Noticia de libros

Ricardo Robledo

Hasta la publicación de Ganar la guerra, perder la paz (1) , el general Latorre era un perfecto desconocido en la historiografía española de la Guerra Civil o el primer franquismo. No figura que yo sepa en ninguna antología de “generales malditos”. Las libretas, tamaño cuartilla, escritas a máquina  -que tuve la primicia de conocer en casa de un familiar de Latorre- desvían el foco de las memorias convencionales para centrarlo en la intrahistoria del régimen. No se trata por tanto de unas memorias para justificar  o adornar determinadas actitudes que en definitiva condujeron al golpe del 18 de julio y al mantenimiento del franquismo.  Estamos más bien ante las primeras memorias antifranquistas de un general que fue franquista (ocupando diversos cargos, Banco de España, Confederación Hidrográfica del Duero…)  y que hace más de 70 años se cuestionaba la oportunidad de la celebración de las cruces de los caídos, empezando por la de Cuelgamuros.

De la cuidada edición efectuada por Jaume Claret   he seleccionado unos cuantos temas que pueden interesar al lector. Al final se insertan las “Palabras iniciales” del editor.

  1. La república no fue el pozo de todos los males

¿Ha habido algún cargo militar franquista, de relevancia,  que hablara bien de la República? No conozco a muchos. Es cierto que el anticlericalismo y el separatismo le sirvieron para fortalecer su conciencia antirepublicana, pero eso no le impidió reconocer  aspectos positivos del régimen republicano. Sobresalen las alabanzas a Azaña  por la reducción del ejército y la forma en que lo hizo: quién  pescara [la ley Azaña] en estos tiempos de semejante hecatombe, desorganización y falta total de eficiencia militar como jamás se conocieron en nuestro país. Por el contrario no se libra de su severidad Sanjurjo, llegando a  calificar el golpe del 10 de agosto de “botaratada”  que con tanta indulgencia juzgo el gobierno. Por último hay un reconocimiento de que los niveles de vida han retrocedido durante el franquismo: el obrero, económicamente, vivía mucho mejor durante la República que ahora, sin eludir comentarios negativos sobre las condiciones en que se estaba produciendo las primeras migraciones de murcianos y almerienses  a Cataluña.

  1. La represión azul

 Cualquier  estudioso de la represión en Navarra conocerá  Navarra 1936, De la esperanza al terror (Altaffaylla)   o Sin Piedad de Mikelarena. Resulta llamativo que un general franquista no oculte expresiones  como días sádicos, terribles excesos  y afirmara: en todo Navarra donde reinaba un verdadero «TERROR». Tampoco se libra Asturias:

Dios me libre entrar a discutir cómo se administró la justicia militar en Asturias, como ya hemos indicado, del todo independiente de mi jurisdicción. Pero si puedo afirmar que se mató mucha gente, demasiada, excesiva, a base de dicha justicia. No poseo estadísticas de fusilados, que se efectuaban, frecuentemente por tandas de unos veinte en las proximidades de San Esteban de las Cruces, ni de ahorcados, bastantes, entre ellos en Gijón el famoso futbolista [Guillermo González del Río, más conocido como] Campanal de buena familia de Avilés, que, realmente hizo verdaderas barbaridades. Tampoco tengo estadísticas de hombres y mujeres ejecutados por un procedimiento u otro pero fueron muchísimos y también puedo afirmar que un noventa por ciento de los mismos murieron sin Sacramentos y con los puños en alto en medio de terribles y dantescos cuadros e imprecaciones horrorosas que silencio. El cacareado cristianismo o catolicismo de fusilados y fusiladas no se vio por parte alguna ni por las víctimas ni por los verdugos.

Latorre identifica a los  responsables de tanta matanza  que seguían ocupando puestos en el organigrama franquista. Y deja en evidencia que contar  las víctimas oficiales es solo captar fragmentos de realidad cuando reconoce que había que mejorar las condiciones de los presos y proteger sus vidas de posibles sacas. Era intolerable –comenta en otra ocasión- que se apalease brutal y vilmente a los presos políticos en las cárceles, precisamente, por sus guardianes, e incluso que se tratase de violar a alguna detenida. Era intolerable que se sacase a enfermos del lecho y en un carrito se les pasease por el pueblo con el pelo cortado No exageremos. Su crítica antifranquista no le convierte en un antecedente de la ley de memoria histórica. Ni mucho menos. Su relato tiende más bien a hablar de excepciones y a rebajar su impacto. Pero no la oculta. Igual que cuando se refiere   al histórico y trágico «ENTERADO», que firmaba   Franco,  hombre de rencores sin tasa ni medida a pesar de sus afectos externos extremados de catolicismo.

