Modesto Lafuente escribió en las décadas centrales del siglo XIX una Historia de España cuyos ejes básicos ha persistido como el enfoque dominante sobre nuestro pasado. Las sucesivas generaciones de manuales de historia publicados desde entonces se apoyan en gran medida en las nociones, periodización y criterios desarrollados por Modesto Lafuente. Por encima de los cambios políticos, han perdurado como anclaje de la identidad de los españoles hasta hoy. En definitiva, el concepto de España que Lafuente expuso dio respuesta a una sociedad liberal que, al estar construyendo la soberanía de un Estado-nación, necesitaba del horizonte compartido de un pasado patriótico como soporte de lealtad ciudadana a dicho Estado. Por eso, su Historia de España mantiene hoy su fuerza no solo por sus informaciones o análisis, sino como el mejor referente historiográfico para comprender el nacionalismo español.

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Juan Sisinio Pérez Garzón

Universidad de Castilla-La Mancha

 

La eclosión de estudios sobre los nacionalismos ha enriquecido de modo extraordinario el conocimiento de la construcción de nuestro presente, país por país. En estos procesos hubo una presencia constante, la de los historiadores que concibieron las correspondientes historias nacionales, tarea estratégica no solo culturalmente sino además políticamente. En el caso español no sobra recordar el valor fundacional que cumplió la obra de Modesto Lafuente. Por eso recordamos hoy una parte del análisis que ya está publicado como estudio introductorio a la edición del Discurso preliminar que compuso M. Lafuente para explicar su magna obra Historia General de España, editada en las décadas centrales del siglo XIX. Agradecemos a Urgoiti Editores su eficaz amabilidad para facilitar la publicación de esta parte del análisis preliminar[1].   

 Modesto Lafuente y el paradigma de historia liberal

El ambiente de la España liberal de 1850 estaba impregnado de la necesidad de dotarse de una historia nacional, coherente y bien argumentada, hecha, además, por manos españolas. Fue la tarea de Modesto Lafuente y llegó en el momento más necesario cultural y socialmente. Además, hizo el relevo del padre Mariana sin jactancia. Al contrario, le reconoció sus méritos y contraatacó a sus críticos, situándose junto a Mariana por español y apropiándose de la historia nacional como de algo propio de los ciudadanos de un país y no de los extranjeros. “No podemos tolerar la severidad con que suelen tratarnos los críticos extranjeros –escribía- porque en nuestra historia se hayan mezclado invenciones como la de la batalla de Clavijo, como si no fuese común achaque de las historias de todos los países[2]. El procedimiento de justificación y ataque situaba el sentir nacionalista, en efecto, por encima de la razón histórica, porque la historia ya era asunto patriótico, y en este punto Mariana y Lafuente pertenecían a la misma estirpe del “nosotros, los españoles”, frente a los extranjeros, tan críticos, cuando ellos también incurrían en idénticos errores. El error no era el problema, sino la nacionalidad de quien señalaba el error.

Lafuente no quería destronar a un español; al contrario, asumía de él todo lo que consideraba patrimonio común de un pasado nacional[3]. Era coherente con su propio planteamiento historiográfico, el de escudriñar el origen y evolución de la nación española, hasta culminar en la realidad presente, que no era otra que la del Estado liberal, representativo, católico y unitario, ajustado a las esencias del ser español que, al fin, alcanzaba aquello por lo que había luchado tantos siglos. Las palabras de José María Jover han sido rotundas sobre el valor de la obra de Lafuente al atribuirle la “conformación de una conciencia histórica –de una conciencia nacional- entre muchas generaciones de españoles. Por supuesto que manuales y libros de texto se inspirarán directamente en la suprema autoridad de esta obra, potenciando enormemente de esta forma la difusión de unos criterios y de una imagen histórico-nacionales[4].

Por eso hay que desentrañar lo contenidos de esta obra que expresó mejor que ninguna otra de su época el tipo de nacionalismo español que de modo más exacto se ajustaba al sentir de los liberales decimonónicos. No es cuestión ni de repetir lo que ya escribió el propio Lafuente, ni de parafrasear las reflexiones que él despliega en las páginas introductorias de su Historia de España. Se ceñirá nuestro análisis a la síntesis de unos postulados historiográficos que se contextualizan justamente en las ya citadas exigencias de articulación de una historia nacional.

