El silencio no detiene la ocupación y el genocidio de Gaza

Conversación sobre la historia


 

 

Alejandro Pérez-Olivares

 

Introducción

«No comencemos por el comienzo, ni siquiera por el archivo…».
(Jacques Derrida: Mal de archivo).

 

Este libro es fruto de una investigación sobre el uso policial de la información, una exploración particular de un fenómeno que recorre ampliamente nuestro presente y nuestro pasado. Pero las páginas que siguen suponen, sobre todo, la articulación de miedos, frustraciones y esperanzas desde, al menos, la primavera de 2019. Entonces empezaba a agotar, en términos académicos, un ciclo que al año siguiente se materializó en la publicación de mi tesis sobre la ocupación militar de Madrid al final de la guerra civil, la íntima relación entre la violencia y el espacio urbano, la definición de las formas diversas que adoptó entonces el control social. En términos personales, yo era profesor en Francia, y viviendo en otro país asistí en primera persona al reforzamiento del orden, al progresivo afianzamiento de lo policial como instrumento de gobierno del espacio público. Estas ideas, que han terminado por adoptar la forma de un libro, empezaron a caminar en Lyon. Y el eco de sus pasos me devuelve a la rue Salomon Reynach, en mi antiguo barrio de Guillotière, donde comenzaban a hablar las fachadas de los edificios: «Moi, aussi, j’ai peur de la Police». Escuché muchas veces ese grito en directo, una de tantas consignas coreadas en aquellas manifestaciones en las que pretendimos retener la edad de jubilación dentro del consenso político del «bienestar». «Yo también tengo miedo de la Policía».

Por eso me he atrevido a empezar esta introducción desde el «yo», compartiendo una anécdota familiar. Pero quizá lo importante no sea tanto ubicar esa anécdota en un tiempo y un espacio concretos, sino rastrear la densidad de su significado. La pregunta retórica de mi padre aparece, así, enmarcada en la desconfianza y la sospecha como operadores políticos, como disparadores de programas de gobierno de nuestro ahora colectivo. El peso de la desconfianza que, poco a poco, ha empezado a definir nuestra época. La relevancia social de la identificación de las personas, la exposición pública de nuestra intimidad. Qué decidimos mostrar, qué seguimos prefiriendo ocultar. Cómo nos relacionamos con un poder que hace de la gestión de la información la base de la delimitación de los comportamientos permitidos, de la justificación de los gestos proscritos. Y, sobre todo, cómo se proyecta esa realidad tan cotidiana, tan porosa, hacia el pasado, para reconstruirlo desde preguntas que tratan de ser útiles en el presente. Este es, por tanto, un libro de historia. Quien lo escribe, un profesor e investigador cuyos intereses se han centrado en la construcción violenta de la dictadura franquista. ¿Qué relación existió entre la formación de sus cuerpos y fuerzas de seguridad y su particular manejo de la información? ¿Cómo se pueden trascender las disposiciones legales, las propias claves institucionales de la Policía, para entender su funcionamiento? ¿Hacia dónde nos conducen estas cuestiones?

A lo largo de estas páginas, entiendo el control policial en sentido amplio, como una forma de estructurar el orden social desde el poder político. Más allá de la mayúscula del término «Policía», que muchas veces limita su análisis al protagonismo de la propia institución, pensar lo policial trascendiéndola supone entender su actuación dentro de un sistema de control más general. Permite llamar la atención sobre las conexiones entre organismos estatales para cumplir con su función y resaltar su propia historicidad. Más allá de sus símbolos, como el uniforme, de su cometido en la defensa del orden público y de su autoridad, a priori incontestable, la exploración histórica de lo policial permite entender la diversidad de sus manifestaciones y denominaciones en el pasado. Police, Policei, Polizei. La palabra se extendió por Europa desde el siglo XV, asociando «buen orden» a la reglamentación de la vida social. La conflictividad en el tránsito de la Baja Edad Media a la Edad Moderna conllevó la necesidad de estructurar nuevos medios y nuevas prácticas para dar consistencia al orden político. Surgió un nuevo concepto que dio sentido a aquel proceso, que en la modernidad occidental acabó colmatado en una declaración precisa: «la ciencia de gobernar hombres». La cita procede de la definición que Jean-Charles Lemaire, comisario general de la policía de París, acuñó en 1770. Para entonces, la certeza de que la instauración del orden político era tarea del soberano, y que no era un correlato de ningún orden natural del mundo, estaba ya plenamente asentada. El Leviatán, aquel monstruo bíblico que a mediados del siglo XVII Thomas Hobbes rescató tras la Guerra de los Treinta Años para justificar el poder ordenador del Estado, pasó a la contemporaneidad como defensor de la utilidad social y de la propiedad privada[1].

