales conmovedoras: el sello de Max Hastings que los lectores conocen tan bien (Sinopsis de Ed. Crítica).

Fragmento de uno de los capítulos del libro:


Max Hastings (*)

Acabado el Tet, las fuerzas comunistas parecían hallarse en una fase negativa. Una y otra vez, los estadounidenses y el ERVn atacaron a las unidades del Vietcong, ya castigadas. Cierta mañana, en el delta, un grupo de mando de los guerrilleros entró en el poblado de My Loc, donde chocó con una misión de limpieza estadounidense. Los proyectiles mataron a un chico de diecisiete años, llamado Khang, hijo de un cuadro del Vietcong que escribió: «Estaba sentado junto al cadáver, con el corazón roto, y le hablaba como si aún estuviera vivo: “Descansa en paz, hijo mío, has cumplido con tu deber por la revolución”». En años posteriores, los dos hijos menores también se incorporaron al Vietcong. La madre se encogió de hombros, con la reflexión de que si no luchaban por un bando, el otro los reclutaría y sería peor, porque se encontrarían disparándole a su padre. El cuadro escribió: «No puedo contar la cantidad de mujeres que perdieron a tres, cuatro, incluso siete u ocho hijos e hijas como mártires de nuestra causa».

En mayo de 1968, la OCVnS dio órdenes de lanzar nuevos ataques contra los núcleos urbanos, que fueron acogidas con poco entusiasmo. Los cuadros se quejaron de que no les ofrecían ni refuerzos ni nuevas armas, solo los apremiaban a retomar las misiones de febrero en las que se había sacrificado tanta sangre de los camaradas. A los grupos que atacaban Saigón se los instó a «llevar las llamas de la guerra hasta la misma guarida del enemigo», pero según el recuerdo de Huynh Cong Than: «Emprendimos la segunda oleada de asaltos del Tet con la sensación de que éramos pelotones suicidas». En la noche del 5 de mayo, las fuerzas del Vietcong que avanzaban desde el norte y el este no pudieron pasar de las afueras de la capital, donde los estadounidenses y el ERVn las contuvieron; las del este y el sur quedaron atrapadas en combates callejeros que no tardaron en perder.
Al séptimo día, dijo Than, «tuvimos que admitir que la situación era sumamente desfavorable… Todavía no comprendo por qué atacamos las ciudades otra vez, con un equilibrio de fuerzas que se había descompensado tanto en contra de nosotros … ¿Qué hizo pensar a nuestros líderes que había millones de personas con un fervor revolucionario tal que las predisponía a sacrificarlo ¡todo!? Comprobamos que no era así. Las masas odiaban Estados Unidos y el régimen títere … pero la cólera no había llegado aún al punto de ebullición». Con el eclipse del Vietcong, el campo de batalla, por parte de los comunistas, pasó a quedar casi exclusivamente en manos del ENv.
Pero los estadounidenses y el ERVn nunca tuvieron una sensación clara de éxito, de que la guerra estaba resultando más fácil. El 20 de junio, el gobierno de Thieu decretó una movilización general. La confianza mutua de los aliados era escasa: a partir de los ataques de mayo, entre los survietnamitas corrió el rumor — difundido por varios cuarteles— de que los estadounidenses se habían apartado a propósito para que las tropas de Saigón estuvieran obligadas a combatir. En palabras de un oficial vietnamita, ya en 2012: «[La gente] decía que la red de inteligencia electrónica de Estados Unidos, tan refinada … tenía que haberse desconectado para que el enemigo se pudiera infiltrar en la capital con tanta facilidad. Algunos contaban incluso que los helicópteros estadounidenses repartían comida entre los soldados comunistas … que los camiones de Tierra estadounidenses estaban llevando a las tropas comunistas. Aunque no todos los vietnamitas dieron crédito a aquellos rumores, todavía hay muchos que se los creen».

 
 
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Soldados survietnamitas defendiendo Saigón durante la ofensiva.

