Revuelta popular y linchamiento en la Guerra de la Independencia (1808-1814): preguntas desde una historia global (1200-2000)

 

Este artículo presenta los resultados de un programa de investigación sobre las sublevaciones “patrióticas” que se produjeron durante la Guerra de la Independencia, y el papel que en ellas jugó el asesinato tumultuario de autoridades españolas y portuguesas. Más allá de este objeto historiográfico, el texto pretende llamar la atención sobre las dificultades de la teoría social, en particular los modelos evolutivos, para abordar las transformaciones que ha experimentado la protesta popular en las sociedades occidentales, y la limitada productividad que resulta de la falsa alternativa “espontaneidad vs. conspiración”.

 

José María Cardesín Díaz
Universidade da Coruña

 

 

Errare humanum est
perseverare (autem) diabolicum

 

Introducción[1]

En marzo de 2024 se publicaba por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales el volumen colectivo Revuelta popular y violencia colectiva en la Guerra de la Independencia[2], que se propone repensar las sublevaciones populares que acompañaron a la insurrección contra el ejército napoleónico y el papel que en ellas jugó la violencia letal contra autoridades españolas y portuguesas. En junio salía a la luz en la revista Historia Social el Dossier Revuelta popular de la Edad Moderna a la Contemporánea[3], que a partir de cuatro estudios de caso que se escalonan en los siglos XVII, XVIII-XIX, XX y XXI intenta revisar los principales modelos que han abordado la cuestión. Ambas publicaciones se inscriben en un proyecto de investigación en curso[4] y desarrollan preocupaciones teóricas y metodológicas que planteamos en publicaciones anteriores[5] acerca del papel de la violencia extrema en la insurgencia popular en las sociedades occidentales y el grado de espontaneidad que a veces se le atribuye[6].

  1. Los linchamientos patrióticos de la Guerra de la Independencia

A finales de 1807 cien mil soldados franceses se adentran en territorio español. Poco después Napoleón decide destronar a la familia reinante y entronizar a su hermano José Bonaparte. Estalla la sublevación del Dos de Mayo de 1808 en Madrid, que el ejército francés reprime con contundencia. En la última semana de mayo tienen lugar sublevaciones patrióticas en varias ciudades españolas que, en junio, proliferan y se extienden a Portugal. Y estas revueltas frecuentemente culminaban en linchamientos de las máximas autoridades.

Imagen 1: “Lo merecía”, plancha nº 29 de Desastres de la Guerra (c.1814-1816), por Francisco de Goya. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando

Pérez Galdós, en sus Episodios Nacionales, describía el asesinato del marqués de Perales, regidor perpetuo de Madrid, un 1/Diciembre/1808:

La plebe tiene un sistema especial para celebrar las exequias de sus víctimas, y consiste en echarles una cuerda al cuello y arrastrarlas después por las calles, paseando su obra criminal […] Esto pasó con el cadáver del infeliz regidor […] ese destrozado cuerpo, aún caliente, a quien las puñaladas, los golpes, el frecuente tropezar van quitando la figura humana[7].

Francisco de Goya dedicó dos grabados de sus Desastres de la Guerra a tales eventos. El nº 28, con el rótulo de “Populacho” -Imagen de portada-, nos muestra a un hombre y una mujer que golpean con saña a un tercero, que yace semidesnudo y con una cuerda atada a sus pies, ante la mirada impasible de un grupo de personas. El nº 29, rotulado “Lo merecía” –Imagen 1– dibuja un cadáver arrastrado por dos hombres que tiran de una cuerda, mientras un tercero lo golpea con un palo y un cuarto lo amenaza con un estoque.

El conde de Toreno en su Historia del levantamiento, guerra y revolución de España[8], que fijó el canon narrativo de esta guerra, proporcionó la lista más completa con que contábamos de estos tumultos sangrientos: 31 episodios, que se registraron en 26 ciudades y dejaron un saldo de 45 muertos. Pero el autor resta importancia a estos eventos, al circunscribirlos a las primeras fases del conflicto y atribuirlos a la exaltación popular y al odio que generaban los franceses, sus partidarios y los afectos a Godoy.

Nuestro proyecto de investigación arroja cifras notablemente superiores: 73 tumultos que condujeron a linchamientos, afectaron a 62 poblaciones y dejaron 130 víctimas mortales.

Estos motines sangrientos se producen, siempre, en territorio controlado por los patriotas, o al menos en poblaciones de las que las tropas francesas están temporalmente ausentes. Su objetivo preferencial lo constituyen las autoridades españolas o portuguesas –a las que se persigue bajo acusación de traición– y en la mayoría de los casos el frenesí popular se agota con la primera víctima. El saldo total –130 muertos por 73 motines– es una primera evidencia, como también que 41 tumultos finalizaron con un solo fallecido.