Antes de que el gobierno de los hombres se declinara como una ciencia social, quizá la primera, y en paralelo a la asimilación del Estado como un monstruo necesario, el Archivo surgió como una institución también indispensable para el control del territorio y de la población que lo habitaba. La obligación de producir información, convertirla en documento y gestionarla a partir de categorías abstractas y prácticas concretas recorrió el Antiguo Régimen, desde su origen medieval a su máxima expresión durante el «Despotismo Ilustrado» del siglo XVIII[2]. La producción documental fue un temprano reflejo de la pulsión de control, del ejercicio del poder del Príncipe, ya fuera en su versión monárquica o republicana. El dominio de ese conocimiento específico empezó a asimilarse a un arcano, a un secreto máximo, a un saber crucial reservado a unas personas escogidas, íntimamente relacionadas con los asuntos de gobierno[3]. El Archivo se tornó en arkhé, en origen del propio ejercicio del poder. Arkhé, arcano y arconte, sinónimo de «gobernante» en la antigua Grecia. Las tres palabras comparten raíz léxica con la palabra «archivo».

En este sentido, y desde la disolución del Antiguo Régimen a la progresiva articulación del Estado contemporáneo, la definición de las conductas permitidas y la sanción de los comportamientos delictivos ha implicado la producción de documentos y su gestión a través del Archivo como institución. La concreción de su efectividad a lo largo del siglo XIX se explica en términos de financiación, estructuración de plantillas, creación de culturas corporativas y empleo de tecnologías de procesamiento de la información cada vez más complejas y efectivas[4]. En el tránsito al siglo XX, el auge de la policía científica como una herramienta auxiliar de las recién creadas brigadas de investigación criminal apeló a la necesidad de desarrollar modernos sistemas de clasificación de la información. Puede que el mayor ejemplo de este reto se encontrara en Estados Unidos, y que se deba concretar en la transición entre la Oficina de Investigación, creada en 1908, y la Oficina Federal de Investigación (FBI). A la primera llegó un joven funcionario que, procedente de la División General de Inteligencia del Departamento de Justicia, había demostrado el éxito de combatir la «subversión» política y el «extremismo» ideológico a través de un sistema de clasificación basado en tarjetas. A partir de 1924, y ya más conocido por su apellido y su segundo nombre, J. Edgar Hoover incorporó al Archivo del FBI un sofisticado sistema de referencias cruzadas como director[5].

Fue en el primer tercio del siglo pasado cuando los estados asumieron de manera evidente el desafío de renovar la identificación de la sociedad con el régimen político. Los primeros síntomas fueron el crecimiento urbano y el anonimato asociado a este proceso, la multiplicidad de los espacios de ocio y de las actitudes que debían ser vigiladas, la articulación de sistemas de transporte que hicieron más complicado el control de la movilidad[6]. La crisis de los regímenes liberales en el mantenimiento del orden público también se manifestó con la amenaza de la «revolución» procedente de Rusia y el advenimiento de los fascismos en el corazón de Europa. Definir quién pertenecía a la comunidad política, registrar la nómina de colaboradores del partido único y, por encima de todo, sistematizar la persecución de la población fuera de esos márgenes explica el extraordinario desarrollo de los archivos bajo las dictaduras de la época de entreguerras. Como ya sugirieron hace años Götz Aly y Karl Heinz Roth para el caso de la Alemania nazi, «documentar, archivar y procesar» es una trilogía de verbos que puede resumir de una manera precisa la década entre 1933 y 1945[7].

 

Marcelino de Ulibarri y Eguilaz (1880-1951), responsable de la Delegación Nacional de Asuntos Especiales (1937–1938), la Delegación del Estado para Recuperación de Documentos (1938–1944) y el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo (1940–1941), 1º por la izquierda, sentado, en la Junta Central Carlista de Guerra Carlista de Navarra en 1936 (foto: Wikimedia Commons)

Parece más que evidente la relación entre el Archivo y la Policía, entre dos de las principales instituciones que han articulado gran parte de las políticas de control del Estado desde su misma formación. Sin embargo, ¿somos conscientes de ello cuando entramos a una sala de investigación con la intención de reconstruir ese mismo pasado? Aunque el incremento en la producción de documentos recorra la progresiva construcción del Estado contemporáneo, asociado a la diversificación de las tareas de gobierno, cabe recordar que los archivos no son el lugar de la «exactitud» o de la «totalidad»[8]. ¿Son los archivos los que nos engañan desde tales pretensiones o somos nosotras y nosotros quienes aún esperamos «recuperar» el pasado desde esas mismas coordenadas? En su exploración del auge de la memoria en las décadas finales del siglo XX, Jacques Derrida ubicó en la conciencia de la violencia totalitaria y sistematizada la pulsión del registro total. Que todo fuera archivado ayer para hacer posible el horror, que nada se pierda para poder recordarlo hoy[9]. Se conjuraba así la sensación de un tiempo perdido, pero a costa de asumir casi acríticamente la concepción de un poder omnímodo; de hacer propia, también desde el presente, la falsa ilusión de poder documentar todo.

