José María Lama
Historiador

 

¿Es lícito que un escritor trastoque hechos históricos en un relato literario?¿Es inocente toda ficción que se basa, aunque sea parcialmente, en una historia real? Recientes polémicas, como la de Cercas y Espinosa, han enfrentado a novelistas e historiadores alrededor del distinto tratamiento de lo real. En este artículo, el autor —historiador— vuelve sobre el mismo asunto a cuenta de un relato de Francisco Ayala, “Perder la vida por la opinión”, de su libro La cabeza del cordero (1949), basado en la peripecia vital de un profesor de instituto andaluz durante la II República, José Bernal Ulecia, que permutó su plaza con la de Jaume Vicens Vives y que acabó escondido como un “topo” en Sevilla durante unos años en el primer franquismo, hasta exiliarse después a Buenos Aires, donde contó sus sufrimientos al escritor granadino.

 

«Perder la vida por la opinión». Calderón de la Barca le hace decir esa frase a Juan, el hijo de Pedro Crespo, en la discusión que sostiene con el capitán Ataide en El Alcalde de Zalamea. Eso fue lo que les ocurrió a muchos profesores de instituto en la España de 1936. Algunos fueron asesinados, otros perdieron el empleo o la libertad, unos pocos tuvieron que exiliarse, pero podría decirse que todos los que se significaron por sus ideas políticas antes de 1936 perdieron, en parte o completamente, la vida por la opinión.  No eran personas de acción, la mayoría, sino intelectuales, gente de ideas, hombres y mujeres, que alguna hubo en los masculinizados claustros docentes de entonces. Pero, a pesar de eso sufrieron duramente la represión franquista. Se ganaban la vida enseñando, descubriendo el conocimiento al alumnado y, a veces, tratando temas comprometidos para una sociedad que, en los pueblos y pequeñas ciudades donde ejercían, aún estaba llena de prejuicios debido al predominio de la Iglesia y de los sectores conservadores. Hablar de evolucionismo, de política, de religión o aplicar métodos pedagógicos avanzados podía suponer que el profesor fuera señalado por alguien. A partir de 1936 las murmuraciones se convirtieron en denuncias y en persecuciones para muchos.

A uno de esos docentes se refería el escritor Francisco Ayala (1906-2009) cuando tituló precisamente así, «La vida por la opinión», un cuento escrito en 1955 que incorporó a la segunda edición bonaerense, de 1962, de su libro de relatos La cabeza del cordero.[1] Utiliza Ayala la expresión en el sentido originario, calderoniano, vinculado a la honra, pero, al ser el protagonista de su relato un maestro perseguido por sus ideas políticas permite que la opinión sea también entendida ideológicamente.

El docente que Ayala hizo principal personaje de su cuento era —según su descripción— un profesor de enseñanza secundaria de ideas republicanas destinado en un instituto de Cádiz, a quien el golpe lo pilló recién casado en Sevilla y hubo de esconderse junto a su esposa en casa de su madre. Felipe, que es el nombre que el novelista le da, se metía en un agujero de la alcoba cada vez que alguien aparecía por la casa y pasaba el tiempo tejiendo toquillas de lana y escribiendo en un cuaderno y con letra minúscula un galimatías con las palabras más raras encontradas en un diccionario:

A base de vocablos como «dipneo», «gurdo» y «baltra», que rebuscaba durante horas y cuyas más raras acepciones retenía en la memoria, iba escribiendo en un cuaderno —que, llegado el caso, sepultaba consigo en el agujero— un absurdo relato ininteligible, a pesar de hallarse formado por palabras todas ellas legítimas de la lengua castellana.

Así estuvo durante nueve años, como un topo —dice Ayala, usando por primera vez, creo, esta palabra para designar a quienes se escondieron en sus casas a partir de 1936 con la idea de huir de la barbarie franquista.[2] A pesar de las penurias —señala el novelista, incorporando un tono cómico-burlesco a historia tan sombría—, al hombre no le faltaron buenas comidas y otros placeres:

Sin trabajar, tenía Felipe las dos cosas por las cuales, según el libro del Arcipreste, trabaja el hombre: mantenencia y fembra placentera, pues a la noche disfrutaba el amor conyugal, sazonado por cierto con las especias picantes del furtivo —ya que más de una vez, empujado por alarmas que no siempre resultaban falsas, tuvo que saltar de la cama y esconderse a toda prisa bajo ella, para meterse entero, de cabeza, en el seno de la tierra.