Cientos de miles de muertes en combate, a partir de 1968, cabe considerarlas como especialmente trágicas porque se produjeron cuando Estados Unidos ya había abandonado la esperanza de vencer y solo combatía para evitar una derrota explícita. A cuantos recordaban la segunda guerra mundial, el relato de Vietnam les desconcertaba. Aunque implicaba movimiento, en su mayoría era circular. No se percibían avances geográficos como pasar de Sicilia a la bota italiana o de Iwo Jima a Okinawa. El despliegue de poder era espectacular, pero tanto como su aparente impotencia. Pensemos en el 11.º Regimiento blindado de la caballería, desplegado al norte de Saigón. Con sus ingenieros de apoyo, su personal de servicio, de abastecimiento y médico, la policía militar, las operaciones químicas, psicológicas, de transporte, de señales, de inteligencia, de seguridad radiofónica, los equipos de enlace con la fuerza aérea estadounidense, congregaron a un total de 4.600 hombres. El regimiento disponía de cincuenta helicópteros — Huey, Cobra y los aparatos ligeros de observación OH-6A— más cuatrocientos vehículos oruga: carros blindados M-48A2, obuses de 155 milímetros y transportes de personal. Uno de sus oficiales describió el 11.º como «un instrumento magnífico por su organización, equipo e instrucción. Para la segunda guerra mundial».
Creighton Abrams lamentó que tales monstruos fueran incapaces de impedir — por ejemplo— que el Vietcong raptara a veinte campesinos que se negaban a levantar una barricada en la carretera: «No deja de ser triste. Que la gente intente plantar cara un poco … [y] no seamos capaces de darles seguridad. Siempre me acordaré de un jefe de distrito que dijo: “Nunca deberías recibir abiertamente información de un civil, salvo que seas capaz de garantizar su seguridad”. La norma es buena … Pero este problema de que nadie puede ver ni oír nada … es un desastre: solo [VC] que van por ahí cobrando impuestos, llevándose a alguien en silencio … y pegándole un tiro».
Fue un conflicto al estilo del «Día de la Marmota», en el que los enfrentamientos por una porción de hierba de elefante, de selva o de arrozal se repetían no ya mes tras mes, sino año tras año, sin una Andie MacDowell como premio en el último fotograma. Lo único que cambiaba eran los nombres y números de los que sudaban, temían, combatían, morían. El soldado de primera Jeff Anthony dijo: «Te encuentras haciendo lo mismo una y otra vez, en el mismo sitio, con la conciencia clara de que no está sirviendo de nada. Hubo algunos momentos de auténtica tristeza, cuando uno intentaba averiguar qué leches estábamos haciendo ahí». Algo parecido sentía el sargento Jim Stevens: «A veces atacabas una ZA en la que te habías lanzado dos semanas antes: aún veías el rastro que dejaste. Y decías: ¿Por qué no libramos esta guerra como tiene que ser, les damos a esta gente con todo… o nos marchamos?».

 
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Nguyen Ngoc Loan, el jefe de la policía nacional de Vietnam del Sur, ejecuta a un luchador de Vietcong, Nguyen Van Lem, en Saigón el 1 de febrero de 1968. (Eddie Adams / Crítica)