El «mal de archivo» derridiano fue el punto de partida de lo que se ha dado en llamar «giro archivístico», esto es, la progresiva toma de conciencia de las diferentes expectativas, funciones, tecnologías, prácticas y usos que el Archivo ha concitado a lo largo del tiempo. O, si se prefiere, la «concepción de los archivos no como repositorios históricos simplemente, sino como un complejo de estructuras, procesos y epistemologías»[10]. El paso de considerar la documentación de archivo únicamente como «fuente» a identificar el propio Archivo como un objeto de estudio tuvo dos consecuencias principales. La primera fue el progresivo empoderamiento de las y los archivistas, que empezaron a considerar su rol activo en la [11]. La segunda fue la asunción de que los archivos no sólo son instituciones claves para la «recuperación» del conocimiento sobre el pasado, sino actores principales en la generación[12].

En realidad, muchas de estas líneas están escritas por otras personas antes que yo, antes de que gran parte de los documentos que basan esta investigación fueran incluso producidos, clasificados e instalados en cajas. De hecho, la mayor dificultad de esta reflexión que he intentado articular consiste en despegarse de los propios documentos, de las intenciones que estuvieron presentes antes de su misma creación y que solemos llamar «poder», de las manos que decidieron conservarlos y archivarlos para ejercerlo. Apoyándome en la potencia de la llamada «archivística histórica», busco analizar la producción de información de las instituciones, su transformación en documentos y archivos, y comprender las formas en que éstos fueron utilizados[13]. Una cuestión aún más relevante si, una vez convertida en documento, esa información fue movilizada como una expresión de la violencia de estado. Como recordaba hace unos años Mariana Nazar, pensar los documentos de archivo como «el sedimento del accionar continuado de las instituciones» nos emplaza a no olvidar una realidad inapelable: si los papeles que estudiamos sustentan en el presente la memoria de esas instituciones, en el pasado significaron el intento de fijar a la población en intenciones, comportamientos y gestos concretos[14]. Desde que estas ideas tomaron forma en mi cabeza las he imaginado asociadas a la luz de un foco que se enciende y se apaga, una luz inquisidora que sabe bien a dónde apuntar. Una luz nada inocente. ¿En qué medida seguimos iluminando el pasado con esa luz cuando pensamos, documentamos y escribimos un libro de historia? ¿De qué formas diversas podemos llegar a ser cómplices de esa misma violencia?

Eduardo Comín Colomer en el Archivo Fotográfico durante su visita a la sede de la Agencia EFE en Madrid, el 1 de abril de 1965

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«Boletín Oficial del Estado. Burgos, 31 de enero de 1938. Número 467.

Gobierno del Estado.

LEY.

Exposición:

La Ley de 1º de octubre de 1936 creó, como órganos principales de la Administración Central del Estado, la Junta Técnica con sus Comisiones, el Gobernador General del Estado, las Secretarías de Relaciones Exteriores y General del Jefe del Estado.

Con posterioridad se agregó la Secretaría de Guerra. […]

La rapidez con que hubo de proveerse a la organización embrionaria del Estado, imprimió a ésta, de modo necesario, un carácter de provisionalidad. En la actualidad la insuficiencia de aquella organización es notoria, tanto si se la considera en su constitución cuanto si se atiende a su funcionamiento»[15].

El texto no tenía título porque el Estado no nace del papel, ni siquiera de uno que está acostumbrado a soportar el peso de la ley. En los meses previos, su forma había ido modelándose por la centralización del monopolio de la violencia, el desarrollo de una potente burocracia administrativa y la limitación de la competencia política[16]. El día anterior a que esas líneas aparecieran en el Boletín Oficial del Estado, expresión creada por el régimen que pretendía nacer entonces, se había reunido el primer consejo de ministros presidido por el Generalísimo Franco. Tan sólo tres meses después, a finales de abril de 1938, se creó por decreto la Delegación del Estado para la Recuperación de Documentos, con la misión de «recuperar, clasificar y custodiar todos aquellos documentos que en la actualidad existan en la zona liberada procedentes de archivos, oficinas y despachos de entidades y personas hostiles y desafectas al Movimiento Nacional»[17]. El mismo tipo de papel, el que hacía del uso de la violencia una realidad aparentemente legítima, consagraba la misión de atrapar otros papeles. Nacía así un proyecto de archivo policial, dependiente del Ministerio de Interior, una de tantas instituciones con el propósito de redimir las insuficiencias del funcionamiento de un Estado forjado durante una guerra civil. Estado y Archivo parecían nacer a la vez. Y aparentaron morir el mismo año. En abril de 1977, otro decreto suprimió los «organismos del Movimiento que, dentro de la estructura vigente, tengan atribuidas funciones o actividades de carácter político en todo el territorio nacional»[18]. En noviembre se publicó el texto que ordenaba el traspaso al Ministerio de Cultura de los documentos consagrados, de un modo u otro, a definir el delito político durante la dictadura[19].

