Xavier Granell
Doctorando en Historia

 

El historiador británico Christopher Hill escribió en 1980 que cuando alguien le preguntaba si era marxista, él respondía: «depende de lo que entiendas por marxismo». Esto se debe, nos dice, a que con los años había aprendido que si respondía «Sí» tajantemente, lo normal era que su interlocutor prosiguiera con un: «¿qué haces cuando te encuentras con un hecho que no se ajusta a tus presupuestos marxistas?». Entonces ya era demasiado tarde para explicar al informado interlocutor que sus «presupuestos marxistas» no se producían al margen, sino a partir de las investigaciones históricas, y que, por tanto, sus ideas estaban en constante modificación. El libro recientemente publicado por Xavier Domènech lleva por título Lucha de clases, franquismo y democracia. Obreros y empresarios (1939-1979) (Akal, 2022), y es, entre otras muchas cosas, una reivindicación de la historia social y desde abajo como enfoque privilegiado a la hora de producir conocimiento histórico. Un enfoque que ubica, como su título indica, el conflicto de clases como vector explicativo de la lucha social y política. Y unas clases que se forman a partir de su relación y fricción de intereses, como «experiencia construida, percibida y vivida» más que como identidad. Lejos de «ajustar» la realidad a los presupuestos teóricos, como rechazaba Hill, estos se (re)elaboran en el libro a partir de interrogar a los sujetos en su tiempo histórico, en ese constante diálogo entre concepto y dato empírico que reivindicaba E. P. Thompson.

El libro realiza un análisis sobre la relación entre movimiento obrero y cambio político, o, si se prefiere, una explicación desde la historia social de la dictadura franquista y su crisis de hegemonía y posterior final. El periodo por excelencia que explica este cambio en nuestro imaginario es aquel que denominamos Transición. Muerto el dictador, una serie de dirigentes iniciarían el camino hacia la democracia a través del reformismo y el consenso, aunque con algunas dificultades, puesto que a izquierda y a derecha había posiciones extremas que dificultaron la consolidación del nuevo sistema político. Esta vendría a conformar la historia elitista del cambio, una historia, claro, que siempre se cree mejor que sus protagonistas. Otro tipo de historia de la Transición ha tratado de poner sobre la mesa la relevancia de los sujetos sociales, verdaderos protagonistas del cambio, cuyas reivindicaciones y anhelos conforman la explicación del resultado del proceso histórico. Misma linealidad, nuevos protagonistas. «El lugar que en los viejos libros se reservaba a los reyes y a las princesas, ahora lo ocupan los dirigentes obreros; las páginas que se dedicaban a explicar una batalla o un tratado, se consagran ahora a una huelga o un congreso sindical», escribió críticamente Fontana en referencia a quienes creían que cambiando el objeto de estudio se solucionaban los problemas de la historia tradicional.

Imagen de una asamblea perteneciente al documental Vigo 1972, sobre la huelga general de septiembre de ese año

Domènech rompe con ambos enfoques. Y lo hace en dos sentidos. El primero consiste en reconstruir una linealidad histórica desde abajo diferente a la que entendemos por Transición. El libro está encorsetado cronológicamente entre 1939 y 1979. Con ello no se pretende enmarcar la Transición dentro de una temporalidad más amplia, sino precisamente erradicarla como periodo analítico privilegiado para el estudio del cambio político. La Transición es un periodo que ha sido construido a partir de un completo vaciado de toda sustantividad histórica propia, cuya existencia responde a ubicarse en un limbo entre dos realidades: la dictadura y la democracia. Es más, la sustantividad que se le atribuye está cargada de elementos que le son externos y/o posteriores, como el consenso o la democracia misma. Así, toda reforma del régimen franquista o todo gran acuerdo por arriba es concebido como un paso hacia un objetivo preestablecido y conocido por todos, independientemente de si sus protagonistas lo entendieron y vivieron así. El segundo sentido de la ruptura es la elaboración de una historia no lineal desde abajo. La obra se forma a partir de «los susurros que el ruido de mando nos ha impedido oír», reconstruyendo episodios hasta ahora ocultos del retablo. Así, el libro dota de centralidad histórica no solo «lo que fue», sino también «lo que podría haber sido» –no menos que «lo que aún podría ser»–, para que la historia no se construya otra vez sobre las esperanzas perdidas.

El nuevo Estado que se construye en España a partir de 1939 tiene en su punto de mira acabar con la cultura y las organizaciones de la clase obrera. Para ello, los trabajadores debían ser productores disciplinados y encuadrarse en el nacionalsindicalismo y el Sindicalismo Vertical. Además, el nacionalcatolicismo trataba de taponar cualquier emergencia de las anteriores identidades y culturas de la clase con tal de bloquear su renacimiento. Con todo, hubo una «tradición transmitida» que, aún reconociendo la novedad de la clase obrera que se formó bajó el franquismo, permite a Domènech resaltar las continuidades con la memoria de la República y de la Guerra Civil. Parte de esta memoria se mantuvo en las migraciones interiores que, de motivación claramente política, se realizaron durante los primeros años de dictadura hacia los núcleos industriales urbanos –lo cual también generó una ruptura y un trasvase de la cultura campesina a la obrera–, y también con la transmisión de códigos, saberes y conductas entre los miembros de la vieja y la nueva clase obrera. A su vez, la militancia antifranquista generó su propia ecología en términos de culturas políticas populares y obreras, formándose cuatro grandes nichos como fueron el socialismo –una cultura que en el libro se califica como «dormida» pero muy presente al final del periodo–, el anarquismo –«interrumpida» pero clave en las primeras militancias–, la cultura obrera cristiana y el comunismo –estas dos últimas cobraron especial relevancia en la nueva generación de militantes sobre todo a partir de los años sesenta–.