El perfil de esta víctima viene dado por personalidades que ejercían las más altas responsabilidades de gobierno: murieron así 3 capitanes generales (España contaba con 13 capitanías), 2 comandantes generales de la marina de guerra (las comandancias eran 3), 11 gobernadores de capital provincial o plaza fuerte (de un total de 80), 12 corregidores, 10 alcaldes mayores y 3 regidores con funciones ejecutivas, 3 antiguos ministros y 2 antiguos intendentes provinciales, 16 oficiales del ejército y otras 19 autoridades civiles. En cambio, solo se registran 3 sacerdotes y 18 civiles: industriales, comerciantes o abogados; parientes, amigos o empleados de la víctima.

El estudio de estos acontecimientos resulta relevante para la historiografía española, en que la Guerra de la Independencia constituye el acontecimiento bisagra en el tránsito a la Edad Contemporánea. La interpretación hegemónica, desde el conde de Toreno a Miguel Artola[9], es que las revueltas locales estallaron espontáneamente y el resultado de su suma habría sido la construcción de una alternativa nacional-patriótica: los asesinatos serían muestra de la falta de implicación de las élites locales, desbordadas por una explosión de odio[10]. Las investigaciones de Hocquellet[11] han rescatado una interpretación más minoritaria, que apunta al papel que habrían jugado ciertas redes de relaciones encabezadas por grandes familias de la aristocracia, en la coordinación nacional de la sublevación y en su organización operativa a escala local.

Pero, además, estos eventos tienen interés para la historiografía y sociología histórica europea, que han abordado las transformaciones en los repertorios de movilización colectiva desde la Edad Moderna a la Contemporánea como transición desde las formas tumultuarias del Antiguo Régimen a las formas ordenadas del movimiento obrero. La explosión de motines sangrientos no tiene fácil encaje ni en la alternativa “revuelta vs. rebelión” de la Escuela de los Annales, ni en el debate que la historiografía marxista británica mantuvo sobre las tradiciones populares de protesta; ni tampoco en la tipología evolutiva de la escuela de Charles Tilly.

  1. ¿Con qué modelos teóricos contamos para pensar el cambio histórico en las formas de movilización popular?

Los conceptos contribuyen a construir realidad: historiadores, cronistas coetáneos y las mismas multitudes que protagonizaron las movilizaciones se ven condicionados por los modelos que les proporciona la teoría social –Imagen 2–[12].

En el seno de la Escuela de los Annales, a partir del debate Mousnier-Porshnev, se asentó entre los historiadores modernistas la tríada “revuelta/rebelión/revolución”, que comportaba una gradación en niveles de organización, programa político y repercusiones institucionales[13]: la rebelión sería una forma de violencia popular controlada por las élites locales, a la que recurrían una vez rotas las negociaciones con el gobierno de la monarquía; la revuelta se consideraba una forma de resistencia menos organizada, protagonizada por el “menu peuple», al calor de crisis de subsistencia o de la presión fiscal.

Desde la historiografía marxista británica se postuló una transición desde las formas tumultuarias del Antiguo Régimen a las “ordenadas” del movimiento obrero. Hobsbawm y Rudé desarrollaron la hipótesis de que en el “siglo de las revoluciones” los sectores más tradicionales o menos proletarizados serían más proclives a recurrir a los motines[14]. Thompson propuso que la multitud invocaba una “economía moral”: un marco normativo acorde con las leyes vigentes, pero que se veía erosionado por las élites partidarias del liberalismo económico[15]. La distinción revuelta-rebelión de los modernistas pareció abandonarse, así como la participación de las dirigencias locales en esas movilizaciones.

Imagen 2: “Teorías acerca de la multitud y la acción colectiva (1850-2000)”. Elaboración propia, diseño Samuel Fernández (Cardesín, 2022, p. 81)

Junto a Marx y Durkheim, el tercer pilar del pensamiento sociológico es Weber. Los historiadores de la escuela de Charles Tilly trasladaron el foco desde los intereses y motivaciones a los repertorios de acción colectiva y propusieron que, en un “proceso civilizatorio”, los motines de Antiguo Régimen dejarían paso a la huelga y la manifestación propias del movimiento obrero[16]. Con el desarrollo del capitalismo, el estado moderno y las democracias parlamentarias se produciría una domesticación de la violencia en el seno de los rituales de protesta y negociación: una pauta que se originaría en el mundo anglosajón y se difundiría al resto de Europa y sus periferias.

A finales del siglo XX entran en crisis tanto los modelos neomarxistas como los weberianos, poco flexibles para trazar la diversidad de movilizaciones populares, que se niegan a seguir los modelos evolutivos. Inicialmente los historiadores intentaron salvar el modelo tillyano posponiendo hasta finales del siglo XIX, en países como España, la transición desde las formas tumultuarias a las del movimiento obrero –Imagen 3–. Pero comienzan a detectarse anomalías similares en los países “centrales”: la Mitteleuropa experimenta una reactivación de los motines de subsistencia en el primer tercio del siglo XX, en particular durante la República de Weimar[17]. La historiografía ha dejado de considerar los motines como una fase previa y pre-moderna: por contra, entre los siglos XVII-XXI constituyen un espacio central de la política más allá de las instituciones[18].