Las páginas que ahora comienzan no están dedicadas a explicar la violencia franquista desde el Archivo, construyendo un argumento racional y ordenado, como es habitual en un libro de historia. Éste lo hace a través del propio Archivo, de sus categorías y procedimientos, tomándolos como objetos de estudio, pensándolos como herramientas que hicieron posible la violencia misma capturando a las personas en una imagen que se pretendía fija, inamovible. Contamos ya con algunas intuiciones en este sentido. Textos que han indagado en la ilusión totalizadora de la documentación sistematizada, en la subjetividad inherente a la representación de la sociedad que proyectan los archivos policiales y judiciales. Sabemos que las voces conservadas ahí son testimonios recogidos, usualmente, a pesar de sus protagonistas. Sospechamos que sobre cualquier relato histórico se posan las huellas del poder en el pasado[20]. Sin embargo, para diferenciar entre «testimonio», «huella», y «documento», para dejar de considerar éste último únicamente como fuente para la investigación y trazar su genealogía violenta, hacen falta más que intuiciones. Frente a la estimación del Archivo como una «llave de entrada» al pasado, analizarlo como una tecnología de control permite evaluar su relevancia en la estabilidad de cualquier orden social, especialmente en contextos dictatoriales, donde ordenar los registros de la población equivale a delimitar sus modos de vida[21].

Informe de 26 de julio de 1940, sobre el “plan de trabajo” para la clasificación dela documentación incautada a Manuel Azaña. CDMH, DNSD, CORRESPONDENCIA,EXP.22-2

El estudio de caso que vehicula este libro es el Archivo Documental de la Cruzada. Un proyecto que originalmente se denominó Delegación del Estado para la Recuperación de Documentos y que, a partir de 1944, tras la victoria franquista en la guerra civil, pasó a llamarse Delegación Nacional de Servicios Documentales. Primero dependió del Ministerio de Interior. Luego, de la Subsecretaría de Presidencia del Gobierno. Bajo esa cobertura administrativa, perdió su rango de Dirección general y terminó por llamarse Sección de Servicios Documentales de la Presidencia del Gobierno. En la transición a la democracia actual, sus fondos pasaron a ser gestionados por el Ministerio de Cultura. Hoy, la mayor parte de ellos forman parte del Centro Documental de la Memoria Histórica. La institución cambió de nombres, pero nunca abandonó un lugar concreto. Salamanca. Allí llegué, en la primavera de 2014, para completar la investigación de mi tesis doctoral. Más de una década después, me enfrento a la densidad de una violencia que, a pesar de mis intuiciones, quizás llegué a obviar en ese momento. Convencido de la relevancia de entender la violencia de la dictadura desde el prisma del control social, entonces apenas tenía herramientas para comprender que el Archivo (con la mayúscula propia de las instituciones, sí, pero también a través de sus categorías y procedimientos, mediante la imagen que fija de la realidad) es el primer dispositivo de control que debía haber contemplado. «Todo aquello que tiene, de una manera u otra, la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivos»[22].

La definición que tantas veces escribí en artículos y capítulos, que traté de explicar en seminarios y congresos, vuelve a guiar esta nueva exploración de la violencia. Alimenta, ahora, el convencimiento de estudiar la construcción de archivos policiales para entender el ejercicio del poder dictatorial. Propongo analizar este fenómeno a través de la noción de «prácticas archivísticas punitivas», referida a un conjunto de actuaciones que, poniendo en coordinación diferentes instituciones, establecieron un protocolo de procesamiento y archivado de la información con la intención de definir, perseguir, identificar y castigar al «enemigo». Espero que esta propuesta sea útil. No es, desde luego, tan insólita como podría pensarse. Hace más de veinte años, Eric Ketelaar ya señaló el poder de los archivos a la hora de controlar a la población bajo regímenes opresivos. Una práctica recurrente que no sólo se concretó en la generación masiva de documentación, sino que también incluyó la incautación y reutilización de otra ya producida. El archivista neerlandés invitaba a considerar de manera amplia los sustantivos y los verbos que rodean la palabra «archivo», para asumir así que «los documentos no son sólo un reflejo de la realidad tal y como es percibida por el archivero. Los documentos constituyen esa realidad. Y excluyen otra realidad»[23]. Es el deseo de archivar lo que produce el documento.

