Abordar la historia del pensamiento económico nos brinda la oportunidad de ampliar nuestros horizontes y evitar caer en las trampas del pensamiento único. Existen alternativas más allá de la receta del libre mercado; la experiencia histórica nos muestra que los países que se industrializaron más temprano y que hoy forman parte del G-8 lo hicieron a través de estrategias que distan mucho de esa única solución.

Iniciamos esta sección con la firme convicción de que, como afirmó Keynes, «los hombres prácticos, que se creen exentos de cualquier influencia intelectual, son usualmente esclavos de algún economista difunto». Las ideas, en efecto, juegan un papel crucial en la formación de nuestras preferencias y tienen un impacto mayor del que comúnmente se reconoce.

Comenzamos presentando a los economistas clásicos, quienes abrieron caminos que aún son transitados por economistas contemporáneos. Algunos de estos enfoques han sido ampliamente explorados, mientras que otros, de carácter crítico, se han convertido en menos influyentes. Para entender a figuras como David Ricardo y Thomas Robert Malthus, es esencial situarse en la Inglaterra de mediados del siglo XIX, una nación que se consideraba la “fábrica del mundo”, con una población campesina que en 1840 representaba la mitad o menos que la de sus países vecinos. Era imperativo importar cereales de manera libre para evitar que los salarios reales aumentaran, lo que podría recortar los beneficios. Industriales y obreros fabriles parecían viajar entonces en el mismo barco.

Las leyes de cereales, las leyes de distribución o el fenómeno del reduccionismo, que, a pesar de las contribuciones de Adam Smith, fue ganando terreno en la economía política, son temas, entre otros,  que nos ilustra Estrella Trincado, catedrática acreditada de Historia del Pensamiento Económico y codirectora del Iberian Journal of the History of Economic Thought, quien cuenta con un relevante curriculum .

Conversación sobre la historia


 

 

Los economistas clásicos

Estrella Trincado
Universidad Complutense de Madrid

 

 

En los últimos veinte años, hemos presenciado una explosión de literatura especializada que ha reevaluado la obra del economista clásico Adam Smith [1723-1790][1]. Siempre se consideró a Smith precursor de la economía ortodoxa, basada en decisiones individuales que se autorregulan a través de una “mano invisible”, metáfora mil veces repetida que  el ilustrado escocés apenas usó en una ocasión en su obra magna de economía. Sin embargo, Smith luchó contra el reduccionismo en las ciencias sociales y rechazó el uso de las matemáticas y las formalizaciones en el derecho y la economía. Su sistema económico ha sido base de muchas teorías económicas críticas.

Efectivamente, Una Investigación sobre la Naturaleza y las Causas de la Riqueza de las Naciones (Smith, 2011 [1776]) no estudia la suma de felicidades individuales, ni siquiera la felicidad pública, sino que analiza la causa de la riqueza que, según Smith, depende de que las instituciones encaucen la creatividad y libertad dentro un sistema justo y no opresivo. Así, el dinero, el mercado, o la división del trabajo son instituciones que se crean lenta y gradualmente gracias al impulso del hombre de mejorar la condición propia. En su único otro libro publicado en vida, la Teoría de los Sentimientos Morales, Smith (1976 [1759]) analiza la felicidad humana, que él halla en la posesión de “sentimientos morales”. Apunta que todo hombre “simpatiza”, es decir, se identifica con sus semejantes, y que la mayoría de nuestros pensamientos hacen referencia a otra persona. Sin embargo, sólo en libertad es posible reflejarse y sentir con los demás. Así, Smith criticaba que muchos economistas políticos de su tiempo ponían las necesidades de los poderosos por encima de las de la mayoría. Por eso escribió La Riqueza de las Naciones como un “violento ataque al sistema comercial inglés” (Correspondence, 1977, 201). Smith apelaba a la responsabilidad individual (la prudencia), no sin cierta desconfianza hacia el espíritu de indulgencia condescendiente de los gobernantes: “Nunca he visto muchas cosas buenas hechas por los. que pretenden actuar en bien del pueblo” (Smith, 2011, 554).