Definir la nación española

Sin duda, cualquier historia nacional, en cuanto se concibe desde el sujeto que escribe el relato, nunca puede comenzar en el momento en que se constituye jurídicamente como nación, ni cuando se definen sus señas de identidad, porque entonces tal nación se negaría como histórica. Por eso, la España que, desde 1808, se está organizando en Estado desde la perspectiva política y social del nuevo concepto de nación soberana y unitaria propuesto por el liberalismo, se tiene que remontar ontológicamente a tiempos inmemoriales. Así, el Estado, tan nuevo y tan distinto a los reinos del pasado, se enraíza en formas remotas de identidad que tienen la capacidad de convencer y de impulsar a la acción colectiva.

Semejante proceso ideológico y cultural tenía sólidos precedentes en las obras de los patriotas ilustrados, pero fue la obra de Modesto Lafuente la que, recogiendo todas las aportaciones existentes hasta el momento, fraguó en un paradigma teleológico nacionalista, que organizó el complejo devenir de fuerzas dispares, e incluso antagónicas, en un desenvolvimiento de la esencia intemporal de lo español. Así pues, Modesto Lafuente convirtió los distintos siglos de su voluminosa historia no en el relato teleológico de una dinastía, como había hecho Juan de Mariana al filo del año 1600, sino en el discurso nacionalista de un pasado cuyo éxito moral se cumplía justo durante el reinado de Isabel II porque, al fin, se cumplían los designios de la españolidad.

Retrato de Modesto Lafuente (foto: Diario de León)

¿Cuáles eran esos caracteres indelebles de lo español y quiénes transportaron la antorcha de su defensa y expansión en cada siglo? Ése es el objetivo de Lafuente, descubrirlos, precisarlos y ofrecerlos para conocimiento de las “clases medias” que ahora, en torno a 1850, tienen las riendas de España. Por eso, en Lafuente aparecen personajes predilectos y otros criticables, en función del parámetro de lo español. No era una cuestión puramente académica, porque la historia la estaban escribiendo personalidades públicas, “escritores políticos” implicados en la vida política y con conciencia de la utilidad de abordar esta tarea historiográfica. Así, al convertir los nombres en cosas, al hablar de España desde los tiempos que ellos califican de primitivos, estaban creando una realidad, un modo de percibir y transmitir la realidad no sólo del pasado, sino sobre todo del presente, con vistas al futuro. Al atribuir a España la calidad de nación atemporal, de sociedad en continua aspiración a vivir junta, de cultura común, por encima de la diversidad, se estaba fraguando un modelo de España como objeto internamente homogéneo, como Estado y sociedad externamente diferenciados.

La obsesión de Lafuente estaba en los factores que habían retrasado o acelerado el proceso de unificación nacional a lo largo de los siglos. Semejante empeño resulta tan persistente que asombra al lector actual cómo a Lafuente nunca se le ocurrió invertir la pregunta; si tenía que demostrar permanentemente la búsqueda de la unidad nacional, ¿no se debería a que esa unidad quizá no era tan natural como pretendía? El hecho es que los liberales de la época acogieron la obra con tal fruición que no sólo desplazó a Juan de Mariana y se instaló en las bibliotecas de las “clases medias” españolas[5], sino que además creó escuela y hubo otros autores que trataron de emular su gesta historiográfica, como Patxot y Ferrer, Dionisio Aldama o Víctor Gebhardt[6]. Prueba también del relieve que pronto adquirió la historia de Modesto Lafuente fue que, al fallecer éste en 1866, se truncó el relato en la muerte de Fernando VII y nada menos que un Juan Valera, con la colaboración de Andrés Borrego y de Antonio Pirala[7], asumió la tarea de continuar la obra de quien ya tenía rango de maestro de historiadores, al modo como otros ilustres intelectuales habían hecho con Mariana.

Antonio Pirala en las páginas de su obra Historia de la guerra civil, y de los partidos liberal y carlista (1868)

Éxito social de la obra

Con independencia de los méritos del trabajo acometido por Lafuente, muy rápidamente reconocidos con su ingreso en 1852 en la Academia de la Historia, es justo subrayar que su obra contó con el respaldo editorial de una casa como la de Mellado, su cuñado, a esas alturas. Se podría calificar, con los términos actuales, de auténtica promoción editorial y lanzamiento publicitario. Desde 1850 aparecieron como noticias en distintos periódicos las publicaciones de los sucesivos tomos de la Historia de España, para fomentar la suscripción a la obra completa, cuya edición, hasta el reinado de Fernando VII, alcanzó los 30 volúmenes en 1867, al poco de morir Lafuente. El editor tuvo que publicar entre tanto, desde 1861, una edición económica en 15 volúmenes. Además, se puede barruntar que la mano de Mellado estuvo detrás de las recensiones críticas aparecidas en los diarios más influyentes del momento, en su mayoría moderados, como La Época, El Heraldo, La España, o el progresista La Nación.

