LaVid E., P. de O[1]
“(…) La historia, afortunadamente, resuelve todas las dudas y desvanece todos los equívocos. La conquista fue un hecho político. Interrumpió bruscamente el proceso autónomo de la nación keswa, pero no implicó una repentina sustitución de las leyes y costumbres de los nativos por las de los conquistadores. Sin embargo, ese hecho político abrió, en todos los órdenes de cosas, así espirituales como materiales, un nuevo período. El cambio de régimen bastó para mudar desde sus cimientos la vida del pueblo keswa.
La Independencia fue otro hecho político. Tampoco correspondió a una radical transformación de la estructura económica y social del Perú; pero inauguró, no obstante, otro período de nuestra historia y, si no mejoró prácticamente la condición del indígena, por no haber tocado casi la infraestructura económica colonial, cambió su situación jurídica y franqueó el camino de su emancipación política y social. Si la República no siguió este camino, la responsabilidad de la omisión corresponde exclusivamente a la clase que usufructuó la obra de los libertadores, tan rica potencialmente en valores y principios creadores. (…)”
José C. Mariátegui, “Prólogo a Tempestad en los Andes (de L.E. Valcárcel)”, Lima, 1927
Introducción
Antes que un artículo de especialidad o especialista sobre temas de la independencia, procedentes de un historiador de la propiedad de la tierra y del mundo rural andino durante el periodo colonial, propongo más bien un ejercicio de reflexión colectiva, de esa que compete a cada ciudadano, al cabo de dos siglos de vida independiente, con una pregunta, sobre la que siempre hay dudas cuando se intenta contestarla: ¿Quiénes ganaron la independencia? ¿Y qué ganaron con ella? Si la hiciéramos aquí por ejemplo, a los lectores de este texto, habría una multiplicidad de respuestas, según la forma de encarar la cuestión, según nuestros oficios y ocupaciones, nuestras preferencias sociales y políticas, nuestras opciones ideológicas o nuestros orígenes y nuestra situación actual…
¿Ganaron los libertadores, San Martín y Bolívar, y perdieron los “españoles”?; ¿ganaron los militares y perdieron los civiles, y hubo el primer militarismo en el Perú?; ¿ganaron los criollos y perdieron los indígenas?; ¿ganó Lima y perdieron las provincias?; ¿ganaron el centro y el norte y perdió el sur?; ¿ganaron los extranjeros que invadieron el país (chilenos, argentinos, colombianos, venezolanos) y perdieron los “peruanos” y los “españoles”?; etc.
Una de las formas de entrar al asunto es, por ejemplo, examinar qué dicen los manuales escolares y de qué manera se explica la historia de la independencia. Algunos de nosotros, los menos jóvenes, hemos tenido la suerte de contar con buenos cursos de historia del Perú y buenos profesores, incluso (y hasta me atrevería a escribir, sobre todo) los que venimos de las grandes unidades escolares estatales y los colegios nacionales de antaño. Sin hablar de los cursos de historia universal, que comenzaban con Oriente, Grecia y Roma —ignorando olímpicamente, no obstante, las grandes civilizaciones americanas, entre ellas la inca— y que proseguían con varios episodios de la historia de la humanidad. Me parece que las nuevas generaciones ya no cuentan con esa misma suerte, pero tal vez me equivoque.
Ahora bien, a pesar de todo, como debía ser naturalmente, las nuevas generaciones les plantean a las antiguas, especialmente a los historiadores, muchos problemas sobre el asunto, mirando su existencia de cara al futuro (Ver, por ejemplo, 200 años después, los escolares preguntan, los historiadores responden, Lima, Ministerio de Cultura del Perú, 2021, https://repositorio.minedu.gob.pe/handle/20.500.12799/6923).
Claro está, la perspectiva de comprensión que ofrecen los manuales escolares necesita obligatoriamente ser confrontada con los avances de la producción historiográfica de los especialistas, situados en su propio contexto de evolución. Es lo que va a proponerse en este ejercicio de reflexión colectiva, en dos partes, antes de proponer una provisoria síntesis final.

