Ángeles Mastretta *

 

Cuando empecé a escribir, hace muchísimos años, consideraba que el Día de la Mujer era un invento demagógico y frustrante. ¿Para qué un Día de la Mujer? ¿Por qué no todos los días eran de la mujer? ¿Por qué no alzarse de una vez con todo el año y todos los años si había sido posible declararme libre y segura en cuanto quise?

Entonces las empeñadas en marcar el Día de la Mujer eran quienes se organizaban en grupos para entrevistar a un hombre o firmar un documento de apoyo al presidente. No me gustaba el Día de la Mujer tanto como me avergonzaba una canción ridícula compuesta por alguna persona sin cabeza: “A parir madres latinas, a parir más guerrilleros, ellos sembrarán jardines, donde había basureros”. Creía yo que, para ser una mujer con derechos y obligaciones, fuera de la casa, bastaba con declararse tal, tener un trabajo y las propias ideas moviéndonos a vivir la década de los setenta como si fuera el inicio de todo lo bueno. Porque parecía que todo estaba por empezar. Sin duda me equivoqué entonces tanto como creo que ahora se equivocan quienes nacieron en el siglo XXI y también creen que está todo por empezar gracias a su empeño y, muchas veces, su furia. Ya el camino estaba abierto desde hacía mucho, era una brecha vivida con pasión y sufrimiento y luego una senda por la que andábamos con derechos y esperanza. Lo demás sería caminar en medio de personas que vivían luchando.

Como justo de eso empecé a escribir a diario, como hablaba del derecho al aborto, del derecho a la igualdad en los pagos y las decisiones familiares, del derecho a matar a quien golpeara, la necesaria urgencia de denunciar a los violadores y empeñarse en llevarlos a los juzgados, pronto empecé a recibir en el periódico cartas de mujeres contándome el horror que eran sus vidas. Y me puse a contar lo que me contaban y varias veces a hacerme amiga de quienes me pedían ayuda. Topé entonces con lo obvio: mi vida amable, sólo turbada por la contradicción de no sentirme en paz con el solo futuro que me deparaba en el mejor de los casos un buen marido, no había necesitado un Día de la Mujer, pero el silencio forzado y la soledad de tantas otras mujeres sí lo necesitaban. Nunca recibí la carta de una madre pidiendo justicia para su hija asesinada ni se hablaba de eso, no existía la palabra feminicidio, pero sí acompañé hasta un juzgado a la mamá de una niña violada cuya sola declaración parecía la de una loca. El juez se dio el lujo de pedirnos la ropa interior de la niña, manchada con sangre, para demostrar que era cierto lo que decía su madre. No importó que la niña de un día para otro hubiera dejado de hablar ni que se resistiera a ir al colegio ni que despertara en las noches aterrada en sudor y desconsuelo. La recomendación fue que era mejor atenderla, cuidarla y dejar de hablar del asunto para que se le olvidara, porque si tanto se sabía cuando la niña creciera iba a saberse que estaba manchada y no habría quien la quisiera. Por boca de su marido, la mamá terminó pidiéndome que mejor no escribiera yo nada. Yo escribí la historia sin nombres, porque no me quedó otro remedio. Y luego otras y otras. “¿Qué hago, señorita, mi esposo me pega cuando se emborracha y el otro día tan fuerte que me desmayé delante de mis niños? ¿La puedo ir a ver a su periódico?”. “Señorita: estoy embarazada y mi novio no se quiere casar, usted que habla de que puede decidirse a no tener un niño no deseado, ¿me puede decir cómo hacerle?”. Y así, muchas veces, todos los días. Y qué iba yo a saber, si apenas estaba aprendiendo qué calles cruzar. Cuando lo comentaba con otros en la redacción, casi todos hombres, me decían que así era alguna gente y que no me metiera con ese mundo. En Ciencias Políticas, entonces, toda rebeldía y toda duda en torno al futuro pasaba por la promesa de una revolución que llegaría como las olas del mar, por obra del viento y ayudada por nuestra imaginación. En el cuarto con un grupo de muchachos llamado el “Comité de Lucha” temblaban decenas de volantes sobre huelgas y represiones, pero nada que hablara del penar de las mujeres, ni siquiera para llamarlas, como hicieron en Italia, “las ángeles del mimeógrafo”.

