Francisco Xavier Redondo Abal
Universidade de Santiago

 

Accésit del II Premio Conversación sobre la historia 2024

 

Nueve meses antes del inicio de la Guerra Civil, los profesionales que trabajaban en las bibliotecas y los archivos españoles apenas alcanzaban las trescientas personas. Tras superar unas duras oposiciones, aquellos funcionarios pasaban a engrosar las filas del Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos (CFABA) y a trabajar en alguno de los casi dos centenares de establecimientos destinados a preservar y custodiar la cultura del Estado: desde los archivos generales, regionales, provinciales de Hacienda, históricos provinciales y especiales hasta las bibliotecas universitarias, públicas y populares, pasando por los museos de reproducciones artísticas y los arqueológicos provinciales. Todos ellos coronados por la Biblioteca Nacional, el Archivo Histórico Nacional y el Museo Arqueológico Nacional, los tres radicados en Madrid y donde se concentraba el mayor número de funcionarios.

El Escalafón del Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos totalizado en 31 de octubre de 1935 ofrece una cuantiosa información que nos permite descubrir a 294 hombres y mujeres para, de este modo, acceder a un relato global del CFABA, con sus luces y sus sombras, sus logros y sus fracasos y, especialmente, con dos visiones de la profesión radicalmente opuestas. Hablamos, en definitiva, de un pequeño cuerpo de funcionarios públicos, donde todos se conocían y en el que la llegada de la Segunda República causará un terremoto de incalculables consecuencias. El escalafón de finales de 1935 proporciona nombres y apellidos, formación académica, fechas de ingreso en el cuerpo y últimos ascensos, establecimiento en que servían y el número general que ocupaban dentro de su carrera profesional. Además, las comparaciones entre esta escala y las dos siguientes publicadas en febrero de 1941 y abril de 1943 despejarán cualquier atisbo de duda sobre el desastre que significó la sublevación militar en el seno del CFABA.

Clausura del II Congreso Internacional de Bibliotecas y de Bibliografía, celebrado en mayo de 1935 en Madrid y Barcelona, foto incluida en Una vida entre libros y palabras. María Moliner Ruiz (1900-1981), de Pedro Álvarez de Miranda, en 
Regards sur les espagnoles créatrices: XVIIIe-XXe siècle / coord. por Françoise Étienvre, 2006, ISBN 2-87854-343-2, págs. 239-250

No solo hablamos de persecución, represión, castigos y muerte entre 1936 y 1942: tratamos, sobre todo, de dos concepciones diametralmente contrarias sobre el acceso y la difusión de la cultura general. Por un lado, un grupo mayoritario dentro del CFABA revestía tintes conservadores, elitistas, católicos rayando el integrismo, monárquicos convencidos, carlistas declarados, antiguos militantes de la Unión Patriótica de Primo de Rivera e incluso reaccionarios. La llegada de la República en abril de 1931 y el nuevo cambio de paradigma en el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes –con una defensa sin paliativos de la lectura socializada, por ejemplo– representó para muchos funcionarios del cuerpo facultativo un ataque frontal a su ideología y a su praxis laboral. Enfrente, una minoría republicana y demócrata se vio reforzada con la llegada de una nueva generación de bibliotecarios y archiveros, en especial mujeres, formados algunos en el extranjero gracias a las becas de la Junta de Ampliación de Estudios, conocedores de las últimas y más avanzadas tendencias en el terreno biblioteconómico y archivístico, poseedores de nuevas técnicas en el tratamiento de libros y documentos, políglotas en muchos casos, amantes de la investigación y servidores leales de la democracia republicana.

El CFABA era en 1930 un cuerpo absolutamente masculinizado y patriarcal: antes de la llegada de la Segunda República, solo trece mujeres habían superado las oposiciones de ingreso. La mejor colocada en el escalafón, Ángela García Rives, de la Biblioteca Nacional, ocupaba el puesto 91. Algunos varones aprobaran los exámenes de acceso en las décadas de los años ochenta y noventa del siglo XIX. Los tres primeros nombres que aparecen en la categoría general del escalafón de octubre de 1935 eran Miguel Jerónimo Artigas y Ferrando, director de la Biblioteca Nacional, Francisco Álvarez-Ossorio y Farfán de los Godos, máximo responsable del Museo Arqueológico Nacional, y, en tercer lugar, Pedro Miguel Gómez del Campillo, dirigente del Archivo Histórico Nacional. Quedémonos con dos de ellos, Artigas y Gómez del Campillo, pues ambos jugarán un papel fundamental en las futuras depuraciones de funcionarios cuando la guerra finalice.