Un día, llevados por la euforia que la próxima victoria aliada en la II Guerra Mundial y el nuevo gobierno laborista británico infundía en sus ánimos, ni él ni su esposa tuvieron en el lecho las debidas precauciones que las circunstancias recomendaban y ella quedó embarazada. Ante la posibilidad de que la honra de su mujer quedara manchada por las habladurías debido a su simulada ausencia, decidió salir a la luz y ofreció su vida por la opinión de los otros. Salió de su escondite y se hizo ver, pero apenas fue molestado y tras algún tiempo en Sevilla —durante el cual nació Conchita, el fruto de los descuidos del matrimonio—logró salir para América del Sur, donde lo conoció Francisco Ayala.

Francisco Ayala

Aunque Ayala usa la frase emblemática de ese relato vinculada a la honra, no es descabellado, como dije, relacionarla con la opinión política. Quizá ese sea su sentido cabal si indagamos en la historia que le sirvió de fuente. Porque, según los indicios, Ayala se basó en hechos reales. Tanto la crítica como el propio escritor han señalado en varias ocasiones que los relatos de La cabeza del cordero, dedicados a la Guerra Civil, están escritos a partir de experiencias personales. «Esto no son cuentos» dice en la primera frase del texto. Y la confirmación es el testimonio del propio Ayala[3] y de la familia de un español exiliado en Argentina en cuya vivencia se basa el relato. Ese exiliado, José Bernal, fue profesor de segunda enseñanza en Andalucía y llegó a estar destinado en uno de los institutos extremeños republicanos, el Instituto Nacional de Segunda Enseñanza de Zafra.

La historia real de José Bernal se trasluce en la ficción que idea Francisco Ayala, que efectivamente lo conoció en Argentina en 1949 y aprovechó sus confidencias como nutrientes para su novelita. La peripecia verídica de José Bernal y la inventada de Felipe son relatos. Y esa circunstancia, ser materia narrada, es otro nexo común del texto literario y del historiográfico. Aunque, como comprobaremos en este caso, con distintas claves.

José Bernal Ulecia (1909-1974), nacido en Morón de la Frontera, hijo de un sombrerero y de una droguera, fue un joven precoz que a los dieciséis años ya era profesor auxiliar de un colegio local. Durante sus estudios universitarios formó parte de la Federación Universitaria Escolar (FUE) y en 1931 finalizó la carrera de Filosofía y Letras en la rama de Historia. A mediados de 1933 se titula como maestro y participa como profesor en la Universidad Popular de Sevilla. A partir de 1932 forma parte del Instituto-Escuela de la capital andaluza. Es nombrado catedrático numerario por oposición del Instituto de Figueras en 1935, pero permuta su plaza por otra en Zafra, aunque en marzo de 1936 es trasladado a Jerez de la Frontera. No obstante, durante ese tiempo siempre permaneció adscrito al Instituto-Escuela de Sevilla, que fue donde realmente ejerció. Además de su compromiso pedagógico, Bernal inició su actividad investigadora en el Centro de Estudios de Historia de América y de esa época se conoce un estudio suyo sobre Hernando Colón, hijo de Cristóbal Colón.

Casado en 1935 con Pilar Castro García, Bernal fue secretario general de las Juventudes Socialistas de Sevilla, miembro destacado de la FUE y participó en numerosos mítines durante el primer semestre de 1936. Amante del flamenco, intelectual, historiador, educador, Bernal Ulecia era uno de los jóvenes talentos de la intelectualidad andaluza de izquierdas.

