Raimundo Cuesta
Conferencia pronunciada en el Centro Documental de la Memoria Histórica. Salamanca, 7 de octubre de 2024
“Por debajo de lo que se piensa está lo que se cree, como si dijéramos, en una capa más honda de nuestro espíritu. Hay hombres profundamente divididos consigo mismos, que creen lo contrario de lo que piensan” (A. Machado, Juan de Mairena)[1].
1.-Consideraciones preliminares: ¿en qué consiste el “momento constituyente” de la II República?
La II República española significó, a escala europea, el último coletazo de la oleada democratizadora iniciada tras la Primera Guerra Mundial, las postrimerías de un hálito ya exangüe en los años treinta, como nefasta consecuencia del ascenso de los fascismos que truncaron tanto las esperanzas democráticas liberales como las de signo revolucionario[2]. En la historia de la España contemporánea encarnó el tercer ciclo revolucionario, que, junto a los iniciados en 1808 y 1868, supuso una ruptura jurídico-política (“constituyente”) caracterizada por un protagonismo popular de primera magnitud. Naturalmente, como ocurre cuando el pasado se toma como campo de batalla del presente, las memorias colectivas, historiográfica y política, han generado miradas e interpretaciones que a menudo reducen la multiplicidad y complejidad de los matices y coyunturas de la experiencia republicana a un formato único, que para unos fue un buen sueño y para otros una pesadilla. Hoy no es fácil aferrarse a una figura única. La “República soñada” de la tradición memorial progresista omite sin duda que los sueños son eso y que los protagonistas de aquella historia lucharon por una variadad de ideales e instituciones republicanos.
Ahora bien, conviene al propósito que me interesa considerar, señalar que existió una primera fase de la II República, llamada constituyente, que no solo abarcó el lapso transcurrido entre la reunión de las Cortes, el 14 de julio de 1931 (día de la toma de la Bastilla) y la aprobación de la Constitución el 9 de septiembre del mismo año, sino que, una vez aprobada esta, el mismo Parlamento salido de las elecciones del 28 de junio prosiguió su labor sin disolverse, levantando la nueva arquitectura política-jurídica del régimen que había surgido el 14 de abril. De modo que las Cortes actuantes entre julio de 1931 y octubre de 1933 poseyeron la condición de constituyentes, aunque si ampliamos las transformaciones sustanciales habidas en la vida pública más allá de la mera apreciación estrictamente jurídico-constitucional, puede afirmarse, sin concesión alguna a la hipérbole, que ya el Gobierno provisional de abril de 1931 inició, el “momento constituyente” al que me refiero y que este prosiguió tras la ratificación parlamentaria de la Carta Magna. Todo este tracto temporal cae bajo la faz más genuinamente reformista que adquirió la República al derribar y tratar de reconfigurar algunas de las estructuras del Antiguo Régimen. Tarea, creo, solo parangonable a la emprendida en otros dos ciclos constituyentes revolucionarios de nuestra historia, a saber, los iniciados en 1808 y 1868, ambos igualmente fallidos.
Entre los arquitectos del nuevo régimen destaca la figura señera y contradictoria de Manuel Azaña, poseedor de una coruscante y enorme talla intelectual a pesar de ser dirigente de un pequeño grupo republicano. Desde octubre de 1931 hasta septiembre de 1933, el conocido como “bienio azañista”, el político alcalaíno encabezó una coalición de gobierno, gracias al apoyo parlamentario del PSOE y otras fuerzas progresistas. Valiéndose de tal mayoría parlamentaria, pese a la temprana y dura oposición de las derechas monárquicas (que incluía la conspiración para derribar la nueva criatura política), se acometieron valerosas y positivas medidas políticas y sociales incomparables con otras aprobadas en la historia parlamentaria de la España contemporánea, pese a sus muchas imperfecciones, vacilaciones e incumplimientos.
Todo este programa, que no estuvo libre de la improvisación y que tuvo a menudo que transigir con la los intereses diversos de las fuerzas coaligadas, supuso una floración democrática espléndida: ampliación de edad y el sexo (la mujer) de los derechos del sufragio, situar el Parlamento en el eje de la vida política, dar carácter laico a los poderes públicos y los usos sociales, modernizar el Ejército y otras instituciones del viejo Estado monárquico, mejoras laborales, reforma agraria, políticas educativas de nuevo cuño, nueva organización territorial con autonomías, etc. Algunas de estas medidas no volverán a regir hasta el restablecimiento de la democracia española a partir de 1978. Fue, hasta cierto punto y como el mismo Azaña estimó y reflejó en sus voluminosos diarios, una suerte de revolución pacífica, democrática y parlamentaria sin precedentes en la historia de España.
Las resistencias que encontraron estas iniciativas transformadoras cuajaron en diversas modalidades de muy variada procedencia y fundadas en motivos no siempre claros. Quien siga y viva de cerca la situación española en los últimos años, sabe muy bien la clase de poderes que merodean y tratan de menoscabar las mejorar legislativas que apuntan a la pervivencia de privilegios de diversa condición. Y no se trató solo, claro está, de la oposición parlamentaria y extraparlamentaria de derechas, sino también de un poder desmedido y no legítimo de los cuerpos estatales de elite y muy principalmente del “partido judicial”, con la connivencia de miembros de cuerpos de seguridad del Antiguo Régimen renuentes a cumplir con la nueva legalidad vigentes y, claro está, a ello hay que sumar la prensa de partido cuando no de caverna, las “policías paralelas”, corruptelas de toda índole, admoniciones eclesiásticas, etc.[3].
Por añadidura, hoy esa idea y experiencia de este “momento constituyente largo” es cuestionada por la historiografía de inspiración conservadora, especialmente por el neorrevisionismo del tipo de Manuel Álvarez Tardío y Fernando del Rey, cada vez más invasivo, que juzga la no disolución de la Cortes constituyentes como un abuso antidemocrático, que hirió gravemente la vida y el futuro de la República[4]. A esa acusación de autoritarismo y “despotismo parlamentario” (que ha saltado a la arena pública y se maneja también por la derecha en los tiempos que hoy corren en España) se acogieron entonces antirrepublicanos de toda la vida, pero también contaron con la ayuda de algunos intelectuales bienpensantes de añeja prosapia liberal
Ciertamente, me gustaría subrayar que en tiempo de la República no sólo se sumaron al coro de los críticos del momento constituyente connotados personajes de la derecha católica más rancia y monárquica, sino que también se adentraron en esos menesteres alguno de los más importantes y notables intelectuales públicos de la época. Entre ellos estuvo Unamuno, aunque, como también ocurriera con el caso de Ortega y Gasset y otros personajes de estirpe liberal, sus desavenencias con el régimen republicano pueden entenderse como una progresiva decepción de la esperanza que se abrió el 14 de abril de 1931. Buena parte de este grupo de pensadores y artistas, troquelados en el magma liberal de su juventud, acabaron por enemistarse con la obra reformista republicana e incluso más tarde, tras el triunfo del Frente Popular en 1936, su oposición tomó el rumbo del exilio (“españoles en París”) o el tránsito a las filas franquistas.