Archivar, por tanto, es un acto. Este libro se divide en tres. El primero se vuelca en reconstruir el origen del archivo de Salamanca en el ecuador de la guerra civil. El nacimiento de la Delegación del Estado para la Recuperación de Documentos a la par que el «nuevo Estado» franquista se enmarca en la consideración de éste como un régimen de ocupación. No en vano, la primera documentación que nutrió las prácticas archivísticas procedía de las ocupaciones de ciudades que jalonaron las triunfantes operaciones militares de los sublevados. La fundamentación policial del encargo de la Delegación orientó diferentes proyectos, liderados por su máximo responsable, Marcelino de Ulibarri Eguílaz, veterano carlista y destacado en el aprovechamiento punitivo de la información desde el golpe contra la República[24]. Entre la amistad personal y la colaboración institucional, sus ideas contaron con el apoyo y la inspiración de Eduardo Comín Colomer, agente de policía especializado en la persecución del movimiento obrero ya antes de la guerra. El alcance punitivo de este tándem no sólo se explica por la reclasificación y la reordenación de la documentación incautada. También por la creación de las «arquitecturas de conocimiento» del Archivo Documental de la Cruzada, un proyecto que construyó al «enemigo» a partir de categorías abstractas que organizaban la información, con el objetivo concreto de identificarlo y perseguirlo[25].

Justificante de la incautación de 180 sacas de documentos en la sede del CADCI en Barcelona, a cargo de la Delegación del Estado para la Recuperación de Dpocumentos (foto: CDMH/lamira.cat)

El segundo acto centra su atención en la asunción, por parte de la Policía, de los procedimientos archivísticos ensayados en Salamanca. El paso de un régimen de ocupación a un régimen de control se concretó en el aprovechamiento de la documentación «político-social» y en la construcción del Archivo Central de la Dirección General de Seguridad. En paralelo a la reconstrucción institucional de la Policía y la definición del orden por parte del régimen al que servía, los papeles incautados, ya reclasificados, sirvieron para formar técnica e ideológicamente a los agentes del cuerpo. También para informar sobre la actuación de las organizaciones políticas que, desde la clandestinidad, no se resignaban a la cimentación de la dictadura. La persecución de la primera oposición antifranquista incluyó, por parte de los jueces militares, tanto la requisa de su propia documentación como el recurso al Archivo de la DGS. Aunque éste captara la atención privilegiada de las autoridades, la comunicación con Salamanca no cesó en ningún momento.

La «activación sucesiva del documento» se convirtió en una práctica policial recurrente[26]. A ella se consagra el tercer y último acto. La experiencia acumulada durante los primeros años de posguerra se proyectó en el intento de controlar el regreso de las personas exiliadas en 1939. La delimitación de las condiciones de su vuelta a casa incluyó la revisión documental de su pasado, sobre el que extendió sistemáticamente la sospecha del delito. Igual que ocurría para el conjunto de la sociedad, tal sospecha vertebró la dictadura hasta su final. Cuando la documentación incautada en la guerra, reclasificada y reordenada tras las ocupaciones, activada y reactivada continuamente en las décadas siguientes dejó de ser operativa, se decretó su traslado a la Dirección General de Seguridad. Sin embargo, el Archivo de Salamanca no cesó su actividad ni se vació de contenido. Fue entonces cuando las series y secciones documentales, creadas para sostener la arquitectura punitiva franquista, empezaron a ser utilizadas por los primeros investigadores que solicitaron entrar en ese edificio. La misma fachada, las mismas paredes, las mismas estancias que alojan una particular memoria de la violencia de nuestro siglo XX.

No es sencillo desentrañarla. El gesto de atravesar las puertas de esa institución que nos permite reconstruir el pasado desde el presente suele estar asociado a la metáfora del viaje. Un trayecto que nos lleva hasta un tiempo lejano sin movernos de la silla, al parecer. Una vez acomodado, el cuerpo repite otros gestos que, de tanto repetirlos, están ya automatizados. Abrir una caja tras otra. Desanudar el lazo de un legajo. Comenzar a leer un expediente. Así es como Todos los nombres aparecen de pronto, asociados al olor del papel viejo, a la textura de los «documentos de época». Es habitual referirse al libro homónimo de José Saramago (una peculiar travesía por los registros de la Administración) para explicar el trabajo de investigación. Una imagen que, sin embargo, insiste en la idea de que una vez fue posible capturar la totalidad. Prefiero identificar el Archivo como un tragaluz orientado a la realidad de su tiempo desde un ángulo determinado. Cuestionar sus coordenadas permite tantas respuestas sobre el ayer como preguntas podamos imaginar hoy. La historia se muestra, así, como un experimento atravesado por «la importancia infinita del caso singular»[27].