Evidentemente las críticas mostraron la sintonía que se produjo entre el planteamiento de Lafuente y la mayor parte de la intelectualidad española del momento. Es cierto que tuvo mejor acogida entre los sectores más moderados o conservadores. Así, en La Nación, órgano de Manuel Cortina, dirigente de la fracción más derechista del partido progresista, explicaba su identificación con los siguientes términos: “Inmensa es la satisfacción que sentimos todas las veces que comunicamos a nuestros lectores la publicación de un volumen de la más notable e importante obra que hoy sale de las prensas españolas. El trabajo del señor Lafuente es como esos edificios suntuosos que apenas empiezan a levantarse, ya se conoce su magnificencia y grandeza”. Por eso, analizando el tomo VI, dedicado a la época de Alfonso el Sabio, el periódico progresista concluía: “Así se escribe la historia[8]. Por su parte, en uno de los periódicos más difundidos del momento[9], el del líder moderado Sartorius, El Heraldo, subtitulado como Periódico político, religioso, literario e industrial, las alabanzas alcanzaron la máxima expresión. Explícitamente, en 1851, ya valoró a Lafuente como el reemplazo de Mariana, porque su historia, “al cabo de tres siglos”, era “una de las obras más notables e importantes que caracteriza el progreso literario de la época actual”, porque no tenía rival “entre nosotros, y en efecto nadie desde Mariana se había atrevido a volver a escribir la historia general de esta gran nación[10].

Así era y así lo reconocía el periódico moderado: “Hoy día, en las naciones tras las que perezosamente caminamos, este ramo de la literatura –escribía El Heraldo refiriéndose a la historia- ha alcanzado un grado de perfección admirable… por la manera filosófica en que se escribe, y por la enseñanza de todo género que de ella se desprende”. Ya no sirve sólo para ilustrar a los príncipes, para contar las vicisitudes de sus antepasados, razonaba el periódico de Sartorius, sino que la historia tenía que “servir de espejo a los hombres, constituidos en todas categorías, poderosos y débiles, llamados a gobernar o a ser regidos”, debía enseñar, en definitiva, a toda la nación, porque “todas las naciones ilustradas han considerado siempre la historia como el instrumento mejor y más imperecedero” para formar sus ciudadanos[11]. ¿Acaso no se podrían identificar incluso ciertos ecos de los planteamientos de Romey en los comentarios de El Heraldo? Sin embargo, al tratarse de la obra de un español, ésta sí que se podía catalogar como alternativa o “reemplazo” de la historia de Mariana, porque además se encontraba en la precisa sintonía con “el progreso literario de la época”.

Significativamente la obra de Lafuente también contó con el beneplácito de los sectores más ultraconservadores, aunque objetasen algunas cuestiones. Valgan como ejemplo los juicios críticos aparecidos en uno de los diarios más importantes de entonces, La Esperanza, que, bajo la cobertura de titularse “periódico monárquico”, defendía el absolutismo carlista y contaba con una muy amplia difusión nacional[12]. Aprovechaba, por lo demás, la reseña de la historia de Lafuente para incidir en el pasado de fray Gerundio, con chistes nada recomendables, justo lo contrario de los “escritos serios” del autor que culminaban en 1850 con una obra que abiertamente el periódico carlista recomendaba como “la que más útil pueda ser a nuestra juventud, la que ésta pueda leer con más gusto y aprovechamiento”. Eso sí, le reprochaba que, “en medio de tan buenas cualidades”, se produjeran “faltas de consideración”, la más notable, “hallarse escrita en sentido liberal, en tales términos que cuando en política fueran desconocidas las opiniones del autor, cualquiera podría deducirlas del libro que ha dado a la estampa. Así es que cuando trae a juicio nuestras instituciones y nuestros hombres con los hombres y las instituciones que precedieron a la generación actual, siempre ésta resulta favorecida; siempre la antigüedad sale mal librada”[13].

Señalaba así La Esperanza el propio punto de partida, el liberalismo, como el principal defecto de la obra. El ejemplo más notorio para el periódico carlista se comprobaba cuando Lafuente historiaba el tribunal de la inquisición, con el que “se muestra tan terrible que no ve en él más que injusticia y hogueras”. No obstante, eran “pocos los defectos de esta clase” en la historia de Lafuente, y el periódico subrayaba ante todo los defectos literarios, con una detallada y puntillosa crítica a los neologismos, como “evaluar” y “evaluación”, “fraccionar, fraccionado, fraccionamiento”, o la utilización del verbo “basar” y “ocuparse de”, además de poner la preposición a delante de los acusativos no de personas, aunque fuesen colectivos como la nación. “Todos –concluía el periódico- son defectos fáciles de corregir; corríjalos el señor Lafuente y aplaudiremos su Historia”[14].