Oposición al Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos (foto Centro Virtual Cervantes)

Aquel panorama paternalista varió sustancialmente entre agosto de 1931 y julio de 1935. En esos cuatro años, la suma total de mujeres que accedieron a la profesión se elevó hasta las 48. Licenciadas en Filosofía y Letras la mayoría de ellas, muchas con su tesis doctoral defendida, aquellas facultativas tenían como denominador común su juventud, vitalidad y una sintonía con las nuevas autoridades republicanas más que evidente. Profesionales de alto prestigio y dedicación, con elevada formación y cualificación, gran parte de las nuevas incorporaciones se identificaron con los anhelos culturales defendidos por los dos primeros ministros de Instrucción Pública y Bellas Artes de la República, Marcelino Domingo y Fernando de los Ríos. Ambos –y junto a ellos intelectuales de prestigio como Manuel Bartolomé Cossío, Antonio Zozaya, Luis Bello, Ángel Llorca, los hermanos Barnés Salinas y tantos otros– entendieron que para asentar el régimen republicano y consolidar un sistema democrático de gobierno, era condición sine qua non reducir lo máximo posible las elevadas tasas de analfabetismo dominantes en España. El Censo de 1930 transluce una cifra dolorosa e inaceptable: el 40% de la población no sabía leer ni escribir y ese porcentaje aun ascendía hasta el 48% si hablamos de mujeres de entornos rurales. Nacer mujer durante el primer tercio del siglo XX en una aldea implicaba que una de cada dos sería analfabeta.

La República colocó en un mismo plano a la escuela y a la biblioteca. A finales de julio de 1935, el ya citado Marcelino Domingo publicaba un pequeño artículo en El Mercantil Valenciano en el que podía leerse: “Era preciso sembrar España de bibliotecas. El ideal era este: que no hubiera pueblo sin escuela; que no hubiera escuela sin biblioteca. La escuela enseñando a leer; la biblioteca facilitando los medios de lectura (…)”. En la misma línea se manifestaba Rodolfo Llopis, Director general de Enseñanza primaria, cuando afirmaba que solo la España urbana era republicana, no así la rural, que permanecía aferrada a la tradición y había que liberarla y ganarla para la República a través de la enseñanza y la instrucción. Aquella siembra de la que hablaba Domingo se materializó con una explosión de libros y bibliotecas para todos. El objetivo buscado era atraer y sujetar el interés por la lectura y, al mismo tiempo, convertir las bibliotecas en centros de estudio y progreso científico, es decir, crear eficaces instrumentos de cultura social en respuesta a las nuevas demandas de democratización de la sociedad y, en paralelo, a los cambios en las estructuras socioeconómicas del Estado. En definitiva, siguiendo a Ana Martínez Rus, hasta la proclamación de la Segunda República “nunca antes ningún gobierno tuvo tanta sensibilidad y preocupación por las cuestiones educativas y culturales en España”.

Aquella “irritante desigualdad de oportunidades ante la educación”, según apuntó Luis García Ejarque, remató durante unos años gracias a la política bibliotecaria de la Segunda República que, decididamente, asumió como propia la cultura de masas. La resultante final derivó en un fenómeno asombroso y nunca visto: la lectura socializada. Entonces, el libro adquirió el estatus de herramienta de progreso y justicia social y las bibliotecas, junto a las escuelas, se convirtieron en símbolo del cambio de la sociedad española. Buena prueba de ello fue la positiva respuesta social ante la oferta y oportunidad de acceso a la lectura, mostrando elevados índices de consumo, provocando el crecimiento de las compañías editoriales, los incrementos en las ventas y tiradas de títulos y las masivas participaciones en las novedosas ferias del libro. Con todo ello, las autoridades republicanas anhelaban conquistar una sociedad de ciudadanos libres, no de súbditos, hombres y mujeres independientes y con juicio crítico, que pensaran por sí mismos sin la interferencia e intromisión del púlpito o el cacique.