  1. Antifalange

El paisaje de la larga, demasiado larga, vida del régimen estaba compuesto por diversos elementos. Sobresalía Falange contra la que vertió su crítica despiadada. En las Memorias se encuentran párrafos memorables sobre los polluelos de la odiada Falange, que le hicieron tragar aceite de ricino a Santiago Alba en el Hotel Ritz o sobreel nefasto cual soberbio, Ramón Serrano Súñer, de triste recordación para todos los españoles…”, equiparado ¡nada menos! que con Chaperón, el coronel absolutista de Fernando VII  (a quien Baroja pintó “yendo a las ejecuciones con uniforme y lleno de condecoraciones, y hasta tiraba de los pies a los ahorcados”). Con gran ironía se   desgranan los «tópicos» y «latiguillos» para la caza de incautos  tan desacreditados y en desuso que habían caído haciendo incluso el ridículo, porque la pobre gente sigue sin hogar, sin lumbre y escaso y muy caro pan; el famoso Imperio se ha debido derrumbar pues no aparece por parte alguna pues en ningún momento hemos mendigado tanto como ahora a la vista de tanta miseria como padecemos.

  1. Ante todo, la corrupción

Los falangistas aparecen retratados como  los enchufistas actuales. Pero no tenían, claro, la exclusiva. No conozco memorias donde mejor se haya descrito la corrupción como amalgama del franquismo de la que se aprovechaban especialmente las élites y familiares: Delegados gubernativos, petroleros, delegados de Abastos, somatenistas, concejales, etc., hacen coro a los últimos para que nadie les perturbe la fácil digestión en sus destinos esencialmente militares. Son los que dicen: “Caballeros no empujar, porque me voy a caer”.
Ángel Viñas, prologuista del libro  cuenta cómo Latorre dibuja con trazos ácidos “un empeño constante de expoliación y saqueo”. Él  ha investigado bien estos procedimientos, como ha expuesto en Sobornos (2016) y otros libros.  El tema de la corrupción cuenta afortunadamente con investigaciones sólidas. Además de las de Á. Viñas,  no hace mucho se publicó por Borja de Riquer et. al., La corrupción política en la España contemporánea (2018) y se esperan al menos dos libros (Francisco Comín, Paul Preston)  que no tardarán en ofrecer nuevas perspectivas. Las Memorias de Latorre se convertirán en lectura obligada. Hay algo más que el relato de la picaresca de los jerifaltes de régimen desviando para el bolsillo particular  las multas que se cobraban por “el día sin postre”. O los grandes negocios de Yagüe o Villaverde. Me parece  importante destacar la mecánica del enriquecimiento insertada en la médula del Ejército. Cuando reinaba la más absoluta miseria de la gente, seis años después de acabada la guerra, los militares seguían ordeñando la  vaca de la guerra civil por dos procedimientos:  recompensas  y ascensos. Por último merece nombrar la corrupción en el Ministerio de Agricultura  y la implicación del falangista Dionisio Martín Sanz, autor del libro memorable El problema del trigo y el nacionalsindicalismo (1937) y, sobre todo, fundador del Servicio Nacional del Trigo. Hace años que Carlos Barciela documentó bien el  derroche de recursos públicos que supuso el SNT (aparte de otras distorsiones monetarias o económicas).

  1. Sobre la pervivencia del franquismo (y del antifranquismo)

Desde hace algún tiempo la historiografía española sobre el golpe, guerra y dictadura franquista ha ido explorando  diversos territorios que critican/matizan alguna de las versiones tradicionales sobre la imposición “desde arriba” de un régimen apoyado por la represión.   La bibliografía es ya amplia y buena parte de los autores que habría que citar  pertenecen o están relacionados con  grupos consolidados de investigación de la Universidad Autónoma de Barcelona, Universidad de Santiago y Universidad de Granada. En las memorias de Latorre se pueden encontrar  apreciaciones para observar la historia menos desde las alturas y enriquecer las interrelaciones entre el poder político y la sociedad. En sintonía con lo expuesto hasta aquí, las reflexiones sobre la Nueva España poco tenían que ver con la propaganda oficial. Mientras oficialmente se exaltaban los logros de la paz, Latorre escribe:   y no digo paz porque esa no se ha conseguido todavía y estamos en enero de 1953. «Con las bayonetas se puede hacer todo menos sentarse en ellas …No es político continuar la guerra a través de la paz que es lo que se ha hecho desde el poder». Y es que -como apunta Jaume Claret en las “Palabras iniciales” que figuran a continuación- a pesar de ganar la contienda y a pesar de la propaganda, el franquismo impidió la conciliación. Esta certeza era, además, reconocida en amplios sectores del franquismo y “ello nos muestra la existencia de un debate interno, mucho más complejo y rico, aunque de consecuencias reales modestas, dentro del propio Nuevo Estado surgido de la guerra civil española”.
Creo que estamos ante las Memorias de un militar, defensor de la ‘ciudadanía’ (con las herramientas del cristianismo social aunque poco complaciente con el religiosismo) y crítico inmisericorde del ejército – “una fuerza, pero no un poder”-   que se pregunta:

Entonces ¿por qué ese empeño decidido en crear y mantener este estado de cosas tan perjudicial, desde todos los puntos de vista, ahora, y para el porvenir, para la eficiencia de un ejército y de España? Pues, sencillísimo, porque lo que se pretende es, lisa y llanamente, hacer una política determinada con el elemento armado, y no nacional, creando intereses en cuantía inigualada que sostenga lo actual. Política, en verdad, suicida y antipatriótica y que nunca dio el menor resultado. Tratar de salvar, una vez más, en el transcurso de la historia, los principios, a costa de hundir la nación, lo que tan trágicos resultados dio siempre.