Además, para Smith el valor de cambio de los bienes depende del coste de producirlos, no de la satisfacción subjetiva del que los consume. En el estado primitivo de la sociedad, cuando no había propiedad exclusiva ni apenas desigualdad, el hombre valoraba los bienes por el trabajo realizado para conseguirlos o, más exactamente, por el trabajo que no tendría que realizar al intercambiar su bien con el de otra persona. Es el trabajo “ordenado”, un supuesto mental de cuánto tiempo y destreza habrá tenido que dedicar otra persona para producir, cazar, recolectar…, lo que quiero comprarle. Es, por tanto, un supuesto teórico, no una solución matemática. La retribución a este trabajo es el salario.

Monumento a Adam Smith en Edimburgo

Con el tiempo, el valor de los bienes, dice Smith, incorpora otros dos componentes: cuando algunos se apropian de la tierra, surge la renta que los campesinos estarían dispuestos a pagar por labrar una tierra teóricamente más fértil. Y cuando aparece la propiedad del ahorro surge el beneficio, muy difícil de determinar día a día y que, frente al salario y la renta, se reduce con el crecimiento económico y la acumulación de los ahorros. Todos ellos forman parte de un precio natural (de coste), que pertenece a la naturaleza de las cosas y al que tiende el precio de mercado. Cuando el precio de mercado está por debajo de ese precio natural, los productores perderán dinero y tenderán a salir del mercado, lo que llevará a que haya menos producción e incremente el precio hasta el natural. Cuando, por el contrario, el precio de mercado está por encima del natural, los beneficios atraerán empresarios con ganas de lucrarse, lo que llevará a que crezca la producción y se reduzca el precio. El precio del bien sólo puede estar largo tiempo por encima del precio natural cuando las leyes o barreras de entrada apoyen el monopolio a través de impuestos o creando obstáculos artificiales, sean lingüísticos o de otro tipo.

Es interesante apuntar que para Smith la productividad sólo incrementa si nos especializamos, y esa especialización o división del trabajo tiene tres ventajas: primero, incrementa la habilidad y competencia de los trabajadores, lo que hoy llamaríamos el know-how; en segundo lugar, ahorra tiempo de pasar de un trabajo a otro, por ejemplo, si el trabajador se queda quieto ensamblando una pieza a la máquina en la cadena de montaje, podrá llegar a ensamblar miles de piezas en unas pocas horas; y por último facilita la invención, dado que el trabajador que está continuamente realizando el mismo trabajo puede imaginar una máquina que reproduzca sus movimientos o pensamientos. Esta última ventaja, causa de la invención, se pierde sin embargo cuando el trabajador deja de ser dueño y señor de su producción: en ese caso, ingeniar una máquina que ahorre su trabajo le puede llevar a perderlo. Además, para Smith la especialización tiene dos límites: el primero es la extensión del mercado, que nos obliga a conquistar más mercados y consumidores, el segundo, la alienación del trabajador que, si se dedica exclusivamente a ensamblar la pieza de la máquina, se acabará embruteciendo. Pongamos un ejemplo actual. Hoy en día la inteligencia humana alimenta a la inteligencia artificial (IA) y esa IA no es sólo un peligro para el empleo, sino para la obstrucción de la inteligencia humana. ¿Sustituirá la IA nuestra propia inteligencia? Ya lo previó Adam Smith, que consideraba que el Estado debería estar interesado en evitar este efecto perverso a través de la educación obligatoria.

De nuevo, se hace evidente el antisistematismo y moderación de Smith. De hecho, a pesar de haber defendido a ultranza el librecambio, Smith dedicó los últimos años de su vida al oficio de funcionario de Aduanas, siguiendo la estela de su padre, al que no conoció por haber fallecido poco antes de su nacimiento.

