Los viajes y la colonización entre los siglos XV y XVII conllevaron una primera forma de globalización no solo económica, sino también de la comida. Nuevos productos se desplazaron entre América, Europa y Asia y transformaron las cocinas de la época, con consecuencias que duran hasta nuestros días. Los jesuitas fueron actores importantes de estas transformaciones
Rachel Laudan*
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Gracias al matrimonio y a las herencias, Carlos V y Felipe II de España, de la dinastía española de los Habsburgo, se convirtieron en los gobernantes más poderosos de Europa. Controlaban España, la mitad meridional de Italia y Sicilia, Austria, partes del sur de Alemania y el rico ducado de Borgoña, que se extendía hacia el sur desde lo que hoy es Bélgica hasta Francia, y hacia el norte por la parte meridional de los Países Bajos. La corte de Borgoña eclipsaba a la de Francia.
En el Atlántico, los españoles y los portugueses colonizaron las Islas Canarias y las Azores. Subsecuentemente, los portugueses navegaron alrededor del Cabo de Buena Esperanza y obtuvieron el control del Estrecho de Ormuz, que les daba acceso al golfo Pérsico. Tomaron Goa al oeste de la India en 1510; Malaca en la costa de Malasia, que era punto de tránsito del clavo y la nuez moscada desde las Islas de las Especias; Ternate en las Islas Molucas, las Islas de las Especias en Indonesia oriental, y Macao en la frontera del imperio de los Ming. Mozambique fue anexado a finales del siglo y dio a los portugueses el control de la costa oriental de África. También tomaron posesión de Brasil, o al menos de buena parte de la zona costera.
A principios del siglo XVI, los españoles tomaron posesión de las regiones de lo que actualmente son Cuba, Perú y México, y conquistaron Tenochtitlan, la capital mexica, en 1521. En 1571, un conquistador español se asentó en Manila y la convirtió en la sede del gobierno colonial en las Filipinas. De 1568 en adelante, los llamados galeones de Manila, probablemente los barcos más grandes jamás botados al agua hasta esa fecha, hicieron anualmente el terrorífico viaje de cuatro meses de duración a través del Pacífico desde Acapulco hasta Manila, haciendo escalas en Panamá y Perú, con hasta 1.000 pasajeros a bordo1.
Tras la conquista de América, Felipe II gobernaba un territorio mayor que el gobernado por los romanos en sus tiempos. En Europa, parecía que le sería posible crear un Sacro Imperio Romano unido. Aunque su sueño se derrumbó, sin darse cuenta dio paso a la transformación de la cocina de gran parte de las Américas, así como a la adición de elementos católicos a las cocinas budista, hindú e islámica del sur, el sudeste y el este de Asia. En contraste con estas conquistas imperiales, el Renacimiento, florecimiento cultural europeo tras la recuperación del conocimiento clásico, tuvo poco efecto sobre la historia culinaria.
De particular importancia para la introducción de la cocina católica en América y partes de Asia resultaron las órdenes religiosas. El Concilio de Trento –una serie de encuentros entre 1545 y 1563 durante los cuales los líderes de la Iglesia católica formularon su respuesta a los reformistas Martín Lutero y Juan Calvino– concluyó que las nuevas posesiones ultramarinas de los españoles y los portugueses eran el sitio ideal para recuperar el terreno que se había perdido a manos de los protestantes en Europa. Los franciscanos, los agustinos, los dominicos y los jesuitas, así como sus contrapartes femeninas de toda la Europa católica, instalaron misiones a lo largo y ancho de los imperios español y portugués, y más allá de sus fronteras. Construyeron imponentes iglesias barrocas e impresionantes monasterios desde Córdoba (actual Argentina), hasta Saltillo, Coahuila, en el norte de México, y desde Goa en la costa de la India hasta Manila en las Filipinas. En especial, las evidencias sugieren que los jesuitas y la orden franciscana de las Hermanas Pobres de Santa Clara (las clarisas pobres) fueron tan importantes en la diseminación de la cocina católica como lo fueron los monjes para la cocina budista o los sufíes para la cocina islámica, si bien sus contribuciones no han sido estudiadas en detalle.
La orden jesuita fue establecida en 1534. Los miembros fundadores parecen no haber estado muy interesados en la comida aunque, como era el caso con las órdenes militantes de la Edad Media, sus reglas nutricionales eran menos exigentes que las de las órdenes monásticas o mendicantes. Sin embargo, para fundar la orden con el apoyo de los más altos niveles de la Iglesia, los jesuitas se volcaron a la agricultura y el procesamiento de alimentos. Los que regentaban las haciendas recibían lo último en conocimiento técnico y administrativo en forma de instrucciones por parte de una oficina en Roma2. Exportaban azúcar y cacao a Europa desde las haciendas de América, y vendían maíz y yuca (cultivos americanos que fueron trasplantados a África) de sus plantaciones en Angola a los esclavistas para aprovisionar sus naves. En la zona sur de las Américas, donde no se daban los cultivos tropicales, secaban hojas de la planta de yerba mate para convertirlas en una infusión. Durante un par de siglos el mate compitió con el café, el té y el chocolate como la bebida caliente favorita de Europa. Sigue siendo la bebida preferida en Argentina.
Las monjas católicas, asociadas con muchas de las órdenes masculinas, establecieron conventos a lo largo de los imperios ibéricos. Al igual que los jesuitas, las monjas se veían obligadas a mantener las órdenes y se decantaron por el procesamiento de alimentos para conseguirlo. Las mujeres de familias acomodadas ingresaban en los conventos en grandes cantidades, algunas enviadas por sus familias, otras buscando una alternativa a la vida marital. En 1624, la red mundial de monjas constaba de unas 16.000 mujeres3. Lejos de estar separadas del mundo exterior, las monjas de la Nueva España, por ejemplo, tenían sus propios apartamentos y sus propias sirvientas y esclavas, con frecuencia “moras” conversas4. Entre las paredes del convento, estas mujeres educadas y enérgicas podían alcanzar niveles de poder considerables: administraban las tierras del convento y buscaban formas de aumentar el dominio y la influencia de la orden. Las clarisas pobres, por ejemplo, ya bien establecidas en Europa, tenían un convento en Cuzco, Perú, para 1549, y uno más grande en Querétaro, México, para 1605; a estos siguieron otros más: en Manila en 1621, en Macao en 1633 y en la ciudad de Guatemala en 1699. Las hermanas y la información culinaria, incluida la repostería en la que se especializaban, se desplazaban por toda la red conventual.
Los judíos sefardíes también difundieron las técnicas que serían características de la cocina católica5. Tras ser expulsados de España en 1492 y de Portugal en 1500, encontraron refugio en el Imperio otomano, en la relativamente tolerante Holanda y en las colonias españolas y portuguesas. Involucrados en la expansión del comercio y en el procesamiento del azúcar y el cacao, transmitieron estas habilidades por los imperios ibérico y otomano. Otros actuaron como tábanos del prevaleciente consenso culinario católico. Garcia de Orta, por ejemplo, que recibió entrenamiento médico por parte de las universidades de Salamanca y Alcalá de Henares, llegó a Goa a mediados de la década de 1530 como médico personal del futuro gobernador portugués, Martim Afonso de Sousa. Se introdujo en el comercio, conversó sobre las costumbres locales con los gobernantes islámicos, instaló un jardín botánico y publicó un diálogo sobre las plantas de la India burlándose de las teorías de Galeno, tan importantes para la filosofía culinaria católica.