1) A través de los manuales escolares
Para saber cómo se enseña la independencia, contamos con estudios recientes hechos por historiadores, incluso algunos de ellos por peruanos y chilenos, a partir de los manuales escolares de secundaria entre 2008 y 2018 en los dos países, sobre la forma en que se presenta la independencia en dichos libros de texto (Ver, por ejemplo, Cavieres, E., et al, 2020, “Textos escolares chilenos y peruanos y sus narrativas sobre la participación ciudadana durante las independencias nacionales. Implicancias para la formación ciudadana”, Diálogo Andino, 63, pp. 271-283). Vamos a utilizarlos para ver cómo y qué es lo que aprenden los nuevos peruanos del siglo XXI, ya en secundaria, sobre la independencia, a partir de los manuales peruanos publicados entre 2008 y 2018.
Si vemos en su conjunto, aquellos manuales o libros de texto nos dicen que la independencia fue principalmente impulsada por los criollos, de la Sociedad de Amantes del País y el Mercurio Peruano, con su pensamiento ilustrado y renovador, poniendo por delante el asunto de las ideas como factor principal. Aunque se dice que tales criollos querían sobre todo reformas y no tanto la ruptura independentista y que su vanguardia fueron los criollos de Lima, los más ricos. Pero también se señala que los criollos de provincias —a veces más radicales o conservadores—, que apoyaban a los limeños, deseaban más o menos lo mismo, aunque con recelo y reservas con relación a los criollos limeños.
Si los criollos no lograron formar una “Junta de Lima” cuando la monarquía entró en crisis, como se formaron juntas en otras partes de América o incluso temporalmente en el espacio peruano (a pesar de que hubo algunos intentos limeños), fue porque el virrey Fernando de Abascal, un hombre muy fuerte y tenaz, rechazó y deshizo manu militari todo ensayo de autonomía. Sin embargo, esos mismos criollos, agregan los manuales, siguieron “preparando los espíritus” gracias a las ideas que difundían.

Todo lo cual constituye una versión en donde sobresalen, en primer lugar, el papel de las ideas, el de los criollos limeños y provincianos, los más ricos, como protagonistas de la independencia, pero también se subraya el peso de la represión de las autoridades virreinales. ¿Habrán sucedido así las cosas? Prosigamos.
Los manuales dicen también que cuando San Martín proclamó la independencia en Lima, el 28 de julio de 1821 —dos semanas después de un presunto cabildo abierto—, el pueblo no fue convidado al acto, que fue un asunto entre criollos y autoridades coloniales, entre élites o grupos de poder. Y que a pesar de los discursos sobre la unidad y la ciudadanía, los criollos limeños estaban muy divididos entre sí, sobre todo por su ambigüedad frente a la ruptura separatista y su lealtad hacia la monarquía española, y que de hecho cambiaban de bando muy frecuentemente, a veces eran patriotas, a veces muy realistas, según las circunstancias.
Por otro lado, se presenta al pueblo (especialmente el de Lima) como muy dividido, en castas y grupos sociales, de mestizos, negros e indígenas; como un sector al que podían manipular tanto un bando como otro. Asimismo, se recuerda que después del aplastamiento de la gran rebelión de Túpac Amaru por los ejércitos realistas, ya no había “liderazgo indígena” sino una gran dispersión de montoneros y guerrillas por los territorios, lo que explicaba entonces la hegemonía criolla.
Es decir que, en segundo lugar, se presenta a un pueblo desunido, sin proyecto propio, a pesar de que los ejércitos realistas y patriotas estuviesen constituidos principalmente por soldados del pueblo, negros, mulatos, mestizos, inclusive indígenas, y que hubiese montoneras y guerrillas autónomas pero dispersas.