Este juicio crítico se prolongó al año siguiente, al aparecer el segundo tomo, pero con un cambio radical por parte del redactor, quien explicaba que el propio Lafuente les había enviado la nueva entrega con lo que demostraba “que no teme la crítica cuando va enderezada a rectificar equivocaciones”. Es más, el crítico del periódico absolutista afirmaba que Lafuente no buscaba el aplauso, sino que lo movía el impulso de “dar a su país una historia mejor que la que tiene”. Sin embargo, la conclusión de La Esperanza no podía ser más provechosa para los intereses de Mellado y Lafuente. Recomendaba la obra a sus acomodados lectores; explicaba que “el público sabrá agradecer” la intención del historiador, “suscribiéndose a tan importante libro”.

Así, el crítico que hacía unos meses era un puntilloso con el estilo de Lafuente, ahora, en el nuevo volumen aparecido en 1852, no sólo lo valoraba como “bien escrito”, sino que lo calificaba de “excelente, con un estilo natural, a la par elegante y majestuoso”, con un lenguaje que tenía la cualidad de “puro, correcto y preciso”[15]. Todo fue aplausos en esta nueva entrega. Se barrunta en el ínterim un buen trato con el periodista, después de aquella primera crítica con reparos ideológicos y estilísticos. Tanto Mellado, el editor, como Lafuente, el autor, estaban interesados por igual en que tan influyente periódico recomendara la compra de la obra. Y, en efecto, lo lograron. No hay datos para comprobar el nivel de las ventas, pero sí es constatable el encumbramiento intelectual de Lafuente entre los sectores dirigentes de la cultura y de la política.

Se ha explicado en páginas anteriores. Muy pronto entró en la Academia de la Historia, pero además en 1853 el gobierno lo designó consejero de Instrucción Pública. También hemos visto cómo en las Cortes Constituyentes del bienio progresista explayó sus conocimientos históricos para defender no sólo la catolicidad de la nación española, sino también posiciones moderadas contra las propuestas del ala más radical del liberalismo español. Y de este sector provino la principal y más detallada crítica a la obra de Lafuente.

Sesión Regia de Apertura de las Cortes Constituyentes el 8 de noviembre de 1854. Llegada de la Comitiva Real al Palacio del Congreso de los Diputados (ilustración: congreso.es)

Cuchilladas” a cuenta del pasado nacional

Tomás Bertrán Soler, activo militante del liberalismo revolucionario de 1835, autor de un bien documentado Atlas de España y Portugal[16], editado entre 1844 y 1846, escribió en 1858 una extensa refutación de la historia de Lafuente, con el significativo título de Cuchilladas a la capilla de fray Gerundio. Defensor de una democracia laica, acusaba a Lafuente de seguir siendo fraile, porque “en todas las líneas de su historia resaltan las máximas que le inculcaron en el noviciado”[17]. Por eso, Bertrán Soler le espeta a Lafuente las respectivas posiciones: “Ya que ud. piensa como el reverendísimo Bossuet ¿por qué no he de poder yo pensar como el profanísimo Voltaire?”[18]. Califica a Lafuente de teólogo, que no tiene inconveniente en explicar la historia desde la divina providencia y en aceptar textos bíblicos, mientras que Bertrán Soler, por el contrario, se define como filósofo al que sólo mueve la ”Razón”, con mayúscula, en la que no cabe el recurso a la Providencia de la que –según sus palabras- “nunca abusaré de este nombre como hace su Reverencia, y me guardaría bien de atribuir a la voluntad de Dios las tiranías de Reyes y los despropósitos de los hombres”[19]. Así, por ejemplo, cuando Bertrán Soler analiza el enfoque de Lafuente de la “reconquista cristiana”, le reprocha de nuevo que, “en escribiendo frailes, siempre se nos habla de religión”, cuando en tan larga guerra de moros y cristianos ante todo hubo “ambición de reinar” en los de arriba, “deseos de poseer” en los subalternos, “esperanza de botín” en los soldados, o simplemente arrastrados a la lid por “servidumbre tiránica”, o “por despotismo feudal”[20]

Bertrán Soler ataca las que efectivamente eran las tesis básicas de Lafuente, que la providencia divina explicaba el rumbo de la humanidad, que el cristianismo, subsiguientemente, había constituido el factor de unificación de España como nación, y, por último, que la institución de la monarquía había logrado catalizar las tendencias centrípetas de la diversidad de pueblos integrantes de España. Por eso, Bertrán Soler insistía en todo su texto en refutar ante todo la incoherencia de esa premisa de “atribuirlo todo a la Providencia”[21]. Al contrario, planteaba que, si para Lafuente la religión había sido el motor de la unidad y existencia de España, la explicación desde el racionalismo laico era a la inversa, porque el cristianismo no sólo no había sido agente de civilización, sino la “antesala del despotismo” por su intolerancia[22]. Subrayaba Soler este aspecto, porque también Lafuente reiteraba a lo largo de cada volumen de su historia el protagonismo de la “unidad de gobierno y unidad de culto” en los momentos de construcción de la nación española.