Las Leyes de Fábricas de Inglaterra limitaron por primera vez a 12 horas diarias el trabajo de menores y mujeres  en la industria textil y posteriormente en todas las industrias.  La Ley de Fábricas de 1847 fue conocida como la Ley de las Diez horas.

Los economistas clásicos, continuadores de la doctrina de Adam Smith, se mantuvieron en el ámbito de la teoría, como su maestro, pero no atinaron a la hora de descartar el reduccionismo. La economía ricardiana, ortodoxia de la época clásica, pretendía extraer conclusiones prácticas de política económica de unos escasos supuestos, como si se tratara de verdades matemáticas. Es lo que luego se llamó “vicio ricardiano” (Schumpeter, 1954, 473). El colmo de reduccionismo se constató en lo que se ha dado en llamar la teoría de “la última hora de Senior”. El economista clásico Nassau William Senior (1790–1864) aseguraba que, si el beneficio es un excedente diferencial, éste se obtendrá sólo en la última hora de trabajo, de manera que eliminarla es anular el incentivo a invertir. Por ejemplo, el capital que avanza al trabajador el capitalista las primeras 10 horas y media de trabajo es para el trabajador su medio de subsistencia y sólo producirá beneficio al capitalista la última hora (Senior, 1837). Ello le llevó a criticar las Leyes de fábricas, que intentaban proteger a niños y trabajadores de la explotación. John Stuart Mill (1806-1873), influido por su esposa Harriet Taylor (1807-1858), mujer feminista defensora de los trabajadores, criticó esa reducción al absurdo y por ello separó las leyes de producción de las de distribución. Distintas instituciones conllevan distinta distribución de la renta. Por ejemplo, gravar con impuestos a la herencia, organizar la producción en forma de cooperativas, las reformas agrarias o el logro de mayor igualdad de oportunidades a través de la educación pueden afectar a la distribución de la renta. Esto hoy en día ha sido revalorizado por Thomas Piketty (2014), que llega a proponer un sistema de herencia universal.

Thomas Malthus y David Ricardo

David Ricardo (1772-1823) no estaba de acuerdo con separar las leyes de producción y las de distribución. Para él, la distribución de la renta viene determinada por la producción, como si de un principio determinista se tratara. Sin embargo, Ricardo se convirtió en uno de los mayores potentados de Londres entre 1811 y 1815 gracias a algo tan poco determinista como una apuesta por la victoria inglesa en Waterloo, con la que obtuvo grandes ingresos en la bolsa. Apunta Milanovic (2024, 453) que llegó a tener una fortuna de 615.000 libras, 392 millones de euros de 2020.

Según Ricardo (1817), el fenómeno de la determinación de las leyes de distribución por la producción se pone en evidencia en la teoría de los rendimientos decrecientes de la agricultura. En una economía-cereal, el valor de la producción depende del trabajo incorporado (ya no “ordenado”) en la producción de cereal en las condiciones más desfavorables. A medida que incrementa la población, se irán cultivando primero las tierras más fértiles y luego las menos fértiles. Pero estas últimas son las que marcarán el precio del cereal, que debe subir para permitir la supervivencia de los trabajadores que las cultivan. Surge un excedente en las tierras más productivas, independientemente de que los rentistas invoquen ese ingreso, y que no es función de quién sea titular del derecho de propiedad. Para Ricardo se trata de una “ley determinista” dada por el incremento de la población. En base a esta idea, Ricardo criticaba las Leyes de Cereales, que hasta 1846 protegieron los precios del cereal británico de la competencia exterior a través de aranceles y subsidios. Las leyes del cereal, decía Ricardo, acercaban a la sociedad británica al estado estacionario, una situación en que se rozaba el límite de la extensión del mercado y se agotaban las posibilidades de inversión, hundiendo tanto salarios como beneficios. John Stuart Mill, en esto, como en otras cosas, hijo díscolo de las doctrinas ricardianas y partidario, aunque también crítico, de las del jurista inglés Jeremy Bentham (1748-1832), quiso ver en el estado estacionario una posible utopía donde se superaría el mundo competitivo y los hombres podrían convivir en armonía desarrollando sus capacidades morales e intelectuales, en vez de resignarse a la continua tensión en la lucha por la supervivencia. No en vano Bentham quería promover la mayor felicidad del mayor número creando constituciones para todas las naciones liberales. Hoy en día podemos ver su auto-icono en la University College de Londres, un cuerpo momificado con cabeza de cera sentado con su bastón en un cubículo de madera, presenciando cómo tantos hombres son seguidores de su doctrina hoy en día.

