El silencio no detiene la ocupación y el genocidio de Gaza

Conversación sobre la historia


Luis Castro Berrojo

 

Agradezco sinceramente a David Alegre que se haya tomado la molestia de responder a mi comentario a la reseña de su libro “Verdugos del 36. la máquina del terror en la Zaragoza golpista”, publicado recientemente en la editorial Crítica.

Por de pronto, contribuye a despejar la duda respecto al ámbito geográfico y cronológico de su investigación, que centra en el Aragón de 1936, aunque, partiendo de ahí, quepa, según el autor, “inferir conclusiones generales” sobre la represión franquista y republicana. Siendo así, sería difícil discutir los hallazgos de esa investigación en el ámbito geográfico de que se trata, máxime cuando ha debido recurrir a cinco archivos diferentes para seguir la pista biográfica de los perpetradores −el elemento más escurridizo y opaco de esta historia−, en los que centra su trabajo. Así que sólo haré algunas matizaciones a esas inferencias generales, que no encajan del todo con las conclusiones de mi propia investigación, centrada en Burgos y Salamanca y complementada con la experiencia en el movimiento memorialista en varias provincias de Castilla y León[1].

Además de los archivos, la investigación de Alegre, como es lógico, parte de la bibliografía existente y por ello me extraña un poco que afirme que “nadie se ha acercado con detenimiento a la figura de los perpetradores”. No estoy muy al día de las publicaciones más recientes, pero veo que Adrián Pericet Caro, en un estado de la cuestión sobre el tema, aporta unas catorce referencias bibliográficas, desde el ensayo de 2009 de Carlos Gil Andrés sobre la zona gris de la represión, al que considera el primer estudio sobre los perpetradores en España, hasta el enciclopédico Holocausto español de Paul Preston, de 2021[2].

(Vaya por delante que estas consideraciones se refieren a la violencia extrajudicial que se desarrolló en la sedicente “zona nacional” en 1936, a la que parece hacer referencia el trabajo de Alegre. No a la que se derivó de los consejos de guerra y los tribunales especiales, que, siendo minoritaria en ese año, ocupó la parte principal en lo sucesivo, sin que desapareciera del todo la otra. También van algunas observaciones sobre la comparación que se hace de la violencia extrajudicial en ambas zonas, que estimo inapropiada).

La Escuadra Negra de Eirexalba, integrada por falangistas lucenses. / ARCHIVO FAMILIA DÍAZ
Los victimarios, viejos conocidos de la literatura sobre la represión

Aunque no hayan estado en el foco principal de la investigación, los agentes de la represión franquista (a los que podemos denominar perpetradores, pero también victimarios, verdugos, ejecutores, asesinos o simplemente matones, como hace la hija de una víctima en un reciente documental de TV2) están presentes en la bibliografía específica desde el primer momento, cuando, hace más de cuatro décadas, empezaron a aparecer libros sobre la represión franquista. Algo que se puede ejemplificar bien con una de las primeras obras, si no la primera, sobre el tema: La represión en Soria durante la Guerra civil, de Gregorio Herrero Balsa y Antonio Hernández García, de 1982[3]. En él hay referencias a al menos veintitrés localidades donde se mencionan los nombres o apodos de los asesinos, cuando son conocidos, con lo que aporta ya el punto de partida básico: la identidad de los mismos; pero también detalla a veces sus profesiones, las circunstancias y modus operandi de sus fechorías, los vehículos que usan, los lugares de detención y de destino de las víctimas, etc.

En esa época, el libro de Francisco Moreno sobre Córdoba, o el del propio Antonio Hernández sobre la Rioja[4] siguen pautas parecidas. Lo mismo puedo decir sobre las muchas obras de investigación posteriores que conozco, donde es frecuente mencionar a los victimarios, aportando también información sobre sus adscripciones políticas y sus contextos familiares, sociales o políticos, entre otras cosas. Ya que hablamos de Aragón, es el caso del libro de José M.ª Azpíroz Pascual, La voz del olvido. La Guerra Civil en Huesca y la Hoya (Diputación Provincial de Huesca, 2007), que contiene un epígrafe sobre “Verdugos, delatores y gentes “de orden”, en pp. 133-142.

