Mariano de Miguel

Middle East Historian. PhD Candidate (Contemporary History Studies)

 

Dos países tan distantes como  Afganistán y Ucrania  nos muestran cómo la historia no pocas veces es ninguneada dando lugar a la repetición de equívocos graves. En lo relativo al caso afgano, la ‘tumba de imperios’ se vio invadida por la URSS cuyo entancamiento económico, gerontocracia política y pérdida de regímenes amigos visualizaban su ocaso. La vergonzosa retirada del Ejército Rojo de “su Vietnam”  fue precursora de la disolución de la URSS y del surgimiento de conflictos post soviéticos. El caos posterior al 11-S no evitó el fracaso de otra superpotencia ante un país que jamás fue conquistado como ocurrió con Afganistán y la supuesta pax romana post URSS está lejos de ser una realidad, cuando heridas graves como la de Crimea y las zonas rebeldes del Donbas desde 2014 preconfiguran una posible guerra en el centro de Europa, heredera de los conflictos balcánicos durante 1991-1999.

Cómo hemos llegado hasta aquí

Según Eric Hobsbawm (1917-2012), 1979 fue el cierre del “corto siglo XX” que empezaría durante la revolución rusa de 1917, el año que le vio nacer y se finalizaría con otra revolución popular (e islámica) en el Irán del Shah Reza Pahlavi en febrero de 1979, derrocando a un sátrapa a quien Occidente sostenía desde su golpe palaciego contra el primer ministro electo de modo democrático, Mohammed Mossadegh; un cuarto de siglo atrás. Posteriormente, Hobsbawm -junto a otros autores que diferían de la historiografía marxista como Francis Fukuyama o Samuel P. Huntington-, trasladarían por dos veces (1991/1992 y 2001) el final de lo que Julián Casanova denominó “el siglo de la violencia indómita”. Pero ese 1979 tampoco podría cerrarse en torno a lo ocurrido en febrero, con la llegada del exiliado Ruhollah Jomeini a Teherán, la imposición de una República Islámica y la posterior toma de rehenes en la embajada estadounidense durante 444 días interminables.

No. El panorama geopolítico explosionó por dos sucesos igualmente catastróficos para la estabilidad del mundo árabe-islámico. En noviembre de 1979, varios militantes fundamentalistas contrarios a la Casa de Saud tomaban la Gran Mezquita de La Meca; el lugar más sagrado de la religión Islámica protestando ante el “desviacionismo” de la Familia Real. Solo la intervención de comandos franceses (“convertidos” al credo musulmán horas antes del asalto), lograron acabar con esa rebelión en pleno corazón del Islam. Y en diciembre de dicho año, contra todo pronóstico, el Politburó de la URSS ordenaba la entrada de 140.000 efectivos en Afganistán; supuestamente para proteger un “régimen amigo” (a pesar de que asesinaron al líder del Partido Democrático de Afganistán, eminencia gris del país centroasiático, Hafizullah Amin).

Soldados soviéticos en Afganistán (foto: Alexandr Graschenkov/RIA/Novosty)

Dicho suceso causaría otro fenómeno global que aún pervive hoy día, más de cuatro décadas después: el auge del islamismo militante y la desestabilización  de toda una zona, por lo que fue conocido como el “Vietnam Soviético”, que según autores como los ya desaparecidos John Kennet Cooley (1927-2008) o Robert Fisk (1946-2020) configurarían el declive de la URSS como superpotencia y su fin, tras no poder aguantar los costos de una “guerra eterna”, la disidencia interna y los problemas sufridos por el largo estancamiento económico soviético desde la llegada de Leonid Brezhnev al poder. Únicamente tras el fin del “Imperio Soviético”, por documentos desclasificados por el FSB (servicio de seguridad, sucesor del KGB) se conoció que numerosos líderes del PCUS estaban en contra de la intervención en Afganistán, como fue el caso del premier Alexei Kosigyn.

El repudio internacional a la invasión soviética no se hizo esperar. Organismos internacionales como la ONU, la OIC (Organización de la Conferencia de Países Islámicos), o regímenes comunistas como la República Popular China condenaron los actos del Kremlin. E incluso naciones “amigas” de la URSS como Benín o la India mostraron su rechazo a la aventura militar -aunque se abstuvieron de condenar a Moscú en el Consejo de Naciones Unidas-. En Estado Unidos, el presidente Jimmy Carter, famoso por su política de apaciguamiento, defensa de los derechos humanos y negociación, condenó en una sesión conjunta del Congreso y el Senado de EEUU a la URSS por lo que él consideraba “el suceso contra la paz más grave desde la Segunda Guerra Mundial”.