Al llegar a las Américas, el cronista de Cortés, Bernal Díaz del Castillo, escribió una carta con la intención de impresionar a Carlos V con la riqueza del territorio encontrado por Hernán Cortés y narró con entusiasmo un banquete ofrecido por Moctezuma a los españoles6. Describió las carnes de caza, incluidos los faisanes, los pavos locales, la perdiz, la codorniz, los patos silvestres y domesticados, el venado, el pecarí, las aves de pantano y las palomas, así como las liebres y los conejos; mencionó también una importante variedad de frutas y la bebida de la realeza: el frío, espeso y especiado chocolate. Bernal Díaz no lo sabía, pero esta cocina era la sucesora de la cocina de Teotihuacán, a cuyas ruinas peregrinaba Moctezuma a pie cada año desde la ciudad de Tenochtitlan.
De hecho, los españoles y los portugueses, al trasladarse a estas nuevas tierras y dejar su lugar en su cosmos culinario, consideraban que tomaban grandes riesgos. Los viajes por mar eran terribles. Las vituallas de los navíos eran primordialmente bizcocho (pan duro cocido dos veces), pescado salado y carne. Incluso durante el viaje para cruzar el Atlántico el bizcocho se llenaba de gorgojos, y el pescado y la carne salada se volvían rancios y se pudrían. El viaje por el Pacífico era aún más aterrador. La tripulación de Hernando de Magallanes subsistió con migajas de pan y ratas y, más tarde, solo con ratas. Se sentían débiles, su piel se inflamaba por el escorbuto, les dolían las articulaciones, se les aflojaban los dientes y las encías se les ennegrecían. Los viajeros se sajaban las encías y las enjuagaban con orina, pero aquello no era de mucha ayuda7.
Llegaron al trópico, que los europeos pensaban que era un lugar peligroso. Para evitar ser «estofados» por el sol, los recién llegados debían «salarse» o «sazonarse», así como la carne debía sazonarse para mantenerse en buen estado. En el caso de los seres humanos, esto significaba sudar, tener fiebre y padecer flujos corporales y diarrea, que humedecían y refrescaban los fuegos digestivos. Los médicos recetaban alimentos restauradores como el ron (servido como ponche, mezclado con agua, jugo de frutas y especias), chile o pimienta y azúcar. Algunos médicos ofrecían diagnósticos distintos. Los fuegos digestivos se estaban haciendo incontenibles y debían controlarse bebiendo una taza de refrescante chocolate en el desayuno y otra por la tarde, acompañadas de una gran comida por la noche, cuando las temperaturas más bajas permitían el consumo de alimentos sin peligro.
Dado su febril crecimiento, se creía que las frutas locales –naranjas, limones, limas, sandías, guayabas, papayas y mangos (ya fueran americanas o procedentes del Viejo Mundo)– ofrecían, como las carnes, «poca sustancia y virtud». De acuerdo con el fraile dominico inglés Thomas Gage, quien viajó por la América española a principios del siglo xvii, dejaban al comensal «boquiabierto y gritando: ‘Comida, comida’»8. Cualquiera que fuera la teoría elegida, lo cierto es que el trópico era peligroso. Tres siglos más tarde, el ejército inglés, al contar el número de muertos entre sus tropas en la India, encontró que el saldo era tres veces más alto que en Inglaterra, y lo mismo era cierto en el caso de las regiones tropicales, con excepción de las islas del Pacífico9. Al desconocer las causas de enfermedades como la malaria y la fiebre amarilla, y seguros de que los individuos se adaptaban mejor a los lugares en los que habían sido criados en términos del cosmos culinario, los migrantes culpaban a la cocina de todos sus males.
Además, muchos europeos sospechaban que los pueblos indígenas de las Américas eran menos que humanos y que quizá se trataba de los esclavos naturales descritos por Aristóteles. Los europeos se alejaban de la comida local, incluidos los granos para ellos desconocidos como el maíz, los tubérculos (aunque sí comían pan de yuca), el viscoso y ligeramente embriagante pulque preparado con la savia del agave y las hojas de cactus, que se comían como verduras. Les horrorizaban los esmerados rituales practicados después de las ceremonias sacrificiales en los que se consumía carne humana. Y les asqueaba la idea de comer insectos, un tabú que tenía su origen en el pensamiento persa y judío desde varios siglos antes de Cristo. «Comen puercoespines, comadrejas, murciélagos, langostas, arañas, gusanos, orugas, abejas, garrapatas, crudos, cocidos y fritos… lo que es más sorprendente [aún] si tomamos en cuenta que tienen buen pan y vino», comentó el historiador Francisco López de Gómara en 1552, suspicaz de la comida, incluso sin haber estado nunca en las Américas10.
Con mucha diplomacia, en su carta dirigida a Carlos V, Bernal Díaz evitó hablar de los panes planos de maíz o de los bollos rellenos (tortillas y tamales), de los platos de barro para servir y de los tapetes colocados sobre el piso, los cuales él, sus compañeros conquistadores y el propio emperador habrían considerado poco adecuados para la alta cocina. En las Américas, incluido el Caribe, los europeos no tenían intención alguna de comer como los pueblos indígenas. Llevaron consigo sus propias plantas y animales, sus cubiertos y los platos, los cocineros y los calderos de hierro necesarios para preparar estofados. Construyeron estufas para hacer guisados y repostería, hornos para el pan, alambiques para destilar esencias y alcohol, y molinos para moler trigo. Construyeron graneros tipo islámico (alhóndigas) y prefirieron los sistemas de irrigación islámico-romanos del sur de España a los ya existentes de los indígenas. También llevaron consigo el Arte de cocina de Francisco Martínez Montiño, con sus 500 páginas abigarradas de recetas11.
Antes de revisar la alta cocina católica en las Américas, habremos de mirar a Asia, con la que los europeos siempre tuvieron contacto, aun cuando fuera distante, y en donde ahora particularmente las cocinas islámicas resultaban familiares. Ahí, los españoles y los portugueses estaban preparados para aceptar buena parte de los elementos de las cocinas con las que se encontraban. También contribuyeron con entusiasmo a la transferencia de técnicas para procesar y cocinar el azúcar, así como para preparar bebidas como el chocolate y el vino de palma del otro lado del Atlántico y del Pacífico.
Los jesuitas, cuya base de operaciones se encontraba en Goa, fueron el mayor grupo de católicos en viajar a Asia oriental. Desde 1555, anualmente partía un navío desde Goa hacia Macao y Nagasaki. Durante los dos siglos siguientes, 900 jesuitas laboraron en China. Parece que no hicieron ningún intento de introducir la cocina católica y aceptaron en su lugar la bien establecida cocina confuciano-taoísta-budista, al tiempo que se apoyaban en su ciencia para abrirse paso en las altas esferas de la sociedad china. Aunque no se quedaron mucho tiempo en Japón, de cocina budista, los jesuitas dejaron muchos rastros de su presencia, incluyendo las frituras por sumersión (tempura), los pasteles y las golosinas (kasutera, confeiti), y el pan, al que se siguió aludiendo por su nombre ibérico.