Auto-icono de Jeremy Bentham en una vitrina del “hall” de entrada del University College de Londres (2020)

Igual de reduccionista fue la teoría del valor ricardiana. Ricardo quería encontrar una medida invariable del valor de los bienes dado que la medida de Adam Smith le parecía poco exacta. Dado que la renta pagada a las tierras más fértiles no forma parte del precio, determinado por las menos fértiles, el precio sólo incluye la retribución al trabajo y al capital. Pero ¿no podemos reducir el capital a trabajo previamente realizado por los capitalistas? Así, podríamos usar las horas de trabajo en condiciones tecnológicas normales como medida invariable del valor: por una parte, horas de trabajo incorporado directo (aplicado a la producción) por otra, horas de trabajo indirecto (aplicado a la producción de máquinas y medios de producción). Pero con el tiempo Ricardo se dio cuenta de que el capital no es sólo trabajo incorporado a las máquinas: por ejemplo, su retribución depende del “tiempo de espera” para que las inversiones puedan obtener un beneficio. La introducción de máquinas, de hecho, puede tener el efecto de sustituir al trabajo, creando “paro tecnológico”. En cualquier caso, Ricardo no propone medidas intervencionistas para evitar este efecto perverso del desempleo; dice que lo mejor es abrir el país a la competencia para retrasar el estado estacionario y comprar más baratos los bienes en el extranjero para agilizar la transformación de la industria (Ricardo, 2004 [1817]).

A ese reduccionismo se sumaría la creencia en la Ley de Say (1803), nombrada así por primera vez en 1808 por James Mill [1773-1836]. Esta ley tiene múltiples enunciados enraizados en la teoría del francés Jean Baptiste Say (1757-1832), difusor de la doctrina clásica en el continente europeo: “toda oferta crea su propia demanda”, “los productos se pagan con productos”, “para consumir hay que producir”, “la sobreproducción es imposible”, “el dinero es un velo” etc. Esencialmente, la ley llevaba a confiar en que la riqueza de nuestros vecinos es positiva para nosotros mientras se use en fines comerciales, no bélicos. Algunas voces críticas a la ley se oyeron entre los clásicos, como la de Malthus que planteó la posibilidad de que hubiera escasa disposición de los consumidores a comprar (el problema de la demanda efectiva), lo que puede generar sobreproducción; o John Stuart Mill, que diría que entre la compra y la venta los bienes pueden quedar retenidos en almacén si se espera obtener en el futuro un mayor beneficio, por ejemplo, por la inflación y, por tanto, la estabilidad del mercado es fundamental para no crear estrangulamientos en la producción. En cualquier caso, esa ley optimista era esencialmente aceptada por la mayoría de los economistas clásicos.

Thomas Robert Malthus (1766-1834), sin embargo, no sólo era reduccionista, también era conservador. Malthus, clérigo anglicano, fue nombrado profesor de Historia Moderna y de Política Económica por la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, por lo que podríamos decir que fue el primer académico de una economía institucionalizada. Con su Ensayo sobre el principio de la población se inició en 1798 la escuela clásica de economía, que desde 1821 se reuniría en el Club de Economía para comer y debatir sobre asuntos económicos.