Inauguración de la biblioteca de Misiones Pedagógicas en Bonansa (Huesca) (foto: https://www.biblogtecarios.es/chemalera/bibliotecas-escolares-bibliotecas-publicas/)

Así, las Misiones Pedagógicas, surgidas en mayo de 1931, darían un fuerte impulso a los centros de lectura en el mundo rural creando algo más de 5500 pequeñas bibliotecas que estarían asimiladas a las escuelas en las aldeas. Bibliotecas situadas en las escuelas y organizadas por los maestros, pero bibliotecas abiertas a toda la población, con lecturas para niños y para adultos que abarcaban todos los ámbitos de la cultura. Por su parte, en las ciudades, la Junta de Intercambio y Adquisición de Libros para bibliotecas públicas (JIAL), modernizó los fondos bibliográficos ya existentes ampliando las áreas de conocimiento y modernizando unos centros donde el peso de la temática religiosa era abrumador. Ahora, junto a los libros de teología, la historia eclesiástica, las hagiografías de santos y los comentarios a la Biblia y a los evangelios, aparecerán los tratados de referencia, las obras de ficción (novelas, poesía, teatro), los ensayos sociales, económicos, políticos… Los esperanzadores resultados a medio y largo plazo quedaron relegados cuando se desató la tormenta devastadora del 18 de julio.

Para la cuestión que tratamos, nadie mejor que Josep Fontana para resumir la situación provocada tras el estallido militar: “Es imposible entender lo que significó la Segunda República española, y los motivos por los que la combatieron los sublevados de 1936, si pasamos por alto diferencias tan fundamentales como esta: la República construyó escuelas, creó bibliotecas y formó maestros; el régimen del 18 de julio se dedicó desde el primer momento a cerrar escuelas, quemar libros y asesinar maestros”.

El colectivo de funcionarios que integraba el CFABA no fue ajeno al desastre de la guerra. Al margen de la figura del maestro-bibliotecario fusilado o expedientado, los facultativos de Archivos y Bibliotecas conocieron de primera mano el cataclismo y la devastación provocadas por la contienda: muerte, exilio y – tras la victoria franquista – depuración fueron las constantes que dejaron mermado un cuerpo de funcionarios ya de por sí reducido, donde, como ya avanzamos anteriormente, casi todos se conocían y mantenían lazos de amistad o puramente laborales.

Biblioteca Municipal de Mingorría (Ávila), creada por las Misiones Pedagógicas en 1934 (foto:  universoabierto.org)
Muerte

El 18 de agosto de 1936, en una cuneta del ayuntamiento de Rábade (Lugo), apareció el cuerpo sin vida de Juana Capdevielle San Martín. Acababa de cumplir 31 años, estaba embarazada y murió acribillada a balazos tras ser detenida por la Guardia Civil. Su marido, el gobernador civil de A Coruña Francisco Pérez Carballo, militante de Izquierda Republicana, había sido fusilado el 24 de julio en Punta Herminia, muy cerca de la coruñesa Torre de Hércules. Juana pertenecía al CFABA desde julio de 1930 y era la directora de la biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid. La primera mujer responsable de una biblioteca universitaria, instruida, culta e independiente no tenía cabida en el nuevo Estado que empezaba a modelarse.

Desiderio Gutiérrez Zamora ingresara en el Cuerpo Facultativo a finales de marzo de 1925. Trabajaba en el Archivo General de Simancas, estaba casado y era padre de cinco hijos. Una noche de diciembre de 1937, un grupo de falangistas acudió a su casa, lo arrastró de ella y, tras acusarlo de masón, fue tiroteado hasta la muerte. Tenía 59 años.

Madrid, 1934.- La bibliotecaria Juana Capdevielle San Martín ordena unos libros en la biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras, en la Ciudad Universitaria de Madrid. Sería asesinada en Rábade (Lugo) en agosto de 1936 (foto: Efe)

Entre los facultativos del cuerpo era conocida la militancia carlista del bibliotecario zaragozano Jesús Comín Sagüés. Nacido el 19 de abril de 1889 y licenciado en Filosofía y Letras (no era abogado como aparece en algunos medios), superó las oposiciones de ingreso al CFABA en el verano de 1915 y fue el responsable de la Biblioteca Popular de Zaragoza. Como líder del Tradicionalismo en Aragón participó en todas cuantas conspiraciones contra la República se proyectaron en España. Al iniciarse la Guerra Civil se unió a los sublevados y luchó en el frente de Aragón liderando el Tercio de Requetés Virgen del Pilar. Falleció en un accidente automovilístico poco antes de finalizar la contienda cuando se desplazaba por las líneas de batalla.

El Madrid republicano que resistía al empuje fascista no fue ajeno al crimen. Los asesinatos injustos, absurdos e inútiles también afectaron al CFABA, en especial si a los facultativos de ideología derechista o conservadora añadimos la condición sacerdotal. En la capital asediada y desprovista de la autoridad legal republicana, las milicias armadas y descontroladas que campaban a sus anchas cometieron unos crímenes tan inexcusables como atroces. Dos facultativos de la Biblioteca Nacional, Modesto Blasco Millor y el sacerdote Santos Álvarez Molanguero, fueron asesinados sin juicio previo tras ser apresados en el propio centro bibliotecario. El primero de ellos, Modesto Blasco – sin militancia declarada – fue detenido el 2 de octubre de 1936 y, tras pasar por la cárcel Modelo y la prisión de Porlier, fue ejecutado en Paracuellos del Jarama entre los días 20 y 24 de noviembre. Su compañero Álvarez Molanguero, capellán de las Teresianas y adscrito a las Juventudes Católicas, acabó fusilado en el madrileño Puente de Los Franceses el 20 de agosto de 1936.

