Raimundo Cuesta
Fedicaria-Salamanca

 

Este artículo tuvo como base una controversia mantenida entre su autor y el historiador Santos Juliá en el marco de una sesión del Aula-Debate organizada en el salón de actos de la Facultad de Historia de la Universidad de Salamanca el 5 de abril de 2015. Con ligeras variaciones, en el título y en su contenido, fue publicado en la revista Historiografías nº 11 (2016), pp. 93-112. En cierto modo, el tono un tanto agrio de la disputa, que no quedó registrado en este texto, quizás pueda explicarse por la reseña crítica que escribí previamente sobre “Menosprecio de la memoria y alabanza de la historia. A propósito de una reciente obra de Santos Juliá” (Elogio de historia en tiempo de Memoria. Madrid: Marcial Pons, 2011), que vio la luz en la revista Studia Historica, nº 30 (2012), pp. 290-294.  

 

El historiador en la esfera pública

En los ya lejanos años ochenta cuando se abrió la disputa de los historiadores alemanes sobre la interpretación de la gravosa y trágica carga de su pasado nacional, el filósofo Jürgen Habermas terció en la querella señalando la necesidad de hacer un “uso público de la historia” a fin de llevar el conocimiento de la realidad más allá de los laboratorios de los historiadores profesionales[1]. La historia era, se decía, una cosa muy importante para dejarla solo en manos de los historiadores. Y es que, en verdad, a través de un complejo destilado de ideas y percepciones, la representación histórica del pasado afecta a nuestras vidas, atraviesa nuestra conciencia, moldea nuestras representaciones y hace germinar expectativas de futuro; constituye, en fin, parte indisociable de la construcción de una esfera pública capaz de asentar una democracia deliberativa y abierta hacia el futuro. Ello no quiere decir, todo lo contrario, que el quehacer del historiador no haya de comparecer en esa esfera pública, como nos tiene acostumbrados el profesor Santos Juliá desde sus prominentes e influyentes tribunas periodísticas y editoriales. Poner al historiador frente al espejo de la ciudadanía significa una operación intrínseca de clarificación intelectual y de higiene democrática.

Con el título de este artículo, La normalización historiográfica y la pérdida de la inocencia, trato de realizar boceto crítico, merced a una mirada a retazos y una apretada síntesis, del quehacer historiográfico y el itinerario intelectual y político de Santos Juliá. En el libro del que parten mis comentarios y reflexiones se afirma que “ninguna representación del pasado es inocente[2]. Nada más cierto. Aserción que, por otra parte, cuadra perfectamente con el progresivo despliegue y maceración de la obra de nuestro historiador, que, a mi modo de ver, fue paulatinamente sacrificando y quemando su primigenio equipaje de sueños en la pira de un emergente canon historiográfico normalizador de la comunidad científica de referencia, dentro de la que figura como uno de sus máximos exponentes. La inocencia se pierde por lo que uno dice y para quién se dice, pero también en razón del lugar que uno escoge (o es escogido) para hablar[3]. En el caso que comentamos, el discurso historiográfico se arma y difunde desde diversas e influyentes plataformas de saber-poder, ahormadas dentro siempre de una conciencia subjetiva entre lúcida y pesimista de lo que fue o debiera de ser la función intelectual en el espacio de experiencias y expectativas de nuestro tiempo.

En efecto, en la introducción de una de sus obras de mayor interés cultural y ambición panorámica e interpretativa, Historias de las dos Españas, el profesor Juliá proclama cómo “la figura del intelectual como inventor de grandes relatos ha hecho mutis y su retorno ni se espera ni sería, en el improbable caso de producirse, bienvenida[4]. Por ello considera necesario rebajar modestamente la labor de “los intelectuales después de los intelectuales” a la defensa de la democracia representativa vinculada al libre mercado[5]. ¿De quién es hoy la esfera pública? ¿Qué lugar ha de ocupar la reflexión historiográfica y el historiador como intelectual y ciudadano comprometido con su época? Santos Juliá, por su parte, parece haber preferido acogerse a la tradición intelectual, entre política y profética, que tan bien estudió y nos dio a conocer (la de los Azaña, Ortega, etc.), reduciendo su papel a exhibir su frondosa erudición historiográfica como medio de alerta, defensa y recurso contra ciertos devaneos políticos actuales, basados, según él, en abusos y fabulaciones acerca de nuestro pasado inmediato. Al fin y a la postre, el historiador nutrido de la savia weberiana de la neutralidad valorativa de la ciencia no puede contener la tentación profética, proverbial en sus ancestros intelectuales, verbigracia, de su Manuel Azaña, cumbre y sombra intelectual que persigue al autor como estímulo y como tenaz pesadilla[6].

Si bien nos fijamos, todo el quehacer intelectual del profesor Juliá versa sobre el intento de dilucidar las fuerzas profundas que mueven la historia contemporánea española. Especialmente esa faceta ensayística comparece cuando en Hoy no es ayer. Ensayos sobre la España del siglo XX (libro que alberga una suerte de ensayo de ensayos), pretende ofrecer una explicación panorámica, unitaria, y cabal de la España del siglo XX. Pero necesariamente cuando el historiador emite juicios, efectúa valoraciones y deja caer diagnósticos de tan largo alcance interpretativo, tienden a mezclarse sus credenciales y habilidades historiográficas con sus aspiraciones ideológicas y políticas. Aleación, por otro lado, inseparable de la tarea de los profesionales de Clío, porque, salvando muchos matices, seguramente se podría afirmar con John G. A. Pocock que “la historiografía es una forma de pensamiento político más: parte integrante de su historia[7].

En verdad, los trece capítulos de Hoy no es ayer (en su mayoría escritos publicados entre 1996 y 2010), siendo criaturas de momentos muy distintos y grados de profundidad no semejantes, vienen soldados por una común intención interpretativa que les otorga la coherencia de un libro unitario. Bien podríamos subdividir y subrayar por razones de espacio, tres polos de atracción gravitatoria y otros tantos grandes bloques temáticos:

– En primer lugar, se presenta la interpretación normalizadora y global de la historia de la España reciente conforme a las tendencias del mundo occidental

– En segundo término, se explica la Transición a la democracia como “ruptura pactada”, fórmula de éxito que significó un positivo reencuentro de España como país con la normalidad del mundo occidental.

– Finalmente, en el último capítulo, el 13, se vierte una impugnación política e histórica del giro cultural hacia la memoria que se remonta a las décadas finales del siglo XX.

El arte del buen leer y estimar la obra ajena estriba en echar fuera de uno tanto la tentación al panegírico como la proclividad a llevar al adversario intelectual al pelotón de fusilamiento. En la república de las letras ambas pulsiones coexisten. La primera inclinación se trasluce en una obra como la dirigida por José Álvarez-Junco y Mercedes Cabrera[8], que sobreabunda en el elogio a veces sin matices. Este libro colectivo representa, por la relevante nómina de participantes y por su hilo argumentativo, una complaciente ceremonia colectiva de consagración en vivo de un historiador[9], que ya en 2005 había logrado merecidamente el Premio Nacional de Historia por su inmenso trabajo Historias de las dos Españas (Madrid: Taurus, 2004)[10].

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MADRID CONGRESO DE LOS DIPUTADOS-BIBLIOTECA FOTOGRAFIA-14/7/1931LLEGADA DEL GOBIERNO PROVISIONAL PARA APERTURA CORTES CONSTITUYENTES;

Una interpretación normalizadora y global de la historia de España: hoy afortunadamente no es ayer

En 1996 la revista Claves de Razón Práctica (una atalaya a la que en no pocas ocasiones se asoma nuestro historiador), hacía público un texto célebre: “Anomalía, dolor  y fracaso de España”, que ahora en el libro Hoy no es ayer… figura como primer capítulo y viene a ser como el pórtico de todo lo demás. Allí se defendía el éxito de España en llegar a una sociedad moderna y democrática y ser remataba afirmando que “la representación del pasado cambia a medida que se transforma la experiencia del presente[11].

De tal aseveración no cabe duda alguna. El momento histórico de 1996 era, en efecto, muy distinto, por ejemplo, del que se vivió sesenta años antes en 1936. Entre la Guerra Civil y el acceso del PP de Aznar al Gobierno había corrido mucha agua (también demasiada sangre). Pero ahora Santos Juliá presentaba retóricamente el artículo como una buena nueva: “había sonado el fin de la representación desdichada de nuestro pasado, que se acabó el fracaso como paradigma de nuestra historia[12]. Sin embargo, aunque a menudo pionero en la labor de introducción de modos historiográficos renovadores, nuestro autor en este caso no tuvo la exclusiva en el descubrimiento del continente del optimismo y la normalidad, que ya había empezado a ser trillado por algunos intelectuales antaño pesimistas y hasta críticos. Muchos de ellos coincidieron en perder la inocencia, cultivar una vaga melancolía y apuntarse a la norma de un tiempo cada vez más “normal”.