En su Ensayo, Malthus lanzaba un arma arrojadiza contra Godwin y Condorcet. Pero ¿quiénes eran estos autores que tanto reclamaron la atención de Malthus? Poco antes del ensayo de Malthus, en 1793 William Godwin [1756-1836] había defendido una sociedad anarquista. Este autor británico no sólo era conocido por su obra, también por su matrimonio con la escritora feminista Mary Wollstonecraft, con la que tuvo una hija, Mary Shelley, famosa autora de la novela Frankenstein, primer cyborg de la literatura. El caso es que Gowdin (1796) defendía que, dado que todo motivo es placentero, sólo puede mejorarse la felicidad pública eliminando los motivos egoístas. Así, el hombre dirigiría su acción hacia el bien común promoviéndose una identificación artificial de intereses. Godwin consideraba que las diferencias entre los hombres se basan más en causas sociales que fisiológicas, por lo que las instituciones, que influyen en la instrucción a lo largo de la vida, pueden moldear al hombre según la inteligencia racional y permitir su emancipación intelectual. El problema político se resuelve con la pedagogía que, a diferencia de la educación, no se restringe a la infancia. Sin embargo, las instituciones de distribución militaban contra la perfección y la felicidad. Para Godwin, la desigualdad se debe sobre todo a dos de esas instituciones: la propiedad, que debe sustituirse por comunidades campesinas y trabajo artesanal autosuficiente, y el matrimonio, que debe sustituirse por un sistema de libres y flexibles uniones (en una comunidad igualitaria, dice Godwin, no sería importante saber quién es el padre de cada niño). La división equitativa de la riqueza satisfará los deseos simples y dejará tiempo libre para las mejoras morales e intelectuales. El final utópico hará innecesario el Estado. La objeción que pone el mismo Godwin es lo que él llama el principio de la población. Las uniones flexibles llevarán a un incremento de la natalidad que podría absorber las subsistencias. Sin embargo, Godwin pensaba que podrían pasar siglos hasta que el mundo estuviera lleno y cuando llegase ese momento, los hombres, cuyo pensamiento había establecido el imperio sobre el cuerpo, cesarían de multiplicarse, liberados de la necesidad. Es decir, la fuerza de la restricción moral es suficiente para evitar incrementos de la población.

Sin embargo, el Marqués de Condorcet (1743-1794) en 1795 subrayaba el carácter acumulativo y progresivo del cambio social e institucional. Para él, el problema de la población a largo plazo se resolvería a través de los avances técnicos; y a corto plazo por el desarrollo y uso de métodos anticonceptivos. Condorcet, motivado por el movimiento antiesclavista, creyó útil describir las revoluciones del pasado hacia la liberación, incluido el cese de la guerra y la igualdad entre los hombres y los sexos. distinguía diez periodos de civilización donde el progreso, especialmente en la comunicación, se acumularía indefinidamente. El décimo periodo estaba en el futuro. La Edad Media había sido una parada del progreso y la Revolución Francesa acabó en el Terror de Robespierre y en el golpe de Estado del 18 Brumario de 1799, que condujo al despotismo napoleónico. Pero ello solo demostraba que la razón por sí sola no puede producir la perfección social. Condorcet consideró esto como consecuencia de que el desarrollo social es más desigual que el del conocimiento. Y el retraso del desarrollo social se debe a que la historia, hasta su época, había sido la historia de los individuos, no de las masas; y el bienestar de la sociedad se había sacrificado al de pocas personas. Frente a Godwin, Condorcet consideraba que las instituciones, más que un desarrollo natural, eran obstáculos al libre juego de la razón. No expresión espontánea de una sociedad en correspondencia a sus necesidades, sino una máquina deliberadamente construida para oprimir a las masas. En este sentido, también creía en una utopía en el futuro, pero en ella nunca se aboliría la propiedad privada, por lo que se acerca más a la idea de los economistas políticos. Así, Condorcet anticipaba dos temas del siglo XIX: la idea de que existen unas leyes “naturales” del desarrollo histórico y la visión “colectivista” de la historia como estudio de las masas. Ambas serían retomadas por Karl Marx.