Unamuno es sin género de dudas representativo de un estado mental -aunque él no pretendiera serlo- de una porción de sus colegas de oficio. De una parte, naturalmente, porque ni mucho menos todos los intelectuales abominaron de la primavera republicana. Precisamente, en mi conferencia, voy a pretender, establecer algunos paralelismos entre su trayectoria y actitudes y las mantenidas por Antonio Machado, el poeta, amigo fiel y admirador sin reserva de Unamuno, cuyo comportamiento acabará convirtiéndose en un paradigma de fidelidad a la causa que vio brotar y florecer tras el 14 de abril. En este emparejamiento habita la idea de Juan de Mairena, alter ego de Machado, que he situado en el frontispicio de este texto: “hay hombres profundamente divididos consigo mismos, que creen lo contrario de lo que piensan”.
2.- Miguel de Unamuno: República española y España republicana
Retornado del exilio en febrero de 1930 dentro un clima de exaltación hacia su persona, Unamuno no dudó en ser protagonista sobresaliente de la empresa colectiva que desembocó en la caída de la Monarquía. De este modo, tomó parte como candidato independiente por la ciudad de Salamanca dentro de la coalición republicano-socialista en las elecciones municipales del domingo 12 de abril de 1931. No era la primera vez que aspiraba a la dignidad edilicia, pues ya en tres ocasiones anteriores (1895, 1915 y 1917) había comparecido y solo a la tercera obtuvo éxito[5]. Ahora bien, en 1931 logró el triunfo en una coyuntura trascendental teñida de grandes esperanzas, que le incitó a desplegar una inmensa energía durante la contienda electoral. La victoria en las urnas de su coalición en casi toda España condujo a la caída de Alfonso XIII y ello elevó la temperatura de su consustancial vocación mesiánica y carismática, sus aires de padre espiritual de un pueblo, que, a su entender, por fin emergió de las profundidades de la intrahistoria de España, de esa entraña intangible de la patria que muchos años atrás describiera en su En torno al casticismo (1895).
El 14 de abril se propagaron las noticias de la proclamación de la República en varias ciudades. Esa misma tarde, a los sones de la Marsellesa, una comitiva procedente de la Casa del Pueblo de Salamanca marchó hacia el Ayuntamiento. Unamuno iba al frente con sus sesenta y siete años a cuestas. Posteriormente en los comicios a Cortes Constituyentes del 28 de junio de 1931 obtuvo un escaño dentro de la lista de la conjunción republicano-socialista por Salamanca, hito que culminó la etapa de avenencia y entusiasmo máximos con los líderes republicanos, que en agosto de 1930 se habían conjurado en San Sebastián para abolir la realeza.
En sus mítines y otras comparecencias públicas, tal como era su costumbre, Unamuno no cesaba de hablar de sí mismo, de su historia, de sus ilusiones, a veces aleccionando e incluso riñendo a sus oyentes y recordando siempre que, como decía el 5 de junio de 1931, “no soy un hombre de programas, sino de metagramas”[6]. En Salamanca, donde la victoria republicana fue menos aplastante que en el resto de España, se eligieron siete diputados y Unamuno quedó en segundo lugar detrás del inenarrable e imbatible doctor Filiberto Villalobos (republicano moderado que se presentaba fuera de la conjunción). Los republicanos obtuvieron cuatro actas y las derechas tres, una de las cuales fue a parar a Gil Robles, la emergente promesa de la derecha. El día 14 de julio de 1931 se inauguraron las trascendentales sesiones de las nuevas Cortes.
Las Cortes republicanas, presididas por el socialista Julián Besteiro, abrieron un nuevo y capital ciclo de la historia de España. Una muy amplia mayoría de izquierdas emprendió durante meses una tarea “constituyente”, o sea, hacedora de un nuevo marco jurídico en consonancia con el incipiente régimen republicano. Todavía quien hoy lea la Constitución de 1931 verá que resiste con ventaja la comparación con cualquiera de las que ha habido en la historia de España.
Durante el largo y sorprendente lapso de parlamentarismo constituyente (julio 1931-noviembre de 1933), Unamuno, situado cual águila a acecho en las cumbres del hemiciclo y rodeado de una expectación muy particular, acreditó un comportamiento sumamente individualista y cimarrón, sin punto de comparación con el resto de los diputados y diputadas (estas eran tres) de la Cámara, carente de disciplina partidaria o de compromiso ajeno a él mismo: “Aquí me ha traído España. Yo me considero como un diputado de España”[7]. Y, en efecto, imbuido de su carismática misión espiritual, renunció a cualquier compromiso, maniobra o tacticismo político.
Lo cierto es que esta vivencia de profeta y mistagogo metido a tribuno popular le ocasionó cada vez más desasosiego y un progresivo distanciamiento de la plataforma dentro de la que se presentó como candidato independiente. Además de tener que soportar insoportables rutinas y miserias de la vida parlamentaria, el Unamuno que mira al pasado y el Unamuno que avizora el futuro es la misma persona que buscaba inútilmente casar el ayer ancestral y el mañana republicano. Insuperable encrucijada que solía resolver declarando que él no era el que había cambiado, eran los otros.
El 16 de julio del 1931 en El Sol, recién nacidas las Cortes constituyentes, escribió un célebre artículo bajo el rubro República española y España republicana, cuyo contenido anuncia y permite comprender mejor las posteriores claves y meandros de sus actitudes políticas frente al Gobierno republicano. Más allá de su genuina afición al retruécano, en el texto mostró sus cartas y algunas de las preocupaciones políticas futuras que antes había formulado menos explícitamente. Su tesis cardinal, a modo de anuncio y advertencia sostenía que lo sustantivo era España y lo adjetivo la República:
“Porque tanto oír hablar de la República española apenas se oye hablar de España, sin adjetivos. Y piense el lector si es lo mismo República española que España republicana (…). No, ni la Monarquía ni la República son sustancias, sino formas, como los escolásticos llamaban al alma (…). No, no se puede sacrificar España a la República”[8].
Así pues, Spain First. La cuestión era que, entonces y ahora, no todo el mundo poseía la misma idea de lo que fuera ni el sustantivo ni el adjetivo de tan apodíctico quiasmo. Para el rector de Salamanca lo sustantivo era España y lo adjetivo la República.