Jaume Claret que profundizó en las interioridades del régimen franquista a partir de la política universitaria  (El atroz desmoche. La destrucción de la universidad española por el franquismo,2006) lo hace ahora desde la perspectiva no de un militar  despechado, sino de una voz autorizada, surgida del interior del franquismo, pero voz desinhibida. Para  mantener la viveza de la fuente original ha habido que seleccionar  las partes más interesantes de los cuadernos y no cargar con erudición bibliográfica excesiva el buen relato del General Latorre Roca. Si no han leído aún el libro de Jaume, una forma inteligente y entretenida de ocupar el verano es leer Ganar la guerra, perder la paz.
 

  • (1) Jaume Claret, Ganar la guerra, perder la paz. Memorias del General Latorre Roca. Prólogo de Ángel Viñas. Barcelona, Crítica, 2019.

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Palabras iniciales

Jaume Claret

El general Rafael Latorre Roca (Zaragoza, 1880 – 1968) tuvo un paso discreto por el ejército y la administración españolas. A pesar de su prolija carrera militar y de ocupar algunos cargos relevantes, su nombre raramente ha transcendido y sólo aparece mencionado en ciertas obras especializadas sobre la guerra civil en el norte de España. Esta ausencia de recuerdo e invisibilidad pública contrastan con una trayectoria profesional que le situó en interesantes encrucijadas históricas y que, sobre todo, le permitió tener contacto con muchos de los protagonistas de la historia contemporánea de España.

Dicha invisibilidad –entre prudente y lógica, para unos; entre cobarde y cómplice, para otros— tenía su contrapeso en una privada y exhaustiva anotación de su correspondencia, conversaciones, vivencias y reflexiones. Todo ello, recogido en decenas de cuadernos mecanografiados –seguramente por alguno de sus ayudantes de mayor confianza—, algunos de ellos revisados con posterioridad y, por tanto, modificados, matizados o enriquecidos según las circunstancias, pero siempre con el objetivo común de dejar constancia, en primera persona, de sus quehaceres y pensamientos.

Sus primeros cuadernos empiezan con el siglo XX, pero los más interesantes llegan con su madurez a partir de los años veinte y hasta la primera postguerra. En aquellos años, Latorre asciende en el escalafón militar, se convierte en un crítico espectador de la evolución política del país, participa de las operaciones bélicas y la represión franquista, consigue el fajín de general y, finalmente, es nombrado delegado del gobierno en la Confederación Hidrográfica del Duero.

Para situarnos, estamos hablando de un militar con formación –pertenece al arma de Artillería—, con manifiestas inquietudes político-sociales, seguidor de la doctrina social católica, partidario de un Ejército profesional y apolítico, acogido a la Ley Azaña por discrepancias con la actitud de la República hacia la Iglesia y reincorporado al servicio voluntariamente tras el 18 de julio de 1936. A partir de ese momento, se suceden los cargos: responsable de una de las columnas carlistas que desde Pamplona se dirigen al País Vasco, encargado de recepcionar en Santoña a los presos republicanos custodiados por tropas italianas en agosto de 1937, gobernador militar de Asturias tras su conquista y durante la primera represión del maquis de octubre de 1937 a diciembre de 1938, gobernador militar de Teruel de febrero a septiembre de 1939, jefe de Artillería en Cataluña en la primera postguerra, Marruecos…

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Latorre Roca, en una imagen correspondiente a los primeros años de franquismo. Colección particular Fernández Corte

Toda esta trayectoria queda detalladamente anotada en sus cuadernos, sumándose a ellos cartas y conversaciones con la mayor parte de la cúpula militar del franquismo, así como con diversos remitentes conocidos a lo largo de su vida. Latorre nos acompaña por los diferentes territorios donde fue destinado. Su pluma nos describe tanto los hechos bélicos y políticos cronológicos y los principales actores militares y civiles, como los antecedentes históricos, las habladurías y las opiniones de terceros: desde las polémicas entorno de la actuación de los generales Antonio Aranda en Asturias y Domingo Rey d’Harcourt en Asturias a los contactos con exiliados españoles, refugiados europeos y representantes nazis durante su estancia en Cataluña, pasando por sus relaciones con el conde de Romanones, el mariscal Pétain, el todopoderoso Ramón Serrano Súñer o el jerarca José María Fernández Ladreda.