Imagen 3: “El modelo de transición en las modalidades de violencia colectiva”. Elaboración propia, diseño Samuel Fernández (Cardesín, 2022, p. 91)

Tampoco encajan en los modelos evolutivos aquellas formas de violencia popular extrema como las masacres, que se extienden a lo largo de la edad contemporánea, las insurrecciones armadas que acompañaron a la consolidación del liberalismo decimonónico, o los linchamientos. Recientemente se ha difundido entre los historiadores especializados en el siglo XIX, inspirándose en los estudios de Maurice Agulhon, el paradigma de la “justicia popular vindicativa” como una modalidad de socialización de las clases subalternas en la cultura política. El linchamiento sería un castigo que la multitud realiza, invocando más allá de las leyes una comunidad moral y beneficiándose del alivio psicológico que supone descargar tensiones en un “chivo expiatorio”. Pero esta hipótesis es problemática. El concepto de “chivo expiatorio” implica algo más complejo que una “válvula de escape” colectiva a la frustración: supone complejos procesos de definición del “enemigo” y de procedimientos para hacerle expiar la culpa muy poco “espontáneos”[19]. Tampoco parece procedente invocar el concepto de “economía moral de la multitud” de Thompson, porque este hacía referencia al conjunto de ideas y prácticas económicas, sujetas a preceptos morales, que informaban a la población y no a los procedimientos para defenderlos: procedimientos que nunca implicaban infligir la muerte. Finalmente, la justicia popular vindicativa amenaza con rescatar concepciones obsoletas de la psicología colectiva como las de Tarde, Sighele[20] o Le Bon[21], apenas invirtiendo su valoración: donde estos estigmatizaban a la multitud que protagonizaba huelgas o insurrecciones, aquella aplaude a la que protagoniza un linchamiento.

Igualmente problemático para modelos evolutivos y “vindicativos” resulta el hecho de que los linchamientos se esfumen de Europa desde la segunda mitad del siglo XIX para aflorar en las Américas, donde adquieren su mismo nombre. En Estados Unidos, entre 1880-1930, estos actos de violencia se beneficiaban de la tolerancia o de la colaboración de las autoridades locales, sus víctimas solían pertenecer a colectivos subordinados y la “Lynch law” se integraba en un sistema de segregación social y poder racializado[22]. En el México posrevolucionario (1930-1960) Kloppe[23] constata la diversidad de motivaciones sociales y valores morales que aducen los portavoces de la comunidad ofendida, desde la crítica a la ineficacia policial hasta la indignación ante crímenes violentos o delitos de brujería: pero el principal colectivo objeto de agresión y asesinato fueron los maestros, a los que el gobierno responsabilizó de impulsar las políticas anticlericales y la reforma agraria, lo que les ganó la enemiga del párroco y el terrateniente. Y si en raras ocasiones autoridades y policía fueran víctimas de los tumultuarios, con mucha mayor frecuencia colaboraban con estos, frecuentemente con apoyo de los párrocos.

  1. Un análisis de forma y significado: motín y linchamiento en la historia europea

Para profundizar en aquellas movilizaciones populares más desatendidas por los modelos clásicos –insurrección, masacre o linchamiento– podríamos analizar los repertorios de acción a partir de una teoría de las representaciones culturales que subyacen a los gestos. Y para ello debemos extender nuestro análisis a las imágenes: las pinturas y grabados cuya difusión ayudaba a imponer una interpretación de estos acontecimientos y preservar su memoria. El método iconográfico, propio de la historia del arte, nos ayuda a contextualizar estos documentos visuales, entender lo que pudieron significar para sus productores y consumidores. Y aquí podrían servirnos de guía los trabajos pioneros de Ginzburg[24], o los que Thompson consagró al análisis de la “cencerrada”[25].

En las sociedades preindustriales, las ceremonias hacían visibles las relaciones políticas o de rango y jugaban un papel relevante en la investidura del soberano y sus representantes[26]. Paralelamente, los rituales funerarios constituían medios para asignar al fallecido un status y transferir prestigio a sus sucesores. En sentido contrario la “damnatio memoriae” y la mutilación o destrucción que impedía el tratamiento ritual de los restos y el correcto tránsito a ultratumba eran procedimientos que ponían en entredicho esa transmisión de soberanía.

Proponemos la hipótesis de que los tumultos sangrientos que se centraban en atacar, ultrajar e incluso asesinar a una autoridad constituyen el reverso de los rituales de corroboración de estatus centrados en el desfile y la procesión urbana. Y que entre unos y otros actúan como mediadores las prácticas de la justicia penal a lo largo de un proceso histórico secular[27]: al menos desde que rituales de investidura y prácticas penales se sistematizan conforme comienzan a consolidarse los pequeños principados europeos a partir del siglo XII[28], organizando y seleccionando de entre el amplio repertorio que ofrecía el legado de la Antigüedad Clásica[29].