En el curso del debate constitucional, ya en julio de 1931, emergieron recurrentemente dos temas esenciales y polémicos: la organización territorial del Estado y el laicismo. En cuanto al primero, Unamuno ya desde su tesis doctoral de 1884 (Crítica del problema sobre los orígenes y prehistoria de la lengua vasca), había enarbolado, olvidando sus mocedades foralistas, la idea de la supremacía de la lengua castellana y la preeminencia de España como nación frente a la inferioridad de las lenguas subestatales y los nacionalismos periféricos, que consideraba hijos del mero resentimiento. Sin embargo, el Pacto de San Sebastián (nada grato a Unamuno) habían concertado el derecho a la autonomía de los territorios hispanos y el procedimiento jurídico para llegar a ello. Finalmente, la Constitución de 1931 plasmaría en la “La organización nacional” (título I) una nueva planta autonómica del Estado, que suscitó el rechazo unamuniano. En su célebre colaboración periodística titulada Pobres metecos se pronunciaba despechadamente respecto a los derechos a la autonomía: “¡Triste quisquillosidad y recelosidad españolas! ¿Por dónde se va a parar por las republiquetas de taifas y pueril juego de los estatutillos resentimentales?[9]. Al mes siguiente, en una interviú de La Voz, remachaba la amonestación al Gabinete provisional con el argumento, que no se cansará de reproducir acá o acullá, de que la República no la trajo el Pacto de San Sebastián o los gobernantes, sino que la República los trajo a ellos.
El otro ámbito de su batalla antigubernamental se refirió a la laicidad del Estado. Su idea de “laico” y “laicidad”, en un destello de sus saberes de filología griega (laos=pueblo) resultaba muy extraña a la tradición del pensamiento republicano y era más congruente con las raíces tradicionalistas de sus creencias. Hermanaba “laico” con “popular” y rechazaba el artículo 3 de la Constitución: “El Estado español no tiene religión oficial”. Desde luego, su repulsa se extendía también a los artículos 26 y 27 de la Constitución reguladores de la enseñanza, las órdenes religiosas y el culto. Según su hilo argumentativo existiría una constitución eterna e intrahistórica del pueblo (la que califica en uno de sus discursos “constitución íntima”), cuyos firmes e inexcusables pilares serían la religión y la lengua[10]. Sin embargo, el mismo que había puesto como chupa de dómine a la Iglesia-institución, a la que habitualmente criticaba, ahora consideraba que eso era una cosa y otra muy distinta defender los derechos del pueblo a su lengua y a su religión. Según él, toda enseñanza verdaderamente popular, nacional, laica, tendría que ser indefectiblemente religiosa en un país católico como España.
El 13 de octubre de 1931 tuvo lugar en las Cortes una de las sesiones más tensas y polémicas sobre el secular “problema religioso”[11]. En ese momento Azaña, a la sazón ministro de la Guerra, pergeñó un lúcido discurso que, entre otras cosas, argumentaba por qué que España había dejado de ser católica y, en consecuencia, defendía la preferencia del Estado en la vida pública y en la educación de los españoles. Que España había dejado de ser católica era para Azaña una constatación sociológica e histórica, mientras que para Unamuno “nuestra España cristiana” era una verdad intuitiva e indubitable por encima del tiempo o de cualquier ciencia social.
Sus actitudes durante el momento constituyente despertaron reacciones sociales muy encontradas. Incluso algunos de sus votantes salamantinos interpretaron su conducta en clave de traición a sus representados y le retiraron su apoyo, aunque estimo que no cabe interpretar la conducta del diputado Unamuno en clave de “traición” o deslealtad hacia sus votantes. En su papel de intelectual profético, creía deberse a sí mismo y siempre vinculó sus obligaciones a la de ser y actuar como representante parlamentario de España y no de partido político alguno. Algún historiador, defensor a ultranza de la evolución política de Unamuno durante la República, se ha visto compelido a alzarse en su defensor contra lo que llama el “mito de la traición”: “su apuesta por la República fue incuestionable de principio a fin”[12]. Ahora bien, tal como se plantea la cuestión es un falso problema: probablemente no hay traición, ni saña ni mala fe, pero sí modificaciones sustanciales en el tenor de sus planteamientos, discursos y actitudes políticas a lo largo del tiempo, por más que puedan buscarse las raíces de tales conductas en su zigzagueante itinerario vital e intelectual anterior al periodo republicano.
En todo caso y a pesar de sus muchos desencuentros con sus colegas republicanos, Unamuno votó a favor de una Constitución ratificada por amplísima mayoría, pero posteriormente nunca dejó de atacar y tratar de “rectificar” sus aspectos más inconvenientes. Así, por ejemplo, reincidió en sus argumentos con motivo de la disputa sobre la Ley de Congregaciones Religiosas de 1933. Entonces aderezó su artículo Enseñanza religiosa laica: “No se puede enseñar a hablar, a leer, a escribir, a pensar-y, por tanto, a sentir- en castellano, en lengua popular y nacional de España, sin enseñar religión popular y nacional española”[13].
En las censuras y malestares unamunianos del periodo constituyente hay un blanco preferido: Azaña. Éste solía justificar su obra política como una “revolución pacífica” con miras a lograr la modernización de España. Su contrincante y antiguo amigo, consideraba la “revolución” de Azaña como un juego de niños, como una “revolucioncita”[14]. La obsesión contra el personaje adquirió tintes desmesurados. Valga un ejemplo, en junio de 1932, cuando el poeta García Lorca estaba de paso por Salamanca, se citó con el rector y este le espetó a propósito del jefe del Gabinete: “nada hay más peligroso en política que un resentido con talento”[15]. El alejamiento de Azaña se convirtió en proximidad a Ortega. El día 6 de diciembre de 1931 ya había asistido a la celebérrima filípica que el filósofo madrileño pronunció en el Cinema de la Ópera de Madrid, bajo el expresivo título de Rectificación de la República.
El “resentimiento” unamuniano, valga la licencia, frente a la política azañista tuvo varios frentes temáticos desde el laicismo hasta la configuración del Estado, pasando por sus críticas a la Ley de Defensa de la República y, a su parecer, otros atropellos perpetrados contra los derechos individuales de los ciudadanos. La ruptura total con el jefe del Gobierno se hizo más abrupta y cruda tras la hipercrítica disertación del pensador vasco arrojada el lunes 28 de noviembre de 1932 sobre sus oyentes en el Ateneo de Madrid. Su contenido consistió en una inclemente enmienda a la totalidad de una acción gubernamental que todavía gozaba de un cómodo apoyo parlamentario. Es célebre el pasaje con el que comienza su perorata: “Vengo como quien va a un sacrificio, con el ánimo bastante deprimido. He dicho que me dolía España, y hoy me sigue doliendo. Y me duele, además, su República”[16]. Su alocución formula, en verdad, un memorial de agravios y quejas que quebró irremediablemente los frágiles puentes de entendimiento entre Unamuno y la izquierda parlamentaria.