Mención especial en este tipo de trabajos –que muchas veces son obra de personas no vinculadas a la historiografía o incluso al ámbito académico− merece el de Ángel Iglesias Ovejero sobre La represión franquista en el sudoeste de Salamanca (1936-1948), publicado por el Centro de Estudios Mirobrigenses en 2016, modélico por su rigor documental y testimonial. La obra incluye un amplio capítulo de más de 80 páginas sobre “Los agentes represores”, entre los que menciona al ejército, la Guardia Civil, los carabineros, la policía, las milicias fascistas y requetés, la Guardia cívica y el somatén, sin olvidar a los delatores y la actuación de los juzgados militares y de instrucción. Todo ello bien personalizado y circunstanciado, sobre la base de más de 300 testimonios personales y del estudio de los expedientes de consejos de guerra[5].

Pero la atención hacia los perpetradores no solo se halla en trabajos historiográficos, sino también en los informes que arqueólogos y forenses han hecho a raíz de algunas de sus exhumaciones de mayor envergadura, como fue el caso de las fosas del monte de Estépar (Burgos), donde expresamente se indica el interés por “poner el foco no ya solo en las propias víctimas, sino también en las motivaciones de los inductores y perpetradores, en el trato que dispensaron a las víctimas, así como en el procedimiento que siguieron en las sacas y ejecuciones”[6].

Orden de excarcelación firmada por Fidel Dávila (entonces en funciones de gobernador civil), correspondiente a siete internos víctimas de una saca encubierta con el eufemismo de traslado “a Pamplona” (saca). Fuente: Archivo de la Prisión Central de Burgos, en Isaac Rilova, “Guerra civil y violencia política en Burgos”, p. 180

Estas referencias, si más no, obligan a matizar la afirmación de que se ha escrito “una historia sin perpetradores” o que estos no resulten algo conocido, casi diría familiar, a los investigadores de la represión franquista desde hace mucho tiempo. Todas las obras citadas se han basado principalmente en testimonios orales; también en la consulta de los registros civiles y mucho menos en la de unos archivos que hasta no hace mucho eran más bien inaccesibles o inexistentes. Por ello en principio cuesta pensar que la documentación archivística pueda aportar gran cosa más, dada la naturaleza del tema. Ya no solo por la destrucción de fondos del Movimiento y de las fuerzas de Orden público en la transición y la “extraordinariamente problemática” consulta de los documentos que quedan[7], sino porque la legislación sobre protección de datos personales  y el “derecho al honor” lleva a que se “despersonalicen” (tachen) los documentos en los que aparecen nombres de represores (policías, jueces, militares) o a que notorios perpetradores o delatores, o sus familiares, hayan podido denunciar a investigadores o periodistas con el fin de poner trabas a su trabajo e impedir que se conozca la verdad histórica, como ocurrió en varios casos estudiados por Francisco Espinosa[8].

A pesar de todo, para ampliar nuestro campo de conocimiento, Alegre pide investigar aún más sobre los perpetradores: “de dónde venían, quiénes fueron sus familias, qué tipo de vida tuvieron antes y después, cómo se beneficiaron de sus actos, etc.”; y, además; “la cadena de mando y la toma de decisiones en la que se enmarcaron los perpetradores de bajo rango”; “entender cómo se distribuyeron dichas responsabilidades, con qué criterios, a qué personas y bajo qué organización y directrices”, etc.

Pues bien, creo sinceramente que la literatura que venimos comentando ha dado respuesta en la medida de lo posible a los aspectos más relevantes de esas cuestiones, aunque, como decíamos, las conclusiones generales deban combinarse con peculiaridades locales. De modo que, por ejemplo, el mayor o menor alcance de la represión responde a factores como los siguientes, algunos ya mencionados y otros no: la mayor o menor cercanía al frente de guerra, la presencia de evadidos de la otra zona; la existencia de antecedentes políticos conflictivos, especialmente los de octubre de 1934 y los de la época del Frente Popular, la mayor o menor cercanía a las vías de comunicación o los efectos de los bombardeos aéreos.