El 18 de julio estaba con alumnos del Instituto-Escuela en la colonia veraniega de El Puerto de Santa María, que dirigía todos los veranos desde unos años atrás. Aunque hay quien afirma que devolvió a los chicos y a las chicas a sus domicilios y él se escondió inmediatamente en su casa sevillana,[4] parece ser que antes, durante dos meses, estuvo con su esposa por las provincias de Sevilla y Cádiz con la intención de pasar a territorio republicano. A finales de septiembre se escondió en Sevilla, en la casa de la familia y junto con su madre y su mujer. Allí, efectivamente, hizo un agujero de dos metros de profundidad y setenta centímetros de ancho para meterse en los momentos de mayor peligro. Así estuvo nueve años. En 1937, su mujer tuvo a un primer hijo, José, concebido antes del encierro. Al niño le enseñaron a llamar a su padre «mamá» para no despertar sospechas en conversaciones ajenas. Un nuevo embarazo de la esposa en 1945 le hizo decidir a José Bernal terminar con su confinamiento.

José Bernal Ulecia en su exilio argentino a mediados de los años cincuenta, con su esposa, su madre y sus hijos José, Ricardo y Rafael, de mayor a menor edad.

Como en octubre de 1936 había sido suspendido de empleo y sueldo, y a mediados de 1937 dado de baja en el escalafón de catedráticos, tuvo que buscarse otra dedicación cuando salió de su escondite.  A pesar de sufrir algún acoso por las autoridades franquistas y pasar brevemente por la cárcel, en 1946 abrió una galería de arte en Sevilla y trabajó de tratante de cuadros durante algunos meses. Pero, agobiado por la falta de libertades y el clima político de la Dictadura, decidió exiliarse y con la ayuda de un primo falangista logró embarcar hacia América del Sur a comienzos de 1949. En España quedaban su madre, su esposa, sus tres hijos (Ricardo había nacido en 1945 y Rafael en 1949) que no arribarían a Buenos Aires hasta 1950.

El mismo año de la llegada de José Bernal a Argentina conocería a Francisco Ayala, porque a comienzos de 1950 el escritor se trasladó a Puerto Rico. Es posible que fuese hasta el mismo mes, febrero de 1949, cuando se produjo el encuentro, porque es significativo que Ayala diga que cuando conoce al Felipe de su relato estaba «tostado todavía del sol y del aire marino». En Argentina, Bernal vende corbatas y trabaja como especialista en decoración y arte, hasta ser nombrado catedrático de Geografía Humana en la Universidad de Bahía Blanca. Bernal, que en España ya había conocido a Jorge Guillén o a Antonio Domínguez Ortiz, trató en Argentina a Jiménez de Asúa y a Sánchez Albornoz, entre los muchos españoles que formaban la colonia de exiliados de la capital porteña. Pero su principal amistad fue con Rafael Alberti, de quien conservó varios dibujos y obras pictóricas.

Durante el exilio, Bernal mantuvo correspondencia con algunos familiares y amigos españoles. Una de las relaciones más estrechas fue con su sobrino, el poeta e historiador Alberto García Ulecia (1932-2003), que dedicó a su tío José el poema «El viejo mapa» con una dedicatoria rotunda: «A José Bernal, profesor de Geografía y Hombría (académicamente, de Geografía Humana)», y a él se refirió en otro de sus poemas: [5]

Él desde América, en sus cartas
brillantes y calientes, te empujaba
hacia la biblioteca…
Tú no sobes
las butacas burguesas, digestónicas.
Lee. Medita. Estudia. Mucho.

A comienzos de los años setenta, con el general Juan Carlos Onganía ya en el poder, es expulsado de las aulas universitarias y abre una librería, la librería «Sevilla», en Buenos Aires, ciudad donde fallece a los 64 años en 1974.

El antiguo Colegio de los Jesuitas, sede del Instituto Escuela de Sevilla, donde impartió clases José Bernal Ulecia