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Busto de Fernández Ladreda en Nájera

Aquí reside una de las dos principales razones que justifican hoy su publicación: estamos ante una voz autorizada, surgida del interior del franquismo. No se trata de alguien que hable de oídas, ni de un opositor al uso, sino de un militar partícipe activo de la guerra, beneficiado por ésta, simpatizante de buena parte de sus ideales, bien conectado y, a pesar de todo, crítico con aquello que ve. La mirada de Latorre es lógicamente interesada y parcial, y no pretende ser infalible u omnipresente. En sus escritos, se manifiestan con claridad sus filias y sus fobias. Hijo de una época y una educación concretas, reproduce tópicos del periodo que el conocimiento histórico posterior ha desmentido, y juicios de valor fruto de sus propias creencias. Sin embargo, ello no invalida, ni reduce el interés, de unos escritos veraces, exhaustivos y originales.

El segundo motivo para su publicación radica precisamente en la desinhibición de muchas de sus consideraciones. Aunque concienzudamente elaborados –de algunos escritos hallamos diversas versiones e, incluso éstas, con anotaciones manuscritas—, tan sólo una pequeña parte de sus cuadernos –algún fragmento en publicaciones minoritarias, otros en prensa y algunos otros difundidos por vía epistolar— se escribía pensando en terceros. Por lo tanto, su contenido no esconde segundas intenciones, ni se halla coartado, sino que se expresa tal cual, sin cortapisas y lejos de lo políticamente correcto. Esta doble característica del testimonio del general Latorre –su carácter interno y sin censura— nos permite obtener una imagen distinta, en parte complementaria, a la conocida hasta ahora y, sobre todo, a la proyectada por parte de la dictadura.

Como cualquier otro régimen totalitario, el franquismo quiso ofrecer una falsa apariencia monolítica y homogénea, más fruto de la propaganda exitosa del ejercicio del poder y de la posterior servidumbre a la síntesis histórica que de la realidad. Entre los sublevados el verano de 1936, el consenso se limitaba al enemigo a combatir: la República, el laicismo, los nacionalismos periféricos, el sindicalismo, las ideas progresistas, etc. Aunque la guerra permitió postergar la decisión, más complejo resultó ponerse de acuerdo sobre lo propositivo. Lo prioritario era ganar en el frente bélico y acabar con el contrario, después ya se vería…

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Latorre Roca, en una imagen correspondiente a los primeros años de franquismo. Colección particular Fernández Corte

Esta suspensión sobre el futuro modelo de Estado se vio interferida y agravada por los diferentes proyectos particulares –a veces incluso contradictorios— de las diversas fuerzas implicadas en el bando rebelde y, sobre todo, por las circunstancias internacionales en general y por la Segunda Guerra Mundial en particular. Sin embargo, la inconcreción no significó inactividad y el general Francisco Franco no desaprovechó la ocasión para acumular en su persona todos los poderes posibles. Dicha consolidación pasó por la sumisión a su voluntad de todas las fuerzas coaligadas en el esfuerzo bélico. Esta supeditación no siempre se forzó, sino que a menudo fue fruto de una provechosa simbiosis entre intereses particulares y generales que, al vincularse mutuamente, facilitaron la pervivencia del régimen durante casi cuarenta años. Bajo la retórica nacional-católica, la corrupción –la utilización de las funciones y medios de la administración pública en beneficio propio— se nos aparece como el auténtico cemento cohesionador del régimen.

El Ejército español se convirtió en un caso paradigmático, pues constituyó el principal apoyo del general Franco y del franquismo. En primer lugar, aquellos mandos que podían disputar el liderazgo o bien fueron desactivados a través de una lluvia fina de cargos y prebendas, o bien fueron apartados sin contemplaciones. En segundo lugar, surgió con fuerza una nueva generación de oficiales que lo debían todo a la guerra civil –tanto la propia carrera militar, como la participación en el botín posterior— y cuya fidelidad resultaba, por tanto, inquebrantable… mientras el beneficio fuese seguro.

Historia en primera persona

Este no es un libro más sobre la guerra civil y el franquismo: son las primeras memorias de un general integrado –con destinos y contactos relevantes— en la dictadura, pero contrario a la mayoría de sus principios y actuaciones. Para empezar, su concepción del Ejército como «una fuerza, pero no un poder», le llevaba a defender el necesario acatamiento del régimen político existente: «si la Soberanía Nacional en la plenitud de sus poderes, opta por la forma republicana, repetimos una vez más, que, a esa forma de gobierno debe prestar su acatamiento el Ejército, y si el Gobierno es socialista, como si fuera ultraconservador, a todos sumisión y respeto absolutos». Incluso si, en caso de emergencia, estuviera justificada la intervención militar, debería retornarse a los cuarteles al recuperarse la calma, devolviendo a la sociedad civil la iniciativa política.

