Francisco Espinosa  Maestre

 Historiador.  Entre sus obras cabe destacar «La guerra civil en Huelva» (1996, 5ª edición), «La columna de la muerte» (2003, 6ª edición), «La primavera del Frente Popular» (2007) o «Lucha de historias, lucha de memorias» (2015).

El artículo que sigue, revisado y con nuevos matices para esta ocasión, se publicó en CTXT el viernes 30 de noviembre pasado. En él se plantea el cada vez más complicado encaje de una Iglesia como la española en una sociedad democrática y la necesidad de redefinir el espacio que le corresponde y su relación con el Estado. Ese mismo fin de semana, el domingo 2, tuvieron lugar las elecciones autonómicas en Andalucía con los resultados ya sabidos y solo unos días después conocimos la carta que el obispo de Córdoba, Demetrio Fernández, hizo pública en relación con este asunto.
En ella muestra su alegría por el “vuelco electoral” y lo achaca a las “promesas incumplidas” y a los “ataques a la libertad religiosa” en relación con la reclamación de la mezquita de Córdoba. Cree además que será la ocasión de librar a la política “de toda corrupción”. Para Fernández, tras ese resultado, hay una serie de razones, entre las que cabría destacar:

  • “No se puede ir contracorriente queriendo construir un mundo sin Dios…”.
  • “No se puede trocear España…”.
  • “Los padres piden ser tenidos en cuenta en la educación de sus hijos, y eso no es posible con una escuela única, pública y laica para todos como pretenden nuestros gobernantes”.
  • “No se puede eliminar la vida del inocente al inicio o al final de la vida…”.
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Demetrio Fernández, obispo de Córdoba.

Se comprende que el obispo pueda pensar eso en su fuero interno o incluso que lo comente entre sus allegados, pero resulta lamentable que lo haga en documento público como si se tratase del portavoz de un partido político. Esa España apocalíptica que describe, sin Dios, troceada, con una enseñanza pública “que descompone la persona y destroza la conciencia” y con leyes sobre el aborto y la eutanasia (aún sin legislar), es fruto –aparte de su delirio– de cuatro décadas de democracia.
Su carta se ha publicitado desde la web “Religión en libertad”, en la que también se destaca el “histórico éxito electoral de Francisco Serrano, el juez que plantó cara a la ideología de género”. Ahí se lee también que Serrano es “católico practicante y activamente próvida”, además de miembro de “Camino Neocatecumenal”, la secta de Argüello. Indudablemente la carta de Fernández, que espera “que el vuelco en Andalucía sirva para una conversión a Dios y hacia los hermanos, en este precioso tempo de adviento”, completa el sentido del artículo. Por su parte el cardenal Cañizares, por si hubiera alguna duda, ha declarado que Vox no es un partido de extrema derecha.


La Iglesia, al igual que la derecha española, nunca ha roto amarras con el franquismo ni ha hecho examen de conciencia por su papel clave en la consolidación del golpe militar, al que con su apoyo dio carácter de Cruzada. Tiempo después, el modelo de transición le permitió pasar de la dictadura a la democracia sin más coste que algún pequeño gesto para demostrar que, pese a haber sido soporte fundamental del régimen surgido del golpe militar de 18 de julio de 1936, ya no se encontraba en esa onda. Estos efluvios renovadores le duraron lo suficiente como para asegurar su posición en el nuevo orden, en el que consiguieron consolidar su situación de privilegio. Su evolución desde entonces la conocemos y la padecemos por su constante injerencia en la vida pública española a través de los presidentes de la Conferencia Episcopal, organismo que el franquismo nunca reconoció, y de algunos obispos y cardenales de todos conocidos por sus reaccionarias cuando no estrafalarias declaraciones.

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Franco, Queipo y el cardenal Ilundain. Sevilla, 15 agosto 1936.