Hay diferencias notables entre la ficción de Ayala y la historia de Bernal. Más allá de que lo que narra sea esencialmente lo ocurrido (un docente comprometido políticamente con la República que debe esconderse durante nueve años en un agujero dentro de su casa para impedir su captura, que sale al quedarse embarazada su mujer y que acaba en el exilio), hay algunos cambios  formales, aparienciales…: el nombre del protagonista (Felipe/José), su profesión concreta (maestro/profesor), su ideología (republicano/socialista), los hijos que el matrimonio tiene durante el encierro (uno/dos), la identidad del bebé que provoca la salida del padre de su escondite (Conchita/Ricardo)… Pero, con todo, no son esas las distancias más significativas entre «La vida por la opinión» y la vivencia real de José Bernal. Lo principal es que lo que fue una tragedia para un joven de 26 años, perseguido por sus ideas políticas, obligado a esconderse varias veces al día en un cubículo minúsculo y a quien se le amputó durante nueve años toda vida profesional y social, acaba convertido en la narración de Francisco Ayala en una historia un tanto cómica de un maestro gordete que comía tan bien durante su encierro que tenía miedo que le pasara lo que al ratón de la fábula, pero al revés, y no pudiera entrar en su escondite por sus excesos con la comida, y que al final se ve obligado a salir de casa y dejarse ver para no comprometer la honra de su mujer, embarazada en uno de las frecuentes efusiones que el matrimonio se permitía durante el confinamiento. Ni siquiera el compromiso político que llevara al protagonista de la historia a sus padecimientos queda a salvo, porque Ayala quita épica al empeño con la frase con la que cierra el relato: «¿Valía para esto la pena…?».

En los años en que escribe y publica su libro Francisco Ayala aún no estaba tan vívido el debate entre realidad y ficción que ahora marca parte de la narrativa actual. La introducción de la experiencia personal en un texto literario, con ser un recurso clásico, tenía algo de novedad no polémica. Así lo destaca Ayala al referirse en sus memorias a este texto, aunque ofreciendo otros ejemplos:

No es, desde luego, la única de mis obras narrativas que se apoya directamente en una experiencia personal y que, en vez de procurar disimularlo, acentúa su vinculación efectiva con el autor como persona viviente. Algo análogo ocurrirá luego con El rapto, que también empieza por entregarle al lector datos concretos y conocidos pertenecientes a este sujeto real que es Francisco Ayala, un escritor que parecía así estar discurriendo en vías de ensayo y no de ficción. Ello envuelve problemas de técnica y de teoría literaria que no son de este lugar y sobre los que, por otra parte, he especulado en escritos míos de carácter doctrinal.

Podría hablarse mucho de la inevitable mixtificación a que somete la ficción literaria a la realidad y de sus derivaciones cuando esa realidad está acosada también por otras manipulaciones ideológicas no tan literarias. Recientemente, hemos asistido a varias polémicas sobre los límites de la ficción y las distorsiones cuando los hechos históricos se confían a los dictados de la imaginación. El relato «La vida por la opinión» es magnífico y no atribuyo a Francisco Ayala, que sufrió también el exilio y cuyo compromiso con la República siguió vigente, intenciones aviesas al trasladarnos la historia del topo sevillano. Pero es indudable que darle a la historia de José Bernal un tono cómico-burlesco, además de no compadecerse con lo que en realidad ocurrió, desvía la atención de lo sustancial: el dramatismo de una situación personal provocada por la persecución y la dictadura.

Francisco Ayala con un grupo de personas entre los que se encuentran Héctor A. Murena, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Buenos Aires, 1969 (foto: Wikimedia Commons)

Y esto mismo parece ser que fue lo que opinó José Bernal cuando conoció el cuento. Un día, en los años sesenta, su hijo pequeño, Rafael, por entonces un quinceañero, ojeaba libros en la librería del padre cuando topó con el de Francisco Ayala, que hojeó lo suficiente para sospechar que el último cuento algo tenía que ver con la peripecia vivida por su padre. En ese momento, en que Rafael Bernal Castro leía sorprendido la historia de su padre escondida en el texto de Francisco Ayala, volvieron otra vez a encontrarse los dos relatos.

Si el primer encuentro de lo literario y lo real en torno a estos hechos había sido en la casa bonaerense de Francisco Ayala, un día de febrero de 1949, cuando José Bernal Ulecia le contó su historia al escritor durante cinco horas de conversación, el segundo encuentro podría ser esa lectura de un joven, también en Buenos Aires, con la que Ayala devolvía a los Bernal los hechos relatados casi quince años antes. La segunda edición de La cabeza del cordero, donde se publicaba por primera vez «La vida por la opinión», estaría en la librería desde que en 1962 Ayala la había publicado en la también bonaerense Compañía General Fabril Editora, en la colección «Los libros del mirasol». Así, que hay que suponer que, antes del hijo, fuera el padre quien leyera el libro y ese sería verdaderamente el segundo encuentro entre el relato y la realidad.