Aunque a menudo no puede evitar hacerse eco de tópicos sobre el período, este accidentalismo permitía a Latorre una aproximación menos sesgada hacia la Segunda República, sin dolerle prendas a la hora de reconocer sus aciertos. Así, y en clara discrepancia con sus compañeros de armas, los elogios son frecuentes: «una de las mejores medidas tomadas por [Manuel] Azaña fue la reducción del ejército y la forma en que lo hizo, y no la “trituración” cómo con maledicencia intencionada se quiso hacer figurar por los perjudicados».

También se muestra ecléctico respecto de la doctrina franquista en el ámbito económico-laboral: «el obrero, económicamente, vivía mucho mejor durante la República que ahora». Católico practicante, lector habitual de Jaime Balmes y partidario de la doctrina social de la Iglesia, comprendía y asumía algunas de las reclamaciones sindicales, mientras criticaba ciertas actitudes de la patronal: «no es de extrañar sus ideas extremistas [del obrero], pero, cuidado con no caer en el absurdo, porque extremistas, muy extremistas, más extremistas aún, eran las ideas, aunque en sentido contrario de aquellos capitalistas del siglo pasado y primeros del actual».

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Fondo Valentín Vega del Museo del Pueblo de Asturias (El Comercio)

Como gobernador militar de Asturias reconocía que era precisamente la ausencia de trabajo, junto con las duras condiciones de vida y los abusos discrecionales, aquello que convertía en candidatos al maquis a los treinta mil obreros en paro y a sus familias hambrientas. A pesar de los interesados desvelos relatados por Latorre para retomar la actividad económica y poner coto a los excesos, el mantenimiento de treinta mil efectivos en una región supuestamente conquistada y las páginas dedicadas a la persecución de la resistencia guerrillera ejemplifican la inestabilidad de la retaguardia sublevada.

Esta capacidad para no llevarse a engaño, le permiten juzgar con dureza el terror azul aplicado desde el inicio de la guerra por los sublevados: «se mató mucha gente, demasiada, excesiva, a base de dicha justicia». Para Latorre, se trataba de una violencia injustificada militar y éticamente, sólo explicable por la debilidad intrínseca del franquismo para ganarse al pueblo y cumplir sus promesas: «La justicia, pues, dando por supuesto lo fuera, se llevaba a la práctica en forma poco cristiana y humana, realmente despiadada y para esto no hay razones que valgan tratándose de penas irreparables». A ello, se sumaba la presencia, parasitaria y perjudicial, de Falange: «Eran, pertenecían y siguen perteneciendo al partido de los enchufistas actuales, de los que cobarde y vilmente se dedicaban a hacer ingerir por la fuerza a sus víctimas el ricino, a cortarles el pelo, cuando no pasaban a mayores paseando a aquellas».

Él mismo habría sido testigo directo de estos abusos, cuando el 30 de agosto de 1937 asumió en Santoña la responsabilidad sobre los treinta y tres mil prisioneros de guerra hasta entonces bajo vigilancia italiana, a los que poco después se sumaron diez mil más de diversa procedencia fruto del avance hacia Santander. Según su relato, las primeras actuaciones tuvieron como objeto frenar los abusos y el descontrol:

Era intolerable, que, sin responsabilidad alguna, todos quisiesen erigirse en autoridad. Era intolerable la forma en que los prisioneros, en completa comunicación, convivían con público y familiares. Era intolerable las facultades que se arrogaban los distintos jefes de FET y de las JONS. Era intolerable que se apalease brutal y vilmente a los presos políticos en las cárceles, precisamente, por sus guardianes, e incluso que se tratase de violar a alguna detenida. Era intolerable que se sacase a enfermos del lecho y en un carrito se les pasease por el pueblo con el pelo cortado. Era intolerable que no se permitiese transitar por la calle a personas, que la justicia, ni aún en su parte gubernativa, había encontrado motivo para el más leve arresto. Era intolerable que todo el mundo estuviese armado, incluso chiquillos y borrachos habituales. Era intolerable que, en plena bahía de Santoña, un mercante inglés, sirviese de guarida a quienes tenían cuentas graves con la justicia española, y, sin embargo, el capitán y la tripulación seguían en libertad. Era intolerable que a muchachas de catorce y quince años se las hiciese trabajar durante todo el día sin remuneración alguna. Y en esta forma haría interminable la relación de abusos que corté.