Como es sabido, el liderazgo azañista declinó a lo largo del año 1933 por causas internas y en razón de la marea fascista y la consiguiente radicalización de la izquierda, que dieron término a los entusiasmos y aires de consenso de los tiempos reformistas. El trágico affaire de la matanza de Casas Viejas en enero, las elecciones municipales parciales de abril y las elecciones para la composición del Tribunal de Garantías Constitucionales erosionaron a la mayoría gobernante. El presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, aprovechó la ocasión para otorgar, haciendo uso de sus atribuciones constitucionales pero sin contar con el aquiescencia del parlamento, su confianza a Lerroux, que luego, al no ser refrendado por el poder legislativo, condujo a la disolución de las Constituyentes[17]. Finalmente, en noviembre de 1933 las elecciones generales dieron la victoria a los conservadores: a una derecha no republicana refundada (la CEDA de Gil Robles) y al Partido Radical de Alejandro Lerroux, cada vez más situado en posiciones refractarias, proclives a la revisión de la obra constitucional y a la paralización de las reformas. En esa misma senda, por libre como siempre, caminaba un Unamuno favorable a la revisión constitucional: “acaba con ella [con la Constitución] la República o ella acaba con la República”[18].
Curiosamente las biografías al uso hasta hace poco han eludido el tema de la presentación de Unamuno a las elecciones parlamentarias del 19 de noviembre de 1933. En efecto, acudió a la batalla electoral bajo el amparo del lerrouxismo por la circunscripción de Madrid y dentro de las listas de la “coalición republicana de centro” (cuyas cabezas más notorias eran Lerroux y Miguel Maura). Era esta plataforma una suerte de derecha republicana que se ofrecía como vía media entre la izquierda (El PSOE y los republicanos de Azaña y otros, que esta vez acuden separados) y la “coalición antimarxista” de la CEDA de Gil Robles y otras formaciones antirrepublicanas[19].
Así la defunción del momento constituyente trajo otra muy distinta República (“La República se ha ido y nadie sabe cómo ha sido”, dijo Machado), la del bienio radical-cedista, que acogió una muy inestable serie de gobiernos encargados de ensayar y enmendar la obra reformista por vía parlamentaria. En 1936, ante el nuevo triunfo electoral de la izquierda, las derechas monárquicas, fascistas y militaristas recurrirán a otros métodos más brutales. Un Unamuno fuera ya de la órbita política efectiva terminó por otorgar su beneplácito inicial al golpe de Estado del 18 de julio. Los meses que siguieron fueron la agonía más trágica de la persona que algunos incluso habían postulado a ocupar la presidencia de la República española de 1931.
3.-Antonio Machado: República del pueblo y pueblo republicano
El poeta había publicado su Juan de Mairena por entregas en la prensa y como libro unitario poco antes del comienzo de la guerra española. A los pocos meses de su inicio, ante el peligro del cerco de Madrid por las tropas sublevadas, contra su voluntad de permanecer en la capital y atendiendo los ruegos de otros artistas, fija su residencia en Valencia y, desde allí, no deja de mantener una resistencia inasequible al desaliento, a pesar de que ya contaba poco más de sesenta años. Participa en todo tipo de iniciativas de intelectuales antifascista fieles a la República, entre las cuales destacan sus escritos y su pertenencia al consejo de la espléndida revista Hora de España, en cuyas páginas dejaron su firma Rafael Alberti, José Bergamín, Dámaso Alonso, José Gaos, José Gil-Albert y otros muy ilustres escritores. En julio de 1937, con motivo de la celebración del II Encuentro de Escritores en Defensa de la Cultura, máxima representación de la intelectualidad antifascista, el poeta sevillano actuó como presidente de honor e impartió la charla de clausura[20].
Cuando se cumplía un sexenio desde la proclamación de la República el 14 de abril de 1931, en plena guerra civil, Antonio Machado dio a la imprenta en la citada revista mensual un texto titulado “Lo que hubiera dicho Mairena el 14 de abril de 1937”.
“Hoy hace seis años que fue proclamada la segunda República española. Yo no diré que está República lleve seis años de vida; porque entre la disolución de las ya inmortales Cortes Constituyentes y el triunfo en las urnas del Frente Popular, hay muchos días de restauración picaresca, que no me atrevo a llamar republicanos. De modo que, para entendernos, diré hoy que evocamos la fecha en que fue proclamada la segunda gloriosa República española. Y que la evocamos en las horas trágicas y heroicas de una tercera República, no menos gloriosa, que tiene también su fecha conmemorativa -16 de febrero- y cuyo porvenir nos inquieta y apasiona.
(…) ¡Aquellas horas, Dios mío, tejidas todas ellas con el más puro lino de la esperanza, cuando unos pocos viejos republicanos izamos la bandera tricolor en el Ayuntamiento de Segovia!”[21].
La vida de Antonio Machado (1875-1939) y su contexto familiar, sentimental y formativo dentro la Institución Libre de Enseñanza (ILE) siempre estuvieron al lado de un liberalismo progresista de ribetes republicanos, aunque más bien, según su propia confesión, su talante era apartidista. Nacido en Sevilla, en un entorno cultivado y burgués, estudió ya en Madrid con la ILE, de imborrable huella, y de sus años mozos son los recuerdos de mítines republicanos y sobre todo la honda impresión de escuchar a Pablo Iglesias, cuya voz, decía, expresaba “la verdad humana”. No obstante, nunca cayó en la tentación de ser marxista y el “ismo” político que más transitó fue el azañismo. Si hacemos caso de lo que escribe en su correspondencia, jamás militó en ningún partido[22], pero vivió dentro del humus en el que se cruzan las generaciones del 98 y del 14, intelectuales y artistas de vocación pública, reconociendo siempre a Unamuno como maestro sin par (“admiro a Costa, pero mi maestro es Unamuno”, Gibson, 2006, 289), merecedor de honor y gloria. Ello no fue obstáculo para que viera en el joven Ortega un fanal de la nueva política e incluso apoyara su Liga de Educación Política Española[23]. Tampoco nada extraña que apareciera como abajo firmante, en compañía de otros intelectuales, de toda clase de manifiestos (aliadófilos, pacifistas, antisalazaristas, antifascistas, a favor del Gobierno republicano durante la guerra, etc.) y otras iniciativas cívicas de corte progresista, especialmente desde su desempeño de profesor de francés en el Instituto de Segovia (1919-1928) y en el de Madrid, así como durante la contienda bélica. En la ciudad del Eresma creó la sección de La Liga de Derechos del Hombre, de la que Unamuno era presidente, y también tomó parte activa en la Universidad Popular. En 1926, en plena dictadura, rubricó también el manifiesto de la Alianza Republicana. Su vitola republicana temprana era compatible con su bonancible carácter, lo que hace sorprendente que en 1921 se expresara violentamente contra los miembros Partido Reformista (al que a la sazón pertenecía Azaña y anteriormente Ortega). Su líder, Melquíades Álvarez, era promotor de la senda accidentalista de reformas progresivas, que el poeta, ya famoso, calificaba de “lacayería” de “esa repugnante zurda española”[24]. Por entonces veía inexcusable la revolución, o sea, la ruptura sin miramientos con Alfonso XIII (de ahí también brotaba su simpatía por Unamuno que poco antes fue condenado a 16 años de cárcel por ofensas al a Corona).
