El silencio no detiene la ocupación y el genocidio de Gaza
Conversación sobre la historia
Fernando Rodríguez Mediano
ILC-CSIC
La falsificación de los Libros Plúmbeos del Sacromonte es asombrosa: que unos textos escritos en árabe y que contenían proposiciones cercanas al islam, cuando no directamente musulmanas, estén en el fundamento de la contrarreforma granadina, constituye una contradicción que, por su misma naturaleza, nos señala algunos de los puntos de fuga más importantes de los discursos históricos sobre el pasado hispano. En lo que sigue voy a intentar exponer brevemente algunas de las claves que explican el episodio y su extraordinaria repercusión.
Los “Libros Plúmbeos” es uno de los nombres que se da a una serie de hallazgos que tuvieron lugar en Granada entre 1588 y 1599[1]. El primero es el del llamado Pergamino de la Torre Turpiana: un pergamino que apareció cuando se estaba demoliendo el alminar de la antigua mezquita de Granada, y que parecía estar escrito en tres idiomas, árabe, latín y castellano. El pergamino contenía el texto de una supuesta profecía atribuida a San Juan, escrita en un ajedrezado críptico, con casillas rojas y negras que debían ser leídas alternativamente. En el pergamino aparecía también el nombre de un tal Cecilio, que parecía firmar en árabe como “obispo de Granada”. El pergamino fue objeto de escrutinio por parte de entendidos como Benito Arias Montano, y su autenticidad fue puesta en entredicho. Pero el acontecimiento más relevante de esta serie de falsificaciones fue la aparición, en la colina de Valparaíso, de una serie de láminas de plomo con símbolos estrellados y textos escritos en unos extraños caracteres árabes llamados salomónicos, junto a restos que parecían humanos. Los hallazgos, que tuvieron lugar entre 1594 y 1599, sumaban unos 22 libros. En sus textos aparecían varios personajes, como Cecilio y Tesifón, ambos árabes, ambos discípulos de Santiago Apóstol, que habrían sido los primeros evangelizadores de Granada. De hecho, Cecilio habría sido el primer obispo de la ciudad. Los libros también reservaban un papel fundamental a la Virgen María, e incluso había uno que se presentaba como “la Verdad del Evangelio”. Se trataba de textos problemáticos: en primer lugar, estaban escritos en árabe, con unos caracteres extraños que requerían interpretación experta. Esta fue la razón de que desde Granada se buscasen traductores de árabe; una búsqueda que comenzó en la mismas ciudad y que acabó desplegándose fuera de España. En segundo lugar, los textos presentaban un problema teológico: algunas de sus proposiciones resultaban ambiguas, cuando no sospechosamente musulmanas. Pero también representaban un poderoso recurso para la iglesia granadina, que podía reivindicar, gracias a ellos, su papel originario y fundacional en la historia del cristianismo hispano. Así fueron inmediatamente interpretados por el arzobispo d. Pedro de Castro, personaje crucial de la contrarreforma granadina, que se empeñó con todo su poder en la defensa de la autenticidad de los libros, y fundó una Abadía en la antigua colina de Valparaíso, que mudó su nombre por el de Sacromonte. La resonancia de este descubrimiento fue enorme, y llamó la atención de Roma, que pidió que los libros le fuesen enviados para su examen. La historia fue larga: finalmente, los libros llegaron a Roma 40 años después de su descubrimiento, y fueron declarados falsos en 1682; no así los restos humanos, atribuidos a los primeros mártires cristianos en la Hispania romana. A pesar de la declaración de falsedad de los libros, estos siguieron siendo considerados auténticos por la iglesia granadina, y la Abadía del Sacromonte continuó produciendo libros en su defensa. Finalmente, los Libros Plúmbeos fueron devueltos a Granada en el año 2000.