Fragmento de carta del alférez Jesús Celaya, jefe de personal de la oficina de la Delegación de Recuperación de Documentos, a Marcelino de Ulibarri (foto: CDMH/lamira.cat)

Si archivar fue y es un acto, esta estructura dramatúrgica en tres actos intenta romper con la lógica interesada, por lineal y determinista, del Archivo. Clasificar lo que acontece también es una manera de secuenciarlo, de encerrarlo en una estructura de significado que vincula poder y tiempo, algo más que una cronología[28]. Siento que esa intención es un lugar más honesto desde el cual poner en perspectiva los propósitos que rodearon la gestión de la documentación con fines policiales. En el teatro, los personajes se muestran dentro de una trama ya empezada. Las escenas se suceden con un orden que es hijo del conflicto. Aquí desaparece la tradicional división del discurso historiográfico en capítulos. Lo que aparece, en cambio, son escenas singulares, fragmentos que emplean la narración no sólo para explicar el pasado, sino para mostrar las condiciones e intenciones que nos legaron una imagen de aquel. «Ahora todo eso no me ha dejado más que la curiosidad, el viejo tópico humano: descifrar», reflexiona uno de los personajes de 62/Modelo para armar con el ánimo de darle sentido a sus propios actos[29]. Si en el libro de Cortázar los largos párrafos pueden ordenarse y desordenarse libremente, estas páginas están divididas por unos asteriscos que invitan a deconstruir la determinación del poder franquista a partir de su fraccionamiento. Aparece, así, la voz de las autoridades, de los perpetradores, con sus ambiciones y sus temores, con sus límites e incapacidades. También se explica cómo llegaron a materializarse sus proyectos. Pero aparece, asimismo, mi propia voz, reconstruida a través de notas que tomé al encontrarme con esa encrucijada de ambiciones, temores e incapacidades; a través del propio recuerdo que una vez irrumpió y decidí no desechar en la comprensión de una violencia tan burocrática y sistematizada. En otras ocasiones, sentí que la propia materialidad del documento añadía una capa más, un significado nuevo, al relato que quería construir.

Las herramientas que despliega este libro son diversas. Desde la archivística histórica, por supuesto, a la sociología y la antropología del control policial, pasando por los principales debates historiográficos de la construcción punitiva del franquismo, en especial los que empiezan a configurar el llamado «giro victimario»[30]. La relevancia de un libro de historia suele presentarse asociada a la novedad de un enfoque apenas explorado o a la profundidad analítica que permiten un marco teórico o una metodología específicos. En ese sentido, estas páginas examinan la conexión de la práctica policial con la práctica archivística a lo largo de la dictadura. Pero mi interés en el estrecho vínculo entre Archivo y Policía es también deudor de los trabajos que ya han propuesto la naturaleza construida del primero, y de los que han resaltado la conveniencia de trascender los análisis meramente institucionales de la segunda[31]. También agradezco el impulso de otras personas que, antes que yo, se atrevieron a historiar el franquismo de inicio a fin, incluyendo su legado muchas veces traumático. La vida cotidiana que se desenvolvió a pesar de la dictadura, los relatos que trataron de alimentar su legitimación o las formas que, directamente, la materializaron, han sido algunos de esos estudios transversales[32]. Faltaba su violencia. Éste es un primer paso, una invitación a continuar.

Sin embargo, en términos personales, este libro me parece más relevante por haberme permitido reconsiderar mi propio oficio. Poner por escrito estas ideas confirma íntimamente que ya no puedo entrar a una «sala de investigadores» de la misma forma. La relación con los documentos que vertebran mi particular trabajo de archivo ha cambiado. «Huellas» que conformaron «rastros» interesados en el pasado, pistas que no sólo guían la investigación de las historiadoras y los historiadores en el presente[33]. Ya no comprendo el intento de explicar la violencia sin antes reconsiderar la aceptación acrítica de las categorías del Archivo. Me gustaría pensar que es posible, por necesario, poner distancia con las intenciones pretéritas de jueces y policías, dejar de asumir sus propias conjeturas, aunque tendamos igualmente a ocupar «las lagunas documentales con un condicional (o un “quizá”, o un “probablemente”)»[34]. Acepto la invitación de Jacques Derrida. «No comencemos por el comienzo, ni siquiera por el archivo». Preguntémonos, en cambio, por qué y para qué, dónde y cuándo, termina por escribirse un libro de historia.

Notas

[1] Neocleous, Maderos, chusma…op. cit., pp. 77-144. La cita en p. 82.

[2] Walsham, Alexandra, «The social history of the archive: record-keeping in Early Modern Europe», Past and Present, Vol. 230, nº 11 (2016), pp. 9-48; Friedriks, Marcus, The Birth of the Archive. A History of Knowledge, Ann Arbor, University of Michigan Press, 2018.

[3] Burke, Peter, Historia social del conocimiento. De Gutenberg a Diderot, Barcelona, Paidós, 2002, pp. 153-192.

[4] Williams, Chris A. y Emsley, Clive, Police records archiving policy in Great Britain: an interim report, Milton Keynes, The Open University, 2003; Berlière, Jean-Marc et al. (dir.), Les métiers de police. Être policier en Europe, XVIIIe-XXe siècles, Rennes, PUR, 2008; Darnton, Robert, Poetry and the police: communication networks in eighteenth-century, Cambridge, Harvard University Press, 2010.

[5] Piazza, Pierre (dir.), Aux origines de la Police scientifique. Alphonse Bertillon, précurseur de la science du crime, Paris, Karthala, 2011; Theoharis, Athan G. y Cox, John Stuart, The Boss. J. Edgar Hoover and the Great American Inquisition, Philadelphia, Temple University Press, 1988, pp.  35-155.