El bibliotecario Florián Ruíz Egea, asesinado en Canillas el 16 de agosto de 1938 (foto: periodicohortaleza. org)

Nacido en Madrid, Ricardo de Aguirre y Martínez Valdivieso trabajaba en el Museo Arqueológico Nacional y en 1935 ocupaba el elevado puesto 36 dentro del escalafón del CFABA. Fue fusilado, probablemente en Paracuellos, el 24 de noviembre de 1936 cuando contaba 54 años. Pedro Burriel y García Polavieja, Marqués de Villa-Antonia, había nacido en Valencia en el verano de 1889 pero vivía en Madrid, donde se ocupaba de la Biblioteca de la Escuela de Veterinaria. Monárquico convencido y admirador de Miguel Primo de Rivera, Burriel militó en Unión Patriótica y presidió el Centro Monárquico del distrito de La Latina. Detenido al comienzo de la sublevación militar, fue ejecutado en agosto de 1936 en Vicálvaro, Madrid.

La capital de España no fue el único escenario para el asesinato. Sebastián Briales del Pino era licenciado en Filosofía y Letras, doctor en Derecho y profesor mercantil. Nacido en Málaga en 1893, con veinte años había superado las pruebas de acceso al CFABA. En 1935 trabajaba en la Biblioteca Popular ‘Ricardo de Orueta’ de la capital andaluza. Allí murió acribillado sin juicio previo en septiembre de 1936.

Pero si hay un caso bien llamativo, ese es el protagonizado a su pesar por Florián Ruiz Egea, nacido el 12 de diciembre de 1887, funcionario facultativo desde el 23 de julio de 1915 y, en 1935, director de la Biblioteca Popular del Distrito de Chamberí, en Madrid. Católico ferviente, Ruiz Egea perteneció a asociaciones como los Caballeros del Pilar, militó en Unión Patriótica, primero, y Acción Española, más tarde. Atrapado en el Madrid republicano, Florián Ruiz logró infiltrarse en la CNT, creando el llamado Sindicato Único de Técnicos, afín a la central anarcosindicalista que, en realidad, era una tapadera a las órdenes de la quinta columna y del espionaje franquista del Servicio de Información y Policía Militar (SIPM). Descubierto tras levantar múltiples sospechas, el bibliotecario fue ejecutado a las afueras de Madrid por un grupo cenetista liderado por Felipe Sandoval, conocido como Doctor Muñiz. Su muerte ocurrió el 16 de agosto de 1938 en la finca de El Quinto, en los límites entre Hortaleza y Canillas.

Tomás Navarro Tomás en el Centro de Estudios Históricos en 1926, fotograma recogido en la película ¿QUÉ ES ESPAÑA?, de Luis Araquistain y Cayetano Coll y Cuchí. España, 1926 (Wikimedia Commons)
Exilio

En el breve espacio de tiempo que va de abril a agosto de 1939, Tomás Domínguez Arévalo, Conde de Rodezno, ocupó interinamente la cartera del Ministerio de Educación Nacional sustituyendo al cesado Pedro Sainz Rodríguez. El corto lapso temporal no le impidió firmar las órdenes por las que causaban baja definitiva en el Escalafón del Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos un grupo muy definido de funcionarios, todos ellos conocidos por sus públicas simpatías republicanas, así como por la defensa del tesoro bibliográfico y documental amenazado desde el inicio de las hostilidades. Los expulsados, algunos de los cuales eran militantes de partidos políticos de la izquierda o de sindicatos de clase, vivieron durante toda la contienda en territorio leal a la República, trabajaron por salvaguardar bibliotecas y archivos incautados – evitando así su probable destrucción – y en ningún momento renegaron de su pasado demócrata o antifascista. Muy poco tiempo antes de finalizar la guerra optaron por el exilio. Nunca volverían a pisar tierra española y, huelga decir, a ninguno se le incoó expediente de depuración.