Darío Gazapo Valdés (1891-1942), jefe de Estado Mayor de la 5ª División Orgánica, identificado por David Alegre como principal responsable de la maquinaria eliminacionista en Aragón. La imagen corresponde a un retrato oficial en 1939, ya con el rango de coronel y el cargo de jefe de la Comisión Geográfica del Ejército (foto: militar.org.ua)
Las cadenas de mando de la represión

En todo caso, no veo que haya tantas incógnitas respecto de la cadena de mando y la toma de decisiones respecto de la represión. Es un problema complejo, como se dice, pero tan equivocado sería simplificarlo como complicarlo artificialmente. En este punto me parece importante insistir en el carácter esencialmente militar de la gestión que el Movimiento Nacional hizo de la Guerra civil, tanto en los frentes como en la retaguardia. Mola, el “Director”, concibió su desarrollo en ambos aspectos e incluso pensó también en las bases políticas que tendría el futuro régimen salido de su victoria –un Directorio militar presidido por el general Sanjurjo−. Aunque luego algunas cosas no fueron como él esperaba, si quedó meridianamente claro, como así se cumplió, que el Movimiento lo dirigirían “exclusivamente los militares: nos corresponde por derecho propio, porque ese es el anhelo nacional, porque tenemos un concepto exacto de nuestro poder”.

Así que, como dice su bando de guerra de 19 de julio, en cada provincia se harían cargo del gobierno civil “los jefes más característicos o más antiguos” de la Guardia civil, los carabineros (…), siempre que no haya fuerzas del ejército a quien compete en primer lugar”. Mola cuenta con que los civiles van a colaborar decisivamente en la sublevación (y más en Navarra, donde los carlistas disponen de milicias entrenadas y material de guerra imprescindible), pero siempre como algo complementario y subordinado al mando militar. Es más: esos civiles quedaban militarizados cuando actuaban bajo ese mando. Una orden poco conocida de Mola, que complementa su bando de 19 de julio, así lo establece: “… se considerará, a todos los efectos del Código de Justicia Militar, como Fuerza Armada, a las personas que presten servicio de cooperación al Ejército y las Autoridades de mi mando (…), ostentando correaje, armamento o en su defecto distintivo legalmente autorizado”[9]. Se entiende también que estas milicias actúan en combinación con la Guardia civil, que les proporciona el armamento (si no lo ha hecho el ejército) y a cuyos oficiales se subordinan.

Así pues, en un extremo de la cadena represiva está el mando militar local o territorial[10] y en el otro están esas milicias armadas, que, entre otras cosas, son los perpetradores que detienen y luego asesinan a las víctimas tras haberlas sacado de un centro de reclusión, de su casa o de su trabajo. ¿Qué entramado organizativo hay entre ese jefe militar y los sicarios? El mencionado libro de Herrero y Hernández tiene un breve capítulo titulado “Los asiduos al gobierno civil”, donde habla de un “equipo de asesores o comité”, cuyos componentes menciona, encargado de dirigir el proceso represivo con el apoyo de numerosos informantes y delatores. Para el caso de Burgos, yo he mencionado un equipo semejante (basándome en una fuente de la máxima solvencia: el general Salas Larrazábal, voluntario carlista, militar de carrera e historiador) y Fernando Mikelarena hace lo propio respecto de Navarra, donde había un grupo que se reunía en la Comandancia militar de Pamplona y en el que intervenían mandos militares y de la Guardia civil, así como responsables carlistas y falangistas[11]. Podemos pensar que este tipo de “agencias golpistas” o “eliminacionistas”, como prefiere decir Alegre, se constituyeron también en muchos lugares intermedios (como las cabezas de partido judicial), sin que la paralela o posterior existencia de Delegaciones de Orden Público añada nada esencial o novedoso, pues venían existiendo desde el siglo XIX dentro del aparato burocrático y policial de los gobiernos civiles.

En algunos casos el comandante militar delegó el mando esas funciones punitivas en otro oficial. Es el caso de Mola, que nombró al coronel Beorlegui como jefe de una Delegación de Orden Público, o de Queipo de Llano, que hizo lo propio con el capitán Díaz Criado en Sevilla.

Homenaje a Castejón en Sevilla, el 2 de agosto de 1936. De izquierda a derecha, Cuesta Monereo, Queipo, Castejón y Díaz Criado, en una de sus escasas imágenes (foto: confidencialandaluz.com)

Queda claro en los casos mencionados que cuando se trata de sacas carcelarias, la orden viene firmada por el comandante militar de la plaza o el gobernador civil, que para muchos infelices viene a ser como una sentencia de muerte[12]. (Más adelante, tras el 1 de octubre, el Generalísimo se reservará el visto bueno final sobre las sentencias de muerte, que podía conmutar por cadena perpetua o agravar con la ejecución por garrote vil). En el caso de los paseos, la acción deriva de la existencia de “listas negras” o decisiones concretas de esos comités directivos; y aunque los testimonios orales sobre ello son numerosos se entenderá que la constancia escrita de ello sea nula.

