Jaume Claret
Profesor de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC). Su último libro «Ganar la guerra, perder la paz. Memorias del General Latorre Roca» (Crítica,2019).   

 

Nadie resistiría un escrutinio completo y absoluto de su vida privada. Por ello, tampoco nadie debería sufrirlo. Sin embargo, esta generalización debe matizarse cuando algunos aspectos de la esfera personal de personajes públicos afectan a terceros, especialmente cuando los afectados somos la ciudadanía en general. Breve y conciso: excepto para los (fobia&filo) monárquicos, las alcobas y los bolsillos del rey únicamente nos son informativamente relevantes cuando sus consecuencias impactan sobre nuestra política, nuestra economía y nuestra sociedad.

Juan Carlos I y Corinna zu Sayn-Wittgenstein. EFE

Históricamente siempre ha resultado difícil discriminar entre las esferas personal y pública de reyes y reinas, pues se trata de una fórmula basada en la sucesión hereditaria donde, a menudo, Corona y nación se confunden, cuando no directamente resultan intercambiables. En el caso español, la agitada vida sexual del fundador de la actual dinastía, Felipe V, ya interfirió a menudo. Así, las negociaciones de paz tras la guerra de Sucesión peligraron ante la insistencia del nuevo monarca para que su amante, la princesa de los Ursinos (a pesar del título, cuarenta años mayor que el joven rey), obtuviera un principado en alguna de las posesiones europeas de España. Hartos de tejemanejes, los negociadores internacionales llegaron a especular con una aceptación ligada al respeto de las ‘constituciones’ catalanas o incluso su separación del tronco hispánico.

La continuidad de estos excesos podría explicarse (y disculparse) atribuyéndolos al carácter absolutista del período histórico. Sin embargo, tras la muerte de Fernando VII (que pasó de ser “el deseado” a “el rey Felón”), las interferencias económico-sexuales de los monarcas españoles continuaron con el Estado liberal, empezando por su hija Isabel II. Muchas de las vicisitudes políticas, bailes al frente del Ejecutivo y decisiones gubernamentales de aquella ‘corte de los milagros’ son inexplicables sin recurrir a las ‘interioridades’ del Palacio real –y a un machismo apenas soterrado—. Así, tras la caída de la Monarquía en 1868, se publicaron una serie de acuarelas satírico-político-pornográficas acompañadas de breves versos, reunidas en el volumen Los Borbones en pelota (mal atribuido a los hermanos Bécquer).

La primera restauración de la dinastía en 1874 acentuó la deriva. Además de normalizar el “borbonear” –en referencia a los constantes intromisiones reales—, la experiencia del exilio y de la pérdida momentánea del trono añadió la preocupación por enriquecerse. Esta inquietud preventiva evolucionó hacia una creciente implicación, a veces a través de intermediarios y a veces directamente, en negocios de todo tipo y no siempre claros. Por ejemplo, el reinado de Alfonso XIII, reconocido pornógrafo y coleccionista de amantes, es inseparable de acontecimientos como el desastre de Annual y la posterior dictadura de Miguel Primo de Rivera, pero también de episodios de ventajismo económico como su participación en la mítica Hispano-Suiza, forzando la apertura de una deficitaria factoría en Guadalajara.

La corrupción sistémica y los abusos sistemáticos volvieron a dejar a la Monarquía sin avaladores, desencadenando un segundo derrocamiento por la acumulación de errores propios. Como dejó escrito el socialista Julián Besteiro, “algunos exploradores africanos cuentan haber visto, en las selvas, elefantes que permanecen en pie después de muertos, sostenidos por el enorme peso de su mole: la monarquía española es uno de esos elefantes”.

Juan Carlos I junto al dictador Francisco Franco. EFE

Los Borbones no regresarían a España hasta décadas después, por decisión del dictador Francisco Franco, quien no dudó en saltarse el orden dinástico y la figura de Juan de Borbón. Con todo, el protagonismo del rey Juan Carlos I en la transición de la dictadura a la democracia –con el episodio, todavía debatido, del 23F como consagración— parecía haber corregido un comportamiento condicionado no por razones de determinismo genético o fatalidad histórica, sino más bien por disfunciones de la institucionalización, organización y control del propio sistema político. El ‘juancarlismo’ congregaba consensos e incluso internacionalmente la Corona española gozaba de prestigio.

Sin embargo y antes que un elefante de verdad y no uno metafórico se cruzara en su camino, el brillo inicial del actual emérito se había deteriorado y, aunque el sistema mediático español se conjuraba para evitar filtraciones, las disfunciones se acumulaban. Ello se ha agravado en los últimos años por un cambio generacional y de valores donde, aquello que antes era perdonado como muestra de campechanía y sagacidad, ahora se condena como confabulación y corrupción. Todo se precipitó en los últimos meses de su reinado y ni tan siquiera su abdicación ha conseguido frenar el goteo de informaciones sobre actuaciones comprometedoramente sospechosas. Los secretos y confidencias de antaño hoy circulan por las redes sociales y son amplificados por los medios internacionales y, cuando no hay más remedio, recogidos incluso por la prensa española.

 

Portada de «Le Monde» 27 de mayo de 2020 , «el aura perdida» de Juan Carlos, aunque el reportaje en sus páginas lleva por título «Maletines de billetes en Suiza»

Las Monarquías se justifican por razones de tradición, utilidad y/o ejemplaridad. En el caso español, la primera apelación se ve cuestionada por una trayectoria accidentada de abdicaciones y restauraciones; la segunda se desafía desde la trinchera republicana y por el creciente desapego de las nuevas generaciones (aunque el CIS opte por el silencio demoscópico); y la tercera se encuentra sacudida por la acumulación de escándalos financieros y parejas comisionistas del rey Juan Carlos I. Hoy, a pesar de los cortafuegos reactivos y las campañas de imagen de Felipe VI, los Borbones vuelven a estar en pelotas…

Ilustraciones: Conversación sobre la Historia

Portada: Palacio Real de Madrid (Palacio de Oriente)

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