Es lo que explicaría, según los manuales, que a pesar de algunas concesiones al pueblo, la independencia no hubiera significado una verdadera ruptura con el régimen anterior y que la estructura social peruana hubiese continuado siendo la misma después de la separación con España. O sea, con “los blancos” en la cúspide de la pirámide social, excluyendo a “los pordioseros, los sirvientes y esclavos, las mujeres y los niños, a quienes se consideraba privados de independencia económica y de pensamiento”, según el manual escolar impreso por Santillana, desde 2008. ¿Habrá sido así la independencia?
Evidentemente, no voy a contestar a tales preguntas con un sí o un no definitivo y rotundo, porque a pesar de los dos siglos transcurridos desde Ayacucho de 1824 —y que estamos conmemorando o celebrando, según quien lo haga—, las investigaciones históricas sobre esas cuestiones prosiguen, gracias a la vitalidad de los jóvenes profesionales del oficio y su búsqueda de nuevas fuentes documentales y mejores interpretaciones. Es decir que su conocimiento sigue siendo un asunto en devenir.

Por otro lado, los peruanos son muy diferentes entre sí (es lo que todos reconocen) y siempre es difícil componer un relato común, que no sea ni patriotero ni nihilista, ni indiferente. Más aún en unos territorios nacionales y geográficos como los del espacio peruano. Es decir que no hay una única forma de pensar en la independencia —y no es por culpa mía ni de los historiadores. Si hay hechos que se pueden verificar fehacientemente, las interpretaciones pueden ser distintas y diferir.
Tampoco voy a proponer, en los límites de este corto artículo, un relato de las peripecias políticas de los próceres o los discursos y las declaraciones de los libertadores y los conflictos y traiciones recíprocas entre personajes, desde los primeros momentos de la independencia —que los hay en abundancia. Sobre eso, hay una copiosa y frondosa bibliografía que se puede consultar libremente.
Pero sí se pueden presentar, por ejemplo, en la segunda parte de este artículo y para confrontar lo que dicen los manuales escolares, los resultados de los trabajos de los historiadores y eruditos locales y otros elementos de juicio. Situándolos desde luego en su propio contexto y en su evolución respectiva. Con el fin de nutrir con fundamentos la reflexión de los ciudadanos, que es uno de los objetivos del oficio de historiador. Al respecto, se podrían escoger una variedad de temáticas, pero voy a hacerlo solamente con la presentación de los avances de mediano plazo de los trabajos de los historiadores sobre la naturaleza de la independencia peruana.
2) A través de la investigación histórica
Los aniversarios sirven frecuentemente para evaluar y ponderar la evolución de la producción histórica e historiográfica. Así, se puede decir que luego de un cincuentenario (1871) y un centenario (1921) —cada uno en su coyuntura respectiva—, en donde se afirmaba resueltamente la unidad de los peruanos, cimentada gracias a la independencia y la lucha contra los peninsulares realistas, y en donde se ponía de realce el papel de los libertadores San Martín y Bolívar —y colaboradores—, con muchos matices entre uno y otro, las celebraciones del sesquicentenario (1971) fueron, por su parte, la ocasión de la maduración de relatos y construcciones alternativos, gracias a las nuevas investigaciones de los historiadores y científico-sociales. Y desde luego, sobrevino la aparición de diferencias y discusiones.
Una de ellas se cristalizó desde 1972 —aunque con raigambre anterior—, por medio de la publicación del libro La independencia en el Perú (Lima, Instituto de Estudios Peruanos, Perú Problema, n° 7), editado por dos científico-sociales, uno peruano antropólogo sanmarquino de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Heraclio Bonilla), otra norteamericana historiadora (Karen Spalding), con la participación de varios otros historiadores y científico-sociales, tanto peruanos como extranjeros (P. Vilar, P. Chaunu, A. Bravo Bresani, etc.).