En Goa, los portugueses encontraron tanto la cocina hindú como la islámica (y habrán hallado mezclas similares con las cocinas budistas en otros puestos comerciales como Malaca y Macao). Con el aval de la Corona, podían casarse con mujeres hindúes locales, siempre y cuando se hubieran convertido. El resultado fue una mezcla de cocinas. Con los portugueses llegaron las hogazas de pan leudado y redondo de la cocina católica, presumiblemente elaborado con trigo traído desde el norte de la India. El cerdo encurtido en vino o vinagre con ajo (carne de vinha d’alhos), que apareció a lo largo de toda la diáspora portuguesa, se convirtió en vindaloo, un curry ofrecido por los restaurantes indios hasta hoy. Sin embargo, cuando el holandés Jan Huyghen van Linschoten llegó a Goa en la década de 1580, la principal comida diaria consistía en arroz hervido, al que se le vertía encima una salsa líquida, pescado salado, mango encurtido y una salsa de pescado o de carne12. El aceite de ajonjolí sustituyó al aceite de oliva y los mangos verdes encurtidos remplazaron a las aceitunas. La leche de coco, más abundante de lo que era en Portugal la leche de vaca o de cabra y mucho más barata que la leche de almendra, sin duda hizo más fáciles los ayunos.
En las Filipinas, los criollos (personas de ascendencia española nacidas en México) encontraron una cocina local muy sencilla basada en arroz. Introdujeron los estofados, el pan, las empanadas, el escabeche y el chocolate caliente católicos, así como los tamales, aunque no así las tortillas, las cuales no pasaron de Guam. Comerciaron con China. Los barcos de junco, tripulados por entre 200 y 400 hombres, partían de Guangzhou (Cantón) en un viaje de más de 1.000 kilómetros hacia Manila cargados con harina de trigo, carne salada y artículos que serían intercambiados por plata mexicana13. Más tarde, los españoles también comerciaron con Japón: recibían harina de trigo, carne salada y pescado, y enviaban frutas, miel, vino de palma, vino de uva que había sido enviado desde la lejana Castilla y enormes jarrones para almacenar té. Los galeones de Manila regresaban a México provistos de especias, sedas, porcelana y otros artículos de lujo, y con plantas como árboles de mango, tamarindo y coco. Llevaban asimismo gente del este, el sudeste y el sur de Asia, quienes, por una razón u otra, habían viajado al astillero del centro de distribución que era Manila.
Durante esta exploración mundial, los españoles y los portugueses facilitaron el intercambio de azúcar y golosinas, así como de una amplia variedad de bebidas. El procesamiento de la caña de azúcar se volvió más barato y aumentó en calidad gracias a los molinos de barras verticales (es decir, molinos que constaban de uno o más rodillos que se movían en direcciones diferentes y con los cuales se machacaba el material que pasaba entre ellos, en este caso caña de azúcar), a las múltiples calderas y a la técnica de revestimiento con barro14. Aunque el origen del molino de barras verticales no está del todo claro, los misioneros católicos y el galeón de Manila desempeñaron un importante papel en su expansión. Para resumir una historia larga y complicada, diremos que probablemente un rodillo de barras horizontales viajó de la India a China, donde los artesanos del siglo XVI lo convirtieron en un molino vertical. El agustino Martín de Rada, enviado como misionero a Fujian, una de las principales áreas productoras de azúcar, reportó lo que vio allí tanto a España como a México15. Otros misioneros estudiaron los métodos de procesamiento de azúcar en la India y en China. El molino vertical probablemente llegó a México y Perú a finales del siglo xvi. En algún momento, los ingenieros inventaron molinos de dos y tres barras verticales que eran mucho más eficaces. Estas innovaciones, fruto de los cruces a través del Pacífico, se convirtieron en la norma mundial durante los siglos XVI, XVII y XIX. Esos molinos eran el símbolo de la inventiva tecnológica, cuyo potencial no se completó hasta el siglo xix, cuando transformaron el procesamiento de granos y se usaron para desmotar algodón, enrollar acero y fabricar papel.
El jugo de caña se evaporaba cuando se hervía en calderos. El muscavado (aún disponible en América Latina y conocido como piloncillo o panela), un cono de azúcar color marrón dorado que requería refinamiento adicional en Europa antes de poder salir a la venta, se hacía vertiendo concentrado de jugo de caña en moldes de loza, donde las melazas se iban al fondo; al cabo de un par de días se drenaban y el resultado era un cono duro (hogaza) de azúcar morena. El azúcar blanca y la semirrefinada, que se vendían a un precio mayor (y estaban sujetas a impuestos más altos), se producían a través de una variante del mismo proceso conocido en inglés como claying (revestimiento con barro). La parte superior de cada caldero se recubría con varios centímetros de barro húmedo. Al atravesar el azúcar, la humedad disolvía una mayor porción de la melaza y dejaba un azúcar suave y blanquecina. La melaza se vendía como un endulzante barato o se fermentaba y se destilaba para producir un alcohol de alta potencia, mejor conocido como ron.
Las plantaciones en América crecieron. Financiados con capital alemán, genovés, florentino y londinense, los maestros azucareros llevaban registros muy puntuales de la producción, la maquinaria, las salas de calderas, las destilerías, las bodegas y la producción. Importaban esclavos del oeste de África, así como ganado africano, que podía tirar de grandes cargas y activar la maquinaria en el trópico16. Embarcaban el azúcar morena hacia las refinerías de Amberes (que aún estaba bajo dominio español) y más tarde a las de Ámsterdam, ambos lugares propicios para el comercio en el Atlántico y para los crecientes mercados del norte de Europa, en contraste con las refinerías de Venecia y Bolonia, ya en declive. En la segunda mitad del siglo xvii, Brasil dominaba la producción azucarera al producir diez veces más que el Caribe, México, Paraguay y la costa sudamericana del Pacífico.
La alta proporción de peso y valor del azúcar morena hacía que valiera la pena enviarla a Europa, donde se conseguían precios más caros que para otros productos americanos, como las pieles y la barata y fibrosa carne salada en el rango superior, o las tortugas (para hacer sopa), los caparazones de tortuga, el índigo, el cacao, el algodón, el jengibre, los limones, el pimiento o el tabaco en el rango inferior. Nunca antes en la historia de la humanidad (con la posible excepción de las Islas de las Especias o Molucas) hubo tantas unidades en las que se invirtiera tanto para el comercio de larga distancia, ya sea en términos de producción o de consumo, ni había operado el control político en extensiones más grandes ni desde sociedades tan distintas.
Las golosinas, uno de los usos principales del azúcar, se producían en conventos alrededor del mundo para ofrecer a los patrocinadores y para vender. Muchas de las exquisiteces, como la pasta de almendras molidas y azúcar (mazapán), tenían raíces islámicas. Lo mismo ocurría con las pastas y los jarabes de frutas hechos con membrillos, manzanas y duraznos importados, o con las guayabas, chirimoyas y zapotes mamey de las Américas; las golosinas fritas y azucaradas (donas y buñuelos); las cremas de azúcar, almidón y saborizantes, y las bebidas dulces saborizadas con frutas o nueces (limonada y horchata).