Una Orden de 13 de junio de 1939 disponía la baja definitiva en el Escalafón del Cuerpo Facultativo de seis funcionarios, todos ellos instalados fuera de España: Tomás Navarro Tomás, Ignacio Mantecón Navasal, Andrés Herrera Rodríguez, Teresa Andrés Zamora, Fernando Soldevilla Suriburu y Juan Vicens de la Llave. Un mes más tarde, una nueva orden datada el 22 de julio expulsaba del CFABA a José Moreno Villa, José María Giner Pantoja, Concepción Muedra Benedito, Luisa González Rodríguez, María Victoria González Mateos, Josefa Callao Mínguez, Ramón Iglesia Parga, Concepción Zulueta Cebrián y Ernestina González Rodríguez. Ya a finales de agosto de 1939, y con la firma del nuevo ministro de Educación Nacional José Ibáñez Martín, el desterrado del cuerpo facultativo sería Luis Martín Fernández.

María Luisa González Rodríguez (1900-1998) y Juan Vicens de la Llave (1895-1958), exiliados en 1936 (foto: BNE)

Más de la mitad de estos funcionarios había ingresado en el CFABA durante los años de vigencia de la Segunda República, aunque el más veterano de ellos, Tomás Navarro, había superado las oposiciones a finales de diciembre de 1910. Por una mera cuestión de espacio, resulta complicado narrar las vicisitudes de cada uno de ellos tras su salida de España. Pero, resulta indiscutible que, tras asentarse de manera definitiva en lugares como México o Estados Unidos, el rédito intelectual que obtuvieron aquellos países de destino fue incontestable. Ya sea en el mundo editorial, las universidades o las escuelas de archivística y biblioteconomía, las aportaciones dejadas por estos exiliados contribuyeron a aumentar el prestigio y la calidad de las instituciones por las que pasaron.

En paralelo y como ocurrirá con la apertura de los expedientes de depuración, el exilio y la expulsión significaron un aviso a navegantes: no había ya espacio para las bibliotecas abiertas, bien trabajadas. Las innovaciones profesionales daban paso a las viejas concepciones biblioteconómicas que, una vez más, se imponían junto a la censura y la prohibición de miles de títulos y autores. La calificada como “literatura pornográfica y disolvente” (aquella que abarcaba desde Marx hasta Baroja y Pérez Galdós) desaparecía por completo de las estanterías de las bibliotecas.

Miguel Jerónimo Artigas Ferrando (1887-1947) y Pedro Miguel Gómez del Campillo (1875-1962), miembros de la comisión de depuración del CFABA (fotos: Dominio Público MCU/Centro de Estudios Montañeses/praza.gal)
Depuración

Entre la Ley de 9 de febrero de 1939 de Responsabilidades Políticas (BOE, 13 de febrero) y la Ley de 1 de marzo de 1940 sobre represión de la masonería y del comunismo (BOE, 2 de marzo) surgió un articulado jurídico que tenía como finalidad sanear la función pública para asegurarse la lealtad de los trabajadores al servicio del Nuevo Estado nacionalcatólico victorioso tras la Guerra Civil. La llamada Ley de 10 de febrero de 1939 fijando normas para la depuración de funcionarios públicos fue publicada cuatro días más tarde en el Boletín Oficial del Estado y su preámbulo es toda una declaración de intenciones: “Es deseo del Gobierno llevar a cabo esta depuración [de funcionarios] con la máxima rapidez” con el objetivo de reintegrar “a sus puestos a aquellos funcionarios que lo merecen por sus antecedentes y conducta”. Pero, al mismo tiempo, “imponer sanciones adecuadas a los que incumpliendo sus deberes contribuyeron a la subversión (…)”. O, dicho de otra manera, castigar a aquellos que “por la violencia se apoderaron de los puestos de mando de la Administración”. Toda una entelequia en la que los sublevados acusan de “rebelión” a los que permanecieron leales al orden legal y constitucional.

Para dar cumplimiento a la Ley de 10 de febrero, el Ministerio de Educación Nacional dio a conocer el 30 de junio de 1939 los nombres de la primera tríada depuradora del CFABA. Los elegidos fueron Miguel Artigas, que fuera nombrado responsable de la Biblioteca Nacional por un Real decreto el 24 de julio de 1930, Miguel Gómez del Campillo, a la sazón director del Archivo Histórico Nacional desde su nombramiento por Real decreto de 19 de septiembre de 1930, y, por último, Blas Taracena Aguirre, que antes de la guerra ocupaba la dirección del Museo Celtibérico de Soria y acabará siendo recompensado con la jefatura del Museo Arqueológico Nacional. La misión encomendada a los tres jueces-instructores fue “investigar la conducta de los funcionarios que se hallaban en los territorios últimamente liberados”, es decir, Albacete, Madrid, Barcelona, Valencia, Ciudad Real, Alcalá de Henares, Guadalajara, Jaén, Orihuela, Cuenca, Murcia, Alicante, Almería, Menorca… Para ello, se les otorgó las facultades y atribuciones emanadas de los artículos cuarto y quinto de la citada Ley de 10 de febrero.