Además, en este punto, Soler personalizaba la crítica de modo permanente, sin dejar de recordar, por su parte, en cada capítulo o cuchillada, que Lafuente había sido clérigo, ridiculizando su  identificación popular con el fraile cuyo seudónimo lo había catapultado a la fama: “siempre veré en ud. el fraile que es –escribía-, para ud. las bases de la civilización serían altar y trono, y la fe es su divisa; y precisamente los carlistas sostenían la misma doctrina; pero la nuestra es instrucción, tolerancia, libertad, igualdad y justicia”[23]. En efecto, Bertrán Soler conocía la propaganda que de la obra de Lafuente había realizado la prensa carlista, y por eso también minusvaloraba el éxito de aquel periódico satírico, Fray Gerundio, enturbiando su significado cuando interpretaba que “la mano que le sacó del reino de León para que, desde la corte, divirtiese a las masas populares como hace el payaso en los volatines” era una maniobra, pues era un periódico leído tanto por liberales como por absolutista, “porque a todos gustan los escritos que atacan reputaciones y desacreditan las notabilidades del opuesto bando”. El hecho es, en aquellos años de 1837, escribe Soler, “ud. era pobre y hoy es rico, y yo que nací rico he perdido mi patrimonio…Ud. ha sufrido disgustos, pero éstos le han enriquecido”[24].

El ataque de Bertrán Soler tenía, en efecto, muchos ingredientes personales cuyas motivaciones no se pueden precisar con exactitud, pero que en gran medida él mismo delata. Se comprueba una enemistad política rotunda. La fecha es reveladora a este respecto. En 1858 Lafuente era un prohombre de la Unión Liberal, el partido que con O’Donnell al frente había impedido, incluso con la fuerza de un golpe de Estado, el avance de la ideología y de las actividades de republicanos y demócratas. Por eso consideraba un “insulto” que Lafuente hablase de progreso en su historia, cuando votaba siempre en las Cortes contra los “hombres del pueblo” tildándolos de “anarquistas”[25].

Además, ahondaba en la paradoja de quien proclamaba haberse retirado de la política para ser historiador, y luego se hacía diputado, de tal forma que “en la historia nos habla de progreso, y en la Cámara popular votaba con los retrógrados[26]. No le quedaba más remedio que reconocer, por tanto, que la obra de Lafuente era la de un liberal, y por eso ahondaba en la paradoja de su comportamiento político, exigiéndole coherencia y espetándole directamente: “¿Cómo es posible que ud. se dedicase a hacer el mayor elogio de la primera Constitución… de nuestra revolución política que data de 1810, cuando en las Cortes de 1857 votó con los retrógrados? Ésta sí que es una verdadera anomalía[27].

Por otra parte, semejante antagonismo político venía acompañado de bastantes dosis de resquemor personal. El propio Soler se delataba, cuando, sin citar el nombre de nadie, se quejaba de que se había plagiado su obra, el Atlas de España y Portugal, eso sí, “cambiando el lenguaje”. ¿Se refería al propio Lafuente? Porque de inmediato añadía: “A otro que me copió, le hicieron académico, y a mí nadie me ha ofrecido ni siquiera un gorro de dormir[28]. En otro momento de sus cuchilladas sí que se comparaba explícitamente, con unos términos más propios de la zancadilla profesional: “Mientras ud. buscaba pergaminos carcomidos y la mayor parte falsos, yo me ocupaba buscando verdades y penetrando misterios envueltos en el velo de la insidiosa política. Por esto sé más que ud.”, porque a lo largo de setenta años de vida, concluía Bertrán Soler, había demostrado ser “más patriota”[29].

Una comparación desequilibrada, sin duda, porque mezclaba el valor de una obra académica, cuyo soporte documental incluso desvalorizaba, y el nivel de compromiso político. No es necesario recurrir a más citas, pero de modo recurrente no sólo recordaba el pasado de fraile de Lafuente, no sólo ponía en duda que se creyera las “ideas de progreso” que proclamaba, sino que además Bertrán Soler evidenciaba el resquemor por la Gran Cruz de Isabel la Católica lograda por Lafuente e ironizaba sobre los empleos alcanzados y el rango de excelencia logrado, de tal forma, concluía con maldad, que “ud. sí que ha entrado en el progreso con más rapidez que el vapor[30].

