Juan Bosco Díaz-Urmeneta
Profesor titular de estética (jubilado) y crítico de arte *

 

[Pintor realista]
¿Cuándo podría la naturaleza con imágenes jamás acabarse?
Nietzsche, La gaya ciencia

 

 1. En una época, la nuestra, demasiado generosa en retóricas y en exceso proclive a revivir los peores mitos románticos, no está de más volver los ojos al legado del arte realista, siendo consciente de sus limitaciones (sobre las que ironizó Nietzsche) y sabiendo también que el arte ha desbordado los márgenes por los que discurría hace dos siglos. Reflexionar además sobre el realismo tal vez pueda ofrecer algunas pistas para un problema de difícil solución: la verdad de la obra de arte. 

Les demoiselles des bords de la Seine (été), obra de Courbet (1856-57)

2. Tomo como punto de partida un cuadro de Courbet, Les demoiselles des bords de la Seine (été). Courbet lo pintó en 1856 y el jurado del Salon de 1857 aceptó exponerlo, dando ocasión a los críticos para extenderse en el rechazo al cuadro. 

El primer rechazo se centraba en el tamaño del cuadro ¿de cuando acá una pintura de género podía tener ese formato, un lienzo de 174 x 200 cm? Semejantes dimensiones, con el honor que acarreaban, se reservaban para los cuadros de historia, esto es, para las hazañas de dioses, reyes, héroes o santos, pero no para dos muchachas, una de ellas a medio vestir, holgazaneando a orillas del Sena. 

Esta crítica era el estadio previo para otra, más virulenta, referida a la moral. El gran lienzo se dedicaba a dos prostitutas. Hoy, los expertos no están aún seguros de que las dos mujeres se dedicaran a ese menester. La palabra verano añadida al título hace pensar más bien en dos jóvenes que buscan la sombra junto a las aguas. Pero el desorden de las ropas de la chica en primer término, sus ojos semicerrados, entre soñolientos y seductores, el cuidadoso atuendo de ambas, sus sofisticados guantes (nada adecuados para un paseo por el campo) y el sombrero de varón que aparece en la barca, al fondo, pudieron ser concluyentes a los ojos de los respetables señores del Segundo Imperio que ese mismo año habían procesado a Flaubert por su Madame Bovary y multado a Baudelaire por los llamados poemas prohibidos de Las flores del mal

Una tercera crítica más sutil pudo dirigirse al modo en que se había aplicado la pintura al lienzo, es decir, a la manera de pintar, de emplear el pigmento. Courbet no modela los cuerpos con un cuidadoso claroscuro. En él, la mancha desborda a la línea. Recientes aún los ecos de la extensa muestra de Ingres en la Exposición Universal de 1855, el modo de pintar de Courbet pudo despertar indignación si no desprecio.

3. Merece la pena examinar con más detalle el cuadro. Courbet renuncia al paisaje. Prefiere situar a las dos jóvenes en un plano muy cercano, dotando a las figuras de notable solidez corporal y dándoles una cercanía respecto al espectador que podría calificarse de inminencia. Las pone además al abrigo de un tupido roble que las acoge y que se enreda en las manos de la muchacha tendida en el suelo. Se vislumbra así una vinculación con la naturaleza que reiteran las flores: las del ramo que sujeta la otra muchacha, las que hay en el sombrero, colgado del árbol, de la chica tendida y las que están bordadas en los vestidos de ambas. ¿Es un paralelo entre mujeres y  naturaleza? ¿Se inscribe en esa clave la evidente sensualidad de las figuras? ¿Por qué dar splidez y cercanía a dos figuras que no responden a ideal alguno de belleza? Dejo ahí las preguntas. Espero responderlas a lo largo del texto.

Le déjeuner sur l’herbe (1863), obra de Édouard Manet

4. Volvamos a las críticas reseñadas. Examinarlas ayudará a precisar ciertas claves del realismo. El empleo del gran formato para pintar un cuadro de género define el cambio de sensibilidad de la época. La nueva sociedad desea verse a sí misma, pero no en términos de tercera persona, propio del costumbrismo, sino con claro afán de protagonismo. Los cuadros de costumbres hablan, en tercera persona, de ellos, del pueblo ingenuo y fiel, y de su manera de vivir. La época moderna quiere verse a sí misma como agente de una nueva forma de vida. Por eso la gran pintura y el gran teatro no son ya lugares exclusivos de dioses, santos y héroes, sino que puede ocuparlos el personaje más vulgar (la camarera de un cabaret, una planchadora, empecinados bebedores de madrugada), siempre que tal motivo reciba un tratamiento poético. Muchas de las censuras que pretende imponer la alta burguesía, que se ha fortalecido a la sombra de Luis Napoleón, brotan del protagonismo que el arte concede a hombres y mujeres vulgares, casi insignificantes. La alta burguesía quiere asimilarse a la antigua aristocracia y aspira a recibir el trato dispensado a ésta. Baudelaire se burla de esas ínfulas del gran burgués que quiere ver retratadas a sus hijas vestidas de seda cuando sus trajes son de rayon. Contra semejantes pretensiones chocan el adulterio, no de una diosa o una reina, sino de una aburrida joven provinciana. Es lo que no pudieron soportar de Madame Bovary. Pese a ello,el cambio de la sensibilidad, la nueva organización de lo sensible, en términos de Ranciére, es imparable. Ha aparecido un nuevo sujeto, que va a ocupar el espacio antes reservado a seres supuestamente excepcionales. Nuevos lugares (como los modestos interiores de Fantin Latour) son ahora tan fecundos e interesantes como los pórticos, templos y palacios de otras épocas. La sociedad moderna pide la palabra y quiere retenerla.