Otras golosinas, como las que incluían huevo, eran inventos recientes. Entre ellas estaba el azúcar cocida con yemas de huevo hasta formar una pasta suave (ovos moles) e hilos de huevo (yemas de huevo salpicadas sobre jarabe para formar hilos). En México, las monjas hacían hojas y tiras de yemas de huevo que remojaban en jarabe o rellenaban con nueces o especias (huevos moles, huevos reales, hojuelas, huevos hilados). En Goa, las monjas portuguesas importaban azúcar de caña desde China, pues su propia azúcar de palma pegajosa y color marrón (gur, jaggery) no funcionaba muy bien17. En Mozambique, los ovos moles se enriquecían con papaya. En Tailandia, hoy, las yemas de huevo de pato se dejan caer en jarabes de azúcar para formar hilos, gotas y flores. En Afganistán (valga recordar en este punto que había un embajador portugués ante la corte de Timur), los hilos de yema de huevo se fríen, se enrollan y se sumergen en jarabe18.
Otra novedad en las Américas era una serie de golosinas hechas con leche hervida hasta convertirla en una crema espesa (dulce de leche), en un ganache sólido o en una crema sabor caramelo (leche quemada). Como estas técnicas también se usaban en la cocina hindú, no es impensable que fueran traídas por migrantes a bordo del galeón de Manila. Las tortas en capas eran muy populares. Desde Goa hasta las Filipinas, las variaciones de la torta en capas llamada bibingka se enriquecían con leche de coco19. La masa hojaldrada comenzó a popularizarse en Europa y México. El panqué (compárese con el revani otomano), llamado pan di Spagna en italiano y genoise (de Génova) en francés, apareció en Japón como castella o kasutera (torta de Castilla).
En Europa, las golosinas de inspiración islámica se abrieron camino hacia el norte a medida que el azúcar se volvió más económica. Un cocinero portugués era el «consejero en jefe» de las damas de compañía que deseaban aprender a preparar «platillos delicados» en la corte de la reina Isabel I de Inglaterra20. Se pusieron de moda las costosas figuras de azúcar, que en algunos casos simulaban platillos salados: se volvieron populares los jamones de mazapán, el tocino de pasta de azúcar y los huevos de jalea blanca y amarilla, que se servían en los salones de banquetes de las casas de los nobles21. Aunque algunas de estas golosinas han sido prácticamente olvidadas en el mundo anglo, siguen siendo apreciadas en Italia y España, donde las clarisas pobres las venden en cadenas de tiendas especializadas, y en América Latina.
Los imperios ibéricos también fungieron como repositorios de bebidas, alimentos y cigarrillos exóticos, en muchos casos psicoactivos, que se codiciaban como fuentes de ganancia. La variedad es impresionante: licores destilados de origen europeo, pulque (jugo de agave fermentado de la Nueva España), licor de palma, coca (de los Andes), betel (del sudeste de Asia), tabaco (de Mesoamérica), bangue (marihuana de Asia), mosto (jugo de uva sin filtrar), hipocrás (vino caliente y especiado), limonada (de origen islámico), cerveza y sidra, aloxa (una bebida medicinal fría y endulzada), chicha (bebida de maíz, de América) y atole (gruel de maíz, de México), todo ello mencionado con detalle en el tratado médico-teológico Questión moral si el chocolate quebranta el ayuno eclesiástico, escrito por Antonio de León Pinelo, quien nació en Córdoba (en lo que hoy es Argentina) y fue educado por los jesuitas22. También pudo haber incluido el guamaná, la nuez de kola (de África) y el mate (de Sudamérica). Dos de estas bebidas merecen una investigación más profunda: el chocolate y el licor de palma.
Los jesuitas eran los principales productores y promotores del chocolate, que cosechaban en Guatemala y en la selva amazónica con trabajadores indígenas para después enviarlo a sus cofrades en el sudeste de Asia, España e Italia23. El mercado de la bebida de chocolate aumentó inmensamente por el consenso religioso, con base en los mismos argumentos que santo Tomás de Aquino había usado anteriormente para el azúcar: que el chocolate no era un alimento y por tanto podía consumirse durante el ayuno, aunque los dominicos, siempre en desacuerdo con los jesuitas, disentían. Se consideraba refrescante y, por tanto, apto para apaciguar los espíritus coléricos y reducir la lujuria de los monjes y las monjas. Las monjas lo bebían a pequeños sorbos para mantenerse en pie durante las largas misas nocturnas en iglesias heladas.
Los jesuitas llevaron a Europa las técnicas mesoamericanas de procesamiento y preparación del chocolate. Los granos fermentados tenían que molerse en una piedra de amolar caliente para evitar que los aceites del chocolate formaran grumos. Las sencillas piedras de amolar ya habían sido prácticamente olvidadas en Europa y fueron remplazadas por molinos rotatorios en tiempos romanos, y si alguna vez se calentaron, esa técnica había desaparecido ya. Así, la molienda del chocolate la llevaban a cabo especialistas, con frecuencia judíos sefardíes que viajaban de casa en casa arrastrando las piedras de amolar a sus espaldas. La bebida que los mesoamericanos tomaban fría, especiada con chiles y coloreada con el rojizo o anaranjado achiote (las semillas de un árbol tropical), se europeizó. Las calabazas se remplazaron con nuevas, costosas y atractivas tazas de cerámica, y la bebida se calentaba con azúcar y especias dulces como las que se usaban en el hipocrás. Conforme el chocolate se convirtió en una bebida social, especialmente en España y en Italia, siguió la misma trayectoria de lo sagrado a lo secular que antes había seguido el té, al mismo tiempo que el café.
Como bebida, el chocolate permaneció virtualmente confinado en el mundo católico, incluidas las Filipinas. La historiadora Marcy Norton ha cuestionado la idea de que los europeos se hicieran adictos al chocolate, señalando que primero tuvo que ser adoptado24. Sin embargo, aunque Norton seguramente tiene razón al afirmar que los primeros usuarios lo bebían frío, especiado y coloreado, como se hacía en Mesoamérica, con lo que se atrevían a entrar en un mundo cuyo significado para ellos estaba inextricablemente asociado a la brujería, yo dudo que los jesuitas o sus clientes siguieran aceptando tales connotaciones, a juzgar por el esfuerzo que dedicaron los primeros a europeizar esta bebida.
El licor de palma, otra bebida exótica reportada por León Pinelo en su Question moral, es menos conocido hoy. No obstante, este autor lo incluyó en su obra porque era muy importante en México entre los siglos XVI y XVII. Los terratenientes en el cálido estado de Colima, en la costa del Pacífico, importaban de Filipinas cocoteros, alambiques y trabajadores25. Estos últimos trepaban por los cocoteros e insertaban tubos para atrapar la savia, que se fermentaba naturalmente hasta convertirse en una bebida dulce y etílica. Puesto que se echaba a perder rápidamente, se destilaba para preservarla. Los alambiques, muy distintos de los islámicos, eran básicamente calderos invertidos que se enfriaban con agua y tenían boquillas para sacar el destilado, el cual se vertía sobre vino de palma caliente. Los alambiques probablemente eran de origen chino, ya que los chinos producían licor a escala comercial desde tiempos de los mongoles26. El licor se enviaba a todo México central y occidental, especialmente a los florecientes estados mineros de Zacatecas y Guanajuato. Tras largos años de negociación, la producción fue interrumpida por la Corona española a principios del siglo xviii. Con todo, es probable que este tipo de alambiques siga usándose para hacer mezcal y tequila a partir del corazón hervido y molido del agave, lo cual muestra la transferencia de una técnica asiática aplicada a materias primas mexicanas.