El patriotismo en danza

En todo caso, el patriotismo era la justificación para ambos. España se expresaba como nación organizando su propia soberanía, y con la perspectiva del progreso civilizador, esto es, del liberalismo. Por eso, ambos autores, Lafuente y Bertrán Soler, anudaban sus respectivas argumentaciones en la historia del “heroico pueblo español”, el primero para demostrar el protagonismo de la religión católica en el proceso de identificación nacional y, por tanto, la necesidad de la centralización política consumada por la monarquía, y el segundo para remontarse en los tiempos y exhibir al “primitivo español [como] demócrata puro” organizado por federación de pueblos. Si a Modesto Lafuente le obsesionaba subrayar los momentos y personajes que impulsaron el proceso de unificación nacional, aunque fuesen déspotas, Bertrán Soler contraargumentaba de modo insistente que los españoles sólo habían sido fuertes “por la confederación”, cuando se habían unido voluntariamente desde valores democráticos[31].

Así, una misma geografía, con estructuras diferenciadas naturalmente, daba lugar a dos argumentaciones contrarias. A Lafuente le servía para explicar las diferencias entre pueblos y el subsiguiente impulso de unidad existente en cada rincón de la península para alcanzar un poder central que los hiciera fuertes como conjunto. Sin embargo, para Bertrán Soler, esa misma circunstancia natural de la geografía peninsular “hacía imposible la centralización[32]. Ambos, en efecto, aspiraban ver la península organizada en una misma entidad política, el uno de modo centralista, en torno a Castillla, y el otro con un soporte de confederación y pluralidad. Por eso, Bertrán Soler atacó la perspectiva castellanocéntrica de Lafuente con una doble argumentación. Primero, criticando la caracterización que de los castellanos hizo Lafuente, pues les aplicaba la peculiaridad del “odio al trabajo[33], o definía Castilla como “amante del despotismo[34]. Pero sobre todo Bertrán Soler refutó la pretensión de Lafuente de “refundir en Castilla todas las glorias de España”, porque eso, a él, un federalista tan patriota como el que más, le parecía “una impertinencia y la mayor necedad[35].

Ramón Amerigó y Morales: La católica reyna, cuya historia llena de noble orgullo al pueblo íbero, guía a su nieta al Templo de la Gloria (Museo Romántico de Madrid)

Escribió, por tanto, una apasionada defensa de cada reino que había constituido España y sobre todo exaltó la fórmula de la confederación desarrollada por los pueblos agrupados bajo la corona de Aragón, frente a los modos déspotas de los reyes de Castilla[36]. Es más, en ese ataque al castellanocentrismo que percibía en Lafuente, Bertrán Soler, en su defensa, por ejemplo, de los otros idiomas peninsulares se deslizó hasta caer en errores como los expresados en las siguientes palabras: “¿Qué es la lengua castellana? Un latín corrompido con la aglomeración de voces árabes. ¿Qué es el catalán y el euscar? El idioma nacional de los iberos y de los celtíberos. El verdadero idioma Español[37]. Ése era, en efecto, el motivo de la polémica: descifrar el pasado para argumentar un presente centralista, monárquico y católico, o, por el contrario, confederal, republicano y laico. Con semejante perspectiva, para Bertrán Soler no han sido un mérito las conquistas, “las misiones armadas [por] la unión escandalosa de la espada y la cruz”, y por eso refuta a Lafuente, que “imita a los historiadores vulgares, [que] supone en nosotros un mérito en haber ido a lejanas tierras con caballos, fusiles y cañones para combatir con hombres desnudos y robar el territorio a pueblos que los poseían y de quienes ningún agravio habíamos recibido. No consideró ud. –escribía Soler dirigiéndose a Lafuente- que no es posible ostentar unos laureles empapados en inocente sangre, y que deberíamos avergonzarnos al hablar de nuestras glorias enlazadas con las atrocidades de Hernán Cortés y Pizarro”. Porque, en definitiva, concluía el escritor republicano, “no es igual catequizar que robar”.[38]     

Desde esa perspectiva historiográfica, Bertrán Soler criticó en Lafuente todos y cada uno de los aspectos que chocaban con sus premisas interpretativas. Basten algunos ejemplos. Así fue el caso de los mitos de Pelayo y Covadonga, tan exaltados por Lafuente, que para su crítico republicano no tuvieron ni eco ni relevancia, porque en aquel momento “nadie se acordaba de Asturias ni de Don Pelayo, mientras francos y árabes combatían en la Septimania, en la Provenza, en las dos Aquitanias, en la vieja Cataluña”. Ahí estuvieron quienes le hicieron auténtico frente a los musulmanes y quienes frenaron su expansión, de ningún modo Pelayo, que vivió en un territorio “de 40 leguas de largo por 15 de ancho, y allí pasó la vida hasta que murió en el año 737 pacíficamente, porque no tenía enemigos con quienes combatir”[39]. Por lo tanto, “es un absurdo que merece refutación” hacer de Covadonga la “cuna de la monarquía española”, argumento que repite Lafuente y que, sin embargo, su crítico le rebate desde la perspectiva de la corona de Aragón[40].