Lo cierto es que, en el curso de los años de la feliz gobernación socialista entre 1982 y 1996 se fragua en España  un clima cultural favorable a la prudencia política y a la reverencia institucional[13], discutibles virtudes que progresivamente preparan y acercan el discurso mayoritario de los intelectuales españoles al lado del giro conservador iniciado a escala mundial en la segunda mitad de los años setenta, proseguido y afianzado en la década siguiente durante los gloriosos y neoliberales años de M. Thatcher y R. Reagan. Los clarines hegelianos del fin de la historia alcanzaron su cima con la caída del muro de Berlín en 1989. Una nueva época, bajo la bandera del pensamiento único, venía a reconciliar la historia con la conquista de la libertad y la victoria final frente al totalitarismo. Naturalmente, la historiografía española, y el campo intelectual en general, no permaneció insensible a tales mutaciones, porque además la “anomalía” española (la larga dictadura de Franco y la resistencia universitaria) había dejado paso a un tránsito (para algunos modélico) hacia un régimen constitucional como el de 1978, que vino seguido del ingreso en la OTAN y la UE y, por si fuera poco, de un crecimiento del bienestar material que parecía no tener freno.

Es en los años noventa cuando se reformula, canoniza y difunde masivamente la impugnación del estereotipo del “fracaso de España como paradigma de nuestra historia”. Según Juliá, “el metarrelato del fracaso español” había sido fraguado desde los románticos liberales del XIX y habría atravesado la interpretación histórica como un invasivo mito movilizador de energías intelectuales y políticas. La quiebra de esta especie de consenso metahistórico coincide a mediados de esa década con la notoriedad pública de las representaciones de la Transición como feliz y ejemplar proceso político fundador de la democracia española, por más que en esos tiempos suenen también guijarros disidentes dentro de la corriente general. En torno a la divisoria de esa década, que coincide, más o menos, con el acceso al  gobierno del PP, comparece, en efecto, en la escena pública un debate acerca de la normalidad de la historia de España, que encontró cierto eco en la prensa nacional[14]. El artículo de Santos Juliá de 1996 y el éxito del libro de Juan Pablo Fusi y Jordi Palafox en 1997 (España: 1808-1996. El desafío de la modernidad) representaron de manera sintomática el molde argumentativo sobre el que se empieza a erigir y difundir la buena nueva[15]. Sin embargo, el rastro de este viraje historiográfico acerca de la normalidad remontaba su origen a ciertas consideraciones de algunos historiadores económicos. El historiador norteamericano David Ringrose contribuyó a ello con su obra Spain, Europe and the “Spanish Miracle”, 1700-1900, publicada en español en 1996, el mismo año de su edición en inglés, con una curiosa, que no inocua variación en el título: España 1700-1900: el mito del fracaso[16]. Para su autor “Se encuentra muy extendida la percepción de España como un país que perdió una oportunidad de unirse al resto de Europa Occidental en su progreso hacia la industrialización, hacia unos niveles de vida significativamente elevados y hacia la democracia liberal y parlamentaria. Esta tesis, articulada de forma estereotipada por Jordi Nadal en relación con el siglo XIX, permea la historiografía española[17]. Tal rastro inicial fue el seguido luego por historiadores, publicistas y políticos de diverso pelaje. Claro que, desde la historia agraria, hubo quien desveló lo que ocultaba la trastienda de la tesis de la normalidad: “un nuevo discurso oficialista que significa -para decirlo de forma gráfica- la traducción al campo de la historia de aquello de “España va bien” […] y que resulta como consecuencia de una especie de pirueta panglossiana, manteniendo aquello de que está bien lo que bien acaba[18].

Llegados hasta aquí, nos interesa destacar que cuando unos y otros se aferran al paradigma del fracaso o al del éxito no escapan a la paradoja que comporta toda simplificación “metahistórica” (ambas lo son). La tarea de poner en entredicho las narrativas del fracaso, como verifica el profesor Juliá, no garantiza empero que el historiador escape de las cadenas que aprisionan la visión progresista del progreso. La corrupción teórica de la primigenia idea de progreso consistió en transformar el énfasis inicial emancipador (así ocurre en el Sattelzeit, el tiempo de la aceleración conceptual iniciada en la Ilustración) en recurso racionalizador a favor de la glorificación del presente, de modo que “tan pronto como el progreso se convierte en el rasgo característico de todo el curso de la historia, su concepto aparece en un contexto de hipostatización acrítica en lugar de uno de planteamiento crítico[19].

Es cierto que derribar los consensos historiográficos largamente sedimentados acerca de la debilidad de la burguesía hispana, de la agricultura como el pozo de todos los males, de la revolución burguesa como inacabada, de la industrialización como fracaso, etc., ayuda, a menudo, a comprender el pasado de manera más compleja, evitando una especie de fatalismo de lo peor, pero no soluciona ni responde a las preguntas que plantea y formula una racionalidad crítica. Porque, los dos paradigmas, el del éxito y del fracaso, componen el haz y el envés de una operación falaz: embutir los sucesos históricos en el estrecho traje de las teorías de la modernización (el capitalismo como fin de la historia) o, en su caso, en la filosofía de la revolución (la sucesión necesaria de modos de producción). Por su parte, el discurso historiográfico de Santos Juliá está empedrado de esquemas, conceptos y valores weberianos que vienen a equiparar el proceso de modernización con una progresiva racionalización de la vida social. No obstante, a pesar de ello, con buen criterio, Juliá sostiene que “hoy no es ayer”, o sea, que el pasado no es cosa clausurada ya desde el presente ni una criatura de un metarrelato de fracasos o de éxitos, de “necesidades” preestablecidas. Sin embargo, su provocativa crítica de la narrativa historiográfica del fracaso induce a suponer que la balanza valorativa de la pluma de nuestro autor tiende a inclinarse hacia el enjuiciamiento del presente como éxito.

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A vueltas con el legado, feliz o mítico, de la Transición

En la selecta cuarta página de El País del domingo 20 de julio de 2014 Santos Juliá escribía un artículo cuyo título traslucía a la vez la huella de Azaña (su “¡Todavía el 98!”) y un cierto hartazgo: “¡Todavía la Transición!”. Encabezamiento seguido de una apostilla sintética que rezaba así: “la manipulación le hace culpable [a la Transición] de todos los males del presente, con intención de cambiar el pasado: es el mejor camino para perder el futuro”. Tan categóricas palabras expresan el tono de un historiador cada vez más disgustado y malhumorado con los aires que han tomado en las últimas décadas los replanteamientos historiográficos y políticos sobre este proceso de cambio hacia la democracia, que ha pasado a convertirse, como él mismo indica, en un événement matriciel de nuestra historia reciente. Así pues, la transición se habría erigido en una suerte de “categoría metahistórica”, en una entidad que se explica, con mayúscula, por sí misma. Hay en Juliá una cierta obsesión por denunciar esta sustantivización de la Transición que ha dejado de ser un periodo o proceso histórico para mutar en realidad ontológica unida a una esencia (buena o mala; por ejemplo, la Transición como “mito”, como “mentira”, etc.). Ya en Hoy no es ayer… dedica cuatro capítulos al asunto (del 9 al 12), mostrando en uno de ellos (“La Transición antes de la Transición”) cómo el vocablo, entendido como periodo o proceso por el que se accede a la democracia, tiene unos largos precedentes que se remontan al menos a los intentos de búsqueda de la paz en la Guerra Civil, y que luego prosiguen durante la inmediata posguerra y más tarde gracias a la concertación de proyectos democráticos a cargo de las fuerzas de oposición al franquismo. En todos los casos, el término se entiende como un proceso de cambio (que rompe tempranamente con la idea de reinstauración del gobierno republicano en el exilio), unido a la negociación entre fuerzas capaces de ponerse de acuerdo en un gobierno provisional, concesión de una amnistía (para los dos bandos) y celebración de elecciones libres. Este esquema perduró, con matices, y se reactualizó en 1976 teniendo a Adolfo Suárez como inesperado ejecutor. Por otro lado, en “Tiempo de luchar, aprender y pactar” (capítulo 11) ofrece un balance del legado de la Transición dentro de una visión muy complaciente con una época que formó el cemento de ideas, actitudes e instituciones de la democracia actual: “No fueron años de silencio ni de olvido, de pasividad ni de dejación; fueron, por el contrario, años de aprendizaje político, de recordar el pasado para no repetir sus errores…”[20].