[6] Williams, Chris A. (ed.), Police and Policing in the Twentieth Century, London, Routledge, 2011; Blaney, Gerald (Ed.), Policing Interwar Europe: Continuity, Change and Crisis, 1918-1940, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2007.

[7] Aly, Götz y Heinz Roth, Karl, The Nazi Census. Identification and Control in the Third Reich, Philadelphia, Temple University Press, 2004, pp. 34-54. Para otras experiencias, puede verse Fitzpatrick, Sheila, Everyday Stalinism. Ordinary Life in Extraordinary Times: Soviet Russia in the 1930s, Oxford, Oxford University Press, 2000, pp. 14-66 o Dunnage, Jonathan, Mussolini’s Policemen. Behaviour, Ideology and Institutional Culture in Representation and Practice, Manchester, Manchester University Press, 2012, pp. 78-103.

[8] Farge, Arlette y Foucault, Michel, Le désordre des familles. Lettres de cachet des Archives de la Bastille au XVIIIe siècle, Paris, Gallimard, 1982, pp. 7-15.

[9] Derrida, Jacques, Mal de archivo. Una impresión freudiana, Madrid, Trotta, 1997 [1995].

[10] Ketelaar, Eric, «Archival turns and returns», en Anne J. Gilliand et al. (Ed.), Research in the Archival Multiverse, Clayton, Monash University Publishing, 2017, pp. 228-268. La cita entrecomillada en Blouin, Francis X. y Rosenberg, William G., Processing the Past. Contesting Authority in History and the Archives, Oxford, Oxford University Press, 2006, p. vii.

[11] Schwartz, Joan M. y Cook, Terry, «Archives, Records, and Power: the Making of Modern Memory», Archival Science, Vol. 2 (2002), pp. 1-19.

[12] Stoler, Ann Laura, «Colonial archives and the arts of governance», Archival Science, Vol. 2 (2002), pp. 87-109.

[13] Rosa, Maria de Lurdes, «Reconstruindo a produção, documentalização e conservação da informação organizacional pré-moderna», Boletim do Arquivo da Universidade de Coimbra, XXX (2017), pp. 547-586.

[14] Nazar, Mariana, «Secretos, reservados y confidenciales: la producción de información de las fuerzas armadas y de seguridad como fuente para la historiografía», Estudios Sociales del Estado, Vol. 4, nº 7 (2018), pp. 243-264.

[15] BOE, nº 467, 31/I/1938, p. 5514. Disponible en línea en https://www.boe.es/datos/pdfs/BOE//1938/467/A05514-05515.pdf [última consulta, 9/I/2025].

[16] Graeber, David y Wengrow, David, El amanecer de todo. Una nueva historia de la humanidad, Barcelona, Ariel, 2022, pp. 443-456.

[17] BOE, nº 553, 27/IV/1938, pp. 6986-6987. Disponible en línea en https://www.boe.es/datos/pdfs/BOE//1938/553/A06986-06987.pdf [última consulta, 9/I/2025].

[18] BOE, nº 83, 7/IV/1977, pp. 7768-7770. Disponible en línea en https://www.boe.es/boe/dias/1977/04/07/pdfs/A07768-07770.pdf [última consulta, 9/I/2025].

[19] González Quintana, Antonio, «Fuentes para el estudio de la represión franquista en el Archivo Histórico Nacional, sección “Guerra Civil”», Espacio, Tiempo y Forma, nº 7 (1994), pp. 479-508. El decreto en BOE, nº 267, 8/XI/1977, pp. 24430-24433. Disponible en línea en https://www.boe.es/boe/dias/1977/11/08/pdfs/A24430-24433.pdf [última consulta, 9/I/2025].

[20] Caimari, Lila, La vida en el archivo. Goces, tedios y desvíos en el oficio de la historia, Buenos Aires, Siglo XXI, 2017; Trouillot, Michel-Rolph, Silenciando el pasado. El poder y la producción de la historia, Granada, Comares, 2017; Farge, Arlette, La atracción del archivo, Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1992.

[21] Tello, Andrés Maximiliano, Anarchivismo. Tecnologías políticas del archivo, Buenos Aires, Ediciones La Cebra, 2018; Pastor, Guillermo et al., «Estrategias de archivo y orden social en la Guerra Civil española y la dictadura franquista», Hispania Nova, nº 19 (2021), pp. 545-584.

[22] Agamben, Giorgio, Qu’est-ce qu’un dispositif ?, Paris, Éditions Payot et Rivages, 2017, p. 31.

[23] Ketelaar, Eric, «Archival Temples, Archival Prisons: Modes of Power and Protection», Archival Science, Vol. 2 (2002), pp. 221-238. La cita en p. 222.