Allí, H. Bonilla y K. Spalding, luego de hacer un análisis global, internacional, atlántico, del periodo de las independencias, desde la ocupación napoleónica de la península ibérica, entre 1807 y 1808, tomando asimismo en cuenta la situación continental, sudamericana y la propiamente andina y peruana, preconizaron que la independencia en el Perú había sido lograda, pero también concedida, con una participación sobre todo extranjera para obtenerla, en un contexto en el que se requería la independencia de toda América del Sur, por lo menos, como condición estratégica continental para consolidar la victoria definitiva contra la monarquía ibérica y el colonialismo.
Lo que ocurría, vale la pena subrayarlo, cuando justamente la comisión de celebración del sesquicentenario de la independencia peruana, presidida entonces por un general del ejército (en plena primera fase velazquista) había indicado, un año antes, que se tenían que desarrollar, todavía con mayor énfasis y empuje, los estudios históricos sobre la participación popular e indígena en las luchas independentistas —con lo que coincidieron Bonilla y Spalding. Y que, para ello, se proponía dicha comisión la publicación de una colección de libros con materiales de primera mano y estudios sobre el asunto. De allí la voluminosa serie de tomos publicados desde entonces (salieron editados más de 85 volúmenes).
No obstante, la preconización de H. Bonilla y K. Spalding, a la que pudieron adherir y sumarse otros historiadores, generó asimismo reacciones no sólo entre los profesionales del oficio, también entre los periodistas, hombres políticos, observadores o, ya desde entonces, entre los opinólogos diversos, en sus tertulias o rotativas del aire.
Si dejamos de lado las reacciones estrictamente patrioteras y chovinistas, que se manifestaron sin mucho fundamento, cabe destacar entre los historiadores que reaccionaron, por su trabajo y reflexión, a Scarlett O’Phelan, historiadora peruana, profesional de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), especialista en trabajos de investigación histórica sobre la gran rebelión andina de Túpac Amaru y, en general, del contexto rebelde del espacio meridional peruano y alto-peruano —con dirección mixta o conjunta—, durante el siglo XVIII.
Para ella, la idea de una “independencia concedida” se había vuelto un mito, como lo explicó en su trabajo publicado en 1985 (“El mito de la ‘independencia concedida’: los programas políticos del siglo XVIII y del temprano XIX, en el Perú y el Alto-Perú, 1730-1814”, Histórica, IX, 2, pp. 155-191), más de una década después de la salida del libro de Bonilla y Spalding, aun cuando la reflexión y los trabajos de S. O’Phelan dataran ya de antes.
Allí explicó que la lucha anticolonial en el espacio andino, tomándolo a éste en su conjunto, había empezado desde antes del inicio del siglo XIX, ya a lo largo del siglo XVIII, incluyendo la gran rebelión andina iniciada en 1780. Pero señaló asimismo que fue en el Alto Perú, en La Paz desde 1809, donde hubo las primeras manifestaciones de autonomía, bajo dirección criolla (incluso cuzqueña) pero con participación indígena.
Por ello es importante diferenciar claramente, dijeron S. O’Phelan y otros historiadores (entre ellos el sanmarquino Waldemar Espinoza (ver por ejemplo en 2007, “Reacción de los indígenas de Cajamarca frente a la Independencia en Trujillo y Lima, 1821-1822”, Investigaciones Sociales, XI, 18, pp. 179-220), la situación existente en Lima y la del resto de las provincias peruanas, aunque examinándolas conjuntamente. Porque además, no cabe separar el Alto Perú del Bajo Perú, dijo S. O’Phelan, invocando al respecto los trabajos de Pierre Vilar sobre la necesidad de no compartimentar ni los espacios ni los problemas, cuando se hace el análisis histórico.
Así, si se observa el conjunto, especialmente en todo el mundo andino meridional, se nota la coherencia de la lucha anticolonial de las rebeliones en el mediano plazo. Mucho más claramente de lo que se sabe para Lima. No es porque en Lima capital haya habido mayormente pasividad frente a la ruptura anticolonial que se debe de generalizar esa actitud al resto del espacio peruano, puesto que en el Sur andino fue claramente diferente, por ejemplo, en Cusco en 1814 —pero también en Huánuco en 1812, e incluso varias veces en Puno.