Carter, a pesar de sus credenciales pacifistas, mantenía en su administración a dos halcones de marcadas posiciones anti soviéticas: el Secretario de Estado Cyrus Vance y sobre todo su asesor de Seguridad Nacional, el polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinski. Este último logró convencer a Carter para armar a la guerrilla islamista afgana no ya tras la invasión soviética, sino en 1978, debido a que “el régimen de Kabul, al ser subsidiario de Moscú, buscará desestabilizar a un aliado natural de EEUU como es Pakistán y así lograr el viejo sueño imperial ruso de llegar a las aguas del Índico”. Nada dijo de que las armas eran canalizadas desde Islamabad por un militar fundamentalista que había llegado a poder mediante un golpe de estado, el general Zia Ul Haq.

El lanzamisiles Stinger, enviado por los Estados Unidos, permitió a los mujaidines afganos derribar helicópteros soviéticos (foto: BBC Mundo)

Moscú optó por hacer una invasión relámpago, similar a las ocurridas en 1956 en Hungría o 1968 en Checoslovaquia, uniendo el asalto militar a un cambio en la jerarquía de poder dentro del liderazgo afgano. Así, muerto Amín, ascendería a la secretaría general del PDPA Brabrack Karmal, antiguo embajador en Praga. Desde un principio era un camino al desastre. Karmal no pertenecía a la mayoría étnica del país, los pashtun , era un cahemir de ascendencia tayika y cuya lengua franca era el dari, una variante del persa. Ni siquiera Babrak Karmal era su nombre real (significa “Camarada de los Proletarios”, siendo su verdadero nombre Sultan Hussein). La URSS también desconocía el profundo odio de los afganos hacia los extranjeros u ocupantes, como ya conocían de primera mano los británicos tras haber perdido tres guerras en lo que se denominaba la “Tumba de los Imperios”. Todo ello unido a una propia xenofobia sistemática entre las distintas etnias del país.

Si bien hasta 1984 dentro del ámbito militar, los soviéticos mantuvieron el control de las principales ciudades (Kabul, Kandahar, Herat, Mazar-e-Sharif, Jalalabad…), no pudieron llevar a cabo la pacificación de las zonas rurales, tanto por el conservadurismo de los pashtun, como por la negligencia de los aldeanos para aceptar una reforma agrícola profundamente impopular -los afganos consideraban que no se podía cultivar en “tierra robada”, término con el que denominaban a la colectivización del campo-. Unido a ello, el Ejército Rojo era el único capaz de garantizar la paz, habida cuenta de las numerosas deserciones dentro del Ejército Nacional Afgano (de 3.000 deserciones en 1980, se pasó a 21.500 en 1982, donde no pocos ex soldados se unían a los maquis antigubernamentales desde sus refugios en la ciudad santuario de Peshawar en Pakistán).

Mayoritariamente la seguridad en las zonas bajo control gubernamental quedaba en manos de los spetsnaz o fuerzas especiales soviéticas, de los técnicos contrainsurgentes enviados por el Kremlin desde Fergana en la República Soviética de Uzbekistán y en el temido KHAD afgano (Servicio de Inteligencia de la República Democrática de Afganistán), este último dirigido por el Doctor Mohammad Najibullah. La guerrilla afgana basaba sus tácticas en ataques relámpago desde las montañas, dado que su conocimiento de la orografía del territorio era una baza frente a los vehículos blindados soviéticos, que encontrarían numerosos obstáculos para llegar a  lugares tan recónditos como el Valle del Panjshir, región  desde la cual el comandante muyahidín Ahmed Shah Massoud, forjaría su imagen de combatiente invencible. La muerte de Leonid Brezhnev en 1982 y el escaso interregno de Yuri Andropov (1982 – 1984), junto al de Konstantin Chernenko (1984-1985), no ayudarían a estabilizar la situación. Menos aún, el doble juego de Zia Ul-Haq en Pakistán, la llegada del neoconservador Ronald Reagan a la Casa Blanca en 1981 y el paulatino aumento de la gerontocracia soviética.