Estos hechos pueden abordarse desde distintas perspectivas. Una de ellas, que me interesa especialmente, es la que vincula al Sacromonte con la historia del orientalismo europeo. Aquí, el “orientalismo” no se refiere al concepto acuñado por Edward Said, y a las polémicas que lo han acompañado. De manera más modesta, el “orientalismo” al que me refiero tiene una definición más limitada, y quiere entender quiénes y por qué estudiaron lenguas orientales en España y Europa entre los ss. XVI y XVIII. Se trata de una pregunta, pues, sobre el proceso de construcción de una disciplina de conocimiento en un momento de expansión imperial y de profunda transformación de los regímenes de verdad y de legitimación de la autoridad. El aprendizaje de lenguas orientales en la Europa medieval está fuertemente ligado a la polémica religiosa, aunque fue adquiriendo paulatinamente los caracteres de un conocimiento más específicamente lingüístico y antropológico sobre otras religiones. Se trata de un proceso largo y lento, que se aceleraría ya en el s. XVI gracias a la reforma luterana y su voluntad de leer la Biblia en sus lenguas originales; un movimiento coherente con la dimensión filológica de la cultura renacentista y su relación arqueológica con los textos clásicos. La Reforma parece establecer una frontera neta entre el mundo protestante, que negaba la autoridad interpretativa de la iglesia y afirmaba la sola scriptura y la relación directa de cada creyente con el texto bíblico, y el católico, que sostenía la autoridad de la Vulgata, debidamente interpretada por la iglesia, y prohibía difusión de la Biblia en lenguas vernáculas. Esta frontera, sin embargo, no es tan neta como parece, y la Contrarreforma participa también de este proceso mediante el cual la relación europea con las lenguas orientales pasa de la polémica religiosa a su consideración como lenguas antiguas que, al igual que el griego o el latín, podían servir para construir la narración de la historia antigua del mundo.
Esto es así por lo que respecta a la lengua hebrea[2], pero también a la árabe[3], percibida como una lengua muy cercana al hebreo, considerada por muchos la lengua original de la humanidad. Pero, además de ello, el árabe era hablado por millones de cristianos orientales, y poseía una antiquísima tradición literaria. Así, el hebreo y el árabe fueron objeto de un intenso trabajo erudito en la Europa de los ss. XVI y XVII. Conocemos cada vez mejor la historia de este proceso, imposible de resumir o ilustrar en unos pocos hitos: desde el hebraísmo cristiano, promovido por figuras como Pico della Mirandola o el Cardenal Egidio de Viterbo, hasta la fundación de la Typographia Medicea Orientale en Roma en 1584, uno de cuyos objetivos fundamentales fue imprimir el texto de la Biblia en árabe; desde la actividad académica e impresora de la Universidad de Leiden, donde los estudios bíblicos, hebreos y árabes conocieron un desarrollo extraordinario, y donde profesores como Franciscus Raphelengius, Jacob Golius o Thomas Erpenius editaron, tradujeron e imprimieron textos religiosos, gramaticales e históricos en árabe, hasta la fundación en 1622 de la Congregación de Propaganda Fide, que buscaba centralizar en Roma el control de las misiones,, y que llevó a cabo una impresionante labor de erudición e impresión orientada a la labor evangelizadora… A mediados del s. XVII, el orientalismo europeo estaba en condiciones de crear una Bibliotheca Oriental, como la elaborada por el erudito suizo Johann Heinrich Hottinger (Heidelberg, 1658)[4]; una “Biblioteca oriental” entendida no solo como una colección de libros orientales, sino como la ordenación y jerarquización de los mismos dentro de un sistema coherente de conocimiento. La consecuencia final de este proceso es la historización de la religión: cuando uno comprende que los textos sagrados de los otros (como el Corán) son históricos y no revelados, acaba asumiendo que lo mismo ocurre con sus propios textos sagrados. Para entender la significación de este proceso, bastaría volver a los capítulos iniciales del Tractatus theologico-politicus de Spinoza: la crítica de la Biblia da paso a una nueva lógica de la autoridad textual y, por lo mismo, abre la puerta a una nueva forma de pensamiento político.