En 1968, la presencia militar de los comunistas era especialmente llamativa en las tres provincias survietnamitas más próximas a la Zona Desmilitarizada. La carga principal de combatir contra las cuatro divisiones del ENv allí desplegadas recayó sobre el Cuerpo de la Infantería de Marina de Estados Unidos. En los primeros días de mayo se produjo una batalla que apenas atrajo la atención, pero destruyó uno de los batallones, que sufrió pérdidas más graves que en los tristemente famosos choques de la Colina de la Hamburguesa, un año después. Las fuerzas armadas de Estados Unidos estaban casi al máximo — totalizaban 543.000 hombres—, pero en un rincón septentrional de Vietnam, en un campo de batalla de apenas cinco kilómetros cuadrados, que comprendía un grupo de poblados abandonados, el ENv fue capaz de sacar partido con más eficacia a la violencia. Vale la pena referir en detalle la historia de Daido, como modelo de cientos de batallas similares, más sangrientas que ninguna de las transcurridas en Irak o Afganistán en el siglo XXI, y probablemente más fútiles.
El equipo de desembarco del 2.º Batallón del 4.º Regimiento de marines había emprendido varias acciones notables durante los meses precedentes, a un coste elevado. La unidad contaba con un sector de bravos y valientes — incluso algunos héroes—, pero también con otro de inútiles, parte de los «100.000 de McNamara»: hombres alistados después de que el secretario de Defensa rebajara los requisitos mentales y educativos del alistamiento, para alimentar la demanda insaciable de infantes. El cabo primero James Lashley, artillero de una M-60 que llevaba ocho meses en el monte, pensaba que «lo hacíamos todo sin pararnos a pensar en cómo». Su propia sección, cuando se movía de noche, «sonaba como un rebaño de búfalos de agua con latas en el lomo». La esposa del capellán había pasado a hacer campaña contra la guerra, fervorosamente, y solicitó el divorcio cuando su marido aceptó prestar servicio en Vietnam.
Cuando el capitán Jim Williams llegó para asumir el mando de una de las compañías del 2.º/4.º, encontró que no tenía chaqueta antibalas. Un sargento de suministros le señaló un montón que se levantaba fuera del depósito de cadáveres: «Ahí quizá encuentre una sin sangre». Williams encontró la nueva unidad «en una condición terrible; habían perdido a muchísimas personas». El movimiento era tan acelerado, entre las rotaciones y las bajas, que los oficiales no podían identificar a todos sus marines: Williams sabía que a su conductor lo apodaban «el Toro», pero no llegó a saber su nombre real antes de que lo mataran. En una acción del 11 de septiembre de 1967, el batallón contabilizó dieciséis muertos y 118 heridos; el 14 de octubre hubo veintiún muertos y veintitrés heridos; en noviembre y diciembre cayeron seis hombres y otros setenta y ocho acabaron en el hospital. Entrada la tarde del 12 de marzo de 1968, una emboscada mató a dieciocho hombres de la Compañía Foxtrot. Al día siguiente otros cinco marines fueron abatidos mientras intentaban recobrar a los muertos, y un cadáver cayó de un helicóptero mientras lo trasladaban a la retaguardia.
Un joven cabo escribió una carta a su familia, en un tono casi histérico, denunciando que a su alrededor estaba muriendo todo el mundo. El padre del chico, preocupado, como era lógico, describió las penalidades de su hijo a su representante en el Capitolio, que solicitó una ‘Congressional’: una consulta formal del Congreso al Cuerpo de Marines. Bill Weise, el oficial al mando, tuvo que levantarse del catre a las tres de la madrugada para atender una llamada de radio de su división, que le daba dos horas para presentar una respuesta apropiada. Weise hizo venir al encargado de escribir las cartas, que no tardó en romper a llorar y lamentarse: «Lo siento, coronel». En marzo de 1968 el batallón sufrió cincuenta y nueve muertes y hubo 360 heridos, y se atribuyó la muerte de 474 hombres del ENv. Esta última cifra era fantasmagórica, pero Weise había aprendido que, si deseaba mantener el trabajo, se esperaba de él que inflara el recuento de cadáveres.

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Fuerzas especiales estadounidenses y survietnamietas en septiembre de 1968