Ciertamente, en el caos y la relativa poliarquía de los primeros meses de la Guerra civil, pudo ocurrir y sin duda ocurrió que a veces los milicianos se tomaran la “justicia” por su mano, tomando por su cuenta medidas violentas (asesinatos, agresiones, robos, incautaciones), sobre todo en el caso de los falangistas, que tuvieron que asimilar una avalancha de nuevos afiliados, muchos de los cuales carecían de suficiente formación política y conciencia moral. Pero fue algo enseguida frenado (y en algún caso castigado) por el mando militar. A ello responde, por ejemplo, la orden de Dávila de 9 de agosto de 1936 desde el gobierno civil de Burgos: “está terminantemente prohibido que los individuos pertenecientes a las milicias practiquen detenciones ni registros domiciliarios sin mi previo conocimiento y autorización”[13].

Dentro de este esquema general caben muchas variantes. Por ejemplo, el mayor o menor protagonismo de las distintas milicias y grupos armados, que a su vez respondían a contextos y tradiciones locales dentro de los grupos políticos de derechas. Así, por ejemplo, en territorios fronterizos el Cuerpo de Carabineros tuvo un papel semejante al de la Guardia civil. Y, además de los requetés y falangistas, y de los militantes de Acción Popular o los albiñanistas, allí donde existían, en muchos lugares se crearon unidades armadas a nivel local o comarcal sin vinculación política alguna, genéricamente denominadas “Guardias cívicas”, como ocurrió en Salamanca, Huelva, Zamora, Vigo, Badajoz, Palencia y muchos otros lugares[14].

Una vez se crearon las Comisiones de Incautación de Bienes (en Burgos aparecen en octubre de 1936, bajo la dirección del teniente coronel Carlos Quintana, que más adelante presidiría tribunales especiales y ocuparía la alcaldía de Burgos)[15], estos grupos también van a colaborar en ello, así como en labores de vigilancia callejera y de centros de reclusión, cuestaciones para el Movimiento o las tropas, organización de actos públicos, etc. En todo ello tuvieron un papel importante los ayuntamientos, ya con personal adicto al Movimiento, proporcionando recursos y locales de reclusión a los detenidos cuando no eran suficientes las cárceles de los partidos judiciales o de la Guardia civil.

Por esas fechas se constituyeron también las comisiones depuradoras del personal docente y de los funcionarios del estado, locales y de empresas públicas, que estaban en otras manos y que dependieron de las comisiones de la Junta Técnica que se constituyó en Burgos tras la “exaltación” de Franco a la jefatura del Estado y del Ejército.

Así pues, en principio, el ejército delegó las tareas represivas y policiales de la retaguardia en los citados grupos armados. Pero hubo significativas excepciones en las que el ejército fue el principal protagonista. Por ejemplo, la acción punitiva que la columna del teniente coronel García Escámez ejerció en su marcha desde Pamplona hasta el frente de Guadarrama, pasando por La Rioja (hasta Logroño), Soria, Almazán y Aranda de Duero. En muchas localidades fue dejando un reguero de muertos civiles, sobre todo a manos de requetés, que formaban el grueso de su tropa y que llevaban a sacerdotes al mando de alguna de sus unidades[16]. El médico Pablo Uriel fue testigo de ello en Rincón de Soto (La Rioja) y habla de unas treinta víctimas mortales solo en julio de 1936[17]. Pero sin duda el episodio de mayor envergadura fue la marcha exterminadora de la “columna de la muerte”, rigurosamente documentada por Francisco Espinosa[18]. Sin olvidar el caso de Antonio Sagardía, jefe militar que se caracterizó por su saña punitiva, a la que no escapaban mujeres ni ancianos, como se vio en la comarca de Las Merindades (Burgos) o más tarde en el Pallars Sobirá (Lleida). La Coordinadora por la Recuperación de la Memoria Histórica de Burgos ha exhumado varias fosas comunes en la zona, no lejos de un monumento de corte fascista dedicado a la memoria de la Columna de Sagardía.