Politburó del Comité Central del PCUS en 1981. De izquierda a derecha: Mikhail Gorbachev, Andrei Gromyko, Nikolai Tikhonov, Leonid Brezhnev, Mikhail Suslov, Konstantin Chernenko, Yuri Andropov y Boris Ponomarev (Foto: TASS via Getty Images).
Una nueva era, mismos escenarios

El aire fresco llegó a la Unión en 1985. Mijaíl Gorbachov, un líder medianamente joven (había nacido en 1931), llegaba a la secretaría del PCUS con la motivación de hacer un cambio “desde abajo”. Economista procedente de Stavropol en el sur de Rusia, Gorbachov fue deshaciéndose paulatinamente de la herencia del pasado más reciente (por ejemplo sustituyó al “Camarada No” Andrei Gromiko como ministro de asuntos exteriores por el poco conocido Eduard Shevarnadze, antiguo secretario general del Partido Comunista de Georgia), junto a que desarrolló dos términos que marcarían todo su mandato y posterior devenir: Perestroika (reestructuración) y glasnost (transparencia). Uno de sus primeros golpes de efecto fue aupar a la secretaría del PDPA a Mohammad Najibullah. El temido ex director de los servicios de inteligencia afganos, defenestraba a Babrak Karmal, ya muy impopular y que renunciaba “por motivos de salud”, para exiliarse en Leningrado.

Las maniobras de Gorbachov le hicieron sumamente popular en Occidente, pero su imagen era muy negativa dentro del territorio soviético. Tras reunirse con Najibullah en Tashkent entre 1986 y 1987, Gorbachov transmitió un claro mensaje a la nomenklatura comunista afgana: La URSS “había acabado su misión de apoyo internacionalista” y comenzaría su repliegue. Un factor básico para dicho repliegue fue el coste humano y económico de la guerra (en 1987, habían perdido la vida 12.000 soldados soviéticos y la sangría económica era de aproximadamente de 20 billones de dólares), junto al viraje de Gorbachov hacia sus propios problemas internos dentro del Bloque Socialista: sus reformas habían calado en Hungría principalmente y un germen nacionalista había comenzado a prender en Ucrania, los países bálticos y Polonia. No así en la República Democrática de Alemania, donde el puño de hierro de los dos Erich (Honecker y Mielke), se había cerrado más que nunca.

Shevardnadze se reunió en Ginebra con representantes de la ONU y del Departamento de Estado de EEUU, junto a varios homólogos pakistaníes para trazar la retirada soviética. Con anterioridad, Najibullah optó por abandonar el marxismo-leninismo, renombrar al país como “República de Afganistán” y liquidar al PDPA, para abogar por un multipartidismo, donde su nuevo liderazgo como jefe de estado y secretario general del recién fundado partido Watan (Patria) fuesen incontestables. La extraña muerte del dictador pakistaní Zia Ul Haq en 1988 ensombreció los Acuerdos de Ginebra; pero no desvirtuaron lo más básico: la URSS, según Shevardnadze “dejaba Afganistán tras cumplir su tarea de estabilización”. El 15 de febrero de 1989, el último soldado soviético, el General del 40º Ejército Boris Gromov, abandonaba suelo afgano, tras cruzar el Puente de la Amistad entre la Naciones rumbo a Termez, en Uzbekistán.

Salida de la última columna soviética, el 15 de febrero de 1989, por el puente de la Amistad, que une Afganistán con Termez, Uzbekistán (foto: BBC Mundo)

El Ejército Soviético, aquél que fue capaz de derrotar al nazismo y cuya maquinaria de guerra era total, salía desmoralizado y derrotado tras una década de guerra, 14.500 muertos en sus filas, 1,2 millones de civiles afganos muertos, 5 millones de refugiados (principalmente en Pakistán e Irán), un país en ruinas y unos grupos de bandidos enfrentándose por el poder. Nadie sabía cuanto duraría el régimen de Najibullah. Se habló de semanas y/o meses, pero lo cierto es que el presidente pashtún se mantuvo en el poder hasta la caída de Kabul en abril de 1992. La URSS entraba en su fase final a partir de 1989 con el efecto dominó de las revoluciones populares del Centro y Este de Europa: la República Democrática de Alemania, las Repúblicas Populares de Hungría, Rumanía y Bulgaria, la República Socialista de Polonia y el Estado Socialista de Moldavia -este último cuasi dependiente en su totalidad de Moscú-, marcaban una vía hacia el multipartidismo, democratización y fin de la órbita socialista.