En 1930, según Ian Gibson[25], ingresó en una logia masónica de Madrid y en febrero de 1931, en el teatro Juan Bravo de Segovia (donde desempeñaba su cátedra de francés en el Instituto provincial), actuó como brevísimo presentador del acto, en el que intervinieron Ortega y Gasset, Pérez de Ayala y el doctor Marañón, el triunvirato que encabezaba la recién creada Asociación al Servicio de la República. De lo poco que se jactaba era de haber izado, con su amigo Antonio Ballesteros, la bandera tricolor el 14 de abril de 1931 en el Ayuntamiento de Segovia, al tiempo que se escuchaban los sones de la Marsellesa y el Himno de Riego (por cierto, escena parecida a la de Unamuno en Salamanca). Siempre guardó un reverente respeto por Unamuno y Ortega, pero, así como admiraba el popularismo del primero, despreciaba el elitismo de este último (al que, motejaba de “pedante” y cursi” en la correspondencia con Guiomar, nombre literario de su amor platónico de madurez) y siempre apeló al pueblo soberano como trasfondo de su pensamiento y compromisos políticos: así pensaba su heterónimo Juan de Mairena en una entrega de la prensa de 1934: “Si algún día tuviérais que tomar parte en la lucha de clases, no vaciléis en poneros al lado del pueblo, que es al lado de España”. [26]Despreció, en expresa complicidad con el maestro salmantino, a los “tenores huecos” y le repelía lo que llamaba el turrieburnismo de los artistas que se consideraban a sí mismos como “un grupo de elegidos”[27]. Concibió como una especie de traición la actitud de algunos intelectuales, sobre todo a partir del 18 de julio de 1936. Ya muy avanzada la guerra, en junio de 1938 y desde Barcelona a donde había tenido que residir a causa del avance franquista, un Machado envejecido pero no derrotado escribió una carta a Pío Baroja, que a la sazón residía en París:
“Vivo como siempre en la España que nos han dejado los traidores de casa y los ladrones de fuera y, de todo corazón, al lado de la República (…). Aquí [en la España republicana] se le quiere, se le admira y se le desea toda suerte de bienandanzas”[28].
No se puede colegir, al menos yo de momento no puedo, si el contenido de esta misiva, que es por demás indulgente y elogiosa con el novelista vasco, al estimar como meros bulos de la quinta columna los rumores sobre su indecoroso comportamiento político, que Machado atribuye a habladurías y equívocos malintencionados, pero que hoy están perfectamente documentados. En ese año 1938 Baroja dio a la luz su libro Comunistas, judíos y demás ralea. Su vida durante la guerra se encabalgó hasta 1940 entre París y España, y no fue precisamente un ejemplo de resistencia antifranquista, sino más bien todo lo contrario[29].
Desde luego, entre Unamuno y Baroja (este calificaba al otro de viejo cascarrabias con zafias maneras de cura rural) casi nada había en común, si exceptuamos su ascendencia vasca. Machado exoneró siempre, con mucha más razón, de ese reproche traición a Unamuno, a quien, se diría, dada su admiración sin reservas, le perdonaba todo o casi todo. Así reaccionó, desde Valencia en plena guerra civil:
“Señalemos, hoy Unamuno ha muerto repentinamente, como el que muere en guerra. ¿Contra quién? Quizás contra sí mismo, acaso también, aunque muchos no lo vean, contra los hombres que han vendido a España y traicionado a su pueblo. ¿Contra el pueblo mismo? No lo creo nunca ni lo creeré jamás”[30].
Y tal opinión no fue arrebato de un momento. En abril de 1938 todavía decía que las esencias de España se resumía en cuatro Migueles (Servet, Cervantes, Molinos y Unamuno) y añadía: “De quienes ignoran que el haberse apagado la voz de Unamuno es algo de proporciones catástrofe nacional, había que decir: ¡Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen”[31]
Esa deferencia y estima eran ya superlativa en vísperas de la proclamación de la República, y además era recíproca: “¿Por qué no estudia usted a Antonio Machado [decía Unamuno en 1914 en carta a su amigo Múgica] nuestro más grande poeta vivo?”[32]. A poco de llegar el pensador vasco del exilio francés, Machado recapitula el 1 de abril de 1930 en tonos ditirámbicos.
“Es Don Miguel de Unamuno la figura más alta de la actual política española. Él ha iniciado la fecunda guerra civil de los espíritus, de la cual ha de surgir-acaso surja-una España nueva. Yo le llamaría el vitalizador, mejor diré el humanizador de nuestra vida pública. El más personal de nuestros políticos, ha dicho Araquistain (sic) en un libro reciente y admirable. Conforme. Unamuno es ante todo persona, pero no en el sentido etimológico de la palabra, porque es, acaso, el único político que no usa máscara. En esto, a mi juicio, estriba su enorme fuerza. No será nunca un jefe de partido o de partida, ni un caudillo de masas. Para Unamuno no hay partidos, ni mucho menos masas, dóciles o rebeldes, en espera de cómitre o pastor. Unamuno es un hombre orgulloso de serlo, que habla a otros hombres en lenguaje esencialmente humano. Se dirá que esto no es política. Yo creo que es la más honda, la más original y de mayor fundamento. Porque ¿puede haber política sin amor al pueblo? ¿Y amor al pueblo sin amor al hombre y, por ende, respeto a los valores del espíritu que son sus únicos privilegiados?