Años, pues, de movilización social y aprendizaje de la democracia, donde el proceso se materializa, como no se cansará de repetir en otras partes, como una dialéctica entre pacto de elites y movilización de masas, como un pulso de igual signo entre estructuras y agentes sociales[21]. Opinión y balances positivos que ya en 2010 tenían un anterior recorrido constructivo en la obra del profesor Juliá, que no se dedicó al tema, en un primer momento, por más que después de 1990, sus abundantes trabajos sobre el asunto constituyan, al decir de Juan Pablo Fusi, la interpretación que “es, y habrá de ser, probablemente definitiva (con la reserva que este tipo de aseveraciones tiene siempre en historia)[22]. Desde luego los trabajos de Juliá se inscriben en el taller de un historiador que se aleja del viejo canon profesional, tanto por su formación sociológica y huella anglosajona como por su ubicación académica en el seno de la Historia Social y el Pensamiento Político. Son lugares institucionales, dentro y fuera de España, donde la Transición ha sido objetivo de interés temprano y preferente porque a través de su estudio los politólogos y sociólogos pusieron a prueba o pergeñaron todo tipo de teorías del cambio social, la acción colectiva, el poder de las elites, etc.[23]. Excelente conocedor de las elucubraciones de sus colegas politólogos, nuestro autor, perteneciente al polo sociopolítico de la historiografía española, encara tardíamente pero con muy notable aparato teórico y empírico, el tema de la Transición.

Ya en 1991 inicia, dentro del volumen X (2) de la Historia de España dirigida por Manuel Tuñón de Lara en la editorial Labor, una extensa e interesante narrativa histórica sobre un objeto, que luego no dejará de frecuentar hasta hoy[24]. Allí se ahorma el encofrado que sirve para construir trabajos posteriores. En efecto, la Transición se explica como una interacción entre sociedad y política (así se titula esta primera versión), como un resultado de las condiciones sociales que hicieron posible la democracia en España[25]. Según él, las dos transiciones a la democracia del siglo XX (la republicana del 31 y la monárquica del 78) serían el fruto de la interacción entre los cambios estructurales ocurridos en el primer tercio del siglo XX y en la etapa desarrollista del franquismo y la acción colectiva de los agentes sociales ligados a ellos.  Dentro de este esquema destaca el papel atribuido al Estado y a las nuevas elites vinculadas a altos cargos de la Administración, cuyo crecimiento y cualificación preparan un espacio de autonomía capaz de ponerse, por encima de cualquier fidelidad al antiguo régimen, al servicio de lo que la racionalidad burocrática interpreta como los intereses generales.

En su visión de la Transición predomina el tono favorable a un proceso que narra “lo que fue” y no como lo que a algunos les hubiera gustado que fuera[26]. En realidad, hubo una “ruptura pactada”, esa fue la pauta triunfante como resultado de un fenómeno histórico costoso, frágil, abierto y complejo, que tuvo como premisas el aprendizaje de la democracia durante el franquismo y el postfranquismo, y la convicción colectiva de poner fin a la guerra y reconciliar a las partes contendientes. El resultado sería la suma de democracia más normalización de la vida española. Así, pues, fin de la anomalía hispana. En 1999, en un texto sintético pero altamente elocuente, aporta una visión global positiva y constructiva de todo el proceso: “La transición fue menos excitante que una revolución o que una fiesta, pero fue mucho más eficaz y duradera en su capacidad de integración y en la solidez de sus resultados[27].

Todavía aquí, en un tiempo en el que empezaban a clarear las interpretaciones heterodoxas, predomina un tono de síntesis sin ribetes polémicos y más bien con ánimo de hacer una fría labor de divulgación. Sin embargo, desde entonces hasta hoy los textos de profesor Juliá adoptan un perfil duro y de resistente polemista frente a los representantes de los nuevos paradigmas interpretativos. Muy principalmente contra aquellos que suelen encuadrarlo dentro de la versión canónica, oficial o hegemónica del proceso de transición. Y así, tornadas las cañas en lanzas, arremete con virulencia contra dos fantasías antagónicas: “los molinos de viento de la historia oficial” y la narrativa de la transición como fracaso y tiempo de desmemoria[28].

Desde luego, pese a la opinión de Santos Juliá, desde hace años, y todavía más desde la crisis económica iniciada en 2007, hay un sector de la ciudadanía, entre el que se encuentra quien esto escribe, que juzga la Transición como un pasado imperfecto que debe ser superado y dar paso a instituciones políticas de nueva planta. En resumen, tanto en la comunidad de estudiosos como en el tejido social ciudadano se ha roto la aureola de prestigio sin fisuras del periodo fundador del régimen político actual. El profesor Juliá se opone frontalmente a esta oleada de deslegitimación de las consecuencias políticas que acarrea la Transición y entiende las nuevas narrativas críticas como el regreso de la vieja cantinela de la frustración.

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Memoria Histórica. UGT

Este alegato contra la interpretación como periodo de amnesia, sin duda, en 2010 no era un raro capricho, pues se había ido abriendo paso y menudeando en España desde finales del siglo XX. Y así, en 2003, plenamente consciente de este giro interpretativo y valorativo, escribía en un célebre artículo, “Echar al olvido: memoria y amnistía en la transición a la democracia”[29], que “durante los últimos años ha proliferado, en efecto, la denuncia genérica de la transición por haberse montado artificiosamente sobre una amnesia colectiva[30]. Desmemoria inexistente, a su modo de ver, como trata de demostrar analizando en detalle el debate parlamentario acerca de la Ley de Amnistía de octubre de 1977, en la que, en su opinión, no hubo olvido ni ignorancia del pasado, sino algo distinto: “echar al olvido”, es decir, consciencia, lúcida y plena, de no introducir y poner entre paréntesis el tema de la guerra en el debate político para no dañar las nuevas instituciones. Sea como fuere, a la altura de 2003 las voces críticas se habían multiplicado dentro y fuera de la escena política y, por diversas razones, el consenso interpretativo, si alguna vez fue universal, se había roto en mil pedazos. Desde antes habían empezado a sonar voces críticas sobre el proceso de transición y la congelación de la memoria de los vencidos en la Guerra Civil[31]. No basta con impugnar la falacia de la racionalidad interna de estos discursos y su falta de concordancia con la realidad, como hace el profesor Juliá. Es preciso también buscar razones “externas” y no necesariamente racionales de este viraje, que afecta a los usos públicos de la historia y a la misma historiografía en la España de entresiglos. Él, no obstante, apunta dos factores explicativos: “la aparición en la escena pública de una nueva generación que no guarda recuerdos personales del régimen de Franco, y segundo, pero no menos importante, la llegada de la derecha al poder[32]. Salvando el hecho de que la “derecha” con UCD ya había ocupado la sede gubernamental entre 1977 y 1982, y que jóvenes y adultos todavía en 1995, según la encuesta publicada en El País[33], mantenían en los altares a la Transición, esos dos elementos causales necesitan ser entreverados con otros, más allá de los devaneos de muchos intelectuales y los cambios oportunistas de posición de los agentes políticos[34]. Queda, pues, por elucidar las razones por las que primero se elevó a los altares a la Transición y los motivos por los que luego se rompe el consenso valorativo e incluso se empieza a ver en ella el origen de todos los males. En suma, por qué la Transición y su plasmación constitucional pasa de ser  un lugar común de legitimidad de casi todas las fuerzas políticas parlamentarias a devenir hoy en un patrimonio casi exclusivo de la derecha, fuente y manantial de la reescritura de la historia de España en clave de gesta liberal-conservadora hacia la democracia[35].

En realidad, la obra del Santos Juliá historiador es, por muchos motivos, hija y espejo de la Transición. En esos años empezaron a publicarse sus primeros trabajos sobre la izquierda socialista y el Madrid republicano. Es entonces un historiador atípico por su formación pero imbuido del imperante clima intelectual izquierdista (de impronta marxista) de los años setenta. En la década siguiente se asiste, en más de un caso, a la “pérdida de la inocencia” y a la progresiva integración de la masa intelectual crítica en una democracia “normal” y en las subsiguientes fiestas y celebraciones culturales del “gobierno largo” del PSOE. Por esos años principia el fenómeno de la normalización de la cultura académica y de la vida pública intelectual, que también acaece en una historiografía que anómalamente todavía exhibía los rastros de su juvenil contaminación marxista y antifranquista, y que se va desprendiendo de ellos con más o menos desenvoltura. Santos Juliá, con una formación atípica por cosmopolita, es un exponente de estos complejos fenómenos de metamorfosis y mimetización liberal del pensamiento, que en la historiografía, alcanza su cénit en 1989 (segundo centenario de la Revolución francesa y caída del muro de Berlín). En España precisamente las miradas sobre la Transición plasman el progresivo viaje de los cultivadores de Clío hacia   la pauta de conducta de sus colegas occidentales. Excepto una minoría de cabos sueltos sin adscripción formal a la comunidad científica de historiadores (J. Vidal Beneyto, I. Fernández de Castro, J. M. Naredo, la revista Ruedo Ibérico, G. Morán y alguno más), la interpretación de la Transición se elaboró en clave apologética, lo que coincidió con su máxima popularidad como proceso ejemplar para los países de Latinoamérica o del este de Europa. Con todos los matices que se quiera, el consenso interpretativo sobre las virtudes de la Transición siguió y se sumó al consenso constitucional del 78 y a su posterior desarrollo. Cuando se rompe uno de los dos consensos, el otro, como comprobamos hoy, queda profundamente dañado.