La retirada soviética no supuso la tranquilidad para Gorbachov. Al desastre militar se unió la crisis económica con un estancamiento total de la producción y suministro de bienes básicos y de consumo, la catástrofe de la central nuclear de Chernobil en Ucrania y el auge de los movimientos nacionalistas. Desde el exilio exterior, los nacionalistas ucranianos, letones, estonios y lituanos  (radicados principalmente en Ontario, Canadá o Pennsylvania e Illinois en Estados Unidos) azuzaron a las poblaciones locales. Incluso autores de ficción de renombre como el británico Frederick Forsyth crearon una atmósfera de temor a la posible reacción del Kremlin con obras como “La Alternativa del Diablo”, cuando no, ex militares de la OTAN como Sir John Hackett redactaron ensayos como “La Tercera Guerra Mundial – La verdadera historia”.

No iban mucho mejor las cosas en el patio trasero de la Unión. El Cáucaso ardía debido a los enfrentamientos entre armenios y azeríes por el territorio de Nagorno-Karabaj, una situación repetida en Georgia, donde las regiones de Abjasia y Osetia del Sur, cedidas a esa república por Stalin, reclamaban su autodeterminación  y unión con la República Socialista de Rusia. Desde Asia Central, sonaban otros tambores de guerra o conflicto. En Uzbekistán los tártaros deportados en 1943 reclamaban su repatriación a su hogar en Crimea. En Kirguistán, la llegada de turcos mesjetas que huían de los choques en Georgia, se encontraron ante un pogromo por parte de la población local, debido a que acaparaban las nuevas viviendas. Las imágenes de cuerpos colgando de ganchos de carne en el bazar de Dordoi horrorizaron a la población mundial.

Marcha en Baku, el 27 de septiembre de 2021, en memoria de los azeríes muertos en la guerra del Alto Karabaj (foto: AA Photo)
La quiebra del país de los Soviets

La autodeterminación de las repúblicas bálticas y presumiblemente de Ucrania era ya un hecho, como indicó el maestro de historiadores Josep Fontana (1931-2018) en su magnífica obra “Por el bien del Imperio”. El temor era principalmente que en Ucrania se almacenaban miles de ojivas nucleares. La posible nueva nación independiente podía encontrarse ante un escenario atómico descontrolado. A la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989 y el fin de las democracias populares, sobrevino una cuestión: ¿Que será de la URSS? Intelectuales exiliados como el Premio Nobel Alexander Solzhenitsyn criticaban la falta de liderazgo de Gorbachov y daban por liquidada a la unión nacida en 1917. Comenzaron a surgir partidos con sentimientos pan rusos, como el Partido Liberal Democrático del ultranacionalista Vladimir Zhrinovski, mientras que el KGB y su director, Vladimir Kryuchkov, mantenían un tenso silencio.

La figura de Gorbachov se iba apagando y sus antiguos aliados, como Shevarnadze, dimitían en bloque, tras crear el secretario general la nueva figura de Presidente de la URSS, de la cual tomaría posesión inmediata. “Nos dirigimos a una dictadura”, dijo el ex ministro de exteriores. Sería en esos momentos cuando comenzaría a tomar fuerza la figura del Presidente de la República Socialista de Rusia, la más poblada y poderosa de la Unión, Boris Yeltsin. Las reformas cada vez más impopulares, la inoperancia de Gorbachov, diversas crisis del Politburó y del Parlamento Soviético estaban situando cada vez más clavos sobre el ataúd de la URSS. Ni siquiera la llegada de George H.W. Bush a la presidencia estadounidense (era menos beligerante que Reagan), evitó el colapso final. Durante los meses de fines de 1990 e inicios de 1991 Ucrania, Estonia, Lituania y Georgia, proclamaron su independencia. Acorralado, Gorbachov planteó una reforma del estatus constitucional de la Unión, en el cual el PCUS dejaría de ser el partido hegemónico y se avanzaría hacia una Confederación de Repúblicas. El referéndum fue refrendado por un 76% de la población.