No basta invocar la ciudadanía (…). ¿Por qué se olvida esto tan frecuentemente? Unamuno no lo ha olvidado nunca. Pero Unamuno piensa que mal puede un hombre invocar sus derechos sin una previa conciencia de su hombría. La ingente labor política de Unamuno consiste en alumbrar esta conciencia, con su palabra, con su ejemplo, en las entrañas del pueblo”[33].
Entre 1903 y 1934, en la correspondencia de los dos hermanos poetas, se ofrece noticia de veinticuatro cartas de Antonio Machado intercambiadas con Unamuno, pero también otras muchas referencias, siempre elogiosas, en otras epístolas y textos[34]. Entre esas fechas se evidencia una relación cordial mediada por el mutuo respeto y por su oficio de escritores y hombres públicos de semejantes inquietudes e ideas. Literatura, filosofía, actualidad política, etc., son los temas que comparecen con mayor reiteración. Machado concuerda con Unamuno en una concepción del mundo vitalista que, llevada a la política se transforma, poniendo en el primer plano de importancia al pueblo como sujeto histórico y la honradez como principal resorte de la conducta individual. Don Antonio en nada discrepa en sus cartas de Don Miguel, al que considera la figura más alta de la intelectualidad del momento y un faro orientador. A pesar de las diferencias psicológicas abismales que existen entre ambos, entre la adustez guerrera y egocéntrica unamuniana y la bonhomía pacífica machadiana, también se da una profunda comunión de ideas filosóficas, literarias, antropológicas y, en general, de concepción del mundo, enraizada en la savia humanista, individualista y antipositivista, que impregna sus cabezas y actitudes, sus ideas y creencias.
Machado comulgó con la unamuniana idea espiritualista y esencialista del pueblo, tal como quedó ya dibujada En torno al casticismo (1895), huella profunda que nunca abandonará, lo que demuestra que un mismo pensamiento sustancialista puede envolver comportamientos diferentes e incluso opuestos durante la guerra. Para el poeta, España no es un ente político artificial, ni “una invención de la diplomacia extranjera”, sino el producto de siglos de vida compartida “definida por su raza, por su lengua y por su historia, por sus aportaciones a la cultura universal”. De ahí que la lealtad indubitable al Gobierno republicano durante la contienda bélica se conciba como una lealtad a la nación española, porque, dice, “no dudéis un momento que traiciona a su patria quien se niega a defenderla contra la invasión extranjera”[35]. Argumentos que abonaban la interpretación del conflicto civil hispano de 1936 como un remedo de la guerra de la independencia española iniciada el 2 de mayo de 1808, a cuya galería de héroes obsequiará con su pluma homenaje y ferviente culto, lo que casaba perfectamente con los mitos movilizadores de las fuerzas leales a la República[36]. Como en el caso de Unamuno, en las entretelas de su nacionalismo habitaba la mitología nacionalista del liberalismo decimonónico, pinceladas del 98 y del regeneracionismo, y, desde luego, también de una suerte de neorromanticismo histórico-lingüístico, que, como el de su coetáneo de Ramón Menénez Pidal, exaltaba la lengua castellana y el romancero tradicional como médula de la identidad nacional española.
Si embargo, el acento militante sin fisuras de Machado no se reveló de manera palmaria hasta la consumación de la lucha política bajo la forma de guerra civil (que él prefería considerar de “invasión extranjera”), lo que recientemente alguien ha tratado de explicar torticeramente con la suposición malintencionada de que Machado no era libre durante la guerra porque estaría sometido al “control” y censura de las autoridades republicanas[37].
Lo que está fuera de toda duda es que eximió de toda culpabilidad a las actitudes críticas del pensador vasco hacia la República que, como ya se vio, fueron muy en aumento desde su aparición. Quizá una explicación plausible se halla en una carta profética que Machado envió el 29 de marzo de 1931 a Pilar Valderrama, su Guiomar, donde ofrece un diagnóstico muy atinado acerca de las hipotéticas actitudes políticas de Unamuno en caso de llegar (que iba a llegar y muy pronto) la esperada República:
“Unamuno es un hombre de verdad entre las muchas máscaras que hoy se agitan. Es un espoleador de espíritus. No conoce el miedo. Él ha despertado toda esta inquietud, ha removido la charca española. Y si algún día viene la República a él la deberemos, pero él estará seguramente enfrente de ella. Su misión es despertar espíritus adormilados. Su fondo es esencialmente religioso, hondamente cristiano, y su reino no es de este mundo. Temo por él porque despierta también odios enconados”[38].
Desde luego, en la correspondencia con su idealizado amor, mujer de ideas y entorno social muy conservadores, coincidiendo con el debate sobre el Estatuto de Cataluña en 1932, se explaya como alguien un tanto decepcionado con la República. Veamos:
“Creo con D. Miguel de Unamuno que el Estatuto es, en lo referente a Hacienda, un verdadero atraco, y en lo tocante a la enseñanza algo verdaderamente intolerable. Creo, sin embargo, que todavía cabe una reacción en favor de España que no conceda a Cataluña, sino lo justo, una moderada autonomía y nada más”[39].
Poco antes, en respuesta a una carta de su enamorada (“diosa mía…”) en la que ella le manifestaba su actitud contraria a la República, afirmaba, no sin cierta diplomacia sentimental, que “yo confieso haberla deseado sinceramente [pero] nos ha defraudado un poco”[40].
A pesar de los muchos problemas que obstaculizaron el programa transformador de Azaña entre 1931 y 1933, las muchas desilusiones que se dejaron en el camino, el poeta jamás dio muestras de renegar de sus preferencias políticas republicanas. Solo con motivo del golpe de Estado del 18 de julio de 1936, se experimenta en él una honda convulsión que le hace aferrarse, con más ímpetu si cabe, a la causa de la República, que concebía como la causa del pueblo. Incluso a punto de cumplirse los seis años de aquel feliz 14 de abril de 1931, desde Valencia escribió un un sucinto pero muy expresivo análisis de los que traicionaron y acosaron (en primer lugar, a Lerroux) a la experiencia republicana.
No obstante, en plena guerra hace un análisis más sistemático de lo ocurrido en el devenir republicano:
“Desde aquel día -no sé si vivido o soñado- hasta el día de hoy, en que vivimos demasiado despiertos y nada soñadores, han transcurrido seis años repletos de realidades que pudieran estar en la memoria de todos. Sobre esos seis años escribirán los historiadores del porvenir muchos miles de páginas, alguna de las cuales acaso merecerán leerse…Vinieron luego los días de laboriosa y pertinaz traición, dentro de la casa. Aquello hombres nobilísimos, republicanos y socialistas, habían interrumpido ingenuamente toda una tradición de picarismo y la inercia social tendía a restaurarla. Fueron más de dos años tan pobres de heroísmo, en la vida burguesa, como ricos en anécdotas sombrías. Un político nefasto, un verdadero monstruo de vileza, mixto de Judas Iscariote y Caballo de Troya, tomó a su cargo el vender -literalmente y a poco precio- a la república al dar acogida en su vientre insondable a los peores enemigos del pueblo. A esto llamamos los hombres de aquello días: ensanchar la base de la República. Destaquemos un nombre ente los viles que los represente a todos: Alejandro Lerroux”[41].