Parafraseando al propio profesor Juliá, “sólo una cosa parece segura: que la representación del pasado cambia a medida que se transforma la experiencia del presente[36]. Y la Transición no ha sido una excepción. El historiador no es principalmente un notario que levanta acta de una realidad transparente y objetiva. Por eso, aunque su labor no se reduzca a explicar el pasado por lo que no ocurrió y debió ocurrir, ha de tener en cuenta y considerar eso que W. Benjamin llamaba el pasado ausente en el presente (el de los vencidos). Sin embargo, la interpretación de la transición manufacturada por Santos Juliá contribuye a ofrecer una imagen feliz de nuestro régimen político actual mostrando, para seguir parafraseando a Benjamin, “empatía con los vencedores”, o sea, cercanía con los que más provecho acabaron obteniendo del régimen político del 78[37]. Empero, no siempre los vencedores son los llamados a explicar mejor el pasado.

La cuestión, en suma, no reside tanto en preguntarse sobre de quién es el pasado como en imaginar de quién va a ser el futuro. Para el profesor Juliá el futuro debe mirar y ceñirse a la mejora y reforma de la Constitución del 78, herencia democrática que no debe ser dilapidada[38], lo que a estas alturas se nos antoja un modo de poner freno a una necesaria ruptura constituyente.

Lo cierto y verdad es que el pasado sí “pasa” pero también “pesa”. Pesa como una losa sobre nuestras ideas en el presente, que, a la postre, son materializaciones y representaciones de una determinada conciencia histórica fruto, a su vez, de una experiencia directa o heredada. La Transición a la democracia, entre 1975 y 1982, ha supuesto, sin género de dudas, un espacio de experiencias que ha marcado profundamente los estratos de la conciencia histórica de los españoles de entonces y de ahora. Fue sin duda, una de esas situaciones críticas que han troquelado nuestros hábitos de vivir la política y de representarnos los fundamentos, virtudes y carencias de nuestra democracia actual. También fue una experiencia personal y colectiva que nos ayuda a pensar en otra democracia capaz de afrontar la profunda quiebra de representación de las instituciones forjadas hace ya casi cuarenta años.

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Proclamación del Rey Juan Carlos I. 22 de noviembre de 1975. Foto Robert Royal

 

La memoria, ¿hija menor de la historia?

El tema de la relaciones entre memoria e historia se erige un motivo de preocupación reiterada del profesor Juliá, al que dedica el capítulo postrero de Hoy no es ayer (“Tres apuntes sobre memoria e historia”) y no pocas referencias en algunos de los otros apartados, principalmente en los que versan sobre la Transición. Santos Juliá se ha erigido en los últimos años, desde las sobresalientes y poderosas plataformas públicas que acogen su pluma, a veces en tono muy ácido, en pugnaz debelador de los objetivos y contenidos de la llamada “memoria histórica”, sintagma que aborrece y considera fuente de toda confusión y síntoma de la penosa incuria intelectual que rodea al debate político actual[39].

Su defensa más completa del oficio de historiador frente a las urgencias y exigencias políticas del presente, se explayan en su libro Elogio de Historia en tiempo de Memoria[40]. En él se presenta como un defensor a ultranza de la ciencia de la historia frente a las intromisiones externas procedentes del periodismo, la política partidista o las variadas iniciativas de los promotores de la memoria histórica. Y así “frente a la corriente que disuelve la historia en la memoria, sea esta histórica, colectiva, social o cultural[41], expresa muchas cautelas, similares a las manifestadas habitualmente por algunos de sus colegas de profesión[42]. Desde luego, el campo profesional de referencia, en tanto que comunidad poseedora de una cierta identidad epistemológica, suele, como hace Juliá, defender la superioridad de la historia y consecuentemente presentar la memoria como conocimiento frágil y subjetivo, apenas una hija menor del saber histórico.

Por lo general, Santos Juliá despacha el papel de la memoria de manera sumaria, creyendo que su actual auge obedece a una perversa moda obsesionada por buscar raíces e identidades culturales en el pasado. Eso cuando no la considera criatura de una mendaz maniobra política partidista o una turbia operación de explotación mercantil de sentimientos e ilusiones. Sin embargo, en realidad, las transformaciones del campo semántico que orbita en torno a la memoria han sido colosales. A lo largo del siglo anterior hemos asistido a una proliferación de nuevos sintagmas (“memoria colectiva”, “memoria histórica”, “memoria social”, “lugares de la memoria”, “memoria cultural”, “razón anamnética”, “memoria ejemplar”, “deber de memoria” etc.) que han colonizando y atravesado diversas esferas del pensamiento (incluso de la historiografía) y de la vida pública, rompiendo radicalmente con el papel subordinado que, desde al menos la Ilustración, se atribuyó a la memoria en las taxonomías del conocimiento legítimo. Efectivamente, en el marco del debate entre modernidad y posmodernidad en las tres últimas décadas de la pasada centuria, cobra vida nueva y presencia soberana una inédita concepción de la memoria bajo la cobertura de esos nuevos sintagmas, expresivos de un viraje social y conceptual, que no por tardío dejó de comportar un hiato trascendental. De hecho, el término memoria, sufrió una mutación estratégica al abrigo de la revisión crítica de la modernidad, que consistió  en la reconversión de una facultad individual (una potencia del alma al servicio de la prudencia), y una artificiosa tecnología del recuerdo cada vez más desvinculada de la ciencia de la historia, en herramienta cognitiva y política de primer orden con vistas a desvelar críticamente la cara oculta de la racionalidad instrumental de la modernidad y sus justificaciones históricas. Precisamente las traumáticas experiencias colectivas del siglo XX y los horizontes de expectativa que despertaron consolidaron una crítica histórica de la razón moderna desde otra razón. Ahí tuvo la memoria la ocasión de desempeñar un papel de nuevo cuño, el de revestir la crítica de razón anamnética. Desde la pionera obra de Maurice Halbwachs, cuyo organicismo durkhemiano Juliá rechaza de plano[43], pasando por la de Walter Benjamin o la de Theodor W. Adorno, la memoria como instrumento cognitivo y ético rompe amarras con la tradición conservadora y pasa a convertirse en un lugar central del pensamiento crítico, metamorfosis que no deja incólume al viejo régimen epistemológico de las ciencias sociales. También, desde el campo de los historiadores, especialmente de los vinculados a la historia cultural se replantean las relaciones entre historia y memoria de manera radicalmente diferente a la que propone el profesor Juliá.  Como nos advierte Peter Burke, “recordar el pasado y escribir sobre él ya no se consideran actividades inocentes”[44].
Historia y memoria están inscritas en un espacio de tensiones y percepciones actuantes en el presente. Como añade P. Burke y se empeña en negar el recalcitrante positivismo de Juliá, tanto el registro profesional historiográfico como el testimonio de la memoria se encuentran mediados por “representaciones sociales” y, por tanto, el escrutinio de la historia social de las mismas es una tarea hermenéutica que nos permite examinar los discursos históricos y la memoria colectiva como un texto siempre inacabado. De ahí que hoy la dimensión cognitiva de la memoria ya no sea solo la que emergió en los años sesenta como historia oral, sino una parte sustantiva de la historia social y cultural con vistas a una evaluación y selección de acontecimientos del pasado, que finalmente resultan de una peculiar economía política del recuerdo y el olvido.
Si bien se mira, los usos de la memoria ofrecen múltiples caras, y no es menos verdad, como nuestro historiador sugiere, que para algunos ha sido motivo preferido con miras al cultivo de identidades nacionalistas y la explotación mercantil del sufrimiento a través de la industria cultural de masas. Todo eso es cierto y también lo es, como puso de relieve Andreas Huyssen en los años noventa[45], que el afán memorial posee un efecto compensador de la falta de futuro y un fármaco contra la evaporación de los valores y el vertiginoso ritmo temporal de nuestra época. Pero, más allá de eso, nuestro autor se alinea, sin demasiados matices y apoyándose en los debates e interpretaciones sobre la Guerra Civil española y la dictadura de Franco (en las sucesivas representaciones de ambas), con los autores que han valorado el giro hacia la memoria como un fenómeno perturbador y negativo[46]. Sostiene que tal proliferación conceptual obedece al viraje culturalista ocasionado en la historiografía mundial tras la quiebra de los paradigmas explicativos de base socioeconómica, giro impulsado a su vez por la mundialización en el último cuarto del siglo XX de la rememoración del Holocausto y de otras grandes catástrofes de la centuria. En fin, en todo caso y más allá de sus juicios o de los nuestros, el auge de la memoria se corresponde con un fenómeno mundial que tuvo estrecha relación con la pleamar del posmodernismo, el triunfo de la subjetividad, el imperio del relativismo valorativo y el auge de la búsqueda de identidades culturales de carácter colectivo. S. Juliá mantiene una oposición de rechazo defensivo frente a esa lógica cultural de la posmodernidad que, como indicara en 1984 Fredric Jameson (Postmodernism, or The Cultural Logic of Late Capitalism)[47], no es más que la racionalidad inherente al capitalismo tardío, esto es, el espacio de posibilidades que ofrece el nuevo campo de fuerzas en el que se desenvuelve la circulación de ideas y conocimientos dentro de un nueva fase de mundialización.
Ahora bien, como es sabido, los noventa supusieron a escala mundial la globalización y extensión masiva de memory turn ya presente en la cultura de masas en las dos décadas anteriores en forma de estética retrochic, museización del pasado, asociacionismo conservacionista, movimientos de recuperación de señas de identidad cultural, etc.[48] No es fácil, desde una perspectiva crítica, mantener un juicio en un solo sentido, a favor o en contra, de este contradictorio viaje hacia la memoria. Más allá de preferencias personales sobre el mundo en el que vivimos, lo característico de la época actual es la complejidad del “régimen de historicidad”[49] que empapa nuestras vidas, estableciendo unas relaciones entre pasado, presente y futuro dentro de las que el presentismo (yo diría el instantaneísmo) sería el modo dominante que gobierna en las sociedades de nuestro tiempo. Empero el sistema de temporalidad de la posmodernidad es, por antonomasia, paradójico: “vacila entre la necesidad de la memoria y el vertiginoso avance del olvido”[50]. En realidad, vivimos en un tiempo sacrificado a la producción y circulación de mercancías que estrecha la experiencia vital del sujeto y corroe los valores más sagrados, de modo que, en cierto modo, el regreso al ayer suele convertirse en una manera de buscar anclajes ante la pérdida de sentido del presente y la desilusión respecto al futuro. Naturalmente, esa forma de compensación puede encontrar muchas plasmaciones vicarias en la cultura de masas, por ejemplo, la explosión museística (la patrimonialización del pasado) y el turismo cultural[51]. Pero esos lúdicos sucedáneos de atención al pretérito también se dan en el cultivo de la historia como profesión y en los géneros literarios y audiovisuales de contenido histórico[52]. No obstante, los impugnadores de estos afanes patológicos, nostálgicos y fetichistas respecto al pasado suelen hacer caso omiso de que la corriente profunda hacia la memoria también ha albergado usos críticos. Estos han nutrido una poderosa movilización y resistencia sin fronteras frente al capitalismo global y el imperio de la racionalidad instrumental.
Sin embargo, el profesor Juliá se pronuncia y se sitúa de manera radical contra esa cultura de la memoria que nos invade. En el caso español, con el auge de la “recuperación de la memoria” de la guerra y el franquismo en la dos últimas décadas, también se habría producido un uso inflacionario y oportunista al tiempo que se revisaba el balance político de la Transición y se ajustaban cuentas con la dictadura y la Guerra Civil[53]. Para él, como para R. Koselleck, la memoria solo depende de la experiencia personal por lo que sería un sinsentido que alguien, como la generación de los nietos de los que hicieron la guerra, pudiera recuperar la memoria de algo en lo que no participó[54].

