Un artículo de David Rodríguez

David Rodríguez es ensayista y autor, entre otros, del reciente libro O canastro sen tornarratos. Resistencia popular na era do capitalismo sen democracia. Unha ollada galega (Vigo, Xerais, 2018). Es Mantenedor del blog ofunambulistacoxo.blogspot.com.


Los que vivimos en la periferia geográfico-económica hemos tenido el privilegio de comprobar, de manera empírica, las consecuencias culturales y socio-políticas de la hiperconcentración económica de España en Madrid propiciada, paradójicamente, por lo que se suponía que era el «Estado más descentralizado del mundo«.
Como quería aquel ministro españolizador de catalanes, efectivamente, los habitantes de las nacionalidades periféricas nos hemos estado españolizando o, lo que es lo mismo hoy día, madrileñizando, a marchas forzadas. Una Reconquista, ya no de dirección norte-sur, sino radial como el AVE,  las autovías, los peajes o los corredores europeos de mercancías, que usa la vehemencia irracional de los aficionados a la selección española de fútbol a modo de coro militar.
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En este clima de recentralización política de los últimos años, que supuso un reforzamiento del poder central frente a las autonomías, y de ascenso en el plano simbólico-cultural del españolismo desacomplejado (así gusta decirlo a derecha y también a sectores de izquierda) tiene lugar el estallido de la crisis financiera y el pinchazo no solo del «modelo productivo español», sino de esa otra burbuja que fue la utopía europeizadora como camino para la «modernización» de España. Europa, se decía desde tiempo inmemorial, sería la solución. Los españoles dejarían de pelearse entre sí cuando fuesen todos económicamente más parecidos a los alemanes o a los holandeses. Lo que no se contaba es que, a la hora de repartir los garbanzos en tiempos de vacas flacas, los alemanes y los holandeses eran alemanes y holandeses antes que europeos.
Durante el 15M, en la fase previa a la irrupción de Podemos, la pulsión españolista, entendida como solucionismo a la depauperación de las clases medias, pairaba en el ambiente. La reticencia a las banderas y lenguas distintas del castellano en muchas de las concentraciones era el síntoma de algo más profundo, de una españolización tendencialmente excluyente en el plano simbólico-cultural de las culturas periféricas por parte de nuevas cohortes demográficas que se incorporaban a la movilización social. En este sentido, bien está reconocerlo, Podemos supuso un cierto alivio al reconocer formalmente la pluralidad española en dicho ámbito. Todo aquel clima, en el que hasta la inefable Rosa Díez quería soltar tanza y anzuelo, podía haber derivado en algo políticamente mucho más nocivo.
Sin embargo, algo había en Podemos que le hizo llevarse el gato al agua en la política española frente a otras opciones que surgieron al socaire de la protesta del 15-M, algunas de ellas nuevas como la de Democracia Real Ya, el Movimiento Red del juez Elpidio Silva o el Partido X. Quien escribe estas líneas sostiene, y sostuvo ya en otros lugares, que la gran novedad que introducía Podemos en el mapa político español venía de la mano de las ideas de Íñigo Errejón. Pablo Iglesias representaba, en el mundo podemita, a una izquierda española más bien clásica, la de cierto obrerismo abstracto cuyo proyecto nacional no pasaba de una vaguedad nostálgica por la II República. Con los bandazos de Pablo Iglesias -con sus coletazos, permítasenos la broma- de raigambre «juventudes comunistas», todo lo que conseguía el líder morado era aplicar una impronta errática a lo que, en suma, pretendía ser en el fondo un nuevo movimiento nacionalista español:  una suerte de peronismo a la española, para entendernos.