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Soldados republicanos prisioneros en Santoña (imagen: Aberriberri.com)

Sin embargo, este cuestionamiento de la violencia entre los sublevados era tan excepcional, como revelador era su uso y abuso del fracaso del franquismo a la hora de garantizar la paz social, la prosperidad económica y la vigencia de su ideario nacional-católico. Sin dejar escapar la ocasión para ridiculizar la verborrea falangista de jerarcas como Raimundo Fernández-Cuesta, Latorre recordaba cómo ya superada la postguerra:

la pobre gente sigue sin hogar, sin lumbre y escaso y muy caro pan; el famoso Imperio se ha debido derrumbar pues no aparece por parte alguna pues en ningún momento hemos mendigado tanto como ahora a la vista de tanta miseria como padecemos; y lo de monje y soldado que se lo pregunten a Fernández Cuesta, cuando al regreso a España de Italia, donde estaba de embajador, a la caída estrepitosa y sangrienta del fascismo, llegó aterrorizado (¡vaya un soldado!) a España ante los trágicos cuadros que había presenciado y el peligro que su vida había corrido, pidiendo a gritos la disolución de la Falange y el cambio de régimen.

Respecto de la religiosidad, el general afirmaba que «en urbes populosas, como Barcelona, solo asisten al Santo Sacrificio de la Misa el 10% de los hombres y el 20% de las mujeres, precisamente, cuando desde el poder público se repite, un día y otro, como si lo dudase, que España es el baluarte más fuerte de toda la cristiandad en su sentido católico». Para Latorre, lejos de corregir los males que habían provocado la persecución religiosa durante la guerra civil en la zona republicana, la jerarquía eclesiástica había evitado la autocrítica y recaído en la autocomplacencia: «¿Se ha parado a pensar nuestro moderno, nuevo y actual episcopado el porqué de esa furia antirreligiosa que ni en la misma Rusia llegó a tales extremos? ¿No sería, en una gran parte, porque los que se decían cristianos no cumplían con sus deberes de tales, empezando por no amar al prójimo como a ellos mismos? Porque he conocido venerables sacerdotes en Jaén, Barcelona, entre otras provincias, que en plena vesania antirreligiosa y revolucionaria fueron respetados por las turbas».

No obstante, la censura más contundente la reserva para el propio Ejército y, en especial, para su generalato. El cuestionamiento ya empieza respecto a su capacidad profesional, pues forjadas la mayoría de carreras en el Marruecos español –«por territorios africanos han sucedido muchas cosas de las que la moral salió bastante quebrantada»—, ello habría provocado el ascenso no precisamente de los más capacitados militar y estratégicamente. La mala selección conllevó una alta pérdida de efectivos humanos y materiales durante la guerra civil, además de la prolongación innecesaria del conflicto: «El fracaso de Madrid y una total carencia de información o lo que es peor de falsa información sobre el frente Norte, dejó la guerra muerta en todos los frentes y así no se cosechan más que fracasos y no se ganan las guerras».

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Cordon Press

Esta incapacidad sólo fue compensada por los errores y divisiones en el bando republicano y, sobre todo, por el desequilibrio en los apoyos internacionales: «Sentaremos ante todo la afirmación, para mí axioma, que, sin la existencia de las dictaduras de Hitler y Mussolini, Franco no hubiera instaurado la dictadura, ni seguramente la guerra civil o pronunciamiento estallado». Esta deuda originaria, se convirtió en una peligrosa decantación germanófila durante la Segunda Guerra Mundial que, en el caso de Franco, habría perdurado hasta junio de 1943.

Según Latorre, existían elementos suficientes para dudar de la inevitabilidad de la victoria del Eje, del carácter contraproducente de las exhibiciones contrarias a los Aliados permitidas por las autoridades –sobre todo cuando estos también había ayudado al triunfo franquista «al proporcionarnos, o consentir su transporte, de carburantes y lubrificantes, incluso a pago demorado al final de la contienda, entre otras ayudas no menos eficaces por la famosa comisión de control»— y de la incapacidad material y militar española para participar en cualquier aventura bélica. Sobre este último aspecto, el juicio era contundente: «en relación con el pésimo estado de nuestra artillería toda desgastada, barullo enorme en nuestras municiones, inutilidad de nuestros escasos carros de combate, blindados sin blindaje, sin apenas antiaéreos, ni aviación, ni cuadros de mandos ni superiores (los derivados de una contienda civil que todos conocemos y de África) ni inferiores, falta de unidad en la nación, el cansancio de todo cuanto significase nuevas guerras y más efusiones de sangre, etc.».

Ante esta debilidad originaria, el franquismo buscó consolidarse gracias a aliados como «el Ejército, las fuerzas de represión (Guardia Civil, Asalto, Policía), la religión (mejor sería decir una falsa religión) […], la propaganda o sea la “mecanización de la mentira”, una gran parte del capital, los ambiciosos y tránsfugas, la terrible censura arma de dos filos, etc.». En esa coalición destacaba especialmente el elemento católico y militar. Respecto del primero, el dictador no dudó «en abrazarse y asirse fuertemente a la religión mediante todo género de dádivas y favores», a cambio de «sumisión absoluta». Sobre el segundo, se trataba de «no tener[lo] descontento» y «que éste sea lo más numeroso posible». En ambos casos y como ya se ha comentado, el cemento cohesionador fue la corrupción, a través de la tolerancia y el favorecimiento de la «privatización de los recursos públicos». En palabras de un interlocutor de Latorre: «Los rojos se llevaron el oro, etc., pero éstos se cargan con el santo y las limosnas, que, ¡no son moco de pavo!».