El rey Don Pelayo en Covadonga (1855), por Luis de Madrazo (Museo del Prado)

De igual modo, por traer a colación otro ejemplo, Bertrán Soler contrapuso su interpretación del reinado de Felipe II, alabado por Lafuente por la unidad monárquica peninsular alcanzada y por sus victorias católicas, cuando, en contrapartida y de hecho fue un rey que “en 44 años que dominó no hubo ni un solo día sin que se vertiera sangre humana[41]. O, en otro orden de cosas, salió en defensa de Godoy, porque “nadie tiene derecho a hablar de la vida privada del hombre, aun cuando éste sea rey o reina”, y por eso un historiador no puede meterse en esos asuntos, máxime si son un pretexto para descalificar a un gran “servidor de la nación”, al que desde sus decisiones de gobierno han descalificado con “calumnias” sus enemigos, “los clérigos y los frailes”[42]. Y es que el crítico republicano se identificaba con lo que de protoliberal hubo en las decisiones de Godoy, el primer gobernante que situó a la nación en el camino de sacudirse “la ominosa servidumbre” de los clérigos. Así también, en lugar de cargar las tintas contra la persona del último rey absoluto, Fernando VII, tal y como hacía la historiografía dominante, al considerarlo exclusivo culpable de los males de aquellos años, Bertrán Soler, por el contrario, subrayaba que no depende la historia de la nación de una sola persona, sino que el diagnóstico de los males había que aplicarlo a “los serviles”[43].

Para concluir

Lafuente y Bertrán Soler representaron dos modos de elaborar la historia nacional de España, ensamblados con las respectivas posiciones políticas y culturales con respecto a la construcción del Estado-nación liberal. Si éste tenía que ser unitario y centralista, bajo una monarquía católica, o si, por el contrario, debía alzarse sobre los principios de la confederación de pueblos, la libertad religiosa y bajo forma de república laica. En ambos casos se buscaba la legitimidad del presente en la historia, e igualmente ambos buscaban explicar las continuidades históricas que diesen cobertura y coherencia a la identidad nacional entonces en construcción. Ni republicanos ni liberales moderados disentían de pertenecer a una misma realidad nacional española, pero diferían en la reconstrucción y explicación de los hechos que culminaban en el presente Estado-nación. Fue, por lo demás, un proceso cultural e historiográfico que tuvo lugar en todos los casos de construcción de identidades y estados nacionales en la Europa del siglo XIX, tal y como se ha explicado en el presente estudio introductorio a la obra de M. Lafuente[44].

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[1] Este texto es uno de los epígrafes del estudio introductorio publicado en Juan Sisinio Pérez Garzón, Modesto Lafuente, Discurso preliminar a Historia General de España. Estudio introductorio, pp. V-XCVII. Pamplona, Urgoiti Editores, 2002.

[2] M. Lafuente, Historia General de España, Tip. Mellado, 1861, vol. II, p. 250.

[3] Pasados los años, en 1872, Vicente Barrantes, al entrar en la Academia insistía y subrayaba el estímulo que supuso la historiografía extranjera en Lafuente, aunque le otorgaba una significación exclusivamente escorada hacia el orgullo nacionalista, y así interpretó que Modesto Lafuente, “herido en su profundo patriotismo por la insolencia de Romey y Rosseew Saint-Hilaire, que negaban a los españoles aptitud para historiar sus propios hechos, consagró todos los días restantes de su existencia a la Historia general de España” (en Discursos leídos ante la real Academia de la Historia en la recepción pública del Excmo. Sr. Don Vicente Barrantes, Madrid, 1872, p. 6). No cabe duda de que, aun existiendo tal acicate, también hubo un empuje científico procedente de otros países sin el cual no se entiende la obra de Lafuente.

[4] José María Jover Zamora, en “Prólogo” a Historia de España de D. Ramón Menéndez Pidal. La era isabelina y el sexenio democrático (1834-1868), Madrid, Espasa-Calpe, 1981, p. LXXXV. Ver también Benoît Pellistrandi, “Escribir la historia de la nación española: proyectos y herencia de la historiografía de Modesto Lafuente a Rafael Altamira”, en Investigaciones Históricas. Época Moderna y Contemporánea, 17, 1997, pp. 137-159.