En realidad, se trataba de cubrir con la mayor celeridad los puestos con los nombres que, de entrada, generaban más confianza o, cuando menos, se significaran lo menos posible durante los gobiernos republicanos. La velocidad con la que trabajaron los tres instructores fue tal que tan sólo diez días después, el 10 de julio, elevaron al Ministerio los nombres de 91 funcionarios libres de toda sospecha. El día 20, el jefe de los Servicios de Archivos y Bibliotecas, Alfonso García Valdecasas, firmaba la resolución por la que aquellos casi un centenar de facultativos continuaban “adscritos con carácter provisional en su actual destino, sin perjuicio del expediente de depuración”. ¿Quiénes eran aquellos funcionarios libres de sospecha? Por norma general, aquel tercio del total que conformaba el Cuerpo Facultativo respondía a un carácter apolítico y fueron actores pasivos durante la Guerra Civil. No obstante, hubo algunos que sí militaban en organizaciones conservadoras antes y durante la etapa republicana (Unión Patriótica, Renovación Española, Falange Española, Comunión Tradicionalista, Asociación de Maestros Católicos, Tercios de Requetés, Academia Científico-Literaria de la Juventud Católica, Acción Popular…). Conocemos por sus declaraciones juradas que incluso unos pocos ingresaron durante el conflicto en la quinta columna, colaborando como saboteadores o espías.

Blas Taracena Aguirre (1895-1951), miembro de la comisión de depuración del CFABA (foto: PARES)

El 9 de agosto de 1939 llegó al Ministerio de Educación Nacional un destacado miembro de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP): José Ibáñez Martín. Nacido en Valbona (Teruel) en 1896, Ibáñez Martín se mostró hasta 1942 como un genuino admirador del régimen nazi y de la doctrina hitleriana, tal y como lo demuestra su Ley de Ordenación Universitaria, cuyo corte fascista es inequívoco. Luego, Ibáñez Martín maquilló sus discursos falangistas y se convirtió en uno de los más destacados representantes de la llamada “familia católica”. Para ella, es decir, Acción Española, la ACNP y el Opus Dei, el turolense abrió las puertas de las cátedras universitarias, así como también las del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, organismo creado por el propio Ibáñez Martín.

En lo que respecta a los archivos y bibliotecas, el nuevo ministro firmó la Ley de 25 de agosto de 1939 por la que se creaba la Dirección General de Archivos y Bibliotecas, organismo encargado de la gestión y administración de las secciones de Archivos y Bibliotecas del Cuerpo Facultativo. Será esta Dirección General la máxima responsable de sus funcionarios y, también, el órgano de la represión en el interior del CFABA. El día 7 de septiembre, Ibáñez Martín encargará a Miguel Artigas la jefatura de la citada Dirección General. Ambos eran paisanos, pues Artigas naciera en Blesa en septiembre de 1887. Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid, Artigas ingresó en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos en julio de 1911 y en el verano de 1930 fue nombrado director de la Biblioteca Nacional. Cuando estalló la contienda, Artigas se encontraba disfrutando sus vacaciones en el Aragón que quedó controlado por los sublevados. De inmediato se puso a su servicio y en junio de 1937 publicará un desafortunado artículo en el Heraldo de Aragón denunciando las supuestas agresiones de las autoridades republicanas contra el tesoro bibliográfico español. Años más tarde, en 1940, redactará el prólogo de un libro no menos equilibrado: Una poderosa fuerza secreta: la Institución Libre de Enseñanza.

Artigas fue el encargado de elevar al ministro Ibáñez las propuestas de sanción dictadas por el juez-instructor en los expedientes de depuración elaborados por otro destacado integrante del CFABA: Pedro Miguel Gómez del Campillo. Gómez del Campillo (Madrid, 1875-1962) fue un latinista sobresaliente y un excepcional paleógrafo que había ingresado en el CFABA en julio de 1899 y designado por un Real decreto de 19 de septiembre de 1930 director del Archivo Histórico Nacional. Será justamente en sus instalaciones del Paseo de Recoletos – luego rebautizado de Calvo Sotelo – donde Gómez del Campillo establecerá la sede del tribunal depurador que él mismo dirigirá. Como tantos otros facultativos, el madrileño disfrutaba de su descanso estival en Santander y durante los días posteriores estuvo muy cerca de ser fusilado por los defensores del régimen constitucional. Logró salvar su vida y decidió acudir a Burgos para presentarse ante las autoridades militares sublevadas. Por ello, los responsables republicanos decretaron su cese fulminante el 9 de septiembre de 1936. Terminada la guerra y ya en Madrid, la actividad de Gómez del Campillo debió ser frenética, especialmente cuando el 24 de julio de 1939 fue nombrado juez-instructor único del Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, de acuerdo con lo preceptuado en el artículo sexto de la Ley de 10 de febrero.