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El Bierzo recuerda a ‘Los trece de Priaranza’ en el 15 aniversario de su exhumación. InfoBierzo 25 octubre 2015

En 1998 culminó el proceso que condujo a la aprobación, suscrita por ciento veinte países, entre ellos España, del Estatuto de la Corte Penal Internacional, símbolo de una justicia humanitaria de nuevo tipo cuya plasmación embrionaria fueron los tribunales contra los dirigentes fascistas al terminar la Segunda Guerra Mundial[55]. En ese contexto las guerras de la memoria (y de la historiografía sobre los momentos críticos de nuestra historia reciente) se hicieron muy visibles en el debate político en la España de los noventa. Precisamente el llamado olvido de las víctimas de la guerra y del franquismo dio en cuajar en un fuerte movimiento reivindicativo, que tiene su arranque, salvo esporádicos y dispersos antecedentes, en el descubrimiento en el año 2000 de los restos humanos contenidos en la fosa de Priaranza del Bierzo y la consiguiente constitución de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, que abre un fenómeno memorial todavía inconcluso. Ya a finales de los años noventa, el clima sobre estos asuntos había ido cambiando tanto en la arena política como en algunos trabajos de investigación pioneros sobre la llamada “memoria histórica”. Desde entonces se han multiplicado los movimientos y foros ciudadanos por la recuperación de la memoria, han abundado las investigaciones académicas sobre la violencia política en la España reciente, el espacio público se ha visto inundado de manifestaciones de una soterrada y explícita guerra de memorias sobre la Guerra Civil (por ejemplo, la “guerra de esquelas” en la prensa), e incluso se ha asistido a un intento neofranquista de revisar la historiografía dominante, cuya impronta ha venido siendo más bien favorable a la legalidad republicana. Estas tendencias hacia el conflicto de memorias se recrudecen durante el periodo de mayoría absoluta del Gobierno Aznar (2000-2004), culminando, tras la correspondiente alternancia política, cuando el Parlamento español declaró 2006 como año de la memoria y en el siguiente quedó aprobada, sin consenso entre los dos grandes partidos, la Ley 52/2007, conocida popularmente como Ley de Memoria Histórica, con la que se pretendía reparar los daños causados a las víctimas. La victoria electoral del Partido Popular en noviembre de 2011, la condena del juez Garzón en 2012 y la casi paralización de los imperativos legales de la Ley de 2007 no han podido evitar, sin embargo, que desde las Naciones Unidas y desde el derecho penal internacional (a iniciativa de una jueza argentina) se siga manteniendo viva, de la mano de las asociaciones y familiares de las víctimas, la guerra de memorias y la reclamación de dar satisfacción a los damnificados por la violencia franquista. Por otra parte, a nadie se le oculta que el clima político existente tras la crisis económica y política de los últimos años ha favorecido un cuestionamiento del régimen político del 78 y una cierta idealización de la España republicana.
Santos Juliá participó en los agrios debates que se suscitaron con motivo de estas batallas por el pasado, tratando de ofrecer una vía interpretativa reconciliadora y en cierto modo equidistante entre los argumentos procedentes de la izquierda y los esgrimidos por la derecha. En cualquier caso, su mirada se mostró severa, recelosa y muy atenta a que las políticas de memoria de los estados no lleguen a fundar una versión obligatoria de la historia, una memoria oficial y desde arriba para uso de los ciudadanos. El Estado, según Juliá, y ese fue el principal “error Zapatero”, está para garantizar la legalidad y, por ello, atender, por ejemplo,  a la búsqueda pública de víctimas enterradas en paradero desconocido, pero en ningún caso para estimular o aventar una “memoria democrática”, como supone la Ley 13/2007 del Memorial Democrático aprobada por el Parlament de Catalunya. El Estado, pues, ha de velar por la acción de la justicia, pero más allá de cualquier espíritu de venganza retroactiva como, a su modo de entender, se esconde tras las iniciativas y personas que piden, sin considerar la Ley de Amnistía de octubre de 1977, el enjuiciamiento de los responsables de la represión franquista. Más allá de precisiones sobre este asunto de la violencia, que nuestro historiador conoce bien[56], su posición contra la aplicación en España de las orientaciones del nuevo derecho transicional y del ámbito jurisdiccional del derecho penal internacional, basado en la no extinción de responsabilidades en los delitos de lesa humanidad, declarados como imprescriptibles, contribuyó a resaltar su posición de polemista enfrentado a temas tan de actualidad como la instrucción del caso de las víctimas del franquismo a cargo del juez Garzón o los relatos de las asociaciones de memoria histórica y los historiadores, juristas y expertos en diversos campos a ellas vinculadas[57].  En todo caso, llama poderosamente la atención la óptica excesivamente localista dentro del que se inscribe la perspectiva de nuestro autor tanto por lo que se refiere al nuevo derecho penal internacional (de obligado cumplimiento para cualquier país signatario de los tratados) como por la facilidad con la que pasa por alto toda la tradición intelectual que practicó un uso crítico de la memoria.
En realidad, la historiografía comprende una forma (no cualquier forma) de memoria social con sus reglas de verdad asentadas dentro de una comunidad profesional. El uso crítico del conocimiento hunde sus raíces en la tradición de la Escuela de Frankfurt, desde cuyos bordes W. Benjamin construyó un discurso sobre la historia en los antípodas del que practica Santos Juliá, quien maneja un concepto restringido y pobre de “crítica” (en tanto que tratamiento adecuado de fuentes y datos por el historiador), que se sitúa a muchas millas del continente de pensamiento heredero hoy de los grandes pensadores que pusieron en cuestión los fundamentos del mundo en el que vivimos. Llegados a este punto, parece oportuno formular una versión crítica y dialéctica de las relaciones entre historia y memoria. No demasiados historiadores nos ayudan a ello, aunque hay excepciones, desde luego[58]. La historia, en verdad, debe considerarse como una modalidad de la producción de conocimiento reglado, que justamente se encuentra con la memoria cuando acudimos y reclamamos el “uso público” del conocimiento histórico, dado que “el historiador es deudor de la memoria, pero actúa a su vez sobre esta, porque contribuye a conformarla y orientarla”[59].
Más allá de los indudables abusos de cierta sobredosis memorial e idealización mítica y meliflua, la verdad es que las luchas sobre el pasado son batallas en las que se juega el presente y se pone en cuestión el futuro. Y en ese juego entre proyectos de futuro, es donde conviene situar nuestra posición, desde dentro y fuera de la historiografía, a propósito de lo que deba ser el conocimiento histórico deseable y disponible, y sus necesarias e insoslayables relaciones con la memoria. A estas alturas, no se trata solamente de saber lo que sucedió, con exactitud positivista, sino de conocer cómo se percibieron y sufrieron esos acontecimientos[60]. Ahora bien, no hay inconveniente alguno, todo lo contrario, en exigir rigor empírico, pero no solo. La historia con memoria[61] que preconizamos, la nueva alianza de memoria e historia bajo el signo del pensamiento crítico, no debe renunciar ni a la exactitud del aparato metodológico del historiador ni a la experiencia del sufrimiento de los protagonistas. Ambos son estrictamente necesarios y están indisolublemente unidos a los requerimientos que exige una pesquisa genealógica sobre el origen de nuestros problemas sociales de hoy.