Imagen 4: “Un prisionero es arrastrado al cadalso”, en 1282. Chronica Roffense (1377), por Mathew Paris Con autorización de The British Library Collection, Cotton Nero D. II, f.182

A la hora de organizar el ataque contra una autoridad, la muchedumbre de finales de la Edad Moderna podría inspirarse en el modelo del “suplicio”[30]: las prácticas de la justicia penal, los procedimientos de conducción del reo por las calles, ejecución y manipulación y exposición pública de sus restos que tenían como objetivo, más allá de la muerte, la degradación moral[31]. En la Imagen 4 observamos la representación medieval de la conducción de un convicto hacia el cadalso, arrastrado por una soga: probablemente el príncipe Dafydd ap Gruffydd, el primer noble inglés al que le fue aplicado en 1282 el procedimiento estandarizado de “hanging, drawing and quartering”.

Imagen 5: “Quema en efigie de los miembros del ‘Rump Parliament’ en Temple Bar, Londres”, grabado nº 9 en Hudibras (1725/26), por William Hogarth The Art Institute of Chicago. Creative Commons Zero

Las prácticas de tumulto sangriento salpicaban la experiencia de las poblaciones europeas[32]  y quedaban condensadas en la memoria oral y la iconografía de las artes visuales. Y su violencia extrema se veía atemperada en las formas de protesta popular más habituales, que se alimentaban del vocabulario del carnaval: donde se recurría al mimo y la grosería de palabra y obra[33]. En la Imagen 5 contemplamos la procesión burlesca por la que los miembros del “Rump Parliament” fueron sometidos a un ritual de denigración pública en Londres en 1559: personificados en monigotes, paseados sobre angarillas, insultados, agredidos, ahorcados y finalmente quemados. Representación con efectos prácticos: poco después los partidarios del rey ponían fin a la experiencia republicana.

Episódicamente, en el contexto de revueltas o rebeliones, las principales ciudades de los estados europeos de la Edad Moderna vivían episodios de ataque ritualizado contra las máximas autoridades, a las que se daba la oportunidad de huir. Harald Braun argumenta que en la monarquía hispánica, que incluía un conjunto disperso de territorios donde el rey estaba ausente y la comunicación resultaba dificultosa con la corte, la revuelta y el ataque –habitualmente sin consecuencias letales– contra las autoridades proporcionaba un espacio de negociación que permitía reconducir los conflictos[34]. La Imagen 6 muestra el ataque tumultuario al palacio virreinal de México en 1623, motivado entre otros factores por el cisma entre arzobispo y virrey: sobre una escala un clérigo empuña la cruz y el estandarte real, visualizando la reconciliación entre autoridad secular y eclesiástica que el motín venía a restaurar.

Imagen 6: “Asalto al palacio del Virrey en México”, 1623, por Jan Luyken (grabador). En Johann Ludwig Gottfried, Historische Kronyck, Leiden, Pieter van der Aa, 1698, p. 1085 Con autorización del Rijksmuseum (Amsterdam) http://hdl.handle.net/10934/RM0001.COLLECT.144521

Solo grandes rebeliones como las que sacudieron a la monarquía hispánica en la década de 1640 contemplaron la muerte de las máximas autoridades: el virrey de Cataluña, el secretario de la virreina en Lisboa o el hombre de confianza del virrey de Nápoles[35]. El óleo –Imagen 7– conmemora la rebelión que alcanzó un punto álgido en 1647, con el asesinato tumultuario de Don Giuseppe Carafa. Siguiendo una retórica a la que nos ha acostumbrado el manga, se presentan simultáneamente, de izquierda a derecha, lo que constituyen fases encadenadas del ritual de denigración: el cadáver es despojado de sus ropas, arrastrado atado a una soga, decapitado y su cabeza es primero exhibida y luego paseada en una pica. Sobre una tribuna, a la izquierda, el líder popular Masaniello no es ajeno a los acontecimientos…

Este repertorio de violencia colectiva, aunque reservado a situaciones excepcionales, no se abandonó de la noche a la mañana. Podrían aducirse numerosos ejemplos en la misma Revolución Francesa, desde su acontecimiento fundacional, el asalto a la Bastilla, que fue celebrado mediante la decapitación de su alcaide y varios oficiales y soldados, cuyas cabezas fueron paseadas ensartadas en picas[36]. Y episodios similares a los arrastres de la Guerra de la Independencia vinieron a acompañar algunas de las contiendas civiles que ensangrentaron el primer tercio del siglo XIX, desde el Terror Blanco en Francia a las Guerras de Independencia en Hispanoamérica.