Malthus (1798) precisamente quiso hacer batalla contra Godwin y Condorcet apelando a que estaban en un error al atribuir a la familia y a la propiedad privada como la causa de la desigualdad a las instituciones humanas. Es el instinto de multiplicarse lo que impide el progreso, unido a los rendimientos decrecientes de la agricultura. Ya lo anunciaba en el propio título del “Ensayo sobre el principio de la población y de cómo afecta al progreso futuro de la sociedad, con consideraciones de las especulaciones de Mr. Godwin, Mr. Condorcet y otros”, cuya segunda edición se publica en 1803. El libro fue bien acogido por los economistas políticos y los que habían visto el Terror de la Revolución Francesa. La filosofía moderna, se decía, era un peligro para la sociedad. La miseria, y la ley de la población, era un don divino para salvar al Estado del “abismo de la perfectibilidad” que quería, con Godwin, romper con el sistema establecido.

Así, Malthus establece una dependencia del crecimiento de la población y del empleo. Los fondos destinados al mantenimiento de los trabajadores dependen de la demanda de trabajo de los capitalistas. La riqueza de los capitalistas ricos es buena para los trabajadores pobres, que pueden mantenerse gracias a los ahorros previos de los capitalistas, pero de manera natural lleva a crecimientos de la población, que tal vez en un círculo virtuoso lleva a que los empresarios tengan que pagar menos salarios. De modo que la desigualdad es buena, el único medio para que el ahorro se constituya un fondo de salarios de los trabajadores. Si hubiera perfecta igualdad, no habría demanda efectiva de trabajo y empleo. Por tanto, según Malthus, el mal no son las instituciones, sino la naturaleza. Así, en su ensayo, bajo los supuestos reduccionistas de que el alimento es necesario para el hombre y que la pasión entre los sexos no desaparecerá, y dos constataciones empíricas de que los alimentos crecen en progresión aritmética, y la población en progresión geométrica, concluía que las subsistencias siempre presionarán a la población.

La clase obrera en la Inglaterra victoriana: imagen de 1901 de una familia desahuciada trasladando todas sus posesiones (imagen: Rare Historical Photos/https://rarehistoricalphotos.com/victorian-slums-photos/)

El principio de la población implicaba que el esfuerzo del hombre para crecer con más rapidez que sus abastecimientos excita al hombre a la acción y agudiza sus facultades. El hombre es perezoso y es bueno que se rompa su inercia. Pero la pasión entre los sexos debe ser restringida por el soberano. Se deben, a su vez, preservar las instituciones de la familia y propiedad privada. Hablando sobre las leyes de pobres británicas, que desde el siglo XVI administraban ayudas para aliviar a las familias pobres de nivel de parroquias, Malthus negaba el derecho natural al socorro. Si el ocioso tiene asegurado el sustento, no habrá tendencia a esforzarse y se estimulará el incremento de la población. La conclusión de Malthus sería aceptada por la mayoría de los economistas clásicos a través de la ley de bronce de los salarios. Así la nombró el líder obrero alemán Ferdinand Lassalle (1825-1864).  Efectivamente, Lasalle comparaba la inflexibilidad del salario que “de forma natural” tiende al de subsistencia con las leyes eternas de la Edad Antigua, escritas en tablas de bronce. Sin embargo, la transición demográfica, que llevó a reducir las tasas de natalidad y mortalidad a medida que un país se desarrollaba, cambió esta dinámica de los salarios en la mayor parte de los países del mundo desarrollado.