[1] Jürgen Habermas, “Sobre el uso público de la historia”, en La constelación posnacional (Barcelona: Paidós, 2000), 43-55. Y véase también otro opúsculo suyo muy complementario sobre la genealogía de la esfera pública, Historia y crítica de la opinión pública: la transformación estructural de la vida pública (Barcelona: Gili, 2004).
[2] Santos Juliá, Hoy no es ayer. Ensayos sobre la España del siglo XX, 5ª edición (Barcelona: RBA, 2010), 51.
[3]Ninguna narración histórica es inocente porque siempre es para alguien, tal como sostiene Keith Jenkins, Repensar la historia (Madrid: Siglo XXI, 2009).
[4] Santos Juliá, Historias de las dos Españas (Madrid: Taurus, 2004), 20.
[5]“Sólo el capitalismo hizo inevitable la libertad de discusión pública, asegurando una esfera autónoma…”, dice S. Juliá en Hoy no es ayer, 11.
[6] Un parte muy sustantiva de su obra tiene un lazo inextinguible con la vida y obra de Manuel Azaña, cuya culminación, tras dos notables ensayos biográficos salidos de su pluma, tuvo lugar con la edición en 2007 de los siete volúmenes de las obras completas del presidente republicano, quintaesencia de un intelectual capaz de sostener un proyecto político (el de convertir al Estado en instrumento democratizador y palanca de reformas mediante la alianza de la clase obrera y la burguesía liberal) más allá de las veleidades y el egotismo propio del campo intelectual. Véase Manuel Azaña, Obras completas (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 2007), y muy especialmente las palabras de presentación que recoge Santos Juliá en la presentación de su excelente biografía sobre el presidente republicano, Vida y tiempo de Manuel Azaña, 1880-1940 (Madrid: Taurus, 2008).
[7] John G. A. Pocock, Pensamiento político e historia. Ensayos sobre teoría y método (Madrid: Akal, 2011), 230.
[8] Editores y compiladores de la obra coral (de coro de elogios), La mirada del historiador. Un viaje por la obra de Santos Juliá (Madrid: Taurus, 2011).
[9] De un historiador, sin duda, muy especial. Nacido en 1940 en Ferrol y formado en espacios institucionales muy diversos (primero en su instituto de bachillerato sevillano, luego en el seminario para clérigos de la misma ciudad, más tarde en la universidad española, alemana y anglosajona, a caballo entre la sociología y la historia, etc.), el profesor Juliá acumuló un capital cultural copioso y variado que supo, en su momento, convertir en capital social. Su sólida e insólita formación, y su tardía carrera académica (su primer destino universitario data de 1979; su acceso a cátedra de Historia Social y del Pensamiento Político de la UNED no llega hasta 1989) favorece un estilo de pensamiento y un quehacer que le diferencian muy notablemente de los historiadores hispanos de entonces forjados en los estrechos márgenes de las humanidades más tradicionales. Forma parte, pues, del polo sociopolítico del campo de los historiadores hispanos. Su veta política y sociológica, junto a sus tempranas comparecencias en la prensa de ámbito nacional (desde 1980 en El País), ayudan a su transformación en uno de los ejes dominantes del discurso historiográfico, primero en clave cercana a la tradición marxista y después en otros acordes más atemperados, aunque siempre de notable ascendencia sociológica. Su libro Elogio de Historia en tiempos de Memoria (Madrid: Marcial Pons, 2011) traza una viva pintura testimonial acerca de su quehacer como “artesano en su taller”, siguiendo el género “confesiones de un historiador”, mostrándonos un expresivo retrato de la evolución y vicisitudes de su intensa y rica vida profesional.
[10] Este voluminoso texto es hijo de una ambición interpretativa encomiable aunque discutible. A través de sus páginas, se puede adivinar el apretado compendio de muchas de las pulsiones historiográficas y políticas que han sacudido la vida profesional de Santos Juliá.
[11] Santos Juliá, “Anomalía, dolor y fracaso de España”, Claves de Razón Práctica, 66 (1996), 21.
[12] S. Juliá, Hoy no es ayer, 25.
[13] Una irreverente y un tanto escandalosa versión de las sucesivas reconversiones del campo intelectual español de esos años puede verse, en forma esperpéntica, en Gregorio Morán, El cura y los mandarines. Historia del Bosque de los Letrados. Cultura y política en España, 1962-1996 (Madrid: Akal, 2014). Para una crítica de la crítica, puede consultarse mi reseña: El flagelo y la pluma. La metamorfosis de la intelectualidad antifranquista, 1962-1996, disponible en http://www.rebelion.org/noticia/Pidphp=596541. Como señala José Carlos Mainer, en libro escrito con Santos Juliá, El aprendizaje de la libertad, 1973-1986 (Madrid: Alianza, 2010), 88: “El Gobierno socialista significó…la plena intervención del Estado en la cultura y, por ende, la creación de un <<Estado cultural>> [así tildó Fumaroli la obra ministerial de J. Lang con Mitterand]. Muy pronto se habló de un próvido <<pesebre cultural>>, de la domesticación política de los intelectuales, de una tendencia general a la frivolidad y el compadreo”.
[14] Por ejemplo, Borja de Riquer terció en la cuestión matizando críticamente en un largo artículo de opinión, las posiciones “normalizadoras” del célebre manual de Juan Pablo Fusi y Jordi Palafox, España: 1808-1996. El desafío de la modernidad (Madrid: Espasa, 1997): “Sin duda, la discusión está servida y el tema da para mucho, pero frente a la tesis de la normalidad europea de España, yo me quedo con aquella frase con la que Ramón Carande definía lo que, en su opinión, había sido la historia de España en los siglos XIX y XX: <<Demasiados retrocesos>>, en Borja de Riquer i Permanyer, “Normal, pero no tanto”, El País (Madrid), 17 de marzo de 1998.
[15] “Este libro parte de una visión muy distinta: dicho con rotundidad, no admite la excepcionalidad española. En otras palabras, consideramos a España como un “país normal”. Eso no significa minimizar la gravedad de los problemas españoles en la historia: es demasiado obvio que España no tuvo, por decirlo de alguna forma, una evolución tranquila en los siglos XIX y XX, y que no se exagera cuando se interpretan algunos hechos de esa historia (y ante todo la Guerra Civil de 1936-1939) o como tragedias o como naufragios o, en palabras menos enfáticas, como fracasos colectivos” en Juan Pablo Fusi y Jordi Palafox, España: 1808-1996. El desafío de la modernidad (Madrid, Espasa Calpe, 1997), 11-12. Para un resumen muy complaciente de las tesis de S. Juliá, véase Miguel Martorell, “La pesada losa del fracaso español”, eds. J. Álvarez Junco y M. Cabrera, La mirada del historiador, 313-326.
[16] David Ringrose, España 1700-1900: el mito del fracaso (Madrid: Alianza Editorial, 1996).
[17] D. Ringrose, España 1700-1900, 23.
[18] Manuel González Molina, “Sobre los contenidos de una nueva historia de España”, Ayer, 30 (1998): 254-255.
[19] Walter Benjamin, El libro de los pasajes (Madrid: Akal, 2005), 481.
[20] S. Juliá, Hoy no es ayer, 302.