Imagen 7: “Asesinato de Don Giuseppe Carafa”, durante la Revuelta de Masaniello (c. 1647), por Domenico Gargiullo Museo Nazionale di San Martino, Nápoles. Con autorización de la Fototeca y Laboratorio fotográfico de la Direzzione Regionale Musei Campania

Conforme avanzaba la Edad Moderna, los gobiernos europeos mostraron intolerancia creciente hacia este repertorio de violencia colectiva, como muestra la Ley de Asonadas promulgada en España en tiempos de Carlos III. Sin renunciar al papel que tradicionalmente asumían en sofocar la revuelta diversos grupos: las autoridades, que arengaban a la multitud y movilizaban a las tropas, las élites locales que convocaban a dependientes y encabezaban patrullas armadas y las órdenes religiosas que organizaban procesiones apaciguadoras.

Pero la coyuntura de mayo de 1808 vino a desbordar estas precauciones.

4.- Sublevación y linchamiento a finales de Mayo de 1808

Las tradiciones de protesta preindustrial que marcaron el Motín de Aranjuez se reprodujeron en la segunda mitad de marzo en los motines contra partidarios de Godoy en numerosas ciudades españolas: las violencias se limitaron a ultrajar a los partidarios del favorito y saquear sus moradas, y nunca dejaron víctimas mortales. Las sublevaciones patrióticas desde finales de mayo se caracterizaron en cambio por la profusión de linchamientos.

Imagen 8: “Calendario de linchamientos en 1808-1809: número de centros urbanos afectados”. Elaboración propia, diseño Samuel Fernández (Cardesín, 2024, p. 255)

Estos motines sangrientos no se distribuyen de manera uniforme, sino que se concentran en tres oleadas. Como vemos en el Calendario –Imagen 8– la primera oleada se extiende poco más de dos meses, a partir del 27 de Mayo de 1808, afecta al territorio de 8 de las 13 capitanías generales y al Alentejo portugués y suma 44 casos: casi el 60% del total. Tras cuatro meses de calma una segunda oleada tiene lugar entre el 1 de Diciembre de 1808 y el 29 de Marzo de 1809, y genera otro 30% de episodios. Otros 10 meses de calma y una tercera oleada, entre Febrero-Julio de 1810 aporta el 10% restante. Desde entonces, en los tres años que restan de guerra, apenas registramos tres casos, precisamente cuando la guerra de guerrillas y contraguerrilla y las malas cosechas generan una devastación y unas tasas de mortalidad espeluznantes. Mal casa todo esto con la añeja tesis de unas revueltas sangrientas producto de la desesperación y la ira…

De las motivaciones a las oportunidades emerge una explicación alternativa: la crisis de autoridad que conllevó el colapso de los sistemas de control social y orden público borbónico. Las sublevaciones patrióticas iniciales contemplaron la distribución de armas a civiles y el envío de tropas al frente dejó el orden público de las ciudades en manos de milicianos armados en unidades mal disciplinadas. Y las disensiones entre los grupos dirigentes abrieron un espacio para que afloraran tensiones económicas y sociales previas. No olvidemos sin embargo que las multitudes podían mostrar ojeriza a muchas personas, pero fueron las autoridades –no los ricos y poderosos– las víctimas preferenciales de los arrastres.

Desde finales de Mayo de 1808 las autoridades tardaron dos semanas en reaccionar, ante una movilización popular que no dejaba de cobrarse víctimas. Y no se adoptó de manera generalizada una política de orden público estricto hasta que en Febrero de 1809 la Junta Central redactó una actualización de la Ley de Asonadas. ¿Por qué esta pasividad inicial?

Cualquier resistencia armada al invasor debía enfrentarse al hecho de la disparidad de fuerzas: mientras que los franceses localizaban 100.000 soldados en el eje Barcelona-Pamplona-Madrid-Lisboa, las tropas españolas, que no superaban los 70.000, peor armadas y entrenadas, estaban concentradas en torno al Campo de Gibraltar, entre la frontera portuguesa y Málaga, y protegiendo las tres bases navales –Cádiz, Cartagena y Ferrol– y las Baleares. En ausencia de una autoridad central, preso el rey en Francia y presidida por el general Murat la Junta de Gobierno de Madrid, el siguiente eslabón recaía en las 13 capitanías generales: donde, tras la reforma de 1805, su máxima autoridad aunaba competencias militares, judiciales y políticas.

Como vemos en el Mapa[37] –Imagen 9– es una extraña revolución espontánea: las sublevaciones iniciales se producen en las sedes de las capitanías generales y se transmiten a continuación al territorio de cada una. Pero la mayoría de los capitanes generales no parecían dispuestos a secundar una sublevación, factor que fuera clave en el fracaso del Dos de Mayo de Madrid y que se repite ahora en aquellas capitales ocupadas por tropas napoleónicas: Madrid, Pamplona y Barcelona, donde “reinaba el orden”. Sin embargo, en las sedes de las diez capitanías generales libres de fuerzas francesas, la sublevación se produce de manera casi simultánea en la última semana de mayo, algo después en las capitales de los archipiélagos.