En cualquier caso, cuando José Bernal Ulecia conoció el texto de Ayala parece ser que, en efecto, se enojó mucho, tanto porque Ayala lo publicara sin su permiso como por el tono del relato. La ficción había desdibujado la historia y, además, la mirada del novelista había desdramatizado la vivencia de su protagonista. Había convertido la épica en burla y el drama en comedia. La historia se había convertido en literatura.

Sabemos de su enfado gracias a la tercera vuelta que tomó esta historia. La profesora de Literatura de la Universidad de Barcelona Noemí Montetes-Mairal y Laburta escribió en diciembre de 2009 un artículo en la Revista de Occidente titulado «”La vida por la opinión”. Un relato real (Homenaje a Francisco Ayala)», recogido también en una recopilación publicada en 2014 por la editorial Renacimiento con el título Quedan los nombres. Impresiones y lecturas de literatura española contemporánea.[6] En ese texto, la profesora contaba que conoció en Buenos Aires, en enero de 2001, a los tres hijos de José Bernal Ulecia. Relacionada afectivamente por aquel entonces con un sobrino nieto de José Bernal, Noemí Montetes-Mairal viajó junto a su novio a Buenos Aires a visitar a sus familiares y durante algunos días convivió con los Bernal, supo de las penalidades del patriarca de la familia y conoció la relación del texto de Ayala con los hechos vividos por el profesor sevillano.

Cuando volvió a España, la profesora visitó a Ayala en su domicilio de Madrid y le contó las derivaciones que en la realidad había tenido su cuento. Gestionó una visita al escritor del hijo mayor de Bernal, que se produjo en mayo de 2002. Ese fue el tercer encuentro entre la realidad y la ficción de esta historia, con la precuela de la propia visita de la profesora, que dice que llegó a insistirle a Ayala para que reescribiera el cuento.

En junio [de 2001] visité a Ayala en su domicilio y pude por fin referirle esa historia real desgajada de uno de sus relatos. Conforme desgranaba los pormenores que dilataban su obra más allá del ámbito de la ficción, Ayala abría ojos y preguntas, contrastaba realidad y literatura, y se emocionaba de que un relato suyo pudiese haber abierto tantos caminos a lo largo del tiempo que él ignoraba. Porque Ayala no había vuelto a saber de José Bernal después de que este le contase su historia. No volvieron a verse jamás (…). El escritor ignoraba que al exiliado sevillano le había disgustado el cuento, así como el dibujo que había realizado de él (…). Huelga decir que traté por todos los medios de conseguir que Ayala retomase el hilo del relato y reescribiese su texto modificando el final con los datos que yo le acababa de aportar.

Esta es la historia de cómo la realidad y la ficción a partir de unos hechos sufridos por un profesor de segunda enseñanza de 1936 a 1945 se encontraron tres veces durante las décadas siguientes (1949, 1962 y 2002) a través de sus protagonistas. El personaje y el autor se enfrentaron en tres ocasiones (la última, muerto Bernal, mediante uno de sus hijos) y en cada una de ellas contrastaron su instrumental: lo vivido por el profesor perseguido y lo ideado por el escritor, la verdad y la ficción, la realidad y la literatura.

No sé si el problema de la distorsión de la historia en que incurre Ayala se hubiese resuelto con un mero ajuste de la ficción o el suyo es un problema de enfoque y habría que impugnar por completo su versión. Cuando trabaja con hechos reales, más aún si son históricos, ¿es lícito que la libertad del creador pueda llevarlo a transformar ese material en algo ajeno a lo que realmente ocurrió? ¿convierte a lo literario en una propuesta ideológica determinada ficción sobre lo real? ¿O siquiera plantear esto es ya un rigorismo excesivo? Está claro que la imaginación tiene unos códigos y la realidad otros, pero quizá no sean solo los de la imaginación los que deban respetarse.  Quizá sea, como advierte el propio Ayala en su relato mediante frase deliberadamente confusa pero brillante, que a la invención literaria se le exige verosimilitud, pero a la vida real no puede pedírsele tanto.  