Boris Yeltsin durante los sucesos de agosto de 1991 (foto: AP)

La antigua guardia no se quedó de brazos cruzados. El 19 de agosto de 1991, se llevó a cabo un intento de golpe de Estado.  A través de la radio se leyó el mensaje de un nuevo organismo del poder nacional: el Comité Estatal de Situación de Emergencia. En el documento se declaraba el estado de excepción a partir de las 4 de la mañana del 19 de agosto de 1991 en varias provincias de la URSS y por un periodo de 6 meses. Se suspendieron las actividades de todos los partidos políticos y en Moscú y en otras ciudades importantes entraron las tropas. Se estableció la censura de los medios de comunicación y se limitaron los derechos y libertades constitucionales. En las grandes ciudades se estableció el toque de queda. “Tenemos que tomar medidas decisivas que eviten la deriva del país hacia la catástrofe”, decía el texto del documento, firmado por los miembros del “comité” entre los que se encontraban Vladimir Kryuchkov, Guennadi Yanayev, Valentin Varennikov o Boris Pugo, entre otros muchos. Todos ellos, comunistas de línea dura que advertían falsamente que Gorbachov se encontraba gravemente enfermo en sus vacaciones en Crimea.

La voluntad popular y el hartazgo social evitaron que el golpe fructificase, siendo detenidos todos los instigadores del putsch, con la excepción de Pugo, quien se suicidaría. La icónica imagen de Yeltsin subido a un tanque, arengando a la población frente a la antigua bandera rusa, dieron el puntapié a la autoridad de Gorbachov e iniciarían la implosión soviética. Poco a poco las repúblicas del Cáucaso y Asia Central proclamaron su independencia, junto a que Yeltsin prohibió las actividades y funciones del PCUS en territorio ruso. Esto era, pues, el fin del partido de Lenin tras 74 años de poder ininterrumpidos. Como gesto final los nuevos líderes de Bielorrusia, Ucrania y Rusia firmaron en diciembre los acuerdos de Minsk, que liquidaban de facto a la URSS. Su texto indicaba que “Nosotros las Repúblicas de Bielorrusia, la Federación Rusa (RSFSR) y Ucrania como Estados fundadores de la URSS, firmantes del Tratado de la Unión de 1922, en lo sucesivo denominadas Altas Partes Contratantes, constatamos que la URSS, como sujeto de derecho internacional y realidad geopolítica, deja de existir”. La bandera soviética, se izó del Kremlin a las 23:59 horas del 31 de diciembre de 1991.

El 8 de diciembre de 1991 los presidentes de Rusia y Ucrania, Borís Yeltsin y Leonid Kravchuk, y el representante del Sóviet Supremo de Bielorrusia, Stanislav Shushkévich, firmaron el acuerdo por el que la URSS dejaba de existir y se anunciaba la creación de la Comunidad de Estados Independientes (CEI)(foto: Sputnik / Yuriy Kuydin)
La historia tras el fin de la historia

Anteriormente en la víspera de Navidad, un ojeroso Mijaíl Gorbachov dimitía como Presidente de la URSS y Secretario General de la URSS. El estado soviético fenecía y el hombre que quiso reestructurar a la Unión dejaba el cargo por la puerta trasera, tras firmar su acta de dimisión con efecto inmediato y entregando el maletín nuclear a los jefes de seguridad de Boris Yeltsin, presidente de la nación heredera de la URSS: la Federación Rusa. Pero, no por ello acabaron los problemas. La historia nos demuestra como las revoluciones pueden acabar en fracaso si no son dirigidas de un modo coherente. En el espacio post soviético, fue un hecho. Mientras que para los países “satélites” la entrada en el libre mercado  y sus intentos de adherirse a la Unión Europea (conocida anteriormente al tratado de Maastricht como Comunidad Económica Europea) confluyeron en varias crisis sistémicas, otros países ex socialistas bajaron al infierno de las guerras civiles.

Tal fue el caso de la ex Yugoslavia. No, en 1992 la mayoría de países ex socialistas no abrazaron la democracia liberal como planteaba Francis Fukuyama. En el caso de Yugoslavia, la desaparición de su figura icónica, el Mariscal Tito en 1980, dio lugar a crisis como la de Kosovo en 1981, la “revolución antiburocrática” de Slobodan  Milosevic en 1987 -que causaría el auge del nacionalismo serbio exacerbado- y finalmente la liquidación de la Liga de los Comunistas de Yugoslavia e inicio de las guerras que asolaron los Balcanes durante 8 años, desde Croacia a Bosnia, pasando por Kosovo y la insurgencia en el valle del Presevo en Macedonia. El auge de los nacionalismos excluyentes étnico-identitarios no se paró en la ex Yugoslavia. Territorios de la antigua URSS como Abjasia, Osetia, Transnistria, Karabaj o Chechenia y figuras como Zviad Gamsajurdia, Yojar Dudayev y Eduard Shevarnadze coparon los titulares de prensa y tv. En Asia Central, Tayikistan, el ex vecino soviético del anárquico estado afgano, era devorado por una cruenta guerra civil, donde antiguos guerrilleros antisoviéticos viajaban de Kabul a Dushanbe para llevara cabo la Guerra Santa.