Imagen 9: “Mapa de las sublevaciones de finales de Mayo de 1808 en las sedes de las Capitanías Generales”. Elaboración propia, diseño Samuel Fernández (Cardesín, 2024, p. 264)

El procedimiento es similar: una muchedumbre amotinada presiona a las máximas autoridades –capitán general, Audiencia y Ayuntamiento–, para que se pongan al frente de la sublevación o se hagan a un lado. Exigencias también similares: declaración de guerra a Napoleón, alistamiento y distribución de armas, en ciertos casos renuncia del capitán general, siempre sustitución de la Audiencia por una Junta patriótica.

Donde los patriotas tenían absoluta superioridad, incluso la complicidad del capitán general, la sublevación triunfó sin derramamiento de sangre. Es lo que sucedió algo más tarde en los territorios inmunes a la amenaza francesa, los archipiélagos balear y canario. Ocurrió algo similar en capitales firmemente controladas por la dirigencia local, sobre todo si estaban alejadas del frente de guerra: Zaragoza y Oviedo, donde las redes de la familia Palafox y la del Conde de Toreno, respectivamente, tenían dominio incontestable; también en A Coruña y Cartagena.

Donde la correlación de fuerzas estaba más equilibrada, pero se pensaba que el capitán general o las máximas autoridades podían ser forzadas a abrazar la sublevación, una multitud procedió al linchamiento espectacular de un alto cargo, gesto que venció las últimas reticencias de las autoridades indecisas. Sucedió en Sevilla y Valencia, los dos primeros casos de nuestro Calendario, donde el 27 de Mayo una multitud armada capturó fuera de murallas a un influyente regidor, respectivamente el conde del Águila y el barón de Albalat, y con la coartada de ponerlos en prisión los trasladaron a lugares donde fueron asesinados de manera espectacular. Algo similar aconteció en Granada el día 30.

Donde el capitán general se oponía a la sublevación y creía contar con apoyo de tropas leales, fue acusado de traidor, arrastrado por las calles y finalmente asesinado, en ambos casos por militares. Fue la suerte de Francisco Solano, capitán general de Andalucía y máxima autoridad en la base naval de Cádiz, y de su amigo Toribio Grajera de Vargas, capitán general de Extremadura. Para más inri, los linchamientos se produjeron en Cádiz, Badajoz y Granada horas después de la llegada de mensajeros enviados por la autodesignada Junta Suprema de Sevilla, conminando a abrazar la sublevación –Imagen 9–.

Esta insurrección popular, simultánea y generalizada en gran parte del territorio español y portugués –en Portugal los regimientos españoles de ocupación “invitan” a las autoridades locales a sublevarse– obliga al ejército francés a salir a descubierto, abandonando sus acuartelamientos. Y a dividir sus fuerzas, marchando sobre Cádiz y Valladolid, acudiendo a Zaragoza y Valencia con tropas insuficientes y en el último caso sin artillería de campaña.

Las sublevaciones simultáneas fueron precondición del éxito patriota y a su vez precisaron del protagonismo de civiles armados. Pero los cinco magnicidios originales del 27-30 de Mayo se propagaron con similar eficacia, y en la “semana caliente” del 5-12 de Junio se acumulan 17 tumultos que culminan en otros tantos linchamientos, a mayores de las masacres de franceses de Valencia, Segorbe y Manzanares. Las autoridades intentaron entonces echar el freno. Pero la práctica de arrastrar se había incorporado ya al repertorio de acción colectiva y serviría a fines tan diversos como dar fuerza a una disputa laboral o resolver una querella entre autoridades militares o entre banderizos locales.

  1. Conclusiones

La epidemia de linchamientos que tuvo lugar durante la Guerra de Independencia es un tema de investigación relevante para la historiografía española y europea. La brutalidad que caracterizó a estos eventos no puede ser prueba de espontaneidad: la persecución de autoridades era un procedimiento rutinario de negociación en el seno de una revuelta que había sido sistematizado a lo largo de la Edad Moderna, y cuyo objetivo explícito residía en exigir una restitución de derechos; el enigma reside en el porqué de que proliferaran y adquiriesen un carácter tan letal en la Guerra de la Independencia.

Planteamos la hipótesis de que los linchamientos de altas autoridades pudieron jugar un papel central e intencionado en las sublevaciones de la última semana de mayo de 1808, aunque los organizadores probablemente lo consideraron un recurso puntual. Pero el desmantelamiento del sistema de poder generó un contexto de oportunidad para que el conjunto de la población se lo apropiara durante más de dos años, como procedimiento legítimo para fines diversos.