[21] Véase “Cosas que de la Transición se cuentan”, Ayer, 79 (2010): 297-319. Aquí Juliá sostiene que el anuncio de paradigmas explicativos sobre la Transición (la modernización, la globalización, la elección de elites y la democracia desde abajo) tienen bastante de flatus vocis ignorante de que muchos de esos enfoques ya estuvieron presentes en los primeros tratadistas. Verbigracia, en José María Maravall que en 1981 escribió su ensayo sobre La política de la transición, donde la movilización de masas ya ocupaba un lugar explicativo junto al protagonismo de las elites. El propio Santos Juliá siempre ha pretendido integrar sus trabajos de esta época, siguiendo la estela de Max Weber, dentro de una visión superadora del simple determinismo o del mero decisionismo.

[22] Juan Pablo Fusi, “Santos Juliá: una historiografía a la sombra de la democracia”, ed. J. Álvarez Junco y M. Cabrera, La mirada de un historiador, 154.

[23] Todo ello ante el estupor del historiador tradicional-humanista renuente, en su mayoría, a la teoría y poco dispuesto a posar la mirada sobre acontecimientos demasiado recientes y comprometedores. No es de extrañar que los trabajos como los de José María Maravall, La política de la Transición, 1975-1980 (Madrid: Taurus, 1981), tomaran la delantera y fueran una veta posterior inagotable Tampoco cabe sorprenderse que hoy el polo  sociopolítico de la historiografía española, representado por el mismo Juliá pero también por profesores universitarios como José Álvarez Junco, Antonio Elorza, Paloma Aguilar, Mercedes Cabrera, entre otros, ocupe un lugar prominente en la interpretación del pasado español.

[24] Transición y democracia (1973-1985), volumen X (2) de la Historia de España dirigida por Manuel Tuñón de Lara (Barcelona: Labor, 1991), 29-186, páginas estas dedicadas por S. Juliá a Sociedad y política.

[25] “Orígenes sociales de la democracia en España”, en Manuel Redero San Román (ed.), La transición a la democracia en España, en Ayer, 15 (1994). Compilación sintomática de cuando todavía la interpretación de la Transición no había descendido a los infiernos de la controversia irreconciliable.

[26] En el curso del debate que siguió al acto de presentación de su libro en la Facultad de Historia de la Universidad de Salamanca, Santos Juliá, en uno de los lances, se autocalificó de historiador tradicional y aseveró que su oficio consiste en hacer una narración documentada de sucesos del pasado. Esa evocación rankeana a relatar lo que realmente sucedió refleja la veta más “positivista” (que no es la mejor) de nuestro historiador.

[27] Santos Juliá, Un siglo de España. Política y sociedad (Madrid: Marcial Pons, 1999), 236.

[28] Se muestra especialmente cáustico en su artículo “Cosas que de la Transición cuentan”, Ayer, 79 (2010): 297-319.

[29] Originalmente publicado en Claves de Razón Práctica, 129 (2003): 14-24, es ahora el capítulo 12 de Hoy no es ayer…

[30] S. Juliá, Hoy no es ayer, 304.

[31] Sin entrar en los orígenes a los que se remontan esas voces, baste evocar algunos de los trabajos y persistentes denuncias del historiador Francisco Espinosa, por ejemplo, Contra el olvido. Historia y memoria de la Guerra Civil (Barcelona: Crítica, 2006). El mismo Espinosa es autor de “De saturaciones y olvidos. Reflexiones en torno a un pasado que no puede pasar”, Hispania Nova, 7 (2007),  http://hispanianova.rediris.es/7/dossier/o7d013.pdf. Una severa requisitoria contra las tesis del profesor Santos Juliá.

[32] S. Juliá, Hoy no es ayer, 325. Siguiendo a Henry Rousso, existiría una ley general de la memoria según la cual cada veinte o veinte y cinco años se modifica la percepción del pasado traumático, lo que en España coincide con la pérdida de posiciones y el desplazamiento del PSOE del Gobierno. Véase “Memoria, historia y política de un pasado de guerra y dictadura”, en Santos Juliá (dir.), Memoria de la guerra y del franquismo (Madrid: Taurus, 2006), 71. Quizás quepa objetar que, si no había pizca de olvido o desatención de las víctimas, no se entiende por qué los nietos se plantean el problema. No se comprende tampoco en este trabajo la falta de consideración de la obra de Julio Aróstegui y otros historiadores menos beligerantes con las supuestas o reales patologías de la memoria (colectiva).

[33]  El 19 de noviembre de 1995 los resultados de una encuesta de Demoscopia para El País se publicaban bajo un elocuente titular: “20 años después. La Transición sube al cielo”. Y se añadía: “Veinte años después de la muerte de Franco los españoles han decidido enterrar sus recuerdos con benevolencia. El franquismo es percibido por el 63% de los jóvenes como una etapa que tuvo cosas buenas y malas. La Transición constituye un orgullo para el 82% de los ciudadanos”.

[34] Por ejemplo, las declaraciones de Felipe González a Juan Luis Cebrián en el libro El futuro no es lo que era. Una conversación (Madrid: Aguilar, 2001) sobre las responsabilidades de sus gobiernos por no haber atendido debidamente los derechos y reparaciones de los vencidos. Una generación más joven y más ligera de equipaje, gente vinculada al campo literario, ha inventado un lugar intermedio entre la “Transición perfecta y Transición putrefacta”. Véase por ejemplo el artículo de Jordi Gracia, “Guerra de mitos”, El País (Madrid), 17 abril 2013, o Javier Cercas, “La izquierda y la Transición”, El País Semanal (Madrid), 4 marzo de 2012.

[35] El molde del pasado nacional acuñado por la derecha política ha sufrido, desde la Transición, una reacomodación estratégica, de forma que posibilitara conciliar regímenes de verdad hasta entonces antagónicos (el nacionalcatolicismo franquista de raíz menendezpelayista y el liberalismo nacionalista-constitucionalista en versión neoliberal). La repesca imposible de Azaña por José María Aznar dentro de lo que llamó la “segunda transición”, o las madrileñas conmemoraciones del bicentenario de 1808 pueden ser un ejemplo de la apropiación de la tradición liberal, cuyo máximo techo se sitúa cuando en las ponencias del XIV congreso del PP en 2002 se manejó el habermasiano concepto de patriotismo constitucional frente a los patriotismos culturales de la llamada periferia.

[36] S. Juliá, “Anomalía, dolor y fracaso de España”, 21.

[37] Naturalmente, nos referimos a sus tesis Sobre el concepto de historia (1940). De las ya varias versiones en castellano, véase la comentada por Manuel Reyes Mate, Medianoche de la historia (Madrid: Trotta, 2006). Así comienza su tesis VI: “Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo como verdaderamente ha sido. Consiste, más bien en adueñarse de un recuerdo tal y como brilla en el instante de un peligro”. O sea, conocer el pasado con la conciencia y el recuerdo del peligro de que quienes han vencido no han dejado de hacerlo.

[38] El País (Madrid),  6 de diciembre de 2014.

[39] Aborrecimiento que es un lugar común en la derecha española y en ciertos intelectuales como Fernando Savater y no pocos intelectuales adscritos a El País.

[40] Santos Juliá, Elogio de Historia en tiempo de Memoria (Madrid: Marcial Pons/Fundación Alfonso Martín Escudero, 2011).  El libro contiene además una interesante narrativa autobiográfica del itinerario profesional del autor. Escribí una reseña sobre este libro en Studia Historica, 30 (2012): 290-294.

[41] S. Juliá, Elogio de Historia, 227.

[42] Entre el mundo de los filósofos, en cambio, la categoría de “memoria” ha ocupado un lugar central en las especulaciones de diversas escuelas de pensamiento contemporáneo. Su importancia en la hermenéutica de H. G. Gadamer o P. Ricoeur está fuera de toda duda, como también sucede con la Teoría Crítica de W. Benjamin, T. W. Adorno o M. Horkheimer. Y en España cabe mencionar los frutos del proyecto colectivo La Filosofía después del Holocausto, emprendido en los años noventa y dirigido por Manuel Reyes Mate, de cuya importante obra se puede leer una semblanza en VV. AA., “Reyes Mate. Memoria histórica, reconciliación y justicia”, Antrhopos, 228 (2010). Y también, cada vez en mayor medida y a pesar de los pesares, se cultiva el tema de la memoria dentro del campo intelectual de los historiadores españoles, a veces atinadamente y de forma monográfica, como demuestra el libro de Eduardo González Calleja, Memoria e historia. Vademécum de conceptos y debates fundamentales (Madrid: Catarata, 2013). Incluso ya hay obras colectivas, como la dirigida por Rafael Escudero Alday, Diccionario de la memoria histórica. Conceptos contra el olvido, (Madrid: Catarata, 2011), que, desde distintas disciplinas, se reflexiona sobre el abanico semántico del asunto.