Dada su estrecha relación con el fascismo español la Iglesia nunca ha tenido problema alguno en dar cobijo durante décadas a criminales de guerra como Franco o Queipo, entre otros, a los que la autoridad eclesiástica considera simples cristianos que murieron en la fe. Se insiste una y otra vez en que hechos como que, a día de hoy, el dictador disfrute de un mausoleo faraónico cercano a Madrid o que los restos de un genocida como Queipo permanezcan en una basílica en Sevilla serían impensables en países europeos como, por ejemplo, Alemania. Y al hacer esto se olvida una y otra vez el hecho fundamental de que, a diferencia de Alemania, nuestro fascismo primigenio se perpetuó durante varias décadas adornándose con nuevos trajes que fueron variando según las circunstancias hasta conseguir controlar el proceso de salida al modo gatopardesco. Debía cambiar todo para que lo fundamental permaneciera y dentro de  “lo fundamental” estaba la Iglesia, cuya directa implicación en el control político social e ideológico  de la sociedad española no le pasó factura alguna. Hay que tener en cuenta que en los cientos de miles de consejos de guerra celebrados en España durante años, no podían faltar cuatro informes, que eran los del comandante de puesto de la Guardia Civil, el alcalde, el jefe de Falange y el párroco, y que los de estos últimos no brillaron precisamente por inspirarse en el mensaje evangélico.
Queipo 1En el caso de Queipo hace ya tiempo que desde el movimiento pro memoria se viene insistiendo en que sus restos salgan de la nave principal de la basílica que lo albergó tras su muerte en 1951. Lo que se consiguió con ello fue un lavado de cara que consistió en realizar dos cambios en la lápida: donde se leía “Excelentísimo Sr. Teniente General” pasó a leerse “Hermano Mayor Honorario” y la fecha clave de “18 de julio de 1936” se tapó con el símbolo de la Hermandad. En el caso de Franco ha sido el gobierno, con escasa reflexión previa sobre las dificultades que podían surgir –el contencioso entre el Gobierno, la familia y la Iglesia roza el esperpento–, el que ha planteado que había que sacarlo del Valle de los Caídos. Las diferencias entre ambos lugares son muchas pero el factor común es que los dos se encuentran en recintos eclesiásticos. Se parecerán más en el caso de que Franco acabe en la Almudena.
Queipo 2Frente a estas actitudes siempre he sido de la opinión de que tanto Franco como Queipo se encuentran donde tienen que estar, es decir, con los suyos. Los dos se identificaron e hicieron todo lo que estuvo en sus manos por beneficiar a la Iglesia de la Cruzada. Franco se implicó personalmente en la construcción del Valle de los Caídos y Queipo en la de la basílica de la Macarena, levantada sobre un lugar simbólico de la clase obrera sevillana. El del Valle de los Caídos tiene otra dimensión por el hecho de albergar a José Antonio Primo de Rivera y a cerca de treinta y cuatro mil víctimas de la guerra civil. En el caso sevillano, además de Queipo y su esposa se encuentra allí el auditor de la Segunda División Francisco Bohórquez Vecina, Hermano Mayor durante muchos años y cuya firma aparecía con la de Queipo al final de cada consejo de guerra. Parece pues lógico que tanto la orden benedictina como la Hermandad de la Macarena, que deben estar convencidas de que se trata de hombres buenos que cumplían su deber, deseen que sus benefactores permanezcan allí donde fueron enterrados.

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Los obispos de Málaga, Córdoba y Badajoz con Queipo en el entierro de Ilundain (10 agosto 1937)

Entiendo que haya creyentes a los que no guste que estos individuos ocupen espacios religiosos tan visibles, pero no parece que haya habido muchas quejas en este sentido. Pienso por otra parte que a los que nos hallamos al margen de la Iglesia católica nos debería resultar indiferente que esta albergue a la plana mayor del golpe militar del 36 o que haya imágenes que porten fajines, medallas, varas de mando y otras reliquias fascistas. ¿Es aceptable esto en una sociedad democrática? Ellos desde luego están convencidos de tener pleno derecho a hacer lo que les apetece, desde adornar a las  imágenes con los símbolos falangistas hasta celebrar misas por Franco, Queipo y toda la casta africanista. Llevan haciéndolo desde 1936. Y esto se explica porque en España el fascismo nunca fue derrotado y por el hecho de que cuando se pudieron tomar algunas medidas orientadas a que desaparecieran dichas anomalías (¡24 años de PSOE!), no se hizo. Ya se han visto ahora las dificultades que plantea cualquier reforma en este sentido.

Evidentemente hay cuestiones que quedaron atadas y bien atadas. En estas circunstancias lo que se espera de un Estado supuestamente aconfesional –una de las ficciones de la Constitución–  es que actúe en consecuencia. Para empezar convendría revisar el concordato. Se trata de una cuestión aplazada y con la que sería posible superar las limitaciones con las que se realizaron los acuerdos de 1976 y 1979, que constituyeron un verdadero concordato por más que no se les denominara así. Así mismo parece ya tiempo de que, al igual que en otros países –Portugal sin ir más lejos–, el patrimonio monumental eclesiástico pase a manos del Estado, que es realmente a quien pertenece y quien lo mantiene, por más que la Iglesia pueda seguir utilizándolo como ha hecho hasta la fecha. Sería el momento de completar el censo de bienes eclesiásticos iniciado por la República. También de que la Iglesia se plantee por fin autofinanciarse, tal como se comprometió en la transición. Además habría que pensar en llevar al ámbito que corresponde, que es el de la parroquia, la enseñanza de la religión. En este mismo sentido, en un plazo razonable de tiempo, la enseñanza privada, religiosa o no, debería dejar de ser subvencionada por el Estado. Una vez que se inicie este proceso nos dará igual que quieran seguir adorando a Franco en su mausoleo o que en la lápida de Queipo vuelva a verse lo que taparon. Como si los quieren canonizar. Por lo demás, al ser propiedad del Estado, tendrían que contar con el permiso de este para cualquier cambio o modificación en dicho patrimonio.