Parafraseando la Fábula de los tres hermanos, aquella evocadora canción de Silvio Rodríguez: ¿cómo podríamos hacer para poner la mirada al mismo tiempo en el “horizonte igual” y en los detalles del camino –las escalas macro y micro, los momentos de síntesis y análisis que forman parte de toda investigación científica– sin que “[nuestra] mirada [acabe] extraviada, entre el estar y el ir”? Lo hemos intentado en las dos obras que coordinamos: el libro Protesta popular y violencia colectiva en la Guerra de la Independencia y el Dossier Revuelta popular de la Edad Moderna a la Contemporánea. Ya me dirán si lo hemos conseguido.

[1] Agradecemos al Centro de Estudios Políticos y Constitucionales y a la revista Historia Social por poder extractar fragmentos de las publicaciones referenciadas en esta Introducción.

[2] CARDESÍN, José María (dir.), Revuelta popular y violencia colectiva en la Guerra de la Independencia, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2024.

[3] CARDESÍN, José María (coord.), Dossier “Revuelta popular de la Edad Moderna a la Contemporánea”, Historia Social, 109, 2024b, pp. 97-198. https://recyt.fecyt.es/index.php/HistoriaSocial/issue/view/4509

[4] Web VICES: Violencia colectiva en la Guerra de la Independencia. http://vices.udc.es

[5] CARDESIN, José María, “Protesta popular y violencia colectiva en la España urbana Contemporánea: del motín a los nuevos movimientos sociales”, Historia Social, 103, 2022, pp. 69-93.

[6] El proyecto cuenta con un Canal en Youtube con una veintena de video-grabaciones de nuestros seminarios. Ver Proyecto Violencia Colectiva VICES. https://www.youtube.com/channel/UCqmN–EVn0eSVxLFjuOfvxA/videos

[7] PÉREZ GALDÓS, Benito, Napoleón en Chamartín (Episodios Nacionales, vol. II), Madrid, Fundación José Antonio Castro, [1874] 2006, p. 120.

[8] QUEIPO DE LLANO, José María (Conde de Toreno), Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, Pamplona, Urgoiti, [1835-1837] 2008.

[9] ARTOLA, Miguel, “La quiebra del Antiguo Régimen y el levantamiento nacional”, en Los orígenes de la España contemporánea, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2001, pp. 101-146.

[10] FRASER, Ronald, La maldita guerra de España. Historia social de la Guerra de la Independencia (1808-1814), Barcelona, Crítica, 2006.

[11] HOCQUELLET, Richard, “La spontanéité du soulèvement en débat”, en Résistance et révolution durant l’occupation napoléonienne en Espagne, 1808-1812, París, La Boutique de l’Histoire, 2001, pp. 91-95.

[12] CARDESIN, 2022, pp. 79-82

[13] ELLIOTT, John, MOUSNIER, Roland, et Alii, Revoluciones y rebeliones de la Europa moderna, Madrid, Alianza, 1990.

[14] RUDÉ Georges, La multitud en la historia. Los disturbios populares en Francia e Inglaterra, 1730-1848, Madrid, Siglo XXI, [1964] 1989.

[15] THOMPSON, Edward, “The Moral Economy of the English Crowd in the Eighteenth Century”, Past and Present, 50-1, 1971, pp. 76-135.

[16] TILLY, Charles, The Politics of Collective Violence, Cambridge University Press, 2003.

[17] REICK, Philipp, “Luchando por los alimentos y el combustible: la historia de las protestas de subsistencia en Europa Central”, en CARDESIN, 2024b, pp. 153-172. https://recyt.fecyt.es/index.php/HistoriaSocial/article/view/107834

[18] SÁNCHEZ LEÓN, Pablo, “Resignificar las movilizaciones sociales en la crisis de los Imperios Ibéricos, 1760’s-1830’s”, en CARDESIN, 2024b, pp. 131-152. https://recyt.fecyt.es/index.php/HistoriaSocial/article/view/107833

[19] GIRARD, René, Le bouc émissaire, París, Le Livre de Poche, 1986.

[20] SIGHELE, Scipio, La foule criminelle, París, Felix Alcan, 1902.

[21] LE BON, Gustave, La Révolution Française et la psychologie des révolutions, Flammarion, París, 1912.

[22] CARRIGAN, William, The Making of a Lynching Culture. Violence and Vigilantism in Central Texas, 1836-1916, Chicago, University of Illinois Press, 2004.

[23] KLOPPE, Gema, En la vorágine de la violencia. Formación del Estado, (in)justicia y linchamientos en el México posrevolucionario, México, CIDE-Grano de Sal, 2023.

[24] GINZBURG, Carlo, Pesquisa sobre Piero. El Bautismo. El Ciclo de Arezzo. La Flagelación de Urbino, Barcelona, Muchnick, 1984.

[25] THOMPSON, Edward, “La cencerrada”, en Costumbres en común, Barcelona, Crítica, 1995, pp. 520-594.

[26] FOGEL, Michèle, Les cérémonies de l’information dans la France du XVIe au XVIIIe siècle, París, Fayard, 1989.