La Nueva España, que más o menos corresponde al México actual, es el ejemplo mejor estudiado de la transferencia de la cocina católica a las Américas. Se dieron patrones de transferencia similares a lo largo de la América española y de la portuguesa, especialmente donde podía generarse riqueza a partir de la minería de plata (en Perú) o de las haciendas, particularmente las plantaciones de azúcar (en regiones de Brasil y el Caribe). Las principales diferencias se encontraban entre las zonas tropicales, donde los pueblos indígenas dependían esencialmente de cocinas basadas en raíces, y en las zonas más altas y frías, en las cuales el maíz era el alimento básico dominante. La complejidad de la interacción de la cocina católica y la local se acrecentaba merced a las cocinas de otros dos grupos de migrantes: el integrado por pobladores del oeste de África que fueron llevados a América como esclavos, y el formado por personas de diversas regiones de Asia que llegaron en el galeón de Manila.
Tras el descubrimiento de grandes vetas de plata a mediados del siglo XVI, la economía de la Nueva España alcanzó nuevos niveles de bonanza. En las cocinas del palacio del virrey, en las que trabajaban cocineros europeos, así como en los conventos, las haciendas y las casas de los propietarios fabulosamente ricos de minas de plata, se preparaba cocina católica27. A pesar del desdén que mostraban los europeos por la cocina de Mesoamérica, los matrimonios mixtos (entre miembros de diversas razas, religiones o grupos) y la cercanía de los sirvientes hacían que las cocinas de los conquistadores y de los conquistados no pudieran mantenerse completamente separadas. En particular, la piedra de amolar indígena (el metate) entró a la cocina católica-criolla, y llegó a ser colocada en el suelo, junto a la estufa y los hornos, en las cocinas del sur de Europa. Con el metate, la preparación de salsas y pastas de carnes, así como de nueces y especias molidas, se hizo más sencilla en comparación con el laborioso machacado y colado de la cocina europea. Las casas de las familias adineradas tenían seis o siete metates para diferentes usos –para los chiles y las especias, y para la carne, el pescado, el pollo, las nueces y las frutas–, de modo que los platillos clásicos de la cocina católica se volvieron más elaborados.
El primer problema por solucionar eran el pan y el vino. Después de todo, santo Tomás de Aquino había estipulado que solo se podía usar pan de trigo y vino de uva durante la misa. Ni siquiera en los lugares donde no se daban las uvas podía usarse vino de moras o de granadas28. Aunque al principio no había «ni harina ni vino ni ropa en esta tierra», como se quejó un comerciante en Veracruz, agregando que «la tierra carece de tanto que deberían vender piedras», apenas una generación más tarde los europeos ya cultivaban trigo en América29. Para la década de 1560 los panaderos, que con frecuencia usaban levaduras de fermentos locales como el pulque elaborado con la savia del maguey, vendían las cuatro principales calidades de pan: blanco (bollos), blanquecino, integral y rústico (semitas). Preparaban además bizcochos (panes secos cocidos dos veces), panes fritos (buñuelos y rosquetes), empanadas rellenas de pescado y pasteles de cinco kilos (probablemente hechos con masa leudada) rellenos de carne o blancmange. El vino y el aceite se importaban desde España, que no quería perder las ganancias de estos valiosos productos a manos de los agricultores de las Américas. El chorizo, la longaniza y la morcilla, que sobrevivían en Iberia desde tiempos romanos, se preparaban en la Nueva España y en Goa. Los jamones curados parecían haber desaparecido. La manteca siguió siendo la principal fuente de grasa.
Aparte de la preparación de golosinas que hemos mencionado, la cocina católico-criolla siguió mostrando elementos islámicos30. El cuscús, elaborado a partir de una receta en Arte de cocina de Martínez Montiño, se preparó al menos hasta el siglo XIX, así como un sustituto hecho con masa de maíz desmoronada semejante al tamal. A un monasterio agustino en Yuriria, Guanajuato, en el centro de México, se llevó una prensa para elaborar fideos delgados, y resulta que los fideos siguen siendo uno de los platillos favoritos hoy día. El arroz pilaf (una versión del cual se conoce en Estados Unidos como arroz español) y los fideos se conocían como «sopas secas», es decir, sopas de las que se había evaporado toda el agua. La capirotada (la sucesora del tharid) gradualmente perdió la carne y se convirtió en un platillo dulce para consumir en la Cuaresma. Aunque se consumía de inmediato, el cerdo se cocinaba en su propia grasa, como sucedía con las carnes conservadas en grasa de los imperios islámicos tardíos. Algunos ingredientes indígenas también se colaron en esta cocina. El pavo fue sustituido por guisos de pollo o perdices rostizadas, y los frijoles indígenas se unieron a los garbanzos. Los ácidos tomatillos y los tomates se usaron para elaborar salsas verdes parecidas a las europeas.
Los platillos formales de la alta cocina católico-criolla eran guisos en salsas picantes o hechas con nueces, pays, pescado conservado con vinagre (escabeche) y platillos de carne picada o molida (gigot). Según consta en el Recetario de Dominga de Guzmán, compilado alrededor de 1750, un par de recetas especialmente interesantes de aves estofadas se conocían como morisca o mestiza, respectivamente. La primera fue copiada de la receta de Martínez Montiño para la gallina morisca. El escritor especifica las especias como orégano, menta, perejil, alcaparras, ajo, comino y los típicamente islámicos clavo, canela y pimienta negra. La segunda receta –para la mestiza– deja de lado las especias y las sustituye con tomates y chiles mexicanos. En algún punto del camino, las especiadas salsas color marrón adoptaron el nombre colectivo de mole, aunque persistieron algunos otros nombres españoles antiguos, como el almendrado. El mole tenía múltiples resonancias en la cocina mexicana. En la lengua náhuatl que hablaban muchos de los sirvientes, molli significa salsa; y en portugués molho también significa salsa. Martínez Montiño tenía muchas recetas con este nombre, que recuerda también la palabra «moler», que era la técnica crucial en la preparación de estas salsas. Por tanto, «mole» era una palabra que facilitaba que la señora de la casa o la monja se comunicara con los sirvientes que llevaban a cabo este tipo de labores. El mole de Puebla, a cuya habitual variedad de especias se agregaban el refrescante chocolate y cálidos chiles, se convirtió en uno de los platillos insignia de la cocina católico-criolla.
Los españoles se debatían sobre qué hacer con la cocina indígena. Al hablar con los pueblos indígenas, el padre Bernardino de Sahagún dijo que debían comer «aquello que comen los castellanos, porque es comida buena, con la que fueron criados, son fuertes y puros y sabios (…) Ustedes serán así si comen su comida»31. Había otros que no estaban de acuerdo con Sahagún, quizá temerosos de que los pueblos indígenas, que eran mayores en número que los españoles en proporción de casi 20 a 1 –aunque la población indígena había disminuido casi 90%–, se fortalecieran demasiado si comían trigo y platillos de carne europeos.