Olympia (1865), obra de Édouard Manet

Quienes tachan de inmoral este cuadro solían decir que el desafuero de Courbet no tanto radicaba en qué decían sus obras sino en cómo lo decían. Es el tratamiento del motivo lo que resulta más inquietante. Ocurrirá también con Edouard Manet. Cuando expuso Le déjeuner sur l’herbe (Salon des Réfusés, 1863) un crítico escribió que “el desnudo pintado por hombres vulgares es sin remedio indecente”. Algo parecido sucede con Olympia. Expuesta en el Salón Oficial, 1865, alguien escribe que cuando el arte cae tan bajo no merece ni aun la reprobación. Este malestar conservador ofrece una pista de qué pretendían estos pintores e indignaba a ciertos críticos: es el abandono de las idealizaciones o sublimaciones románticas. Courbet lo dejó muy claro en su manifiesto de 1855, al declarar que ya no había lugar en el arte para la imaginación. Orientación que ni siquiera lleva a cabo en su obra, pero con la que quiere descartar la ensoñación romántica y un arte concebido como mundo aparte, casi sagrado. Esto es muy claro en Manet: los dos cuadros que he citado eran comentario y digamos, puesta al día de dos obras de culto, el Concierto campestre (Giorgione-Tiziano) y la Venus de Urbino (Tiziano), colgados ambos en el Louvre. Pero las réplicas de Manet, para la crítica conservadora, equivalían a terminar con la sacra magia del arte, sacarlo de su espacio reservado, ponerlo a la altura de la calle. Esto era justamente lo que pretendían estos artistas.

¿Qué alternativa proponen estos autores a la ensoñación romántica o a la poética de la pintura tradicional? En primer lugar, un lenguaje pictórico que se aparta del ilusionismo de la pintura. No envuelven las figuras en las indumentarias tonales del claroscuro, más bien las privan de los transparentes tejidos de luces y sombras, y con tan desnuda crudeza las llevan al lienzo. En contrapartida, les dan una especial cercanía. Son figuras reales en un sentido muy preciso: están ahí, frente al espectador, en presencia, como diría Husserl. Esto es, no proceden ni se sujetan a la  fantasía del autor, no son traducciones de sus ideas previas ni han escapado de algún sueño imposible. Son figuras cargadas con la verdad de su existencia. Su proximidad y entereza es una de las causas de la desazón que podían causar estos cuadros. Para tratar con tal verdad a las figuras Manet descubre un filón en la pintura española, en especial en la de  Velázquez. Véase, por ejemplo, la afinidad entre el retrato velazqueño del bufón Pablo de Valladolid y el Bebedor de absenta de Manet.

El taller del pintor (detalle), obra de Courbet

La poética de estas figuras, sin embargo, no se agota en la desnudez de sus formas ni en su apuesta de realidad. Hay algo más: lo rastreamos en el paralelo que traza Courbet entre las jóvenes de su cuadro y las flores. Es en efecto una de sus ideas, la relación entre la mujer y la naturaleza. Se advierte con claridad en El taller del pintor. En el grupo central del cuadro Courbet se autorretrata pintando un paisaje, un potente salto de agua que se prolonga en las ropas que la mujer desnuda que está al lado del pintor ha dejado caer a sus pies. Este paralelo entre mujer y naturaleza se relaciona con el valor que la época concede a la sensualidad. La ciudad moderna, con su organización racional de la vida, ha apartado de sí a la naturaleza pero  no puede impedir que la vieja Isis, diosa de la necesidad natural, regrese a ella bajo los rasgos de la pasión. También el individuo moderno advierte en su interior el empuje de la naturaleza, de la pasión, que altera si no quebranta los moldes de su pretendido comportamiento racional. La poética de estos autores busca, pues, sacar a la luz o al manos llevar al lienzo, la sólida identidad de los individuos, anónimos pero que llevan adelante sus vidas, y la fuerza de la pasión y del deseo. Dos verdades, en aquella época, rompedoras. 