Esos historiadores agregaron además que el separatismo del Sur Andino —articulando el Bajo y el Alto Perú—, con respecto a la monarquía española, también había sido separatista con respecto a Lima capital, a pesar de su carácter más o menos anárquico y local. Aunque con menor impacto, cabe recordar asimismo la resistencia anti-fiscal popular de la costa y la sierra norte, incluso limeño-serrana, estudiada por W. Espinoza.
Ahora bien, el problema de los criollos del espacio peruano, incluso los del Sur Andino, fue como el de los criollos de Nueva España – México. Es decir, que si sabían que la participación de los indígenas era necesaria —aunque tardara ésta en agregarse por su desconfianza intrínseca hacia los criollos—, también sabían dichos criollos (y lo temían) por la experiencia de lo ocurrido durante la rebelión de Túpac Amaru, que las masas indígenas desbordaban por lo general los objetivos que los criollos les habían asignado y limitado y que los pueblos indígenas apuntaban también a los intereses y poder de tales criollos y sus estructuras.

Esos criollos, explicaba con claridad S. O’Phelan, a pesar de su carácter más o menos anticolonial, querían: la monarquía (un rey criollo, ligado a los indígenas), la necesaria alianza con los indígenas y sus caciques, no romper con la Iglesia ni el clero, conservar los privilegios y el régimen político-administrativo (suplantando a las autoridades peninsulares) y aplicar leves cambios fiscales y económicos —lo que generaba desconfianza entre los indígenas. Repitámoslo. Querían: monarquía, alianza con los indígenas, Iglesia y clero intocados, privilegios mantenidos, estabilidad económico-fiscal sin gran cambio.
Evidentemente, en este necesariamente corto artículo, no se pueden presentar todos los elementos de la argumentación desarrollada por los historiadores de esa corriente, pero resulta evidente que para ellos no hubo independencia concedida sino un auténtico y progresivo movimiento anticolonial de mediano plazo en el Sur Andino (del que formó parte la rebelión del Alto Perú, de Túpac Amaru y Túpac Katari), con bajos y altos coyunturales.
Aunque se tenga que reconocer que ese movimiento permaneció encapsulado en su regionalismo, a veces en su localismo estricto, sin solución de continuidad y sin buscar necesariamente su articulación más allá del ámbito regional, con otros movimientos. Con lo que se confirma también la fractura entre, por un lado, el movimiento limeño y costeño y, por otro lado, el meridional andino —en toda su versatilidad—, como resultado asimismo de la diversidad y hasta invertebración del espacio peruano.
Las investigaciones ulteriores, es decir los trabajos de investigación histórica más recientes, a partir de las fuentes disponibles, han permitido profundizar en esa perspectiva y en el papel de los sectores populares —en masculino y femenino—, criollos e indígenas, mediante montoneras y guerrillas, en las variadas formas de rebelión de esclavos y mulatos (en las haciendas, contra sus poseedores civiles y religiosos, y en el mundo urbano) o de los frecuentemente mal denominados “bandoleros”.
Así como en el protagonismo de territorios, distritos, lugares, en los que también se “vivió” de manera concreta la ruptura independentista, de forma muy particular, dando un vuelco con ello a la cronología tradicional criolla de la lucha por la independencia —que se restringía, como sabemos, al periodo 1821-1824, muy centrada en la capital del virreinato, limitada a sus propios acontecimientos y devenir.
Pero, por otro lado, también se ha mejorado la comprensión de la debilidad y la ambigüedad de la actitud de los grupos de poder dentro de los criollos limeños y costeños (los que se apoderaron de la dirección del Estado independiente), diferente de la actitud de sus medios populares, rupturistas, actuantes, en lucha, aunque con poca experiencia o sin alternativa propia. Lo que tiende a confirmar que no hubo ni revolución ni transformaciones sociales con la nueva república.