De hecho, los pueblos indígenas preferían el sabor de las tortillas al del pan de trigo. Solo gradualmente los nobles indígenas emularon a los europeos al comer pan de trigo; la mayor parte de la población siguió preparando tamales y tortillas, y cocinando los frijoles como lo hacen hoy. No contamos con detalles más puntuales. Parece razonable pensar que los indígenas rehidrataban y molían chiles secos para preparar salsas. Una vez que se levantó oficialmente a los mexicas la prohibición de comer cerdo, cordero y cabra a finales del siglo XVI, de buen grado comieron la carne de los animales europeos, agregando manteca a sus tamales y criando gallinas, que eran versiones más reducidas del pavo local32. Desaparecidas las antiguas y estrictas leyes sobre la sobriedad, se consumía más alcohol: pulque producido en las grandes haciendas de los españoles o de los criollos en zonas áridas cercanas a la Ciudad de México, licor de palma y alcohol de caña (chinguirito), el cual era barato debido a lo sencillo de su producción33.
A mediados del siglo XVII, la Nueva España (con el resto de la América hispana) tenía una cocina de varios estratos. Los de ascendencia española, o al menos aquellos con suficiente dinero, consumían alta cocina católico-criolla en la que la mayoría de los ingredientes provenían de animales y plantas traídos desde Europa y quizá, en algunos casos, como el del arroz de grano largo, de Asia o África. Los pueblos indígenas consumían su propia cocina mesoamericana, muchos de cuyos ingredientes provenían de plantas locales, así como animales y plantas traídas de Europa, África y Asia. Los cocoteros viajaron a través del Atlántico desde las islas de Cabo Verde y por el Pacífico desde las Filipinas. Los frijoles de carita y el arroz habrían llegado de España, las Filipinas y el oeste de África.
En 1972 Alfred Crosby describió la transferencia de plantas, animales, pueblos, cultura y enfermedades contagiosas entre el Viejo y el Nuevo Mundo, y la llamó «intercambio colombino». Posteriormente, muchos académicos han identificado esta transferencia como uno de los eventos más importantes en la historia de la comida. También en este punto es importante desenredar los diversos significados de la historia de la comida. La transferencia de plantas y animales sin duda hizo que nuevas materias primas estuvieran disponibles tanto en el Nuevo como en el Viejo Mundo. En los trópicos del Viejo Mundo, el maíz y la yuca se convirtieron en importantes fuentes calóricas. En las zonas templadas, los frijoles se incluyeron rápidamente en el repertorio. El maíz y, más tarde, las papas se introdujeron como alimento para los pobres que no podían pagar otra cosa. Los chiles eran una fuente rentable de picante para el Mediterráneo, los Balcanes, Hungría, la India, el sudeste de Asia, el oeste de África y China. Los tomates estaban ya firmemente afianzados como uno de los vegetales favoritos de Europa. Y al Nuevo Mundo llegaron el trigo, los cítricos, el ganado, las ovejas, las cabras y los cerdos, por mencionar solo las aportaciones más obvias.
Este intercambio de materias primas no debe cegarnos al hecho de que todas debían procesarse para ser transformadas en comida. Las tecnologías de procesamiento y cocinado de Europa y Asia fueron transferidas al mayoreo al Nuevo Mundo, mientras que prácticamente no hubo tecnologías de procesamiento que viajaran al Viejo Mundo. Existen varias posibles razones para esto: la actitud hacia los conquistados en América; el hecho de que, salvo el séquito del virrey, pocos europeos regresaban a su lugar de origen desde las Américas y de que los cocineros nativos de América no viajaban a Europa o Asia, y, en fin, la percepción de que la sencilla piedra de amolar, la alfarería y los hogares en el suelo eran más apropiados para los campesinos que para los cocineros de las casas de la nobleza, quienes para entonces ya contaban con molinos hidráulicos, ollas de hierro y estufas altas. La gran excepción era la molienda del cacao para el chocolate que se hacía en la sencilla piedra de amolar, lo cual no era fácil de hacer en un molino rotatorio porque se formaban grumos. En cualquier caso, esta pieza no ganó popularidad en otros usos que no fueran la molienda del chocolate.
En la medida en que no se dio el intercambio culinario, las lecciones obtenidas de la larga experiencia de Mesoamérica con el maíz y los chiles nunca lograron asimilarse del otro lado del Atlántico. Como hemos visto, el acto de cocinar trae consigo cambios culinarios, gastronómicos y nutricionales en los alimentos. En el caso del procesamiento del maíz, tratarlo con un alcalino (un proceso conocido como nixtamalización) produce un afrecho esponjoso que puede molerse húmedo para crear una masa que puede convertirse en panes planos, suaves y flexibles (cambio culinario). Estos panes tienen una fragancia que resulta de inmediato agradable para muchas personas (cambio gastronómico). A su vez, el proceso libera nutrientes que dan mejor resultado en aquellos que viven alimentándose mayormente de maíz (cambio nutricional). En el siglo XIX y a principios del XX, los italianos pobres y los americanos del sur que no nixtamalizaban el maíz padecían horriblemente la enfermedad de deficiencia nutricional conocida como pelagra, mientras los mexicanos, que sí lo nixtamalizaban, salían ilesos34.
Del mismo modo, mucho de lo que se había aprendido sobre los chiles fue ignorado. En la gran mayoría de los países (con excepción quizá de los de África del Norte), los chiles secos no se rehidrataban ni se picaban para producir una salsa espesa. Como resultado de ello, el color, la textura y los sabores frutales que podían aportar los chiles a los platillos no eran apreciados. Y como no se consumían en grandes cantidades en forma de salsas, los chiles no aportaban mucha vitamina c a la dieta.
Otras plantas fueron transferidas sin la tecnología que las acompañaba. Las papas se adoptaron lentamente y de mala gana, y sin emplear el método andino de conservación. Las hojas de cactus que crecen libremente alrededor del Mediterráneo casi nunca se consumen como verduras. Los agaves no se explotan para extraer la savia o el corazón. Los tomatillos siguen siendo prácticamente desconocidos. Con la excepción de los tomates, que fueron adoptados tardíamente y se volvieron importantes a finales del siglo xix, cuando el enlatado los hizo disponibles durante todo el año como salsas, las cocinas del Mediterráneo seguían usando vegetales introducidos durante la Antigüedad clásica y por el islam. La transferencia al Viejo Mundo de las cocinas de Mesoamérica, los Andes y los trópicos americanos fue restringida, dispareja y tardía, y hasta el día de hoy sigue siendo radicalmente incompleta. En realidad, esto era típico de los intercambios culinarios. En el caso de las cocinas budistas, la transferencia se dio principalmente de la India a China; y en el caso de las cocinas islámicas, la transferencia se dio del Oriente Medio a Europa y de ahí a las Américas. El islam nunca adoptó, por ejemplo, la gran variedad de carnes y pescados curados que podían encontrarse en la cocina de la cristiandad. De ahí que, desde una perspectiva culinaria (y no desde las perspectivas biológicas o ecológicas), no hubo ningún intercambio colombino; lo que hubo en cambio fue otra transferencia culinaria primordialmente unilateral35.