Por el lado de la vida sexual yo misma me creía fuera de un posible matrimonio por decidir que casarse era una moda de siglos que habría de desaparecer y que el sexo se buscaba al paso, como lo buscaban los hombres. Así lo veía yo, como desde mucho antes lo vio la bisabuela de mi hija: ellos se bañaban y a otra cosa. Las mujeres teníamos que arreglarnos de otro modo, pero a pesar del esfuerzo había que hacerlo: era parte del necio empeño que yo llamaba libertad. Suficiente con el deseo consentido y el encuentro casual. Al sexo con amor de los casados lo puse en la casilla de lo prescindible. La primera vez que me arropé en otra piel no marcó mi destino sino para dejar atrás la vergonzosa carga de la virginidad. ¿Cómo pudieron contarme que semejante tontería era un tesoro? Claro, en medio de tan supuesta racionalidad me enamoré como una idiota de varios fantasmas. Pero por un lado los lloraba y por el otro me iba al trabajo alegre de tenerlo para vivir a mi aire y comprarme los zapatos con los que andar el mundo saciando la curiosidad.

Era redactora de historias, no una jueza ni una policía ni una política, pero empecé a sentirme obligada a entender y acompañar los desfalcos de quienes me los contaban. Hasta entonces me encontré con la redentora palabra feminismo. Y qué tamaño de hallazgo para mí. Lo fui entendiendo a tientas, como quien descubre que hacía tiempo iban con ella esas ideas. Desde chica había admirado a quienes mandaban sobre su cuerpo y su destino quizá sin mayor escándalo, pero con una firmeza envidiable. Di con libros como El segundo sexo y Una habitación propia. Luego encontré otros pero necesitaba saber más y más de lo nuestro. Me acerqué a quienes hacían la revista FEM. Y ahí encontré a quienes iban mucho más adelantadas en el vicio de razonar y que tenían claro cuánto más faltaba por saber. Yo quería oírlas, acompañarlas. Por eso admiro y reconozco la creación de la revista Debate Feminista, deGIREde Semillas, delInstituto de Liderazgo Simone de Beauvoir. Pero entonces quería resolver lo inmediato. ¿Quién podía ayudar a la muchacha que no quería tener un hijo? ¿A la que iba en el quinto niño y tenía una marido temible y empeñado en seguir comprobando su condición de procreador? Entre ellas apareció, con una discreción y un valor inauditos, una doctora que hacía la magia. A su memoria quiero dedicarle este mes.

Quienes ahora marchan con un pañuelo verde en la muñeca o en el cuello, gritando sus conquistas, no saben, o se les olvida, el pleito silencioso para que ese derecho fuera reconocido treinta años después de esas tardes, cuando a quienes le pedían enfrentar el peligro la respuesta de la doctora era una sonrisa.

Como el tiempo me llevaba a rastras, no apunté el nombre de esa feminista sin escándalos cuya memoria me acompaña y a la que de pronto dejé de encontrar. Una tarde la policía allana su consultorio, la toma presa, la exhibe en los periódicos y para soltarla la obliga a acusarse de practicarle un legrado a una interna en lo que habría sido un aborto en mitad de una tortura. ¿Cómo no iba a ser necesario un Día de la Mujer? Ahora que marcho entre quienes están descubriendo la rabia no quiero olvidar a quienes lucharon en silencio.

Ángeles Mastretta
*Escritora. Autora de Yo misma. AntologíaEl viento de las horasLa emoción de las cosasMaridosMal de amores y Mujeres de ojos grandes, entre otros títulos

Fuente: Nexus 1 marzo 2025

Portada: ilustración de Alma Rosa Pacheco

Ilustraciones: Nexus

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