El comandante del batallón contaba treinta y nueve años, y era hijo de un obrero de un barrio difícil de Filadelfia. Le tocó la fase final de la guerra de Corea, y en adelante se convirtió en ‘ranger’ cualificado, submarinista y maestro de paracaidistas. Había asumido el mando del batallón seis meses antes, cuando su predecesor resultó herido, y desde entonces se había esforzado mucho por recuperar la disciplina y mejorar el estado de ánimo. Dijo: «Había muchas cosas que no funcionaban. A mis hombres les habían dado una instrucción insuficiente: eran descuidados. Cuando pedí un plan de apoyo de la artillería, el oficial de operaciones no sabía ni cómo ponerse». Weise no era el tipo de militar destinado a dirigir ejércitos, sino un oficial valeroso, decente y consciente, que fumaba cigarros baratos en cadena porque a diferencia de los cigarrillos no brillaban de noche, y vivía algo inquieto por la posibilidad de que su esposa Ethel no estuviera esperándole al regresar, porque se había disgustado mucho cuando él pidió que lo enviaran a Vietnam.
Cuando enviaron a la unidad al norte del río Cua Viet, cerca de la ZDm, los marines quedaron sorprendidos por la rapidez con la que el enemigo tuvo noticia del movimiento, probablemente a través de la interceptación de radio. Hanoi Hannah, la locutora que emitía la propaganda norvietnamita en inglés, anunció que el 2.º Batallón del 4.º Regimiento había subido a la zona, a las órdenes de Bill Weise. Tuvieron la presencia de ánimo necesaria para no inquietarse de más cuando Hannah añadió: «Marines, ¡vais a morir todos!». En la noche del 27 de abril, la mitad del batallón de Weise debía emprender una operación de limpieza contra una unidad del ENv, que se sabía que estaba en las inmediaciones. La Compañía G estaba encabezada por el capitán Robert Mastrion, un hombre originario de Nueva York, bajo y de piel oscura, con gafas, que había ascendido desde las graduaciones de tropa. Contaba veintiocho años, pero solo llevaba un mes con el batallón, y despertaba poco aprecio o confianza entre sus hombres. Un marine afirmó: «Estábamos agotados, pero entonces se presentó este capullo con ganas de “apuntarse unos tantos”».
La Compañía Golf descubrió que estaba en problemas cuando una granada explotó a los pies de un hombre. Alguien soltó una exclamación y, a los pocos segundos, un fuego devastador eliminó a ocho hombres del pelotón de cabeza. El sargento de artillería Billy Armer, con fragmentos en la cara y el pecho, repetía en murmullos: «Hijos de puta, me han dado… Hijos de puta, me han dado». Se habían topado con una columna del ENv que cruzaba por el frente: las trazadoras verdes del enemigo chocaban con las propias, de color rojo, entre un caos de gritos y sombras. Mastrion solicitó refuerzos, pero Weise respondió: «Estáis solos», con el temor de que si enviaba a más hombres en medio de aquella oscuridad, los estadounidenses acabarían disparándose unos a otros.
Un auxiliar médico le dijo a Matrion que tenía a un herido en la cabeza que, si no se evacuaba, moriría. A la 1.30, un CH-34 Sea Horse llegó con estrépito desde el buque de asalto Iwo Jima. Los marines comunicaron por radio que el ENv estaba a cuatrocientos metros de distancia. Se arriesgaron a prender una luz estroboscópica para guiar al helicóptero, pero resultó ser una mala decisión: el enemigo estaba mucho más cerca, y cuando el Sea Horse se posó y empezó a cargar heridos, hubo una explosión atronadora. Un RPG-7 destruyó el parabrisas y el piloto perdió el ojo izquierdo. El helicóptero levantó el vuelo, viró hacia el sur y recorrió unos trescientos metros con dificultad, antes de tomar tierra de emergencia. El copiloto asumió el control y, de algún modo, logró llegar al ‘Iwo Jima’. Pero el marine herido en la cabeza se quedó en tierra, lanzando gritos incoherentes. Sus compañeros ansiaban que un sanitario le administrara una sobredosis de morfina, pero en su lugar el capitán Mastrion y un pelotón le acompañaron durante las cinco horas que tardó en morir, mientras el resto de la compañía se retiraba.

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Asalto estadounidense en el delta del Mekong
 

