El silencio no detiene la ocupación y el genocidio de Gaza
Conversación sobre la historia
Carlos Gil Andrés
Profesor de historia. IES Inventor Cosme García
En el campo central de Auschwitz el visitante encuentra lo que ya ha visto muchas veces sin verlo. El letrero de la entrada, los barracones de piedra y ladrillo, las galerías de fotos, el hospital de los experimentos médicos, el sótano con la cámara de gas, el callejón de las ejecuciones, las salas donde se amontonan cientos de maletas, miles de zapatos y de gafas, el detalle de las ropas infantiles, el espacio que ocupan dos toneladas de pelo femenino. La colección de horrores esperada.
Tuvimos suerte este pasado mes de agosto. Entramos a las 18,45 horas, en el último pase del día, a salvo de la aglomeración de grupos de turistas, del abuso de las fotos y las voces. Apenas éramos treinta o cuarenta personas dispersas, en silencio, por los caminos de grava que separan los edificios y bordean las alambradas y las torres de vigilancia. El conjunto encoge el ánimo, pero no pierde las dimensiones de lo humano. Todo se alcanza con la vista. El campo, construido en la primavera de 1940, es como una pequeña ciudad industrial pensada para albergar de doce a veinte mil prisioneros.
Pero Auschwitz fue mucho más. Al campo central se le unió en 1941 el campo de exterminio de Birkenau (Auschwitz II) y en 1942 el campo de trabajo forzado de Monowitz (Auschwitz III). Al final, la llamada zona de interés era un complejo sistema con más de 40 subcampos, comandos externos y fábricas, un ejemplo abrumador de la capacidad de explotación y represión del Tercer Reich.
La entrada a Birkenau es inconfundible. La explanada verde, las vías de tren que se dirigen hacia un edificio oscuro y desaparecen bajo el arco de la torre central. Llegamos casi corriendo. El portero que nos revisa las entradas mira su reloj con cara de fastidio. Somos los últimos visitantes. El sol desaparece detrás de una banda de nubes que, en medio de la planicie polaca, parece que hunden con su peso la raya iluminada del horizonte.
Birkenau sí impresiona. Dentro del campo hay diez kilómetros de caminos, trece kilómetros de vallas, más de trescientos barracones que llegaron a contener al mismo tiempo a noventa mil prisioneros. Sobrecoge la inmensidad del mal absoluto que representa. No recuerdo una sensación así, como de agobio en el pecho, a campo abierto. En esta hora del crepúsculo huele a hierba húmeda, a madera mojada. Huele a quemado en las ruinas aplastadas de los hornos crematorios y las cámaras donde, en la primavera de 1944, se llegaron a gasear a diez mil personas diarias. Más de un millón de seres humanos asesinados en total, novecientos mil de ellos judíos.
Uno de los supervivientes, Primo Levi, volvió a Auschwitz en 1965 y escribió después, en un apéndice de Si esto es un hombre, la «angustia violenta» que sintió al entrar en Birkenau. «Aquí nada cambió. Había barro y sigue habiendo barro, o en verano un polvo que sofoca; los barracones están tal cual, bajos, sucios, hechos de tablones mal ensamblados y con el suelo de tierra apisonada; no hay literas sino tableros de madera desnuda, hasta el techo. Aquí nada ha sido embellecido».
Nosotros entramos en los barracones con la luz del móvil, como si descubriéramos un lugar abandonado. La oscuridad interior parece un abismo sin fondo. Un vacío que comprime la garganta y el estómago. Enseguida buscamos la salida, la última claridad del día. Somos los últimos visitantes que abandonan el campo. Cuando llegamos al aparcamiento exterior nos alcanza la noche como el fundido en negro del final de una película. Miro a mis hijas y ellas me miran en silencio, enmudecidas, con los ojos enrojecidos.
No sé qué decir. Apenas una pregunta en voz alta. ¿Cómo es posible que alguien, con un mínimo de humanidad, pueda ser un verdugo después de conocer esto? ¿Cómo es posible que los dirigentes israelíes, descendientes de estas víctimas, se hayan convertido en victimarios?
Israel es un Estado vinculado desde su nacimiento al Holocausto, a la Shoah, el proyecto alemán de exterminio de los judíos de Europa. Pero a partir de los años sesenta del siglo XX, como cuenta Pankaj Mishra en El mundo después de Gaza, Israel dejó de ser David y se convirtió en Goliat: una potencia expansionista, belicosa, basada en un etnonacionalismo que justifica una política genocida contra otro pueblo de perseguidos, los palestinos, muchos de ellos refugiados en su propia tierra.
El Estado israelí se ha apropiado la memoria de la Shoah, la ha privatizado como si las víctimas fueran suyas, como si lo ocurrido fuera una cuestión entre los judíos y sus enemigos, entre un «nosotros» y un «ellos». Ha sacado una lección perversa de Auschwitz: el mundo se divide en fuertes y débiles y solo los más fuertes y los que golpean primero consiguen sobrevivir, incluso a través de la limpieza étnica y los asesinatos masivos de civiles indefensos.
Lo que está pasando en Gaza no es solamente la destrucción cruel del pueblo palestino. Es también la ruptura de la esperanza surgida a partir de 1945 de que, al menos en las sociedades democráticas, era posible construir unas relaciones internacionales basadas en unas normas comunes mínimas y en el respeto a los derechos humanos.
La memoria de Auschwitz es universal. Lo que ocurrió allí fue un brutal atentado contra la esencia de nuestra condición humana. La prueba de lo que es capaz de hacer un Estado moderno y civilizado, apoyado por una parte importante de su población ―seres humanos absolutamente normales― en el nombre de la nación, la raza, la religión, la clase o la cultura.
El grito en la noche de Birkenau tiene que ser un nunca más, pero un nunca más para nadie.
Fuente: La Rioja 14 de septiembre de 2025
Portada: entrada del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau (foto: Robert Michael/dpa-Zentralbild/dpa/The Guardian)
Ilustraciones: fotografías del autor
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