[5] Ibidem, p. LXXXIV.

[6] M. Ortiz de la Vega (pseudónimo de Fernando Patxot y Ferrer), Anales de España desde sus orígenes hasta el tiempo presente, Barcelona, Cervantes, 1857-59, 10 t. en 6 vols.; Antonio Cavanilles, Historia de España, Madrid, 1860-63, 5 t.; Víctor Gebhardt, Historia general de España y de sus Indias desde los tiempos más remotos hasta nuestros días…,comentada, anotada y arreglada por Antonio del Villar, Madrid, Libería Española, 1867, 7 t.; Dionisio Aldama y Manuel J. García González, Historia General de España desde los tiempos primitivos hasta fines del año 1860, incluso la gloriosa Guerra de África, Madrid, 1863-66, 7 vols. Para estas historias y otras editadas en los años 60 y 70, ver M. Moreno Alonso, op. cit., pp. 316-18. 

[7] Sobre estos autores, ver el estudio preliminar de Julio Aróstegui en Antonio Pirala, Historia de la guerra civil y de los partidos liberal y carlista, Madrid, Turner, 1984, 4 vols. También, Concepción de Castro, Romanticismo, periodismo y política: Andrés Borrego, Madrid, Tecnos, 1975; Alberto Jiménez Fraud, Juan Valera y la generación de 1868, Madrid, Taurus, 1973; y Matilde Galera Sánchez, Juan Valera, político, Córdoba, Diputación Provincial, 1983.

[8] La Nación, 5 de noviembre de 1851.

[9] Para la difusión de la prensa en estos años, M. Cabrera, A. Elorza, J. Valero y M. Vázquez, “Datos para un estudio cuantitativo de la prensa diaria madrileña (1850-1875)”, en M. Tuñón de Lara et alii, Prensa y sociedad en España (1820-1936), Madrid, Edicusa, 1975, pp. 47-148.

[10] El Heraldo, 25 de octubre de 1851.

[11] Ibidem.

[12] M. Cabrera, A. Elorza, J. Valero y M. Vázquez, op. cit. supra.

[13] La Esperanza, 4 de octubre de 1851.

[14] Ibidem.

[15] La Esperanza, 14 de abril de 1852.

[16] Él mismo relató su actividad política en el folleto titulado Mina y los proscriptos Don Eugenio de Aviraneta y Don Tomás Bertrán Soler, deportados en Canarias por abuso de autoridad de los Procónsules de Cataluña, s/f; posteriormente publicó un Catecismo político con arreglo a la Constitución Española de 1837, Barcelona, 1840; y su gran obra, Descripción geográfica, histórica, política y pintoresca de España y de sus establecimientos de Ultramar…, Atlas de España y Portugal por provincias, Madrid, 1844-46, 8 tomos.

[17] La obra está citada al relatar la agresión de Prim a Lafuente, supra: Tomás Bertrán Soler, Cuchilladas a la capilla de fray Gerundio, Valencia, 1858, p. 6.

[18] Ibid., p. 7

[19] Ibid., pp. 7-8.

[20] Ibid., pp.25-26.

[21] Ibid., p. 27.

[22] Ibid., pp. 42-43.

[23] Ibid., p. 40

[24] Ibid., pp. 5 y 6.

[25] Ibid., p. 8

[26] Ibid., p. 9

[27] Ibid., p. 92

[28] Ibid., p. 98

[29] Ibid., p. 81

[30] Ibid., p. 83

[31] Ibid., p. 19

[32] Ibid., p. 9.

[33] Ibid., p. 21

[34] Ibid., p. 83

[35] Ibid., p. 159

[36] Ibid., pp. 160-61.

[37] Ibid., p. 162.

[38] Ibid., pp. 22-23.

[39] Ibid., pp. 32-33.

[40] Ibid., p. 159

[41] Ibid., pp. 65-70.

[42] Ibid., p. 87

[43] Ibid., p. 93

[44] Cfr. Paloma Cirujano Marín, Teresa Elorriaga Planes y J. Sisinio Pérez Garzón, Historiografía y nacionalismo, 1834-1868, Madrid, CSIC, 1985 y J. S. Pérez Garzón, Eduardo Manzano, R. López Facal y Aurora Riviere, La gestión de la memoria. La historia de España al servicio del poder, Barcelona, Crítica, 2000.

Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: retrato de Modesto Lafuente (foto: Real Academia de la Historia)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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