El archivero Melchor Lamana Navascués, encarcelado, condenado a cadena perpetua y separado del servicio, al que pudo reingresar en 1954 (foto: El Independiente de Granada)

Desde ese momento, Gómez del Campillo quedaba facultado para tramitar los expedientes de depuración para todos y cada uno de los funcionarios integrantes del CFABA. De este modo, entre julio de 1939 y marzo de 1942, Gómez del Campillo redactó centenares de oficios recabando informes sobre sus compañeros de profesión. Información que giraba en torno al concepto moral, político, social y religioso del investigado. Para ello, no dudó en comunicar con los jefes locales de Falange Española, con los alcaldes de las localidades donde residía el funcionario y, por supuesto, con los responsables de los archivos o bibliotecas donde trabajaba el facultativo, llamando al mismo tiempo a otros funcionarios del centro a declarar en un ejercicio de delación impropio de compañeros de profesión.

El juez-instructor acudió, además, a los rectores de las universidades y a los decanos de las facultades, así como a los integrantes de las Oficinas Técnicas de Depuración del Ministerio de Educación Nacional, con el fin de confrontar datos y cruzar informaciones. Por supuesto, no dejó de preguntar a los auditores generales del Ejército de ocupación y a los miembros del Servicio de Información y Policía Militar (SIPM, el espionaje franquista). Por último, contactó con Marcelino de Ulibarri, jefe de los servicios especiales de la Delegación del Estado para la Recuperación de Documentos, radicada en Salamanca.

El primer oficio de Gómez del Castillo fue redactado el día 1 de agosto de 1939 e iba dirigido a su superior, Miguel Artigas. En su comunicación, el juez-instructor solicitaba fijar en las paredes del Ministerio de Educación Nacional el aviso de su nombramiento y ordenaba a la Oficina de Prensa que se diera transmisión de este a los periódicos de Madrid y de provincias. La mecánica que presidió las actividades de Gómez del Campillo perseguía conocer cómo respiraban los integrantes del CFABA: la orientación ideológica, la creencia religiosa, la militancia partidista o sindical e, incluso, el comportamiento privado y familiar (especialmente, en el caso de las mujeres) fueron factores determinantes en los procesos depurativos.

José Álvarez de Luna Pohl, director de la biblioteca de la Facultad de Derecho de la Universidad Central de Madrid, sancionado en 1940 con traslado forzoso (foto: PARES)

Tras la declaración jurada presentada por el funcionario para poder “reingresar” en el CFABA y después de las investigaciones pertinentes practicadas por el juez-instructor, se procedía a redactar un pliego de cargos en el que constasen todas las acusaciones contra el facultativo. Este disponía de ocho días para contestar e intentar rebatir el conjunto de cargos que pesaban sobre su persona. Al final, Gómez del Campillo elevaba al director general de Archivos y Bibliotecas, Miguel Artigas, sus propuestas de sanción, que, tras su visto y bueno, pasaban al ministro Ibáñez Martín. Adelantemos que, en general, la mayoría de las propuestas emitidas por Gómez del Campillo fueron admitidas y sancionadas. No debemos infravalorar la deshonra que supuso para muchos facultativos la imposición de una pena – por leve que fuera –, pues los dejaba marcados de por vida. Además, debemos considerar el menoscabo económico que supuso, por ejemplo, ser castigado con la postergación durante un período que podía abarcar de uno a cinco años, pues con ella el funcionario quedaba paralizado dentro del escalafón siendo superado por aquellos que le seguían.