Con relación a este proceso, el caso español es singular: a diferencia de otros países europeos, la España moderna tenía muy numerosas poblaciones conversas de origen judío y musulmán. Es difícil encarecer la importancia de este hecho en una sociedad definida por el linaje y la limpieza de sangre. Así, en el contexto español, las lenguas árabe y hebrea estaban ineludiblemente vinculadas al judaísmo y al islam. Sobre la percepción, real o exagerada, de que muchos de estos conversos seguían practicando su religión originaria en secreto, se funda todo el proceso de confesionalización y disciplinamiento social que define las modalidades de identidad y exclusión propias de la modernidad hispana. En términos de producción de conocimiento orientalista, ya Marcel Bataillon, estudiando la enseñanza del árabe en la Universidad de Salamanca, expuso con claridad esta contradicción: la España del Renacimiento era a la vez el país mejor diseñado para convertirse en un vivero de arabistas y el menos dispuesto a hacerlo[5]. Esta visión se vería canfirmada por las cada vez más rigurosas prohibiciones de uso de la lengua árabe durante el s. XVI, o en los procesos inquisitoriales a los hebraístas de la Universidad de Salamanca; ejemplos señalados de la precaria existencia del orientalismo hispano.
Esta narrativa, sin embargo, es problemática, y nada lo muestra mejor que la falsificación de los Plomos del Sacromonte, que planteaba precisamente el papel del árabe en el pasado hispano, y la relación de este con la historia sagrada.
La del Sacromonte no es, desde luego, la única “invención” de restos sagrados de la España moderna, pero sí, sin duda, la más extraordinaria. El acontecimiento ha sido interpretado de diversas maneras. En primer lugar, como el intento de algunos moriscos granadinos de crear un artefacto histórico que legitimase la presencia de los árabes en el cuerpo de la monarquía hispánica. De hecho, hoy sabemos que uno de los falsificadores materiales de los Plomos fue, también, uno de sus primeros traductores, el morisco Miguel de Luna[6], autor de otra falsificación memorable, el libro La Verdadera historia del rey d. Rodrigo, supuesta traducción de una inventada crónica árabe de la conquista musulmana de la península Ibérica, que era a la vez una narración histórica y un espejo de príncipes. Por otro lado, la Iglesia granadina defendió la autenticidad de los Libros Plúmbeos porque afirmaban el vínculo con la historia sagrada de una ciudad como Granada, donde la presencia árabe y musulmana era aún recentísima. Los hallazgos de restos humanos de mártires cristianos se podían vincular con las muertes más recientes de sacerdotes cristianos durante la rebelión de las Alpujarras, creando un ciclo martirial granadino[7]. La figura fundamental de todo este aparato sacro es el arzobispo don Pedro de Castro, que no sólo actuó de manera decisiva en el asunto de los plomos, sino que más tarde, desde 1610 y ya como arzobispo de Sevilla, fue el promotor de inmaculadismo sevillano de principios del s. XVII.

La cuestión de la Inmaculada Concepción es fundamental en esta historia. Aunque no fue admitida como dogma por la Iglesia hasta mucho más tarde, el s. XVII fue un momento decisivo de su impulso como definidora de un proyecto político sacralizador para la monarquía hispánica[8]. Por lo que respecta a los Libros Plúmbeos, estos contenían una defensa de la Inmaculada Concepción de la Virgen María; una defensa que, por otra parte, podría encontrar cierta cobertura textual en el mismo texto coránico. El hecho de que el texto árabe de los Libros Plúmbeos sostuviese el dogma de la Inmaculada explica, en buena parte, el apoyo inquebrantable de d. Pedro de Castro a su autenticidad.