El teniente coronel Antonio Sagardía Ramos (1879-1962) junto a soldados de la  Columna Sagardía (foto: frontdelpallars.com)
¿Violencia “contingente· en ambas zonas?

David Alegre afirma que “ambas violencias se alimentaron entre sí en las primeras semanas porque en su alcance último y en sus formas fueron contingentes”. No puedo estar más en desacuerdo. Si contingente es aquello que es azaroso y puede ser o no ser, no parece que así se pueda calificar lo que ocurre en la retaguardia franquista, pues la violencia, incluso mortal, está en el ADN del Movimiento y no hay más que volver a las directrices de Mola, las soflamas radiofónicas de Queipo o las homilías incendiarias de algún clérigo trabucaire. No es imaginable que el golpe militar de julio del 36 hubiera podido dejar de ser sangriento, aun cuando hubiera triunfado para el día de Santiago de ese año, como esperaba Mola. Otra cosa es que, una vez que fracasa y se convierte en una larga guerra, esa violencia se generaliza y fortalece al compás de las operaciones militares y con las modulaciones que hemos apuntado, sin que termine tampoco cuando llegue una paz que es de mentira, pues el régimen siguió encarcelando y matando hasta el final.

En cambio, en su inicio la violencia del lado republicano sí fue contingente o sobrevenida, en el sentido de que no se hubiera dado sin el estallido de la sublevación y sin la situación de caos e incertidumbre que ella provocó. Como no es razonable pensar que las organizaciones republicanas se hubieran podido rendir sin más a los sublevados, una vez que asumen las tareas de defensa en los frentes y de policía en la retaguardia, tareas que el Estado republicano se ve incapaz de garantizar, es inevitable el recurso a la violencia. Pero en este caso se trata de una violencia de resistencia, como tantas veces se ha dicho, en la que los grupos armados de las organizaciones republicanas tratan de hacer frente a una grave amenaza, que se percibe como un asalto más del fascismo en el propio territorio nacional.

En ese contexto es evidente que se dieron excesos, que en algunos casos pudieron ser incluso comparables a los del otro lado y que, por lo tanto, merecen la misma censura moral. Pero no es menos cierto que los gobiernos republicanos, en cuanto las circunstancias lo permitieron, trataron de controlar la situación y reconducir esa violencia, tratando a prisioneros y enemigos según pautas legales. Y en este punto convendrá recordar algo que a veces no se tiene en cuenta cuando se habla de la violencia de “unos y otros”, “de los dos bandos”, etc., como si fueran equiparables desde el punto de vista político. El gobierno republicano era legítimo y, por tanto, podía -y debía- ejercer la violencia institucional frente a los que amenazaban la vida y la libertad de los ciudadanos. Se entenderá bien lo que quiero decir con un ejemplo concreto: los generales de división Goded y Batet fueron condenados a muerte y ejecutados tras sendos consejos de guerra, el uno en Barcelona y el otro en Burgos. Cometeríamos un grave error de apreciación histórica y ética si equiparáramos ambos sucesos y no creo que haga falta explicar por qué[19].

Esto nos lleva a hacer una reflexión más general acerca de la violencia durante la Guerra civil. Como escribí en otro momento, en el lado franquista la guerra y la represión “iban a ir siempre muy unidas, como dos caras de una misma moneda, pues eran acciones complementarias encaminadas a un mismo fin: la aniquilación del adversario (…), abortar el programa democrático y reformista de la República y descabezar a los sujetos político-sociales que pudieran intentar algo semejante en el futuro. Así, la guerra misma vendría a ser un monstruoso y sanguinario programa represivo, y a ello responde el designio de Franco de alargarla cuanto fuera necesario para ese fin”, sin atender las ofertas de mediación para acabar con el conflicto[20].