Ahora bien, debemos asimismo recordar que tampoco estamos en la disciplina histórica al abrigo de retornos ideológicos de raigambre conservadora (de los que se observan signos inequívocos en los medias y las instituciones), sobre todo en periodos de crisis como los actuales.
Rebelión de Cusco, 1814
Nota final
Antes de finalizar este intento de reflexión colectiva que se ha propuesto—y tal vez dejar lugar a preguntas y cuestionamientos por parte de los lectores—, al cabo de dos siglos de vida independiente, quizás podríamos recordar dos sentimientos o sensaciones que alimentan y siguen alimentando la conciencia (o la inconciencia) de un buen número de habitantes del espacio peruano —como una mala (o falsa) conciencia.
El primero se relaciona con la convicción de haber sido el último terreno en que se libró la batalla por la independencia del dominio peninsular castellano y español en América; de haber sido los últimos en lograr esa victoria y haber necesitado la intervención extranjera, incluso europea, para obtenerla definitivamente.
Como una forma de complejo colectivo de inferioridad con respecto a los otros latino-americanos que habrían sido más precoces y decididos en lograr esa finalidad separatista. Cabría entonces la pregunta de saber si es sólo un sentimiento criollo o si es también un sentimiento compartido por los no criollos de los territorios del espacio peruano, o si éstos no criollos poseen al mismo tiempo una memoria distinta o alternativa de tales hechos, agregados a otros sentimientos de “exterioridad” que se habrían podido generar y/o consolidar durante el siglo XIX.
Al respecto, vale decir que poco se puede hacer para modificar dicha sensación o complejo, que no sea el intento de comprender por qué las cosas ocurrieron así —si así ocurrieron—, y por qué se habría enraizado ese sentimiento tan profundamente. La historia es la única que puede ayudarnos a comprender todo aquello y seguramente a modificarlo. Pero ojo, no la historia hecha por publicistas, charlatanes o por los apresurados políticos de turno; estamos hablando de la historia hecha por los profesionales practicantes del oficio, a partir de las fuentes disponibles, la documentación de archivos y el análisis histórico.

El segundo sentimiento o sensación tiene que ver con el balance que se puede intentar hacer de dos siglos de vida independiente y también con el futuro probable de la peruanidad, parafraseando al Amauta José Carlos Mariátegui. Recordemos que, dentro de su propio proyecto, el Amauta quería ni más ni menos “peruanizar al Perú”.
Más allá de gobiernos o poderes estatales desfallecientes o fallidos, cada vez resulta más evidente en nuestros días la certidumbre de que se ha llegado a un bicentenario en un espacio peruano en donde la forma de representación y las instituciones vigentes van por un lado, mientras que la realidad de las poblaciones, los territorios, su cultura y su vida cotidiana, van por otro lado.
El divorcio entre unos y otros está rozando límites muy peligrosos para el equilibrio interno y externo de las regiones y los espacios territoriales, especialmente en el cuadro andino-amazónico continental. Es muy probable que al respecto se requieran nuevas soluciones y que todos los habitantes y sus aspiraciones puedan y deban, esta vez, ser tomados en cuenta y no como ocurrió hace dos siglos, al nacer una república en medio de desarticulados contextos espaciales y humanos, sin clara perspectiva por parte de quienes asumieron el poder de dar efectivamente solución a los problemas socioeconómicos planteados, ni aportar las respuestas democráticas idóneas a la diversidad de pueblos y naciones antiguos.
Las lecciones de la historia también pueden servir para reconstruir el futuro, para que las grandes mayorías lo ganen esta vez.
[1] Historiador y economista. Agradezco a los numerosos colegas y amigos, de varios horizontes, que me transmitieron sus críticas y comentarios a versiones anteriores de este artículo. Me he permitido incorporar sus sugerencias y propuestas, pero la responsabilidad de los errores y deficiencias que aquí se detecten incumben sólo al autor.
Fuente: Conversación sobre la historia
Portada: fotomontaje de trujillobicentenario.org
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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