La corrupción era sistémica y sistemática. Latorre acumuló ejemplos sangrantes sobre todos los niveles de la Administración. En el caso de los gobernadores civiles, por ejemplo, el general Juan Yagüe le relataba como, «con sus tres o cuatro automóviles –paseando él y los suyos por plazas, calles y caminos el escándalo que esto supone— cosa que nunca ocurrió porque se castigaba, manejan los millones de pesetas como agua y los emplean en lo que buena o malamente quieren y es curioso que un gobernador sotto voce pueda imponer arbitrios sobre la harina, el pan, azúcar, aceite, etc. No hay que olvidar que muchos de estos gobernadores son jóvenes, por lo menos, inexpertos, y que mediante las famosas e inmorales oposiciones patrióticas, al final de la guerra, a fin de hacer incondicionales, entraron a saco en la judicatura, registros, notarías, fiscales, abogacía del Estado, etc.».

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El general Juan Yagüe (imagen: La Nueva España)

Sin embargo, donde Latorre cargó especialmente las tintas fue para denunciar la corrupción dentro de la milicia, tanto desde la aceptación de cargos y prebendas públicos y privados, como de actuaciones de legalidad dudosa, como puestas de largo a cargo del erario, o claramente delictivas. En su relato, hallamos desde militares africanistas traficando con bebidas alcohólicas, café y habanos desde el Protectorado, a esposas de generales haciendo lo propio con vales de gasolina con la permisividad del Estado, cuando no su connivencia.

De hecho, incluso la esfera más próxima al dictador sucumbía abiertamente a la corrupción. Latorre recupera ejemplos que afectaban al yerno de Franco actuando como intermediario en la comprar de unos vagones coche-cama para Renfe o de representante de intereses extranjeros en España. La «yernocracia» se extendía a diversos grados familiares como un Nicolás Franco reconvertido en industrial y financiero, la propia Carmen Franco Polo, o el propio matrimonio Franco-Polo beneficiario del Pazo de Meirás.

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Carmen Martínez Bordiú rodeada de los Franco tras dar a luz (EFE)

Esta corrupción trajo consigo la consolidación del régimen y la hagiografía hacia la figura de Franco, pues vinculó el mantenimiento de los intereses particulares a la supervivencia del franquismo y de su líder. Sin negarle algunos aciertos, la valoración de Latorre censuraba con dureza tanto su enaltecimiento acrítico –cuestionando sus supuestos dones (sobre)naturales e inventos «paganos, como la famosa fiesta nacional del Caudillo»—, como su actuación concreta a nivel militar y estratégico, ya valorada, como político y económico.

Según Latorre, Franco no había corregido los defectos imputados a la República en cuanto a orden público, ni tampoco había logrado los nuevos objetivos de recatolizar y renacionalizar. Así, la vacía retórica nacional-católica y la insensibilidad de la jerarquía eclesiástica habían incrementado el alejamiento de las clases populares respecto de la Iglesia; mientras que la unidad nacional se veía lastrada por «la falta de talento y visión política del dictador ha dado lugar a que el separatismo vasco se corra a Navarra con fuerza creciente» o que en Cataluña se hubieran cometido errores aún más graves como el fusilamiento del ‘president’ Companys.

Políticamente, además, el franquismo estaba lejos de ser un régimen de presente consolidado. Como recordaba Latorre, las retóricas imputaciones a un supuesto contubernio internacional de todos los clásicos enemigos no casaban con la realidad pues, para empezar, la diversidad de la oposición era mayor que nunca: «hay en nuestras cárceles y presidios gentes de derecha e izquierda, católicos o no, monárquicos, republicanos, socialistas, comunistas, etc. […] ¿Qué delito han cometido todos esos compatriotas nuestros, patriotas como el que más para verse clasificados como delincuentes? Muy sencillamente, discrepar del régimen imperante en España».

Tampoco era mejor el porvenir, según su opinión. La extrema concentración de poder en su vértice acentuaba la fragilidad de un régimen que parecía haber olvidado que Franco era mortal. La respuesta oficial de «ya tiene designado sucesor» era desestimada por Latorre por ingenua o maliciosa, pues la historia mostraba cómo difícilmente una dictadura podía perpetuarse inmutable con bases tan débiles, especialmente con unos militares tan malacostumbrados e indisciplinados.

Respecto de la situación económica, como miembro de la Junta General del Banco de España, Latorre tenía acceso a datos y opiniones significativos. Así, en un almuerzo en mayo de 1958 con el director de Estudios, Joan Sardá Dexeus, este le relataba una reunión reciente, donde el ministro Mariano Navarro Rubio comentó: «Si los españoles supiesen cómo estamos, nos tiraban por la ventana». El propio general remachaba lamentándose que «al cabo de 25 años creo ya es hora de que a los borregos españoles nos diesen de alta en nuestra mayoría de edad y se nos expusiese con toda franqueza nuestra situación económica sin trampas, mentiras ni tapujos, o, al menos, se nos consintiese escribir sobre dicha situación, su deplorable estado, chanchullos e inmoralidades».