Pero fue Mola el primero que mantuvo esa actitud, como se ve en sus palabras ante los micrófonos de Radio Pamplona el 31 de julio de 1936: “Yo podría (…) ofrecer una transacción a los enemigos, pero no quiero. Quiero derrotarlos para imponerles mi voluntad y para aniquilarlos”[21]. Por lo que se refiere a Franco, ya hace tiempo que Dionisio Ridruejo señaló que este ” sabía que con una guerra rápida no podría destruir totalmente al enemigo ni establecerse sólidamente en el poder”[22].  Casi lo mismo opina su principal biógrafo: “… para él la victoria significaba la aniquilación de un enorme número de republicanos, la humillación total y el terror de la población superviviente (…) [El retraso del avance hacia Cataluña] no solo estaba motivado por su precaución instintiva, sino por una reticencia a acercarse a la victoria definitiva sin antes proceder a una mayor destrucción y desmoralización de los recursos humanos de la República”[23].


El análisis de algún otro punto que me parece discutible, como eso de que los falangistas tuvieron “capacidad de condicionar la vida política y social” del Nuevo Estado o de que el franquismo fue pionero en tareas represivas en relación con el fascismo y el nazismo alargaría en exceso este escrito (aunque algo apunté en mi primera respuesta), que espero haya aportado algún elemento de juicio provechoso en el largo debate acerca de la historia de España del siglo XX.

De izquierda a derecha, el comandante Fernández Cordón, Emilio Mola, Ramón Mola y los capitanes María y Vizcaíno en Pamplona, primavera de 1936 (foto: Gran Enciclopedia de Navarra)
Notas

[1] El contacto con víctimas, familiares y vecinos aporta elementos clave a la investigación. Por ejemplo, sin él sería muy difícil o imposible conocer la represión extrajudicial, ya que esta apenas dejó rastro documental. Pero aún se puede ir mucho más allá en la historia oral, como mostró Ronald Fraser con su magistral Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Historia oral de la Guerra civil, (Barcelona, 2001, 3ª ed.).

[2] Adrián Pericet Caro, “Estado de la cuestión sobre los victimarios franquistas en la cultura española del cambio del siglo XX”, en Pasado y memoria, nº 26, 2023; Carlos Gil Andrés, “La zona gris de la España azul; la violencia de los sublevados en la Guerra Civil”, Ayer, nº 76, 2009.

[3] Aunque el libro sale en 1982, partes de él se habían publicado en la prensa local desde 1979.

[4] Francisco Moreno Gómez, La República y la guerra civil en Córdoba, de 1982; Antonio Hernández García, La represión en La Rioja durante la Guerra civil, Soria, 1983. Estos libros pueden considerarse pioneros en este ámbito de investigación. El siguiente, si no me equivoco, fue el de Josep Maria Solé i Sabaté y, Joan Villarroya i Font, La repressió a la guerra i a la postguerra a la comarca del Maresme (1936-1945), de 1983. A estas alturas cuesta mencionar el libro del general Ramón Salas Larrazábal, Pérdidas de la Guerra, de 1977, hace mucho desmentido por las investigaciones locales.

 [5] Expedientes custodiados en el Archivo militar de El Ferrol que fueron digitalizados por la Asociación Memoria y Justicia de Salamanca.

[6] Juan Montero Gutiérrez, Ignacio Fernández de Mata, Lourdes Herrasti Erlogorri, Exhumando la represión franquista en el Monte de Estépar (Burgos), De una Arqueología del exterminio a una Antropología de la ausencia. Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática, 2023.

[7]  Antonio González Quintana, Sergio Gálvez Biesca, Luis Castro Berrojo (dirs.), El acceso a los  archivos en España, 2019, p. 79. En la obra se menciona varias veces la Orden del Ministerio del Interior que causó el “expurgo de los archivos de la DGS y de la Guardia Civil de antecedentes relativos a actividades políticas y sindicales legalmente reconocidas” (BOE de 13 de enero de 1977).

[8] Francisco Espinosa Maestre, Callar al mensajero, Barcelona, 2009.

[9] La orden aparece en primera del Diario de Burgos de 20 de julio de 1936.

[10] Para el caso, que hablemos de los gobiernos civiles en la represión no supone alteración alguna al criterio general, pues fueron ocupados inmediatamente por jefes o generales. (Por ejemplo, en Burgos primeramente el general Dávila y luego otros oficiales. El primer gobernador propiamente “civil” fue el falangista Manuel Yllera, en 1940).

[11] Fernando Mikelarena Peña, “Estructura, cadena de mando y ejecutores de la represión de boina roja en Navarra en 1936”, en Historia Contemporánea, nº 53, 2004.