Bombardeo de Sarajevo el 8 de junio de 1992 (foto: descifrandolaguerra.es)

1992, el año del “Nuevo Orden Mundial” acuñado por politólogos y citado en numerosas ocasiones por George H.W.Bush, fue el año del caos global. A todos los conflictos citados con anterioridad habría que añadir la Guerra Civil etíope, el golpe de estado en Argelia y posterior insurgencia de los fundamentalista del Grupo Islámico Armado y la caída del régimen de Mohammad Najibullah en Kabul. El antiguo jefe del servicio secreto afgano, hombre de Moscú en Kabul y último presidente marxista del país, dejó de obtener ayuda rusa tras la negativa de Boris Yeltsin a seguir los trazados geopolíticos de la URSS. Sin combustible para su fuerza aérea, Najibullah se vio incapaz de frenar a los muyahidín que  seguían siendo armados por Arabia Saudí, EEUU y Pakistán, a pesar de las sanciones de la ONU. Un nuevo gobierno interino, formado en su gran mayoría por fundamentalistas, firmó un pacto de gobernabilidad el 2 de mayo de 1992. Al día siguiente, estallaron los combates entre las distintas facciones. Ese estatus quo, unido a la destrucción total de Kabul y la defenestración del estado afgano, duraría hasta 1996, cuando un grupúsculo conocido como “los talibán” (estudiantes del Corán) tomarían la capital afgana, iniciando un nuevo régimen de terror integrista.

Las guerras de la ex Yugoslavia mostraron a Europa las peores matanzas desde 1945 durante tres largos años (1992-1995). Quizás por el hecho de ocurrir en suelo europeo, la ONU intentó dirimir una pax augusta que acabaría firmándose en Dayton (Ohio) en 1995, bajo la mirada de los tres presidentes en contienda (Franjo Tudjman de Croacia, Slobodan Milosevic de Serbia y Alija Izetbegobic de Bosnia). Dicha paz no evitó que una nueva guerra se abriese paso en 1999 entre la región de Kosovo, de mayoría albanesa frente al gobierno de Belgrado, interviniendo militarmente la OTAN y dejando a Kosovo bajo una administración internacional, que no evitó la declaración unilateral de independencia de la región el 17 de febrero de 2008; factor que causaría un terremoto geopolítico mundial.

Occidente también miró hacia otro lado en muchos conflictos post soviéticos. Las guerras de Abjasia y Osetia entre 1992 y 1993 o la de Karabaj entre 1992 y 1995 no fueron portada de ningún periódico o noticiario de televisión. Solo la guerra de Chechenia, entre secesionistas de la república rusa rebelde y los halcones del Kremlin, fue televisada, básicamente por la deriva de los combatientes chechenos hacia el islamismo militante y las prácticas terroristas en suelo ruso, como fueron las tomas de rehenes en Budennnovsk (1995) y Kizlyar (1996). La segunda mayor república surgida de la desintegración soviética, Ucrania, a través de su segundo presidente, Leonid Kuchma, logró mantenerse entre Occidente y Rusia. Kuchma consiguió pacificar Crimea dándole un estatus de ligera autonomía, con el derecho de usar su propia lengua, pero impidió volver a la amplia diáspora deportada que se localizaba de Tashkent a Omsk, en Siberia. La parte final de su mandato estuvo absolutamente ensombrecida por las acusaciones de corrupción y su posible vínculo con el asesinato del periodista opositor Georgi Gongadze, junto a choques entre nacionalistas nostálgicos de una figura tan polémica como el antisemita Stepan Bandera y los que añoraban una reunificación con Rusia.

Grozny durante la primera guerra chechena (foto: descifrandolaguerra.es)
El complot del milenio

La llegada del nuevo milenio volvió a traer a las pantallas a un estado defenestrado, fallido y olvidado: Afganistán. Sumido en el medievo debido a las interpretaciones extremistas de la Shari’a o Ley Islámica por parte de los Talibán, solo se miró hacia la antigua Jorasán una soleada mañana de septiembre de 2001, cuando el poderío estadounidense cayó en picado tras estrellar 19 kamikazes varios aviones en el World Trade Center de Nueva York y el Pentágono de Washington. Afganistán y su régimen entraban en el ideario de Occidente por dar cobijo al magnate saudí Osama Bin Laden, ex veterano de la guerra contra los soviéticos y huésped del líder del movimiento fundamentalista, el Mullah Mohammed Omar, al cual se identificó como autor intelectual y material de los atentados.