Entre las décadas de 1530 y 1540, la cocina católica floreció tanto en Europa como en las Américas, según lo demuestran tres eventos. En Inglaterra, lo primero que hizo Enrique viii cuando adoptó Hampton Court como su residencia en 1529 fue agrandar las cocinas construidas con ladrillos sólidos. Las cocinas ocupaban más de 3.300 metros cuadrados (como punto de comparación, diremos que el área total de la Casa Blanca es de 5.000 metros cuadrados) y daban servicio a entre 800 y 1.200 personas. Fuera del palacio se encontraban las trascocinas para desplumar gallinas y desollar conejos, una bodega de leña y una panadería con múltiples hornos que convertían diariamente alrededor de 250 kilogramos de harina integral en pan para los plebeyos y 100 kilogramos de harina en pan blanco para los nobles.
Estas cocinas también producían los banquetes reales que, sumados a las coronaciones y las ceremonias de entrada de los gobernantes a sus ciudades, eran los grandes eventos del siglo XVI por ser incluso mucho más elaborados que las comidas diarias de la casa real. Con base en nuestros estándares actuales, eran excesivamente costosos, pero satisfacían los imperativos de la magnificencia real y la generosa distribución de los restos. Los platillos se servían en grandiosas ceremonias diseñadas para demostrar que el palacio del gobernante era el pináculo del orden natural, aprobado por Dios, y en cada una de las etapas del suceso se emulaban las partes de la misa.
Algunos de los banquetes más espléndidos eran los que se servían en el Sacro Imperio Romano Germánico. Carlos v, el sacro emperador, nació en Gante, en el opulento ducado de Borgoña. Cuando partió para España, llevó consigo los ceremoniales de la corte borgoñesa y, podemos suponer, a sus cocineros36. Cada uno de los detalles de estos banquetes oficiales se planeaba cuidadosamente. En Banchetti, compositioni di vivande et apparecchio generale (1549), el noble italiano Cristoforo di Messisbugo ofrece un inventario de la parafernalia requerida, más de 300 recetas modernizadas al punto de estar al día y ejemplos de 14 banquetes reales para una variedad de celebraciones. En 1533, Carlos V confirió a Cristoforo di Messisbugo el título de conde palatino, uno de los más altos honores de la época, por sus servicios como intendente de los duques de Este en Ferrara.
Un banquete de estilo típicamente borgoñés comenzaba con una entrada procesional semejante a la de los prelados al entrar en la iglesia para la misa. Así como el emperador bizantino se había reclinado en memoria de la Última Cena, la comida del rey evocaba las misas. El monarca se sentaba con frecuencia solo en una mesa alta, cubierta con un mantel similar al del altar de la iglesia, situada en el angosto extremo de una habitación larga. El pan y el vino estaban en la mesa, y los cuchillos se acomodaban en forma de cruz. Los nobles que servían al rey besaban los recipientes y elevaban la copa una vez servida, como en la misa, donde también se besaban los recipientes y se elevaba el cáliz con el vino consagrado. Las manos se lavaban ritualmente conforme se destapaban los platillos para su inspección. La servilleta la entregaba uno de los cortesanos más poderosos del reino. El prelado presente de mayor rango bendecía la comida y el copero hacía una genuflexión cada vez que le servía vino al rey. También en imitación de la Eucaristía, la cena terminaba con obleas e hipocrás. Algunas confituras especiadas facilitaban la digestión.
En la Nueva España en 1538, 17 años después de la Conquista, Hernán Cortés y el virrey español ofrecieron una fiesta de tres días en la plaza principal de la Ciudad de México, construida encima de los antiguos templos mexicas. Al tercer día se sirvió el banquete. Se ofrecieron golosinas hechas con mazapán, figuras de azúcar y pasta de fécula de maíz, cítricos cristalizados, almendras, caramelos y frutas, todo ello acompañado de aguamiel, vino especiado y chocolate. Siguieron a esto cabritos y jamones rostizados, pays de codorniz, aves de corral y palomas rellenas, blancmange, escabeche de pollo, perdices y codornices, empanadas de pescado, aves y carne de caza, así como carnero, res, cerdo, nabos, coles y garbanzos hervidos. Conejos vivos salían dando saltos de algunas de las enormes empanadas; de otras salían volando aves. Al final se servían aceitunas, quesos y cardos comestibles. Aparte del chocolate, no quedaba nada de lo que fueran los banquetes que Moctezuma le había ofrecido a Cortés.
Notas
- 1. Arnold Pacey: Technology in World Civilization: A Thousand-Year History, MIT Press, Cambridge, 1991, pp. 66-68.
- 2. John Daniels y Christian Daniels: «The Origin of the Sugarcane Roller Mill» en Technology and Culture vol. 29 No 3, 1988, p. 529.
- 3. Sophie D. Coe y Michael D. Coe: The True History of Chocolate, Thames & Hudson, Nueva York, 1996, p. 143.
- 4. Xavier Domingo: «La cocina precolombina en España» y Rosalva Loreto López: «Prácticas alimenticias en los conventos de mujeres en la Puebla del siglo XVIII», ambos en Janet Long (ed.): Conquista y comida. Consecuencias del encuentro de dos mundos, UNAM, Ciudad de México, 1996.
- 5. Para la cocina judía en España y Nueva España, v. David M. Gitlitz y Linda Kay Davidson: A Drizzle of Honey: The Lives and Recipes of Spain’s Secret Jews, St. Martin’s Press, Nueva York, 1999.
- 6. Sobre la Nueva España, v. S.D. Coe: America’s First Cuisines, University of Texas Press, Austin, 1994; Jeffrey M. Pilcher: Que Vivan Los Tamales! Food and the Making of Mexican Identity, University of New Mexico Press, Albuquerque,1998, cap. 2; J. Long (ed.): ob. cit.; John C. Super: Food, Conquest, and Colonization in Sixteenth-Century Spanish America, University of New Mexico Press, Albuquerque, 1988; R. Laudan y J.M. Pilcher: «Chiles, Chocolate, and Race in New Spain: Glancing Backward to Spain or Looking Forward to Mexico?» en Eighteenth-Century Life vol. 23 No 2, 1999; R. Laudan: «Islamic Origins» en www.rachellaudan.com/2008/fideos-and-fideu-mor-on-the-mexican-islamic-connection.html.
- 7. Janet Boileau: «A Culinary History of the Portuguese Eurasians: The Origins of Luso-Asian Cuisine in the Sixteenth and Seventeenth Centuries», tesis de doctorado, Universidad de Adelaida, 2010; Robert Hughes: The Fatal Shore, Knopf, Nueva York, 1987.
- 8. Karen Ordahl Kupperman: «Fear of Hot Climates in the Anglo-American Colonial Experience» en William and Mary Quarterly vol. 41 No 2, 1984.
- 9. Philip D. Curtin: Death by Migration: Europe’s Encounter with the Tropical World in the Nineteenth Century, Cambridge UP, Nueva York, 1989, cap. 1.
- 10. Cit. en Rebecca Earle: «‘If You Eat Their Food…’: Diets and Bodies in Early Colonial Spanish America» en American Historical Review vol. 115 No 3, 2010.