[27] MILLER, Andrew, “Tails of Masculinity: Knights, Clerics and the Mutilation of Horses in Medieval England”, Speculum, 88-4, 2013, pp. 958-985.

[28] SPIERENBURG, Pieter, The Spectacle of Suffering, Cambridge University Press, 1984.

[29] GRACIA, Francisco, Cabezas cortadas y cadáveres ultrajados, Madrid, Desperta Ferro, 2007.

[30] FOUCAULT, Michel, Surveiller et punir. Naissance de la prison, París, Gallimard, 1975.

[31] CARDESÍN, José María, “Motín y magnicidio en la guerra de la independencia: la voz de ‘arrastrar’ como modelo de violencia colectiva”, Historia Social, 62, 2008, pp. 27-47

[32] DAVIES, Natalie Zemon, “The Rites of Violence”, en Society and Culture in early Modern France, Stanford University Press, 1975, pp. 152-188.

[33] THOMPSON, 1995.

[34] BRAUN, Harald, “Rebelión urbana en el México colonial y la Alemania imperial: el monarca ausente como árbitro”, en CARDESIN, 2024b, pp. 107-130. https://recyt.fecyt.es/index.php/HistoriaSocial/article/view/107832

[35] CARDESIN, 2008, pp. 42-43.

[36] RUDÉ, 1989, p. 264.

[37] Diferenciamos junto a las 13 capitanías generales el Reino de Murcia, porque dependía a un tiempo de Madrid y Valencia.

Fuente: Conversación sobre la historia.

Portada: Populacho (1810 – 1814), grabado de Francisco de Goya, Museo del Prado (no expuesto). La víctima parece ser José Fernández de Pinedo, tercer marqués de Perales, regidor perpetuo de la Villa y Corte, linchado en Madrid el 1 de diciembre de 1808.

Ilustraciones: Conversación sobre la historia y gráficos elaborados por el autor.

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1 COMENTARIO

  1. Interesante trabajo que profundiza el conocimiento que teníamos sobre la Guerra de Independencia. Sin embargo me atrevo a apuntar un par de matizaciones.
    En el plano de la conceptualización sobre el alzamiento popular contra los franceses cabría recordar algunas opiniones de historiadores clásicos, o no tanto, que van más allá de las nociones de revuelta o rebelión o bien ofrecen visiones alternativas más «difusas». Recordemos que Carlos Seco, en el prólogo a «La España de Fernando VII» (tomo XXVI de la Historia de España» dirigida por Menéndez Pidal), caracterizaba a este episodio como «una ‘revolución burguesa’ sostenida por una ‘revolución popular'», lo que mostraría la emergencia del «cuarto estado» en la Historia de España, usando una terminología «marxista» más bien inaudita en un historiador más bien conservador. Podría decirse que Artola asume ese enfoque, que, obviamente, es discutible, pero digno de tener en cuenta. Charles Esdaile más tarde diversifica los factores causales de la insurrección y en lo que se refiere a «las masas», señala que hubo «tanto una ‘jacquerie’ como un movimiento contra los franceses». (En «Las guerras de Napoleón, Madrid, 2009, pp. 400-401). Así pues, tendría también un componente nacionalista o protonacionalista, que también se subraya en la historiografía española clásica. El dos de mayo alumbraría la nación española, como el 14 de julio lo había hecho con la francesa.
    Por otro lado, me llama la atención que, como es usual, se date el inicio del levantamiento antifrancés el Dos de mayo. Pero si ha habido una investigación detallada, se debería haber visto que antes de esa fecha ya hubo motines populares de ese tipo en otros lugares. Quizá el más importante tuvo lugar en Burgos el 18 de abril, cuando la multitud intentó linchar al intendente, que hubo de recibir protección de tropas francesas mientras estaba recluido en el Palacio arzobispal. Los franceses abrieron fuego y hubo al menos tres muertos, cuyos nombres se recuerdan en una cartela sita en el arco de Santa María de Burgos. Hubo otras algaradas en Toledo y en el mismo Madrid antes del 2 de mayo, incluso a finales de 1807. Seguramente debió de haber más, pues hay un factor que no se suele tener muy en cuenta a la hora de ver las motivaciones populares para hacer frente a los franceses. Además de los factores políticos, de sobra conocidos, muy conteradictorios y heterogéneos, está el hecho de que el Tratado de Fontainebleau cargaba sobre las autoridades locales españolas, es decir, sobre los vecinos, el mantenimiento y alojamiento de las tropas napoleónicas (que, como es sabido, tenían la costumbre de «vivre sur le champ»). Eso debió de ser especialmente gravoso para una población que desde finales del siglo XVIII venía sufriendo periódicas crisis de subsistencias, que se repitieron durante la guerra.(Tengamos en cuenta que Napoleón llegó a tener más de 300.000 hombres en España y que en algunos lugares permanecieron más de seis años).

    Luis Castro

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