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Desde la llegada de este gramcismo pasado por el tamiz posmoderno de Ernesto Laclau, cualquier observador se da cuenta de que la pulsión nacional está muy viva en el mundo podemita y sus inmediaciones, adoptando diferentes matices. Del populismo de los significantes vacíos errejonianos, pasamos ahora a una mayor concreción, vía comunitarismo y estatalismo socialdemócrata de cuño hegeliano, en Clara Ramas. En paralelo, figuras próximas a Pablo Iglesias como Manuel Moreneo, quien no hace mucho escribía un libro en que se hablaba de España como proyecto de liberación (para más inri presentado en Madrid en compañía de una teórica antinacionalista ferrolana como Yolanda Díaz), hacía saltar la liebre cofirmando con Héctor Illuesca y Julio Anguita hace unos días un artículo en el que se señalaba como positiva alguna medida adoptada por el gobierno Salvini. Y la tormenta estalló en la izquierda española, especialmente en la red. Los sectores menos estatalistas, más influenciados por las ideas de Toni Negri o Franco Berardi ‘Bifo’ y por el trostskismo, se echaban las manos a la cabeza ante lo que interpretaban como una amenaza rojiparda que podía introducir en el Estado español un cisma entre la clase obrera nativa y la clase obrera migrante (argumento que, como un bumerán, golpea en la cabeza de la misma izquierda neoestatalista española que no se cansaba de sostener que los nacionalismos periféricos dividían a la clase obrera).
El episodio y la polémica todavía no han rematado, y el lector conocerá sin duda nuevos artículos, contraartículos y estados de la cuestión. Entre otros, la crítica del historiador Steven Forti, que ha incidido en la grave contradicción que supone, para una posición de izquierdas, hacer caso omiso de la dimensión racista, xenófoba y neofascista del actual gobierno italiano, y que el hecho histórico de que los fascismos desarrollasen políticas sociales populares (solo para una excluyente comunidad nacional) no empece su carácter constitutivamente dictatorial y represivo. Se habla de que esta corriente monereista trata de crear su propia estructura dentro de Podemos, en vista de los nubarrones electorales que, al parecer, se otean en las encuestas internas de la formación morada.
Mientras tanto, situados en la extrema derecha, esperando lograr alguna influencia y un renombre personal en río revuelto, los epígonos de Gustavo Bueno, apelan a una mixtura de neojacobinismo (mal entendido, pues el jacobinismo, como buen republicanismo, abogaba por evitar la concentración de poder y repartirlo en las comunas) y teleología, desde los que postulan tanto una total centralización política cuanto una homogeneización cultural autoritaria de raíz castellana en España, al tiempo que emprenden un revisionismo histórico alucinado del proceso de colonización de América en tanto que tarea civilizadora. Por su parte, en Cataluña, para añadir más arroz al guiso, los de Paco Frutos lanzan su propio proyecto «nacionalista-antinacionalista» con la teórica pretensión de competir con Ciudadanos en lo que en tiempos fue territorio PSUC.
En suma, si la derecha española hace ya bastante tiempo, cuando menos desde Aznar, que se envuelve en la rojigualda «desacomplejadamente», la izquierda española, relevantes sectores del PSOE incluídos, hace lo propio. Y todo adquiere de pronto, en el Estado español, las tonalidades crepusculares del rojo y el amarillo.
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Con el ya señalado espíritu periférico y poco españolizado con que escribimos, hay varios aspectos que nos resultan llamativos en estos posicionamientos patrióticos de la izquierda española. El primero es la ausencia de reflexión sobre una tara de difícil superación: la falta de ruptura profunda con el fascismo-nacionalcatolicismo ha hecho que el nacionalismo español tenga una difícil articulación progresista. Tara que no se ha producido en las periferias, donde, desde su rearticulación política en los años sesenta, una parte de la izquierda siempre se ha concebido como proyecto nacional-popular: los llamados nacionalismos periféricos de izquierda, de desigual implantación social y expresión electoral, tildados, por muchos neopatriotas españoles de izquierda actuales, con soberbia rampante, de movimientos pequeño-burgueses.