Poco después, en mayo del mismo año, regresaba y ponía más ácidamente el dedo en la llaga a propósito de las responsabilidades del jefe de filas del Partido Republicano Radical, acentuando, si cabe, su crítica con invectivas insultantes:
“…veréis [si reparáis en la historia de nuestra República] que es un hombre profundamente viejo, un alma decrépita de ramera averiada y reblandecida, el llamado Lerroux, quien se encarga de acarrear a ella, de amontonar sobre ella-nuestra noble República-todos los escombros de la rancia política en derribo, toda la cochambre de la inagotable picaresca española. A esto llamaba él ensanchar la base de la República[42].
Así pues, el poeta acusó a Lerroux de constituir el principal vector del fracaso reformista de los primeros años republicanos, lo que no ha dejado de ser interpretación canónica de la izquierda. Ahora bien, aunque esta aseveración no deja de tener una porción de verdad, a la vez exhibe cierta exageración y una argumentación ad hominem. Y, más allá de su opinión, es bien cierto que la apuesta reformadora encabezada por Azaña se fue haciendo más difícil conforme la primera derecha liberal republicana y los radicales de Lerroux fueron girando hacia posiciones rectificadoras de la obra constituyente. En esa tesitura, Unamuno y Machado, que compartieron una buena masa de ideas y creencias, acabaron viviendo de manera muy diferente ese momento trascendental y luego con la guerra se bifurcaron sus rumbos de manera irreparable. Uno optó por desempeñar el papel de intelectual agónico y el otro el de un intelectual antifascista.
Por más que las falsificaciones sobre ambos personajes han sido tierra de labranza de muchos prospectores de fantasías o simplemente malintencionados, lo cierto es que la anatomía sociológica e histórica del comportamiento de ambos intelectuales posee un gran valor heurístico para adentrarse en el resbaladizo terreno de la función pública y social de la cultura y de la inteligencia[43]. Un terreno plagado de prejuicios y de ideas-muleta para caminar en la cerrada niebla de un pasado trágico que fue el escenario de la muerte de Miguel de Unamuno (Salamanca, 31 de diciembre de 1936) y de Antonio Machado (Collioure, 22 de febrero de 1939).
Notas
[1] La cita está tomada del libro de Valentín Galván. Así habló Juan de Mairena. Cantares de un filósofo. Comares, Granada, 2024, p. 133. Libro muy recomendable para vislumbrar la profunda huella de la historia de la filosofía en la vida, el pensamiento y quehacer del escritor.
[2] Matthew Kerry. Un pueblo revolucionario. El octubre de 1934 y la II República. Comares, Granda, 2024.
[3] Sobre la expresión conspirativa y sus conexiones internacionales destaca la obra del historiador Ángel Viñas, que recientemente ha sintetizado en su autobiografía: La forja de un historiador. Crítica, Barcelona, 2024. En cuanto a la resistencia judicial a la República, véase Rubén Pérez Trujillano. Justicia política y polarización social (1931-1936). Tirant lo Blanch, Valencia, 2024. Este autor tilda de “partido judicial” al sabotaje de muchos jueces contra las reformas republicanas, contrapoder de facto que, con el militar, constituyó la otra cara de la moneda del poder legítimo. En cierto modo, la Ley de Defensa de la República, anexa a la Constitución de 1931, fue un intento de domeñar esos poderes fácticos de vieja estirpe. Por otro lado, también lo fue, tras el golpe de Sanjurjo, la Ley de septiembre de 1932 sobre jubilaciones anticipadas y forzosas a la que se acogió menos del 10% de la plantilla judicial, que, por cierto, fue la menos sancionada con la depuración franquista de todos los cuerpos de la Administración.
[4] Como síntoma conviene repasar un hito “neorrevisionista” como el libro colectivo coordinado por Fernando del Rey, Palabras como puños: la intransigencia política en la Segunda República, Tecnos, 2011. Con este texto, escrito con motivo del 80 aniversario, de la proclamación del nuevo régimen en 1931, se pretendía enmendar la plana al hegemónico discurso historiográfico que había roto con la interpretación franquista del pasado. ¡Qué diferencia de tono y contenido historiográficos con la conmemoración de 50 aniversario en 1981!
[5] Por otra parte, según nuestros cálculos, son diez las citas electorales (cuatro municipales y seis a Cortes) a las que concurrió entre 1895 y 1933, lo que no es cosa menuda.
[6] Colette Rabaté y Jean-Claude Rabaté. Miguel de Unamuno. Convencer hasta la muerte (1864-1936). Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2019, p. 421.
[7] Miguel de Unamuno. “Discurso sobre el Estatuto de Cataluña”, 25 septiembre de 1931. En Obras completas IX. Escelicer, Madrid, 1971, p. 394.
[8] “República española y España republicana”. El Sol, 16 de julio del 1931.
[9] “Pobres metecos”. El Sol, 19 de julio de 1931.
[10] M. Unamuno (1971, p. 389). “La Constitución íntima que no está en las leyes”. Discurso del 25 de septiembre de 1931.
[11] “Política religiosa. El artículo 26 de la Constitución”. Intervención de M. Azaña en la sesión de Cortes de 13 de octubre de 1931. En M. Azaña Obras completas, III. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2007, pp. 76-85.
[12] Francisco Blanco Prieto. Unamuno en las Cortes Republicanas. EDIFSA, Salamanca, 2017, p. 457. Y del mismo autor Miguel de Unamuno. Mitos y leyendas. EDIFSA-Ayuntamiento de Salamanca, 2020.
[13] “Enseñanza religiosa laica”. Ahora, 27 mayo 1933.
[14] “Revolución y reacción”. El Sol, 29 octubre 1931.
[15] C. Rabaté y J. C. Rabaté (2019, p. 433).
[16] C. Rabaté y J. C. Rabaté (2019, p. 439). Para una reconstrucción del contenido de las palabras de Unamuno, que se sirven como fuente de varios periódicos (El Sol, ABC, La Voz, El Imparcial, y otros), véase C. Rabaté y J. C. Rabaté (2019a, pp. 438-439) y F. Blanco Prieto (2017, pp. 352-355).