[12] Para el caso de la Prisión central de Burgos, véase Isaac Rilova Pérez, Guerra civil y violencia política en Burgos (1936-1943), 2017.

[13] Cit. en Luis Castro, Capital de la Cruzada. Burgos en la Guerra civil, 2007, p. 227.

[14] Juan Andrés Blanco, “Las limitaciones del impulso miliciano”, en VV.AA. Luces sobre un pasado deformado. La Guerra civil ochenta años después, 2020, p. 193. En algunos casos eran la puesta al día de los somatenes creados en la época de Primo de Rivera.

[15] Aunque estas comisiones se forman tras el Decreto 108 de la Junta de Defensa, de septiembre de 1936, que ordena la disolución de las organizaciones del Frente Popular y la incautación de sus bienes, de hecho, las requisas e incautaciones habían empezado desde el primer momento.

[16] Javier Ugarte Tellería, La nueva Covadonga insurgente, 1998, pp. 120-122, 117-118, 152, 392.

[17] Pablo Uriel, No se fusila en domingo, 2005, p. 51. La localidad tenía entre 1.000 y 1.500 habitantes y al final tuvo 64 fusilados, lo que supone un muy alto porcentaje de ellos: entre 4,5-6 % sobre el total de la población.

[18] Francisco Espinosa, La columna de la muerte. El avance del ejército franquista de Sevilla a Badajoz, 2003.

[19] Sin embargo, quizá convenga recordar algún otro detalle, más allá de la conducta de uno y otro en la Guerra civil. Goded era reincidente, pues había participado en la Sanjurjada, mientras que Batet había sido siempre leal a las autoridades legítimas, como se vio, por ejemplo, en su actuación durante los sucesos de octubre de 1934 en Barcelona. Pero probablemente el odio de los africanistas hacia él se debe más a que actuó como juez militar instructor en el llamado expediente Picasso, que investigó las responsabilidades del desastre de Annual.

[20] Luis Castro, Op. cit., pp. 212-213.

[21] Cit. en https://conversacionsobrehistoria.info/2021/11/13/mola-el-asesino-del-norte/.

[22] Ronald Fraser, Op. cit., p. 659.

[23] Paul Preston, Franco, “Caudillo de España”, 1998, p. 349.

Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: Voluntarios del bando sublevado, probablemente de Acción Ciudadana, el 27 de julio de 1936 en Zaragoza. El emplazamiento es plaza España, frente a lo que popularmente se conoce como Puerta Cinegia (foto: David Alegre).

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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2 COMENTARIOS

  1. El gran triunfo de “el movimiento” ha sido llegar vivo al S. XXI. Un triunfo, por la renuncia de la izquierda parlamentaria y por las políticas de negación y olvido del régimen salido de la anterior dictadura criminal

  2. Loa comentarios de Luis Castro me parecen muy interesantes, pues plantean el desarrollo de los victimarios, matones diría yo, a lo largo de toda España en los inicios de la Guerra Civil, la cúpula militar del ejército sublevado, sus estrategias, justificaciones y sus conexiones con fuerzas políticas fascistas como Falange Española.
    Sin embargo, el libro de David Alegre, a mi juicio, tiene unos propósitos mucho más modestos, pero en lo que a mí concierne mucho más interesantes, como señala en la contraportada, que es ayudar a entender “la lógica y el funcionamiento de la campaña sistemática de asesinatos desplegados por el bando golpista en la ciudad entre el verano y otoño de 1936, desde los perpetrado de al más alto nivel hasta el pie de fosa”, en la ciudad de Zaragoza.

    El libro nos hace reflexionar sobre toda una serie de cuestiones, muchas incluso sin resolver, pero que hoy, cuando se van a cumplir el año próximo 90 años del golpe militar de 1936 nos interpelan a seguir investigando sobre ese pasado oculto que diría Julián Casanova que nos ayude a entender, quién tomaba las decisiones de exterminio, qué criterio se seguía si es que lo había, donde están los restos de los asesinados, qué pasó en la provincia, quién daba los nombres de las víctimas, con qué criterio, si existe registros oficiales de la época de los ejecutados etc. Aunque el libro está enfocado hacia los victimarios (matones) no cabe duda que a los que nos interesan sobre todo las victimismo nos supone un rayo de luz que ayuda a mantener la esperanza en que algún día quizá encontremos los retos de los nuestros.

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