¿Es la ficción la seña de identidad de la narración literaria? ¿O lo es el lenguaje? Y, si es el lenguaje, ¿no bastará —para hacer literatura con la realidad— narrarla con rigor y belleza? La realidad tiene suficiente interés para ser, solo por sí, sin distorsión, material literario. Porque la literatura no es la ficción sino el relato, de la misma forma que la historia también es el relato, no solo el dato. La literatura y la historia se encuentran en el relato, en la narración de unos hechos mediante el lenguaje. Si un hombre cualquiera, incluso vulgar, supiera narrar su propia vida, dijo Giovanni Papini, escribiría una de las más grandes novelas que jamás se haya escrito. Más aún. El relato de la vida de personas nada vulgares, como los profesores de segunda enseñanza de la República, tiene —solo por sí— suficiente fuerza para —narradas con voluntad de estilo— convertirse en obra literaria. Y eso no lo acerca a la ficción, sino al rigor que se logra con la palabra precisa.

CODA. José Bernal Ulecia había permutado en 1935 su plaza de catedrático de Geografía e Historia en el Instituto de Figueres por otra en el Instituto de Zafra cuyo titular era el catalán Jaume Vicens Vives (1910-1960). Así, el andaluz Bernal pudo seguir en el Instituto-Escuela de Sevilla, mientras el catalán Vicens Vives —también vinculado a un instituto-escuela, el de Cataluña— seguía residiendo en su tierra y continuaba sus clases en la Universidad de Barcelona. Resulta curioso que la historia de Bernal de 1936 a 1945 se convirtiera en argumento de una obra literaria (el cuento de Francisco Ayala, publicado en 1962) y que en 2020 se haya publicado un libro (El hijo del chófer, de Jordi Amat), biografía del periodista Alfóns Quintá, en el que uno de los personajes es Vicens Vives, que fue miembro del círculo de Josep Benet, cuyo chófer era el padre de Quintá, y que si no se le cruza la muerte hubiera sido posiblemente representante en Cataluña del exiliado presidente de la Generalitat, Josep Tarradellas.

Si el cuento de Ayala no era enteramente ficción, el libro de Amat no es una biografía al uso. Pero ambos son relatos y ambos están soberbiamente escritos. Las extraordinarias vivencias de Bernal y Vicens, cuyas vidas se cruzaron una única vez alrededor de un instituto de segunda enseñanza extremeño, el de Zafra, convertidas en obra literaria; los dos protagonistas de una permuta de plazas en un instituto republicano convertidos, cada uno por separado, en personajes literarios y con pasajes de sus propias vidas, de sus nada vulgares vidas, hechos literatura.

Notas

[1] El libro, cuya primera edición apareció en 1949, estuvo integrado inicialmente por cuatro relatos: «El mensaje», «El tajo», «El regreso» y «La cabeza del cordero». El texto «La vida por la opinión» no apareció en la primera edición española, de Seix Barral, en 1972, debido a la censura. No fue publicado hasta 1978, cuando salió la edición de Cátedra, al cuidado de Rosario Hiriart. El mismo título, La vida por la opinión. Novela del asedio de Madrid, tiene una novela publicada en 1942 por el escritor argentino Valentín de Pedro.

[2] El término «topo» con ese sentido se generalizó a partir de la publicación en 1977 de la primera edición del libro Los topos, de Jesús Torbado y Manuel Leguineche. Los autores dicen que el nombre del libro lo sugirió Saturnino de Lucas Gilsanz, entrevistado en 1970, que se refirió a sí mismo con ese vocablo.

[3] AYALA, Francisco: Recuerdos y olvidos (1906-2006), Alianza Editorial, Madrid, 2020, p. 265. Se conserva también una grabación magnetofónica en la que el autor, en conversación con la experta en su obra Rosario Hiriart, se refiere a la experiencia personal que está detrás del texto.