[17] Como es sabido, el jefe de Gabinete debía gobernar con un sistema de doble confianza: de las Cortes y del jefe del Estado. Como Lerroux no fuera ratificado por el parlamento, su gobierno fue efímero y Alcalá Zamora nombró el 8 de octubre de 1933 a Martínez Barrio como jefe de un Gobierno encargado de convocar elecciones, que tuvieron lugar el 18 de noviembre.
[18] “Constitución y República”. El Adelanto, 12 de septiembre de 1933.
[19] F. Blanco Prieto (2017, pp. 434-440). Véase el capítulo 8, “Candidato a las elecciones de 1933” del libro de F. Blanco Prieto (2020, pp. 229-223) que demuestra sin género de duda lo que otros estudiosos no advirtieron. Yo mismo debo agradecer efusivamente a F. Blanco Prieto que me pasara esa información antes de que viera luz pública su libro. Con sus datos mis sospechas ya muy fundadas se confirmaron totalmente.
[20] Matías Escalera Cordero. “Guerra, pueblo y cultura”. Arbor, 739 (2009), pp. 1073-1078. El discurso recogía otros textos anteriores escritos durante la contienda. Véase Obras II. Prosas completas, 1989, p. 2198.
[21] Hora de España, mayo de 1937, pp. 11-12. Nació esta revista en Valencia en enero de 1937 y se autopresentaba como “al servicio de la causa popular”.
[22] Tema, no obstante, sobre el que no se ponen de acuerdo sus estudiosos. Por lo general, se le considera en la órbita primero de Acción Republicana y luego de Izquierda Republicana (Gibson, 2006, p. 509 afirma que “sacó el carné” de este partido en abril de 1934), los dos partidos fundados por Manuel Azaña. Otros maledicentes tratan de presentarlo como un hombre made in Rusia en las filas del comunismo, como “compañero de viaje” del Partido Comunista de España.
[23] Por añadidura los versos de Campos de Castilla (1912) y, en general, el pensar del poeta transpiraban las esencias de una España nueva que se parecía mucho a la que apelara Ortega en su celebérrimo discurso de 1914 (Vieja y nueva política).
[24] Carta a Unamuno, 24-9-1921. Prosas Completas II, 1989, p. 1.621.
[25] Ian Gibson. Ligero de equipaje. La vida de Antonio Machado. Aguilar, Madrid, 2006, pp. 405-406. Añade el autor que “no parece que su actividad fuera intensa”, o sea, un tipo de afiliación “social” como la de Azaña.
[26] Manuel Tuñón de Lara. Medio siglo de cultura española. Tecnos, Madrid, 1970, p. 230.
[27] Carta a Unamuno, 14-8-1903. En Los Machado y Unamuno: cartas, 2021, p. 47.
[28] Carta a Pío Baroja, 1-6-1938. En Obras. Prosas Completas, II. Espasa-Calpe, Madrid, 1989, 2255 y 2256.
[29] Véase, por ejemplo, Miguel Sánchez-Ostiz. Pío Baroja a escena. Espasa-Calpe, Madrid, 2006. Además de información sobre sus exilios de ida y vuelta, en las págs. 354-357 da cuenta de cómo se gestó el engendró y publicó en el Valladolid de 1938 su detestable obra Comunistas, judíos de demás ralea, sobre la que los Baroja han intentado estrategias encubridoras.
[30] En Juan José Coy. Antonio Machado. Fragmentos de una biografía intelectual. Junta de Castilla y León, Valladolid, 1997, p. 240.
[31] “Unamuno”. Obras. Prosas II, 1989, p. 2.250.
[32] Los Machado y Unamuno: cartas. Edición de Pollux Hernúñez. Oportet Ediciones, 2021, p. 12.
[33] Antonio Machado, “Unamuno político”. En. Prosas completas II. Edición a cargo de Oreste Macrí. Espasa-Calpe, Madrid, 1989, p. 1.771.
[34] Hernúñez, 2021, p. 16.
[35] Obras. Prosas Completas II, 1989, pp. 2293-2294.
[36] Si se repara en sus escritos de guerra, Antonio Machado se muestra como heredero de la mitología nacionalista española surgida del liberalismo progresista del siglo XIX, de la tradición republicana y del legado de una visión nacional-populista heredera de su contemporáneo Ramón Menéndez Pidal. De donde si infiere que no entendió las aspiraciones de otros nacionalismos peninsulares.
[37] Enrique Baltanás. Antonio Machado. Poeta de las dos Españas. Rialp, Madrid, 2024. Incluso este sagaz historiador sevillano supone que ya en 1932 el poeta estaría decepcionado con la República, tomando como prueba una carta de ese mismo año a su Guiomar, que cito más adelante. El mismo autor sugiere, coincidiendo con I. Gibson (2006), aunque no en la fecha, que se afilió a Izquierda Republicana en marzo de 1937.
[38]Carta a Pilar Valderrama (Guiomar), 17/12/1930 en Los Machado y Unamuno: cartas. Edición de Pollux Hernúñez. Oportet editores, Madrid, 2021, p. 561.
[39] Carta a Pilar Valderrama, 2-6-1932. Los Machados y Unamuno…, 561.
[40] Ian, Gibson. Ligero de equipaje. La vida de Antonio Machado. Aguilar, Madrid, 2006, p. 490.
[41] “El 14 de abril de 1937 en Valencia”. Prosas Completas, II. 1989,p. 2.125.
[42] “Discurso a las Juventudes Socialistas Unificadas” (-5-1937). Prosas completas II, 1989, p.2191.
[43] Mientras escribo este texto se ha inaugurado (20 de octubre de 2024) en Sevilla la Exposición Los Machado. Retrato familiar, cuyo comisario Alfonso Guerra no ha dejado de representar su segundo papel de hombre culto “descubriendo” que los mitos sobre los hermanos Machado son falsos (El Mundo, 18 de octubre de 2024). En general, el revisionismo de su figura estriba en no entender que Machado durante la guerra española fuera, antes que nada, un intelectual antifascista, cosa que para algunos hoy sería algo estrafalario y fuera de lugar. A menudo no se acaba de comprender que la manera más profunda de ser demócrata después de 1936 no era estar por encima de los dos contendientes. Al mito de las dos Españas ha seguido el de la “tercera”. El mismo Baltanás (2023) rescata la figura del poeta como “poeta de las dos Españas”. Prosigue la farsa… Por lo demás, no fue Machado inmune a la calumnia (por ejemplo, la de C. Sampelayo. “A. Machado. Retazos de su vida y su muerte”. Camp de l´Arpa, 17-18 (1975), 9-11.
Fuente: Conversación sobre la historia
Portada: Miguel de Unamuno y Antonio Machado, fragmento de un fotomontaje de lifeder.com
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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