Por otra parte, y ante la tendencia habitual a igualar nacionalismos, se aprecia en esta nueva izquierda nacionalista española una falta de reflexión sobre el Estado. Tras tanto tiempo sin comprender el fenómeno de las naciones sin Estado, tiene su lógica que para esta izquierda el Estado no sea problematizado en tanto que espacio político no neutral, sino que sea visto como la plataforma desde la que, una vez tomada, renacionalizar en un sentido progresista a las masas. Esta visión del Estado, lejos de ser la esperable en una izquierda superadora del etapismo y el institucionalismo socialdemócrata (recordemos las críticas de Marx al programa de Gotha), es más bien propia del despotismo ilustrado implícito en la política entendida como ciencia, como actividad mediática e ingenieril realizada para el pueblo pero sin el pueblo por sus elites especializadas. La pretensión de usar el Estado, entendido como el entramado burocrático-administrativo-coercitivo, en tanto que plataforma a partir de la cual desenvolver el proyecto progresista, es más bien propia de las revoluciones liberales del XIX y no de un movimiento que vea en la potenciación de la autoorganización popular el único camino para llevar a cabo la reforma intelectual y moral que, según Gramsci, debe preceder a todo cambio revolucionario en las instituciones positivas del Estado.
Este elitismo estatalista de cierta izquierda española ya lo percibió, en el discorrer del la Guerra Civil, un Castelao desencantado con los republicanos españoles de los que dijo, en el Sempre en Galiza (1950), que querían hacer «una revolución desde arriba», sin atender a la composición socioeconómica y cultural de la Hespaña real (con la escribía Castelao para diferenciarla de la España uniforme).
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Como observaciones finales sobre este neonacionalismode izquierdas español, hay tres aspectos más que resultan llamativos. En primer lugar, que el salto de la liebre se produzca a propósito de un gobierno reaccionario y xenófobo como el de Salvini, y no cuando más falta hacía esa afirmación solidaria entre periferias sureuropeas: en el momento en que el gobierno de izquierdas de Grecia estaba en el punto de mira de los tecnócratas de obediencia teutona que mandan en Bruselas. En aquel tiempo electoralmente dulce para Podemos (el de tomar el cielo por asalto y repartir ministerios desde ruedas de prensa), meterse en el farragoso tema de explicar los mecanismos de la Eurozona que estaban exprimiendo al pueblo griego hasta el punto de dejarlo sin un 25% de su PIB se antojaba, en la jerga de moda entonces, un «marco poco ganador». En su lugar, lo más que se acertaba a decir, oportunistamente, era que había que propiciar una vaporosa reforma de la UE con no se sabe qué mayoría en un Parlamento Europeo cuyo nombre, como pretensa sede del poder legislativo, le quedaba y queda muy grande. En segundo lugar, sorprende en este neonacionalismo de la izquierda española, en tantos aspectos afrancesado, el perfil bajo que se mantiene en la crítica a la monarquía de Felipe VI  (cuando no el apoyo explícito cuando se trata de la presencia del monarca en Cataluña). Institución que debería ser el objetivo número uno del programa reformista, sobre todo desde el prisma de quien quiere rematar en el siglo XXI la revolución liberal-democrática que no se concluyó adecuadamente en el siglo XIX. En tercer lugar, en la fiebre soberanista sobrevenida en la izquierda española, este redescubrimiento de la nación -llámesele república, comunidad política, demos, etcétera- parece tener un ángulo ciego cuando se trata de actuar en consecuencia ante la existencia de una nación altamente organizada y movilizada que reclama pacíficamente un referéndum de autodeterminación en Cataluña.
He aquí, pues, algunos de los aspectos en los que esta liebre que acaba de saltar prefiere, más bien, mirar para el cielo y silbar.

O canastro sen tornarratos: Resistencia popular na era do capitalismo sen democracia. Unha ollada galega (David Rodríguez)
O canastro sen tornarratos: Resistencia popular na era do capitalismo sen democracia. Unha ollada galega (David Rodríguez)

 

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