George W. Bush, hijo del 41º presidente de EEUU y recién llegado ocho meses atrás a la jefatura de estado de la nación más poderosa del mundo, dio un ultimátum a los Talibán. Debían entregar a Bin Laden o atenerse a las consecuencias. El Mullah Omar, se negó a entregar al millonario saudí por ser un “mujahid que combatió a los ateos soviéticos”. El 7 de octubre de 2001, EEUU inició el ataque mediante bombardeos estratégicos de Afganistán, para desalojar al régimen fundamentalista y llevar -supuestamente- la democracia a un país en guerra continua desde hacía décadas. Comenzaba la “Operación Libertad Duradera” y la “Guerra contra el Terror”. Dos décadas después, cuatro administraciones estadounidenses (George W. Bush, Barack H. Obama, Donald J. Trump y Joe Biden III), una corrupción endémica, la injerencia pakistaní y el cansancio de la sociedad hicieron que el 15 de agosto de 2021 Kabul cayera por cuarta vez en menos de tres décadas en manos nuevamente de los talibán. Tres trillones de dólares no evitaron el desastre.

En el espacio post soviético la crisis sistémica, también se vivió en Rusia. Al caos económico sufrido por las reformas de choque llevadas a cabo por los premiers Yegor Gaidar y Anatoli Chubais, se unió la crisis financiera asiática de 1997. En menos de 14 meses, Yeltsin había nombrado y destituido a siete jefes de gobierno. Por si fuera poco, el fundamentalismo islámico  se había colado en el patio trasero del país. Chechenia, que debía decidir su futuro en un referéndum de independencia en 2001, tras la abominable derrota rusa y los acuerdos de paz de Jasav-Yurt, había pasado a ser un centro de integrismo, que traspasó sus fronteras porosas, hacia la vecina República de Daguestán. En agosto de 1999 el señor de la guerra checheno, Shamil Basayev, asaltó varias aldeas daguestaníes, proclamando el Imamato del Cáucaso. La respuesta del nuevo primer ministro ruso, Vladimir Putin, ex jefe del FSB, no se hizo esperar “los encontraremos y aniquilaremos”. Tras desalojar a los integristas de Daguestán, Putin extendió los combates a Chechenia. Una segunda guerra se había iniciado, y dicho conflicto auparía a Putin al poder, tras la dimisión inesperada de Boris Yeltsin el fin de año de 1999.

Putin posa en 1999 con autoridades y fuerzas aliadas de Rusia en Daguestán (foto: Quora)
Un nuevo Zar, para un nuevo estado

Vladimir Putin pasó a ser el nuevo hombre fuerte de una Nueva Rusia, aglutinada en un partido personalista como es Rusia Unida, cuyas estructuras de poder vertical fueron copiadas del PCUS, a pesar de abrazar el neoliberalismo económico y el conservadurismo ruso más excluyente. Su victoria -parcial- en Chechenia le permitió ganar cuotas de aprobación popular de casi el 80% (nunca visto con anterioridad). Y la “Guerra contra el Terror” iniciada por EEUU tras el 11-S le abrió las manos para “pacificar” el Cáucaso, instalando regímenes pro-Moscú como el de Ajmat Kadyrov en Chechenia (quien posteriormente sería asesinado el 9 de mayo de 2004 en Grozny y cedería el testigo a su hijo, Ramzán, acusado de violaciones continuas de los derechos humanos) o mantener su esfera de influencia en las repúblicas post soviéticas.

Con todo ello, Rusia, tras el caos de la casi década de Boris Yeltsin en el poder (1992- 1999) tuvo problemas para mantener sus hilos en múltiples zonas, debido en su gran mayoría a las denominadas “revoluciones de colores”, como por ejemplo la “Revolución de las Rosas” en Georgia (que hizo caer al antiguo ministro de exteriores soviético, Eduard Shevardnadze), la “Revolución Naranja” (que llevó a una inédita tercera ronda electoral de al cual saldría victorioso el candidato europeísta, Viktor Yushchenko, frente al candidato pro ruso, Viktor Yanukovich)  o la “Revolución de los Tulipanes” (que acabaron con la autocracia de Askar Akayev, en el poder desde 1991). Pero, como indicó el anteriormente citado Samuel P. Huntington en su polémica obra “El Choque de Civilizaciones”, siempre se puede saber cuando llegará una revolución, pero no en que acabará la misma.