A pesar de que las conclusiones de la teoría de Malthus eran conservadoras, las críticas a su doctrina provinieron tanto del sector conservador como del progresista. En particular, Thomas Carlyle (1795-1881) expuso que la economía política era una ciencia lúgubre frente a la literatura, ciencia alegre. Historiador escocés influido por el pensamiento alemán, en sus conferencias sobre “Los héroes” intentaba mostrar a través de la biografía de hombres famosos, como Lutero, Shakespeare, Mahoma, Napoleón o Dante, la importancia de los héroes en la historia de la humanidad. Carlyle (1849) era adversario del racionalismo y del materialismo, a los que oponía un espiritualismo aristocrático. Criticaba al capitalismo e industrialismo por destruir, a través del trabajo mecánico, los sentimientos más elevados del hombre. Sin embargo, se mostraba anti-abolicionista y ofrecía explicaciones raciales al desempleo en Jamaica o la pobreza en Irlanda, mientras que los economistas, en vez de agregar por razas, agregaban por el ciudadano medio. Carlyle defendía la “esclavitud benévola”, porque establecía una equivalencia moral entre el capitalismo de mercado y la esclavitud racial. Con jefes bondadosos, el capitalismo de mercado era conveniente para los blancos y la esclavitud para los negros (Levy, 2009).

Carlyle y Sismondi

Las críticas durante el periodo clásico también surgieron desde quienes se oponían al laissez-faire. El mundo de la pequeña propiedad, tanto agraria como industrial, resistía tan mal los embates del maquinismo que se cuestionaba la idea de considerarlo una ley natural. Por ejemplo, el ginebrino Simonde de Sismondi (1773-1842) afirmaba que la economía y la ciencia del gobierno son ciencias morales e históricas, no naturales o matemáticas. Sismondi (1819) propone el uso de un método inductivo e histórico, que comparase distintas fases de desarrollo. También planteaba por primera vez los males del liberalismo económico sin restricciones. La revolución industrial había llevado a incrementos de la riqueza que, sin embargo, no habían supuesto mayores ingresos para los trabajadores. Esto se debía a que existía en el capitalismo un conflicto de intereses entre el capital y el trabajo (Sismondi lo llamó por primer vez proletariado), mientras que en la etapa precedente los gremios cooperaban entre sí. La competencia y la producción a gran escala generan un exceso de oferta que precipita las crisis comerciales. Por tanto, concluye Sismondi, el interés individual no es siempre igual que el social. Sin embargo, frente a Marx, que elogió a Sismondi más de una vez,  (aunque lo criticara como pequeño burgués) la lucha de clases no es permanente, sino, de nuevo, consecuencia de las instituciones. Por tanto, puede eliminarse. Sismondi atacaba especialmente la existencia  de la maquinaria dentro del capitalismo. La maquinaria no siempre es beneficiosa porque las reducciones del coste de producción y los precios del producto no compensan el desempleo tecnológico y la consiguiente reducción del consumo. Por otro lado, como la maquinaria es cara, se concentra en grandes empresas y los pequeños fabricantes tienen que abandonar el negocio. La consecuencia de esta reducción del consumo e incremento de la producción es un exceso de producción. Sismondi no admite que los incrementos del producto creen oportunidades adicionales de empleo. Precisamente, lo contrario que plantearía Ricardo y Say. Algo que incluso hoy en día sigue siendo un gran debate, ya que algunos imaginan una distopía en la que el globo estará abarrotado de producción, pero en la que sólo muy pocos, privilegiados, tendrán empleo para poder disfrutar de ella.

“Las espigadoras” de Jean François Millet (1841-1875), hijo de campesinos pobres, uno de los máximos representantes de la Escuela de Barbizón.

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[1][1] Ver, por ejemplo, Griswold (1999), Rothschild (2001), Vivenza (2001), Otteson (2002), Montes (2004). Fleischacker (2004), Smith (2006), Hanley (2009), Berry (2013), Schliesser (2017), Rasmussen (2017), Trincado (2019), Paganelli (2020), Sagar (2022).

Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: Inglaterra 1873. Samuel Griffith. El País 5 de Abril de 2024

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