Junto a la inhabilitación para desempeñar cargos de confianza o puestos de mando, otra de las sanciones más comunes fue la del traslado forzoso con la prohibición de solicitar puestos vacantes. Este castigo encerraba mucho más que un mero cambio de residencia. Así, el traslado forzoso escondía también la advertencia de que aquellos deseos de propagar la lectura por todos los rincones del país habían finalizado. Resultó normal que un bibliotecario sancionado fuera a parar al archivo de una delegación de Hacienda, apartándolo de los centros de lectura y de sus ansias por “socializar” el libro. Y si el establecimiento de destino se encontraba en “provincias”, la vergüenza para el depurado ascendía como la espuma. De este modo, varias decenas de funcionarios del Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos vieron cercenadas sus carreras sin importar su valía profesional. El prestigio acumulado tras muchos años de estudio y trabajo sirvió de poco y nuevas promociones fueron llegando advertidas de que no había lugar para la innovación y el progreso.

El aviso a navegantes lanzado en forma de expedientes de depuración resultó efectivo y las siguientes generaciones de bibliotecarios y archiveros quedaron ancladas en aquellos centros que volvían a la erudición y la censura. El 26 de marzo de 1942, Miguel Gómez del Campillo redactaba su último oficio. Allí daba por finalizada la tarea emprendida en el verano de 1939. El juez-instructor manifestará a su superior jerárquico, Miguel Artigas:

“Ilmo. Sr.: Con este Oficio doy por terminada mis tareas de Juez Instructor de los expedientes de depuración de los funcionarios del Cuerpo Facultativo y Auxiliar y sus anexos, realizadas si no a satisfacción de todos, al menos con absoluta tranquilidad de conciencia. No he de ocultar que en algunos casos la voluntad ha tenido que imponerse fuertemente ante la sangre derramada con abundancia, las persecuciones sufridas, los sobresaltos y penalidades, la falta de compañerismo, para atemperar mi conducta y propuestas a la misericordiosa justicia que el Gobierno del Jefe del Estado, Generalísimo Franco (Dios le guarde), ha preconizado en la letra y el espíritu de muchas de sus disposiciones; habiendo tenido la fortuna de que mis propuestas hayan sido aceptadas en la gran mayoría de los casos, y si ello supone aprobación de lo actuado, será mi mayor satisfacción, que satisfará cumplidamente los naturales sinsabores y preocupaciones inevitables en misión tan enojosa. Dios guarde a V.I. muchos años. Madrid, 26 de marzo de 1942. El Juez Instructor”.

María Moliner (1900-1981)

Cuatro días más tarde, Gómez del Campillo recibía puntual respuesta de Artigas. En el oficio datado el 30 de marzo de 1942, el director general de Archivos y Bibliotecas exponía:

“(…) Paso a paso hemos seguido su labor, siempre ilustrada, inteligente y laboriosa, encomiando en cada caso la finalidad del trabajo. El resumen de todos constituye para V.I. el realce más justificado de su prestigiosa figura en el Cuerpo de Archiveros, precisamente porque su penosa tarea de sacrificio y de responsabilidad ha realizado con eficaz y necesario conocimiento, tanto en el orden político-social como en su otro aspecto, también interesante, profesional y ético. Las contadas excepciones de discrepancia entre la propuesta y la resolución a que V.I. alude son fehaciente prueba del estudio hecho en los asuntos y justificación bastante de la distribución de responsabilidades y de su asignación por grados, que es la última y la más pesada, la del fallo definitivo. Cumple expresar a V.I. la gratitud por el empeño continuado y perseverante que ha puesto en este ingrato oficio de juzgar a compañeros y discípulos. Todos lo han de agradecer profundamente, incluso aquellos sancionados, que, si son despiertos, deben recibir el castigo, siempre benévolo, como laudable advertencia para su corrección. En nombre del Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, al que me honro en pertenecer, en el mío propio, como Director General y en nombre también del Excmo. Sr. Ministro, envío a V.I. un afectuoso saludo de gracias (…)”.

Los nombres de los integrantes del CFABA que afrontaron expedientes de depuración culminados en sanción son hoy conocidos. A los expulsados –y citados anteriormente– habría que añadir los de María Moliner, Francisco Rocher, Juana Quiles, Carmen Pescador del Hoyo, Consuelo Vaca, Samuel Ventura, José María de la Peña, Hortensia Lo Cascio, Asunción Martínez Bara, Carmen Guerra, José Álvarez de Luna, Justo García Soriano, Domingo Gómez, María Brey, Nicéforo Cocho, Luisa Cuesta, Teresa Vaamonde y muchos más. Como expresó Marcelino Domingo, a partir de 1939 las bibliotecas volvieron a ser “espacios muertos, nichos de papel”.

Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: AHN, SECRETARÍA,672,N.56. Asistentes al II Congreso Internacional de  Bibliotecas y Bibliografía, Madrid, 1935. Imagen del catálogo de la exposición Sic vos non vobis. 150 años de archiveros y bibliotecarios (BNE, 2008-2009).

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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