- 11. María Stoopen: «Las simientes del mestizaje en el siglo xvi» en Artes de México No 36, 1997; María Cristina Suárez y Farías: «De ámbitos y sabores virreinales» en Socorro Puig y M. Stoopen (eds.): Los espacios de la cocina mexicana, Artes de México, Ciudad de México, 1996.
- 12. Boileau: ob. cit.; R. Laudan: The Food of Paradise: Exploring Hawaii’s Culinary Heritage, University of Hawaii Press, Honolulu, 1996; Lizzie Collingham: Curry: A Tale of Cooks and Conquerors, Oxford UP, Nueva York, 2006, cap. 3.
- 13. William Lytle Schurz: The Manila Galleon, Dutton, Nueva York, 1939.
- 14. Sobre las plantaciones de azúcar, v. J. Daniels y C. Daniels: ob. cit. V. tb. Stuart B. Schwartz: Tropical Babylons: Sugar and the Making of the Atlantic World, 1450-1680, University of North Carolina Press, Chapel Hill, 2004; Richard S. Dunn e Institute of Early American History and Culture: Sugar and Slaves: The Rise of the Planter Class in the English West Indies, 1624-1713, University of North Carolina Press, Chapel Hill, 1972, cap. 6; P.D. Curtin: The Rise and Fall of the Plantation Complex: Essays in Atlantic History, Cambridge UP, Nueva York, 1990, cap. 5; Sidney Wilfred Mintz: Sweetness and Power: The Place of Sugar in Modern History, Viking Press, Nueva York, 1985, caps. 2 y 3.
- 15. Daniels y C. Daniels: ob. cit., pp. 527-530.
- 16. Judith A. Carney y Richard Nicholas Rosomoff: In the Shadow of Slavery: Africa’s Botanical Legacy in the Atlantic World, University of California Press, Berkeley, 2009, pp. 162-163.
- 17. Françoise Sabban: «L’industrie sucrière, le moulin à sucre et les relations sino-portugaises aux xvie–xviiie siècles» en Annales: Économies, Sociétés, Civilisations vol. 49 No 4, 7-8/1994.
- 18. David Thompson: Thai Food, Ten Speed Press, Berkeley, 2002; Helen Saberi: Afghan Food and Cookery: Noshe Djan, Hippocrene Books, Nueva York, 2000.
- 19. Laudan: The Food of Paradise, cit., p. 89.
- 20. Alan Davidson y Eulalia Pensado: «The Earliest Portuguese Cookbook Examined» en Petits Propos Culinaires No 41, 1992; Cristiana Couto: Arte de cozinha, Senac, San Pablo, 2007; Lucy Aikin: Memoirs of the Court of Queen Elizabeth, Longman, Hurst, Rees, Orme, and Brown, Londres, 1818.
- 21. Laura Mason: Sugar-Plums and Sherbet: The Prehistory of Sweets, Prospect Books, Totnes, 2004.
- 22. de León Pinelo: Question moral si el chocolate quebranta el ayuno eclesiastico. Facsímile de la primera edición, Madrid, 1636, Condumex, Ciudad de México, 1994.
- 23. S.D. Coe y M.D. Coe: The True History of Chocolate, cit.
- 24. Norton: Sacred Gifts, Profane Pleasures: A History of Tobacco and Chocolate in the Atlantic World, Cornell UP, Ithaca, 2008.
- 25. Daniel Zizumbo-Villarreal y Patricia Colunga-Garcia Marín: «Early Coconut Distillation and the Origins of Mezcal and Tequila Spirits in West-Central Mexico» en Genetic Resources and Crop Evolution vol. 55 No 4, 2008; Claudia Paulina Machuca Chávez: «Cabildo, negociación y vino de cocos. El caso de la villa de Colima en el siglo XVII» en Anuario de Estudios Americanos vol. 66 No 1, 2009.
- 26. H.T. Huang: Fermentations and Food Science, vol. 6 parte 5 de Joseph Needham (ed.): Science and Civilization in China, Cambridge UP, Cambridge, 2001.
- 27. Laudan y J.M. Pilcher: «Chiles, Chocolate, and Race in New Spain», cit.
- 28. Tomás de Aquino: Summa Theologica, parte 3, pregunta 74, en www.newadvent.org/summa/4074.htm.
- 29. Ivonne Mijares: Mestizaje alimentario. El abasto en la ciudad de México en el siglo XVI, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, Ciudad de México, 1993.
- 30. Laudan: «Islamic Origins», cit.; R. Laudan: «Couscous: Can’t-Miss Festival and Origins of Mexican Couscous», www.rachellaudan.com/2010/09/couscous-cant-miss-festival-and-origins-of-mexican-couscous.html.
- 31. Cit. en Louise M. Burkhart: The Slippery Earth: Nahua-Christian Moral Dialogue in Sixteenth-Century Mexico, University of Arizona Press, Tucson, 1989.
- 32. James Lockhart: The Nahuas after the Conquest: A Social and Cultural History of the Indians of Central Mexico, Sixteenth through Eighteenth Centuries, Stanford UP, Stanford, 1994.
- 33. William B. Taylor: Drinking, Homicide, and Rebellion in Colonial Mexican Villages, Stanford UP, Stanford, 1979; Sonia Corcuera de Mancera: Del amor al temor: Borrachez, catequesis y control en la Nueva España (1555-1771), FCE, Ciudad de México, 1994; Teresa Lozano Arrendares: El chinguirito vindicado. El contrabando de aguardiente de caña y la politica colonial, UNAM, Ciudad de México, 1995.
- 34. Arturo Warman: Corn and Capitalism: How a Botanical Bastard Grew to Global Dominance, University of North Carolina Press, Chapel Hill, 2003; para África, v. James McCann: Maize and Grace: Africa’s Encounter with a New World Crop, 1500-2000, Harvard UP, Cambridge, 2005.
- 35. Alfred W. Crosby: The Columbian Exchange: Biological and Cultural Consequences of 1492, Greenwood, Westport, 1972. Para ejemplos de los muchos historiadores que consideran el intercambio colombino un punto de inflexión en la historia de la comida, v., por ejemplo, Kenneth F. Kiple: A Movable Feast: Ten Millennia of Food Globalization, Cambridge UP, Cambridge, 2007; Tom Standage: An Edible History of Humanity, Walker, Nueva York, 2009.
- 36. Barbara Ketcham Wheaton: Savoring the Past: The French Kitchen and Table from 1300 to 1789, University of Pennsylvania Press, Filadelfia, 1983; Roy C. Strong: Feast: A History of Grand Eating, Jonathan Cape, Londres, 2002; Henry Kamen: Spain’s Road to Empire: The Making of a World Power, 1492-1763, Allen Lane, Londres, 2002.
* Historiadora. Es autora de Gastronomía e imperio. La cocina en la historia del mundo (FCE, Ciudad de México, 2020).
Fuente: Nueva Sociedad, mayo-junio de 2024
Portada: una mujer afroamericana prepara el chocolate y un niño mulato lo sirve a un hombre europeo, escena de cocina en uno de los cuadros de castas de José de Páez (imagen: http://clio-mexico-luiselli.blogspot.com/)
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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