[43] Rechazo que no existe en una venerable tradición historiográfica que ya está activa en Marc Bloch y que, en nuestro tiempo, prosigue en Peter Burke, Enzo Traverso o Dominick LaCapra, por poner tres ejemplos altamente significativos. El primero saludó positivamente en 1925 el concepto de “memoria colectiva” de su compatriota Maurice Halbwachs, “Mémoire collective, tradition et coutume. À propos d´un livre récent”, Revue de Synthèse  Historique, XL, 118-120 (1925): 73-83. Si bien señala un punto de “antropomorphisme un peu vague”, no ve motivo para hacer ninguna objeción seria “à parler de <<mémoire collective>> comme de <<représentations>> ou <<conscience>> collectives” (p. 78). Por su parte, E. Traverso juzgaba que “oponer radicalmente historia y memoria era una operación peligrosa y discutible”, en El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria y política (Madrid: Pons, 2007), 31. De igual modo, D. LaCapra abogaba por su complementariedad en Historia y memoria después de Auschwitz (Buenos Aires: Prometeo, 2008). En la misma línea de complementariedad se sitúa la posición de María Inés Mudrovcic, Historia, narración y memoria. Los debates actuales sobre Filosofía de la Historia (Madrid: Akal, 2005), 122, obra en la que defiende la memoria como substrato de la historia, evocando las aportaciones de la tradición hermenéutica de Gadamer o Ricoeur a la hora de atribuir a la memoria una responsabilidad de primer orden en la construcción del saber histórico.

[44] P. Burke, “La historia como memoria colectiva”, 66.

[45] Andreas Huyssen, En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización (México: FCE, 2002).

[46] El profesor S. Juliá tiene, además del libro ya citado, otros trabajos sobre esta materia, que siguen una línea argumentativa de la memoria como ancilla historiae. Así, “Bajo el imperio de la memoria”, Revista de Occidente, 302-303 (2006): 7-20. O también “Por una autonomía de la historia”, Claves de Razón Práctica, 207 (2010): 8-19. Más recientemente, “Por una historia de la memoria”, Letra Internacional, 117 (2013): pp. 69-76. A todo ello se añaden sus colaboraciones en El País, donde menudean, directa o indirectamente, los dardos lanzados contra los abusos de la memoria y a favor de la historia como relato científico del pretérito. Véase también un buen resumen de sus posiciones sobre este y otros temas en Gonzalo Pasamar y Roberto Ceamanos, “De historia y memoria, una entrevista con el profesor Juliá”, Historiografías, 3 (2012): 89-98.

[47] En 1984 apareció como artículo en la New Left Review, 146 (1984): 52-92. Se editó versión española en Paidós en 1991.

[48] Para un exhaustivo análisis de la prehistoria de los movimientos hacia la memoria de carácter popular, véase Raphael Samuel, Teatros de la memoria. Pasado y presente de la cultura contemporánea Valencia: (PUV, 2008). Para un acercamiento más parecido al de Juliá, consultar Margaret Macmillan, Usos y abusos de la historia (Barcelona: Ariel, 2014).

[49] François Hartog, Régimes d´historicité. Présentisme et expérience du temps, (Paris. Seuil, 2003).

[50] A. Huyssen. En busca del futuro perdido, 154.

[51] Aquí es inevitable citar el magnífico libro de David Lowenthal, El pasado es un país extraño (Madrid: Akal, 1998).

[52] Valga citar como muestra que en 1979 el serial televisivo americano, Holocaust, causó en Alemania el efecto de un despertador popular de la memoria acerca de las atrocidades del nazismo.

[53] Se suele decir que el libro de Paloma Aguilar, Memoria y olvido de la Guerra Civil española (Madrid: Alianza, 1996), rehecho y reeditado con el título de Políticas de la memoria y memorias de la política (Madrid: Alianza, 2008) significa un hito historiográfico que sienta un precedente y abre la puerta a la proliferación de indagaciones sobre el tema de la memoria histórica en España. Junto a esta historiadora, perteneciente como Juliá al polo sociopolítico del campo historiográfico español, cabe citar a otros miembros del campo pertenecientes al polo contemporaneísta de historiadores del tiempo reciente, como Julio Aróstegui y Josefina Cuesta, que desde esa década introducen la problemática dualidad “memoria  e historia” en sus trabajos. Esta última culmina sus pesquisas con La odisea de la memoria. Historia de la memoria en España. Siglo XX (Madrid: Alianza, 2008); el profesor Aróstegui, por su parte, reflexiona sobre el tema de la memoria y la historia del presente en su obra La historia vivida. Sobre la historia del presente (Madrid: Alianza, 2004). Él mismo fue el primer director (entre 2004 y 2013) de la Cátedra de Memoria Histórica del siglo XX, iniciativa muy expresiva del progresivo acercamiento en España de la historiografía al tema de la memoria histórica. Como lo es también, entre otros eventos, la inauguración el 18 de marzo de 2015 en Salamanca del Centro Documental de la Memoria Histórica. Por su parte, la revista Studia Historica, 32 (2014): 263-268 dedica un monográfico a La Guerra Civil, donde incluye un artículo sobre “La cultura de la memoria. Nuevo balance bibliográfico”), cuyo autor, Ángel Luis López Villaverde, realiza el típico estado de la cuestión, acerca de las distintas posiciones de los historiadores españoles sobre las relaciones entre historia y memoria.

[54] Este y otros extremos dieron lugar a un interesante debate en 2007 con el historiador Pedro Ruiz Torres en Hispania Nova. Revista de Historia Contemporánea, 7 (2007), uno de los muchos que han suscitado los trabajos y pronunciamientos públicos de S. Juliá contra el uso de la memoria como arma política en nuestros días. Valga como ejemplo su posición acerca de las iniciativas del juez Garzón para tomar en consideración las denuncias por desapariciones durante la guerra y el franquismo. En fin, él juzga las ofensivas contra la Ley de Amnistía de octubre de 1977 como una faceta más de la argentinización de la vida política española.

[55] En ese año de 1998 ocurrió el intento del juez español Baltasar Garzón de juzgar a Pinochet con ocasión de su estancia en Londres. La operación no culminó con éxito práctico inmediato, pero sí alcanzó una enorme repercusión dentro y fuera de España, y supuso un acicate a favor de los principios de justicia universal contra la impunidad.

[56] Fue coordinador del libro pionero, Víctimas de la Guerra Civil (Madrid: Tecnos, 1999). Un género llamado a tener un importante desarrollo posterior, convirtiendo el tema de la violencia extrema de la guerra y el la dictadura franquista en un objeto de investigación cada vez más transitado y mejor conocido. Todavía en 1999, sesenta años después del fin de la guerra, era un territorio muy incompletamente documentado.

[57] En “Pedestal para el juez”. El País (Madrid), 28 de febrero de 2010, dos años antes que el aludido jurista fuera puesto fuera de circulación y derribado del pedestal, S. Juliá atacaba la inconsistencia histórica y jurídica de la instrucción judicial realizada por B. Garzón.

[58] Entre ellas, además de las citadas en el texto, conviene referirse a la obra de la historiadora argentina María Inés Mudrovcic, Historia, narración y memoria (Madrid: Akal, 2005), 119, en la que se defiende la tesis de que “la memoria es el substrato y condición de posibilidad del pasado objetivado por la investigación histórica, ya que la historiografía emerge de la misma como una forma específica de práctica humana”. Esta tesis de la memoria como matriz de la historia es propia de la hermenéutica. Véase la obra de P. Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido (Madrid: Trotta, 2003), expresión de las posiciones favorables a una reconsideración del valor de la memoria en relación con la historia.

[59] E. Traverso, El pasado instrucciones de uso, 37.

[60] Alejandro Martínez Rodríguez, La paz y la memoria (Madrid: La Catarata, 2011), 49. Este libro contiene un documentado resumen, a modo de sucinto estado de la cuestión, de los muchos prismas que ofrece hoy el estudio de la memoria en las ciencias sociales. A pesar de lo que queda por andar, la memoria es tema de creciente cultivo en la historiografía española, Véase como síntoma la obra colectiva dirigida por Gonzalo Pasamar (ed.), Ha estallado la memoria. Huellas de la Guerra Civil en la Transición a la democracia (Madrid: Biblioteca Nueva, 2014). Libro que es hijo del correspondiente proyecto de investigación.

[61] Hemos desarrollado ampliamente este concepto en nuestro trabajo “Historia con memoria y didáctica crítica”, Con-Ciencia Social, 15 (2011):15-30.

 

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