Domènech sitúa el conflicto como el eje central desde el que aproximarnos a la formación de una nueva conciencia de clase. Es a partir de la lucha social desde donde se generan elementos de conciencia y pertenencia a un sujeto colectivo que, sin embargo, no va asociado a una conciencia política directa, puesto que esta puede estar atravesada por diferentes identidades (ciudadana, religiosa, nacional, etc.). Desde esta mirada, el libro arroja luz y entra de lleno al debate historiográfico con respecto a las huelgas de solidaridad, una de las expresiones genuinas de la conciencia de clase. La importancia de la agencia de los sujetos no está contrapuesta con situarlos dentro de la «morada material» que les corresponde. La particularidad del análisis reside en no presuponer algún tipo de estructura fija sobre la que actúan los sujetos, refiera esta al fordismo español, al crecimiento económico, a la Ley de Convenios o al Plan de Estabilización. Domènech problematiza todos estos cambios –estructurales, si se quiere– a partir de su interacción con la lucha de clases y la metabolización que, de forma activa y consciente, realizaron los sujetos. Para muestra, pueden leerse las siguientes líneas: «contrariamente a lo que apuntan la mayoría de historias al uso, la transición tomó la forma que tomó gracias a las movilizaciones que imposibilitaron cualquier proyecto de continuidad del régimen y condicionaron los principales puntos de la agenda del cambio político; que este camino empezó mucho antes que el rey o un joven llamado Suárez, camisa azul para más señas, supieran siquiera que iba a suceder algo parecido a la llegada de la democracia; que estos cambios tampoco tienen su fundamento en el cambio económico y social generado en los años sesenta, sino en las gentes que, interactuando con él, decidieron actuar contra el franquismo y consiguieron establecer un modelo de lucha contra el régimen que les permitió pasar de la resistencia a una oposición que comenzaba a cosechar éxitos, pequeños en sus inicios, pero, andando el tiempo, cruciales para la historia de nuestro país». Parafraseando a Ellen Meiksins Wood, se puede decir que historiar la lucha de clases es, paradójicamente, humanizarla.

La policía armada dispersa a manifestantes durante la huelga de la FASA-Renault en Valladolid, febrero de 1975 (foto: El Norte de Castilla)

Este protagonismo de los movimientos sociales y de la sociedad civil como artífice del cambio político no va aparejado a su exaltación acrítica. De hecho, Domènech distingue entre el impulso y centralidad del antifranquismo en las calles durante los años sesenta y primera mitad de los setenta, y la fase que se inicia a partir de las elecciones generales del 15 de junio de 1977. Aunque la UCD obtuvo la mayoría en escaños, el campo del antifranquismo fue mayoritario en porcentaje de voto. En esta segunda fase, la de la institucionalización del antifranquismo, la movilización social se mantuvo, pero pasando a ocupar un lugar secundario en el proceso de cambio: ya no se trataba de conquistar la democracia desde el conflicto, sino de utilizarlo para ocupar una mejor posición en el nuevo sistema político.

El otro polo del conflicto de clases, la clase empresarial, también recibe una especial atención en el libro. Domènech contrarresta la imagen de los empresarios como clase privilegiada pero impotente durante la dictadura. La evanescencia o presencia implícita de los empresarios como clase durante el franquismo es tratado como una muestra de hegemonía y poder de las redes empresarial. El franquismo garantizó hasta tal punto el dominio y la unificación de la clase, que su conciencia quedaba hibridada con los proyectos, valores y objetivos de la dictadura. Fue a partir de su crisis de hegemonía durante los setenta cuando la clase empresarial se volvió a ver como una parte de un complejo rompecabezas, reactivándose así la necesidad de reconstruir su poder de clase. Con tal de ajustarse a los nuevos tiempos, entre 1976 y 1977 se trataron de reconvertir las estructuras empresariales en un nuevo tejido asociativo, aunque lo que supuso un verdadero quebradero de cabeza fue la legalización de los sindicatos hasta entonces clandestinos, lo cual aceleró el proceso de transformación del Consejo Nacional de Empresarios.

Estableciendo una analogía con una frase de Mary Wollstonecraft, E. P. Thompson escribió que «la historia radical pide los niveles más exigentes de la disciplina histórica». La historia radical, decía Thompson, «debe ser tan buena como la historia pueda ser». Nadie puede dudar de que Xavier Domènech ha escrito un libro de historia radical. Aunque lo que ha escrito es, ante todo, un libro de buena historia.

Fuente: Sobiranies 29 de octubre de 2022

Portada: huelga de SEAT en la Zona Franca de Barcelona, octubre de 1971 (foto de archivo del diario Público)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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