Al amanecer, el batallón estaba a salvo, pero traumatizado. El cabo Peter Schlesiona, operador de radio, escribió a su familia: «Esta ha sido, sin lugar a dudas, la noche más espeluznante que he pasado aquí en Nam». A Mastrion lo evacuaron con un dolor de espalda insoportable. El mando pasó al capitán Jay Vargas, un estadounidense de familia mexicana, de Arizona, de veintinueve años, al que la Compañía G conocía y apreciaba. Después de experiencias tan intensas, podría haberse perdonado a los hombres de Weise que confiaran en haber cumplido con su cuota de acción, durante un tiempo. Por desgracia, la guerra no abunda en descansos. La división identificó dos batallones del ENv, que se movían por la zona del 2.º/4.º, justo al norte de un afluente del Bo Dieu; este río se usaba para transportar suministros en los once últimos kilómetros que separaban el mar de la gran base logística estadounidense de Dong Ha, levantada en la orilla meridional. El coronel Milton Hull, comandante del regimiento al que Bill Weise pertenecía, sentía un temor enfermizo a que el enemigo atacara Dong Ha. Así pues, diseminó las fuerzas disponibles a lo largo de las orillas del Cua Viet y el Bo Dieu, creando líneas peligrosamente frágiles. El espionaje suponía que el enemigo podría emprender ese movimiento de ataque coincidiendo con el Uno de Mayo, una festividad señera en los calendarios comunistas.
En realidad, el ENv no era tan ambicioso como para asaltar Dong Ha: aspiraba tan solo a dificultar el tráfico fluvial con cohetes y ametralladoras. El 6.º Batallón de su 52.º Regimiento tenía acceso — lo que no era habitual— al fuego de apoyo de dos cañones pesados situados más allá de la ZDm. Terminaron de cavar los búnkeres — y tender las líneas del teléfono de campaña entre los poblados adyacentes de Daido, An Lac y Dong Huan— a las 5.00 del 29 de abril, veinticuatro horas antes de que el 2.º/4.º de la infantería de Marina estadounidense entrara en sus vidas. El propósito explícito del ENv era provocar el ataque de los norteamericanos, porque entendían que las condiciones los favorecían a ellos.
A primeras horas del 30 de abril, de acuerdo con las órdenes del coronel Hull, las cuatro compañías del batallón de Weise se dispersaron por una gran extensión, a una distancia de hasta once kilómetros, al norte y al este de las posiciones de los comunistas (que, por el momento, aún no habían podido determinar). Desde el tejado de una casa abandonada en las inmediaciones del río, el capitán Jim Williams contemplaba, con unos prismáticos, el enfrentamiento de unas lanchas de la Marina estadounidense con el enemigo de los poblados, en su propia orilla. Hubo una explosión contra el casco de una lancha de desembarco: desde unos quinientos metros, el proyectil de un cañón sin retroceso de 57 milímetros impactó en la barca, mató a un marino e hirió a otros dos. Mientras las patrulleras abrían fuego contra la costa, el convoy dio la vuelta y regresó hacia el oeste, a Dong Ha; la Marina declaró cerrado el Bo Dieu hasta que se hubiera expulsado de allí al ENv.
A las 8.18, el cabo James O’Neill, un francotirador que acompañaba una patrulla de la Compañía H de Williams, avistó movimiento a quinientos metros de distancia, y dijo: «Señor, creo que tenemos a un buen montón de gooks ahí delante». El teniente respondió: «Pégale un tiro a uno». Entre las brumas del calor, O’Neill no podía ver con claridad a través de la mira telescópica de su Remington 700; pero después de disparar por dos veces observó una figura sentada en el borde de una trinchera, a la que le faltaba la mitad de la cabeza. Entonces Williams recibió órdenes de Weise (cuyo código de radio era Dixie Diner 6): su Compañía H debía asaltar el poblado de Dong Huan desde el norte, mientras la vecina F atacaba Daido, a unos dos kilómetros por su derecha. En este estadio, el regimiento solo permitía a Weise utilizar estas dos compañías, menos una sección. Aquí tenemos la primera pifia: al enviar a las fuerzas estadounidenses tan divididas y menguadas, el enemigo gozó de superioridad numérica.