[24] Cruanyes, Josep, Els papers de Salamanca. L’espoliaçió del patrimonio documental de Catalunya, Barcelona, Edicions 62, 2003, pp. 15-41.

[25] Las «arquitecturas de conocimiento», en Head, Randolph, Making Archives in Early Modern Europe. Proof, Information, and Political Record Keeping, 1400-1700, Cambridge, Cambridge University Press, 2019, pp. 183-192.

[26] La expresión entrecomillada en Ketelaar, Eric, «Cultivating archives: meanings and identities», Archival Science, Vol. 12 (2012), pp. 19-33.

[27] Buero Vallejo, Antonio, El tragaluz, Madrid, Austral, 2011 [1970], p. 73.

[28] Mudrovcic, María Inés, «Regímenes de historicidad y regímenes historiográficos: del pasado histórico al pasado reciente», Historiografías, nº 5 (2013), pp. 11-31; Ruiz Torres, Pedro, «Las concepciones y los usos del tiempo en el análisis histórico», Mélanges de la Casa de Velázquez, nº 48, Vol. 2 (2018), pp. 315-321. Disponible en línea en https://doi.org/10.4000/mcv.8370 [última consulta, 14/I/2025]. Agradezco esta última referencia a Miguel Ángel Cabrera.

[29] Cortázar, Julio, 62/Modelo para armar, Buenos Aires, Alfaguara, 2004 [1968], p. 9.

[30] Sánchez León, Pablo, «“Esa tranquilidad terrible”: la identidad del perpetrador en el “giro” victimario». Memoria y narración, nº 1 (2018), pp. 167-183. Disponible en línea en https://journals.uio.no/MyN/article/view/5484/5469 [última consulta, 14/I/2025].

[31] Villalta Luna, Alfonso M., Demonios de papel. Diarios desde un archivo de la represión franquista, Granada, Comares, 2022; Velasco Sánchez, José Tomás, El archivo que perdía los papeles. El archivo de la Guerra Civil según el fondo documental de la Delegación Nacional de Servicios Documentales. Tesis doctoral, Universidad de Salamanca, 2017; Palacios Cerezales, Diego y Vaquero Martínez, Sergio, Uniformados y secretas. Breve historia de la policía en España, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2024; Alcántara, Pablo, La Secreta de Franco. La Brigada Político-Social durante la dictadura, Barcelona, Espasa, 2022.

[32] Hernández Burgos, Claudio, Franquismo a ras de suelo. Zonas grises, apoyos sociales y actitudes durante la dictadura (1936-1976), Granada, Editorial Universidad de Granada, 2013; Rodrigo, Javier, Cruzada, paz, memoria. La Guerra Civil y sus relatos, Granada, Comares, 2013; Román Ruiz, Gloria, Franquismo de carne y hueso. Entre el consentimiento y las resistencias cotidianas (1939-1975), Valencia, Universitat de València, 2020; Del Arco Blanco, Miguel Ángel, Cruces de memoria y olvido. Los monumentos a los caídos de la guerra civil española (1936-2021), Barcelona, Crítica, 2022.

[33] Morsel, Joseph, «Traces ? Quelles traces ? Réflexions pour une histoire non passéiste», Révue historique, nº 680 (2016), pp. 813-868.

[34] Ginzburg, Carlo, El juez y el historiador, Madrid, Anaya, 1993 [1991], pp. 110 y 112.

Fichero General del archivo de la Delegación Nacional de Servicios Documentales (foto: Manuel Lorenzo González procedente de la tesis doctoral de José Tomás Velasco Sánchez, El archivo que perdía los papeles. Fondo documental de la Delegación Nacional de Servicios Documentales, Universidad de Salamanca, 2017)

Sumario de la obra

Prólogo, por Manuela Bergerot
Introducción

Acto primero
El pasado cabe en un papel (1938-1951)

I. ¿Un archivo para un «nuevo estado»?
II. Los orígenes del documento nacional de identidad

Acto segundo
(In)Formación policial (1938-1948)

III. El boletín de información antimarxista
IV. Hacer hablar a los papeles

Acto tercero
El pasado rebelde siempre vuelve (1944-1977)

VI. Documentar el desvío: la comisaría de repatriaciones
VII. Arcanos del poder, arcontes del pasado

Ni recuerdo, ni olvido. A modo de epílogo
Fuentes
Bibliografía

Introducción del libro de Alejandro Pérez-Olivares Papeles que atrapan. La Policía franquista y el Archivo Documental de la Cruzada (1938-1977) (Granada, Comares, 2025)

Portada: Colegio de San Ambrosio en Salamanca, sede del Archivo de la Cruzada y, actualmente, del Centro Documental de la Memoria Histórica (foto: Salamanca rtv al día)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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1 COMENTARIO

  1. Buenas tardes. Estoy interesado en el libro, pero hasta el momento no lo he encontrado. Me podrían indicar donde lo puedo conseguir?. Gracias

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