Navarro Rubio en Burbághuena 1957 Documentos y Archivos de Aragón
Mariano Navarro Rubio en 1957 (imagen: Documentos y Archivos de Aragón)

Sin embargo, esta degradación no cuajaba en una desafección significativa dentro del régimen y se limitaba a expresarse en privado. De otro modo, quien osase romper el silencio, además de ser marginado del reparto, «sería aplastado fulminante y sangrientamente, para lo que a la dictadura le sobran fuerzas y decisión para llevarlo a la práctica». Y es que «una cosa es el descontento y la murmuración callejera, en el bar, casino y otros centros de reunión, e incluso en alguna revista, y otra muy distinta lanzarse a la calle a jugarse la vida con la casi seguridad de perderla».

Sorprendentemente, parece como si Latorre fuera una de las pocas excepciones que no hubiera corrido peligro o recibido castigo alguno. Quizás sus contactos le protegían, quizás sus críticas públicas eran más moderadas o quizás era considerada una voz asumible por razones que se nos escapan. En cualquier caso, lo evidente es que sus escritos públicos no eludían objetivos concretos, como cuando calificaba al Servicio de Colonización como un evidente fracaso y defendía un «reparto de tierras» como el republicano, pues nunca como ahora «el campesino vivió tan mal ni pasó tanta hambre». Ni tampoco parece que sus opiniones fueran clandestinas o de circulación tan limitada, pues en 1959 Francisco Franco Salgado-Araujo, teniente general, jefe de la Casa Militar y primo del dictador, le advertía que «los rojos españoles» de la España Libre de Nueva York se aprovechaban «de sus críticas, hechas con la mejor intención y elevado patriotismo» y elogiaban como «el general don Rafael Latorre, que tantas vidas hizo sacrificar para establecer este mismo régimen cuyas corrupciones viene criticando en una docena larga de artículos».

España Libre
 
Un testimonio valioso

El testimonio del general Rafael Latorre Roca desvela, precisamente, todas estas interioridades de la primera mitad del siglo XX español. Que el relato crítico provenga de alguien de dentro, de alguien con un currículum tan relevante, le otorga una relevancia especial. A través de su vivencia directa y de la reproducción de las conversaciones con terceros, ilustra cómo la victoria militar dio origen a un régimen que, incapaz de ganarse el favor popular mayoritario, basó en la represión y la corrupción su consolidación. De ahí su reproche: «No es político continuar la guerra a través de la paz que es lo que se ha hecho desde el poder». Y es que, a pesar de ganar la contienda y a pesar de la propaganda, el franquismo impidió la conciliación. Esta certeza era, además, reconocida en amplios sectores del franquismo y ello nos muestra la existencia de un debate interno, mucho más complejo y rico, aunque de consecuencias reales modestas, dentro del propio Nuevo Estado surgido de la guerra civil española.

La obligada selección textual se nutre principalmente de los años centrales de su vida, siguiendo dos criterios principales: relevancia e interés. Evidentemente, si en algún momento, un fragmento no cumple con ambas características, la culpa es estrictamente mía. En la medida de lo posible, la intervención sobre los textos ha sido mínima. Más allá de las correcciones ortográficas y tipográficas pertinentes, se han añadido aclaraciones entre corchetes cuando se ha creído necesario y, en notas al pie, las referencias bibliográficas o de archivo mínimas e imprescindibles. También, se ha advertido cuando algún dato era incorrecto, pero no se ha querido juzgar la idoneidad de algunos juicios de valor muy determinados por la época y por las propias vivencias. Quien lo desee, tiene a disposición una magnífica y creciente bibliografía sobre la Segunda República, la guerra civil y el franquismo a donde recurrir.

Finalmente, agradecer al entonces catedrático de la Universidad de Salamanca, Ricardo Robledo, que me pusiera en contacto con los parientes del general Rafael Latorre Roca. La generosidad de estos singulares y amables albaceas, los hermanos José Carlos y Teresa Fernández Corte, me permitió acceder sin limitaciones a la colección de manuscritos conservados en la casa familiar de Oviedo. Aquellos dietarios conforman hoy la base del presente libro. Su concreción final debe mucho a la lectura atenta de amigos como Francisco Espinosa, Josep Fontana, Gonzalo Pontón y el ya citado Robledo, a las sugerencias de mis colegas de los Estudios de Arte y Humanidades de la UOC, y a la hospitalidad de Francesc Serés.

 
Son Vives, Sant Llorenç des Cardassar, 2011 / Residència Faber, Olot, 2018
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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