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Franco bajo palio. Catedral de Sevilla, 1939.

Es probable que si se plantean estas cuestiones haya quien diga que en qué mundo vive quien piense que tales propuestas pueden llegar a buen puerto en este país y seguro que hay motivos para pensar así. Otros pensarán que si se iniciara semejante proceso se produciría un caos tal que podría acabar en otra guerra civil. Es normal que esto ocurra. La sociedad española tiene grabado a sangre y fuego que hay que tener cuidado con ciertas cosas y una de ellas es la Iglesia. Una parte tiene asumido que, en caso de que tal cosa ocurriera, la derecha permanente saldría a la calle en defensa de las esencias patrias dispuesta a lo que fuera y la otra que hay que ser muy cautos porque ya se sabe de lo que es capaz esa gente. Esta es la memoria oculta de la guerra civil. De fondo la experiencia de la II República, pero no para aprender de sus aciertos y errores en este terreno, sino para asociar sus proyectos reformistas a su destrucción final, responsabilizándola de la guerra civil. La voz interna dice: ¿Pero es que no habéis aprendido la lección? A nivel de partidos políticos la pregunta sería: ¿Vamos a atrevernos a perder parte del electorado por cuestiones que no preocupan a la gente?

Con la Iglesia ha ocurrido algo curioso. Ante la inhibición de los diferentes gobiernos, ha tenido que ser la propia evolución de la sociedad en democracia la que haya socavado su influencia. Cada vez un mayor número de personas organizan su vida al margen de sus ritos y preceptos. En lo cual debe haber influido bastante la actitud reaccionaria que sus representantes manifiestan una y otra vez sobre cuestiones que la mayoría social ya ha superado hace tiempo. Sin embargo, cada año el Estado sigue derivando religiosamente hacia la Iglesia una gran cantidad de dinero que se suele calcular en torno a doce mil millones de euros, que no sabemos si es todo lo que realmente reciben. Si este dineral lo pagaran los fieles no habría problema. Lo que pasa es que lo pagamos todos. Y ya se sabe que la Iglesia católica, maestra en victimismo, es insaciable en su afán de dinero y propiedades.

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Antonio Cañizares, arzobispo de Valencia.

Los tres frentes son, como se ha dicho, la propiedad de patrimonio material, que han ido ampliando de manera escandalosa gracias al favor que les hizo Aznar; la financiación, que sigue creciendo año a año, y la enseñanza, pilar fundamental del dominio que ejercen desde la primera ley general del siglo XIX. Para todo ello habría que partir de la revisión del Concordato. No resulta admisible que propuestas como la estatalización del patrimonio, la autofinanciación tanto de la Iglesia como de los centros privados católicos y la salida de la religión de la enseñanza pública sean tachadas de anticlericales. Solo estamos ante el viejo ideal krausista de la secularización. Iglesia y  Estado se enfrentarían a una nueva realidad que sin duda sería beneficiosa para ambos. La enseñanza pública es la base de cualquier país democrático y sin duda la nueva situación repercutiría beneficiosamente en los graves problemas que en este terreno padece España. La situación actual distorsiona la vida española. Este país sería más justo, equitativo, igualitario y democrático si la base de la educación fuese una enseñanza pública garantizada por el Estado. La libertad de enseñanza ampararía en todo momento que las órdenes religiosas siguieran dedicándose a estos menesteres, solo que la subvención del Estado no podría ser como hasta ahora.

Surge la pregunta de si España está preparada para llevar adelante estas reformas. Ya sabemos que tal cosa no vendrá de la derecha y que el PSOE nunca se ha tomado en serio este asunto, por más que sepa que esas reformas vendrían bien al país. Desecharlas equivaldría a reconocer que, a estas alturas y ya perdidas las ocasiones que se presentaron anteriormente, la mayoría social no permitiría ir en ese sentido. O sea que habría que resignarse a que todo siga igual y a que lo máximo que se consiga, volviendo a Franco, sea que, a cambio de a saber qué, la Iglesia rechace finalmente que sus restos acaben en la Almudena. Es decir, el tiro por la culata. No obstante, debe tenerse en cuenta que el bipartidismo se encuentra en vías de extinción y que al abrirse el campo político también surgen esperanzas de que estas reformas puedan ser realizadas en un tiempo no muy lejano. Leyes como las del divorcio, el aborto y la enseñanza provocaron en su momento y aún provocan la movilización permanente de la derecha y de la Iglesia y sus muchos medios afines. Pero una vez más, ante el pesimismo de la razón, debe prevalecer el optimismo de la voluntad.

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