Al abandono del lenguaje tradicional de la pintura se refería la tercera crítica. Acabamos de ver como Courbet y Manet abandonan ese lenguaje para buscar una figura más próxima y más desnuda de ilusionismo. Pero el afán del arte moderno por explorar nuevos lenguajes no se detiene ahí. En esos mismos años, un pintor más veterano, Corot, cultiva la atmósfera: prefiere sugerir ambientes a precisar entornos y figuras. Pocos años después, 1874, la primera exposición impresionista señala una nueva alternativa a la tonalidad y el claroscuro al construir el cuadro con pequeñas pinceladas: es una pintura analítica que se atiene a las sensaciones del pintor y sacrifica el peso de los cuerpos al valor de la luz en que se forman. Los dos intentos se ven combatidos por los críticos y por la opinión en general. Dicen de Corot que cultiva las atmósferas porque no sabe dibujar y la desconfianza hacia el impresionismo es tan grande que el destacado galerista y marchante Durand-Ruel decide llevar esas obras al otro lado del Atlántico, al mercado norteamericano, menos prejuiciado y más receptivo hacia la nueva pintura. 

Con frecuencia estas variaciones de lenguaje se consideran y estudian de manera puramente formal, como meras variaciones que permiten identificar estilos y situar a cada autor en el movimiento tendencia adecuados. Esta manera de reducir la pintura a entomología y tratar, en consecuencia, a los pintores como a insectos suele ocultar o al menos pasar por alto la intención poética de los autores: qué buscan en última instancia con la exploración de nuevos lenguajes. 

Ville d’Avray (c. 1867), óleo sobre tela, National Gallery of Art, Washington, D.C.

Baudelaire sintetiza acertadamente la vía ensayada por Corot al decir que su obra no es la de un paisajista sino la de un armonista. Esto es, no pretende representar la naturaleza sino proponer sintonías entre la naturaleza y la sensibilidad humana. Según esta opinión, Corot pretendería, ante todo, proponer relaciones posibles entre los seres humanos y una naturaleza que ha escapado de la orla de lo sagrado pero no es un mero depósito de posibilidades a explotar. De este modo, Corot propone etapas de formación de una sensibilidad que no se satisface en el mero disfrute sensorial pero no se refugia ni evade en la esfera de lo sublime.  

Esta relación relación ser humano/naturaleza que poco a poco va formando la sensibilidad y la imagen moderna de la naturaleza ¿no se prolonga en la mejor pintura impresionista? Hay sin duda diferencias. El impresionismo con su voluntad de análisis convierte aquella relación en un proceso de intercambio entre un cuerpo inteligente y su entorno, un cuerpo que se sabe sujeto a ese entorno material pero que puede ofrecerle la palabra, la voz de la que la neturaleza carece. 

5. Si cuanto he venido analizando se sostiene, podríamos concluir que aquella vieja novedad de la pintura que cubre todo el siglo XIX y suele llamarse, en términos generales, realismo, viene orientada por dos direcciones: es, en primer lugar, una pintura que quiere respetar la dignidad del individuo, de los objetos, y de los paisajes y por ello reconoce su entidad, la dignidad de su existencia, sin pretender enmascararlas ni aún bajo los rasgos de la belleza. Lo hemos visto en Courbet y en Manet. Más tarde y con más radicalidad, lo hará Cézanne. 

En segundo lugar esta forma de pintar va articulando a la vez una sensibilidad y aun una percepción que cabría llamar secular porque construye poco a poco una imagen de la naturaleza que abandona la sombra de lo sagrado (y el fatalismo de las culturas campesinas así como la proclividad romántica a lo sublime) y una sensibilidad que se sitúa entre el torrente del mero instinto y el seco pedregal que hace de la naturaleza mera reserva de utilidades y mercancías. 

En ambas direcciones es fundamental la intervención del espectador. Desde las dos direcciones estas obras, más que representar un dato, quieren producir una experiencia, sacar al espectador de sus lógicas y llevarlo a una incómoda pero fértil tierra de nadie. Esta intervención del receptor, por otra parte, no es exclusiva de la pintura: la novela realista exige a fin de cuentas una complicidad entre escritor y lector.

*Juan Bosco Díaz-Urmeneta. Profesor titular de estética (jubilado) y crítico de arte. Ha comisariado exposiciones de Carmen Laffón, Soledad Sevilla, Guillermo Pérez Villalta, Manolo Quejido, entre otros artistas. Autor de diversos textos de estética y teoría del arte.

Fuente: Pasos a la izquierda, 9 de octubre de 2020

Portada: Pierre-Joseph Proudhon et ses enfants en 1853, obra de Courbet (1865), París, Petit Palais (foto: Wikimedia Commons)

Ilustraciones: Pasos a la izquierda

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