[4] Pedro Luis Vázquez escribió en enero de 2005 en homenaje a José Bernal el texto «Dos topos para un relato» en la revista literaria de Morón de la Frontera La Espada Flamígera. De él y del artículo de Juan Pablo Morilla Cala, «Las voces de la cultura y de la ciencia (I), publicado en la revista de Morón de la Frontera MAUROR (pp. 121-134) me he servido para esta breve reconstrucción biográfica del personaje.

[5] VÁZQUEZ, Pedro Luis: «Dos topos para un relato», La Espada Flamígera, enero de 2005.

[6] Revista de Occidente, número 343, 2009, pp. 127-136.

Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: fotograma de la película de animación «30 años de oscuridad» (2011), de Manuel H. Martín, que narra el encierro de Manuel Cortés, alcalde republicano de Mijas, escondido en su domicilio de 1939 a 1969

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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4 COMENTARIOS

  1. Apasionante reflexión sobre la riqueza de la historia y la miseria de la literatura, con esa referencia a Francisco Espinosa para lo primero y Javier Cercas para lo segundo que se podría haber desarrollado, aunque suficiente se nos ofrece. Alberto García Ulecia, compañero y amigo, hablaba con afecto y orgullo de su tío José.

  2. El caso relatado -y banalizado, según se dice aquí- por Ayala no fue el único. Aureliano Martínez, uno de los muy pocos alcaldes de la Ribera del Duero (Burgos) que se salvó de la muerte, también estuvo escondido en su casa hasta que el embarazo de su esposa le llevó a entregarse. Antes, había escapado entre las balas de los falangistas que le llevaban a la fosa común y luego estuvo varios años en la cárcel. Félix Callejo, de Sotillo de la Ribera, se escondía en un horno de pan cada vez que iban en su busca. Su esposa fue rapada y presionada para que le delatase, cosa que nunca hizo. Embarazada, sufrió humillaciones y burlas que la relacionaban con su suegro. Tras seis años de escondite y un segundo embarazo, Félix decidió salir del escondite y entregarse en 1942.
    Desde luego, el miedo, el aislamiento social y la miseria que conllevan estas situaciones para familias enteras no es algo que pueda ser trivializado y más si se tiene en cuenta que ocurren en medio de un clima de terror y violencia general. En la comarca de la Ribera (antiguos partidos judiciales de Aranda de Duero y Roa) hubo no menos de 600 asesinatos mediante paseo o saca carcelaria.
    Francisco Ayala sin duda debió de conocer muy bien esta situación. Su familia estaba en Burgos, donde su padre figuraba como administrador del monasterio de Las Huelgas. Estando allí, su hermano Vicente fue encarcelado y luego destinado al frente del Ebro, de donde escapó, yendo luego a Argentina. Según cuenta el propio Ayala en sus memorias, Vicente le refirió durante horas «muchas cosas espeluznantes» e «innumerables e inconcebibles atrocidades», que en el libro no se precisan. Probablemente entonces ni uno ni otro sabían de las desgracias familiares: su padre, que apenas salía de casa, había sido encarcelado y ejecutado extrajudicialmente (saca); otro hermano, Rafael, fue fusilado como desertor y Enrique, el menor, golpeado y rapado. Ayala se hallaba de viaje por Latinoamérica cuando estalló la guerra, pero lo hubiera pasado mal si hubiera estado en Burgos, visitando a su familia, como hacía de vez en cuando. En ese momento era letrado de las cortes republicanas y catedrático de derecho, así como reconocido escritor y tertuliano progresista.

  3. Una historia apasionante que le hubiera encantado a Max Aub, que era un maestro en eso de introducir personajes ficticios que eran trasuntos de personajes reales. A mí me ha encantado por eso y por tratarse de un profesor de instituto, que trabajaba en Sevilla en el Instituto Escuela. Conozco la vida de algunos de sus compañeros de esos años: Juan de la Mata Carriazo, María Rosario Montoya y Adela Gil Crespo (sobre todo a esta última) por lo que a mí también me ha llevado a establecer otra fortuita conexión entre realidad y ficción.

  4. José Bernal tuvo suerte de librarse de las matanzas de Queipo de Llano, otros profesores del Instituto Escuela de Sevilla se libraron porque estaban en Madrid. En esas fechas se iban a celebrar unas oposiciones.

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