F y H reunían a menos de un centenar de hombres cada una, por efecto de las bajas en combate, las enfermedades y los permisos y períodos de descanso. En la orilla, Weise y sus hombres subieron a bordo de una lancha de vigilancia blindada, de poco calado, desde la que podían observar la evolución de las cosas, avanzando despacio río arriba al mismo paso que la infantería por la ribera. Como de costumbre, no había trabajo previo de inteligencia: quizá se encontraban a dos comunistas con un cañón sin retroceso, o quizá a doscientos, o dos mil. La artillería estadounidense de 105 y 155 milímetros empezó a apalear los blancos con proyectiles de humo y de gran poder explosivo. Hacia las 13.30, las secciones de cabeza de H se hallaban cerca de Dong Huan, donde recibieron un fuego muy intenso desde una pantalla de árboles. Cuando Weise informó al regimiento de que el enemigo, a todas luces, tenía una posición poderosa, obtuvo el respaldo adicional de dos carros blindados M-48 y de las naves de Marina. En un grupo de reconocimiento, un hombre disparó una única bala de un M-16 y se quedó pasmado — «¡Por Diosssss Santo!»— cuando vio que su objetivo se desintegraba; no se había dado cuenta del disparo simultáneo de un proyectil de 90 milímetros por parte de un tanque. Los infantes continuaron a rastras hasta las inmediaciones del pueblo, donde se pusieron en pie, formaron una línea con cinco metros de distancia y avanzaron disparando sin pensar.
Algunos comunistas saltaron de los hoyos en los que se ocultaban y echaron a correr, pero otros siguieron disparando. Los marines empezaron a correr, pero Williams — a sus treinta años, este hombre de Minnesota era conocido por su valor— los atrapó e hizo que redujeran el ritmo, pues corrían el riesgo de rebasar sus propias descargas. Entre la cacofonía, por el rabillo del ojo, vio que un enemigo se levantaba de un hoyo próximo y les lanzaba una granada. Rebotó antes de explotar, derribó al comandante de la compañía y le perforó las piernas y nalgas con multitud de fragmentos. Con un dolor insufrible, incapaz de sostenerse en pie, y entre el estruendo ensordecedor de las armas menores y las explosiones, le dijo a su operador de radio que trajera al suboficial de mayor graduación. El hombre se apresuró, encogido para evitar el fuego, y regresó para comunicar que el sargento se negaba a ir: «¡Está en una trinchera y no piensa salir!». Williams insistió: si el cobarde no abandonaba su escondrijo de inmediato el capitán le pegaría un tiro. Otro oficial intervino en defensa del sargento: «Ese chico ha visto mucha acción y ya andaba medroso incluso antes de esto». El mando de la Compañía H pasó a manos del teniente Alex Scotty Prescott.
El tiroteo continuó: un sargento derribado por la onda expansiva logró ponerse en pie y, al echarse a correr hacia delante otra vez, estalló una segunda granada que le arrancó de las manos la escopeta, y de la muñeca, el reloj de submarinismo. Cuando se puso en pie y se notó mareado, le pidió a un sanitario que le diera un bofetón; por fortuna funcionó. Los restos de la compañía tardaron quince minutos en abrirse paso a través de Dong Huan, a expensas de sufrir bajas casi a cada paso, por los soldados enemigos que saltaban de los hoyos que dejaban atrás sin detectar. «Joder, había gooks muertos por todas partes», dijo el sargento Joe Jones, un negro colosal que asumió el mando de una sección cuando el teniente resultó herido. «Y marines heridos … Para entonces todo el mundo estaba mezclado, los distintos pelotones de las distintas secciones mezclados por todo el puto pueblo.» El teniente Carl Gibson, que iba un metro por detrás de Prescott cuando llegaron al extremo sur del poblado, cayó muerto de un balazo en la cabeza. Hacía un mes que se había casado y llevaba diez días en Vietnam.
Los supervivientes formaron un perímetro en mitad de una confusión total. Un sanitario lloraba histéricamente sobre un amigo malherido; un sargento palidecía por la gran cantidad de sangre perdida, mientras otro sanitario gritaba: «¡Hay que sacarlo de aquí! ¡Se muere, se muere!». Ningún helicóptero podía tomar tierra; en su lugar acudieron, a las 15.30, unas barcas pequeñas (de tipo skimmer) que se detuvieron junto a la orilla algunos cientos de metros al sur del campo de batalla, para aportar municiones y evacuar a treinta heridos. El coronel Hull apareció de pronto y empezó a interrogar a Scotty Prescott. El comandante del regimiento — un hombre pomposo, de una dureza extrema— creía que Weise y sus hombres no exhibían la agresividad debida. Instó al oficial al mando a «pegarse más» al enemigo, ante lo cual el oficial de operaciones protestó: «Estábamos ya tan cerca que el ENv podía abrirle a Weise la panza con un cuchillo».22 A Williams lo evacuaron en un bote en el que una cantimplora olvidada flotaba en sangre; en parte, la suya propia. A un sanitario de Marina le comunicó una inquietud común a muchos hombres heridos: «Estoy tan atontado que no siento nada. ¿Puedes comprobar si aún tengo las pelotas?»; dentro de su mismo batallón, Big John Malnar había perdido un testículo en Corea. El hombre examinó la zona delicada y respondió: «Tienen buen aspecto, creo yo, señor». La conversación resultaría cómica, de no ser terrible.

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