Plaza del Maidán de Kiev durante los sucesos de 2014 (foto: Sputnik / Andrey Stenin)
Revoluciones de colores que acabaron en gris o negro

De estos tres países citados en líneas anteriores, los tres sufrieron varias crisis constitucionales (Georgia en 2007, 2008 y 2016, Ucrania en 2005, 2009 y 2013-14 y Kirguizistán en 2010, 2018 y 2020), choques étnicos y en el peor de los casos, guerras abiertas con pérdidas de territorios en disputa (Georgia en 2008 con Abjasia y Osetia, Ucrania entre 2013 y 2015 con la península de Crimea y las autoproclamadas Repúblicas de Donetsk y Lugansk que conforman la región de “Novorrosia”). Desde su retorno a la presidencia en 2012 (la constitución le impedía un tercer mandato consecutivo), Putin expandió su esfera de influencia desde Ucrania a Asia Central, pasando por el Cáucaso. Sus últimas polémicas se deben a la -parcialmente comprensible- petición de que la OTAN no amplié sus estados miembros más allá de lo discutido por James Baker y los jerarcas de la moribunda URSS a fines de 1991.

Si bien el miedo a una intervención rusa en Ucrania es un hecho constatado y hasta lógico (muchos vieron en la ayuda de Moscú  al régimen de Bashar Al Assad en Siria un momento clave similar a la entrada soviética en Afganistán, que podría aplicarse en Ucrania, como estuvo a punto de acaecer en 1981 en Polonia), la “diplomacia” del Kremlin y su canciller Sergei Lavrov, es un recordatorio, o extensión del clásico esquema soviético heredado de otras crisis como la de los Misiles en Cuba, el aeropuerto de Pristina en Kosovo en 1999 o los choques tras el fin de la Guerra de Osetia en 2008. Pero -y esto lo demuestra el cronograma mostrado en este artículo-, la historia del mundo actual nos enseña que procesos revolucionarios, de emancipación nacional, luchas contra la opresión o de naciones en busca de su lugar e identidad, pueden derivar en esa violencia indómita, desequilibrio como orden, el futuro como un país extraño o en una gran guerra por la civilización que nombraron desde Julián Casanova, Francisco Veiga, Josep Fontana y Robert Fisk entre otros muchos.

 

Lecturas recomendadas

Francisco Veiga (1995). La trampa balcánica: una crisis europea de fin de siglo

Josep Fontana (2011). Por el bien del imperio. Una historia del mundo desde 1945

Julián Casanova (2021). Una violencia indómita. El siglo XX europeo

Rafael Poch-de-Feliu (2018). Entender la Rusia de Putin. De la humillación al restablecimiento

Robert Fisk (2005). La gran guerra por la civilización. La conquista de Oriente Próximo

Enlaces web:

Real Instituto Elcano:

¿Hay una oportunidad para Afganistán sin EEUU y los aliados?

La crisis de Ucrania, la UE y la cohesión occidental

Es Global:

La historia postsoviética se reescribe desde Ucrania a Kazajistán

¿Qué debemos aprender del conflicto de Ucrania?

Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: restos de blindados soviéticos destruidos en Afganistán (foto: KERA News)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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3 COMENTARIOS

  1. Quizá habría que corregir las fechas que se a tribuyen a Hobsbawm para marcar el «corto siglo XX». Su conocido texto «Age of extremes. The short twentieth century» señala 1914 y 1991, no 1917 y 1979 como aquí se dice. Parece que un siglo de 62 años sería demasiado corto.

  2. Buenos días, Luis. Efectivamente (y por lo general), Hobsbawm habló del «corto siglo XX» desde 1917 a 1991 (triunfo de la Revolución Rusa hasta la fecha de la implosión soviética). No obstante, en una entrevista para la BBC, si no me falla la memoria dentro del programa «After Dark»; Hobsbawm habló del corto siglo XX añadiendo dos posibles fechas de inicio/fin: 1914 – 1979, por el inicio de la Gran Guerra frente a la Revolución Islámica de Irán y 1917 de nuevo, frente a 2001 (11-S, como momento del «Fin de la Globalización y del Nuevo Orden Mundial»).

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