Se plasma aquí la dramática contradicción de la historia del Sacromonte: el texto de los Plomos legitimaba, al mismo tiempo, la postura de la iglesia granadina y su supuesto vínculo original con un Oriente bíblico y sagrado; y el intento de los moriscos granadinos de forjar un relato histórico que justificase su lugar en la monarquía hispánica. Esta contradicción atraviesa el intenso debate que se produjo en torno a la autenticidad de los Libros, que no fue enteramente dirimido por la condena papal de 1682.
Una cuestión fundamental para entender cómo se gestionó esta contradicción desde Granada es considerar cómo el Sacromonte promovió, en la medida de sus posibilidades, la construcción de un saber orientalista. Allí se compraron los libros árabes impresos en Leiden, Roma o París; fueron convocados arabistas de dentro y fuera de España, de Italia o los Países Bajos; el arzobispo Pedro de Castro comenzó a estudiar árabe; se produjeron léxicos y gramáticas…[9] Se trata de un esfuerzo que atañe al ámbito más global del anticuarismo andaluz del s. XVII. Varios de los más importantes eruditos andaluces de la época, como Bernardo de Aldrete o Martín Vázquez Siruela, tuvieron una estrechísima relación con el Sacromonte, a la vez que conectaban a este con los talleres historiográficos creados en torno a figuras como el Marqués de Estepa[10] o el Cardenal Baltasar Moscoso y Sandoval. Se podría decir que el Sacromonte estuvo en el centro de la construcción de las antigüedades andaluzas durante los ss. XVI y XVII, orientándolas hacia su dimensión oriental, como se refleja en varios trabajos eruditos de ese momento: así, un orientalista sevillano, Juan Durán de Torres, realizó la traducción al castellano de la Crónica de Ibn al-Šiḥna, mientras que Marcos Dobelio, un arabista sirio que llegó a España en 1610, tradujo parcialmente la Historia de Abū l-Fidā[11]. Estos y otros trabajos permanecen inéditos o se han perdido, lo que ha mantenido esta actividad orientalista prácticamente invisible hasta ahora. Sin embargo, algunas de las implicaciones de esta actividad resultan llamativas, como, por ejemplo, la relación del Sacromonte con los debates sobre el origen de la lengua española.

En el plano religioso, el uso de lenguas orientales para la escritura de la propia historia sagrada involucraba una operación fundamental, que era la de desligar el árabe de su relación con el islam. Al desislamizar el árabe, se podía argumentar que la existencia de esa lengua en la historia de España no tenía que ver con la llegada de los musulmanes a la Península Ibérica, o incluso había sido anterior a la misma. Más aún: si el árabe era tan parecido al hebreo, considerado por muchos como la lengua original de la humanidad, la presencia de palabras árabes en el castellano era la prueba de su gran antigüedad. Esta era la postura de Diego de Guadix, que escribió un grueso volumen etimológico de palabras y topónimos castellanos que, según él, provenían del árabe[12]. Por otro lado, que el árabe era también una lengua cristiana lo probaba la existencia de millones de cristianos árabes orientales. No se puede olvidar que, justo en estos años, la iglesia romana buscaba establecer relaciones con las diferentes comunidades cristianas orientales, en especial con los maronitas sirio-libaneses. Muchos maronitas llegaron a Roma desde la fundación del Collegio Maronita en 1584, y su actividad fue fundamental en la canonización, lingüística y dogmática, de una lengua árabe cristiana. Por otro lado, se puede recordar que la idea de la separación entre lengua árabe y religión musulmana era un argumento que ya había sido usado por moriscos como Núñez Muley en su famoso Memorial, donde decía precisamente que el uso de la lengua árabe o el vestirse a la morisca no implicaba la práctica del islam. El horizonte de una lengua árabe cristiana explica los esfuerzos del Sacromonte por conciliar el texto de los Libros Plúmbeos con el dogma cristiano.
Por último, está la cuestión política. Cuando he señalado que una interpretación del sentido de los Plomos era la del intento construcción de una narrativa histórica que legitimase el lugar de la comunidad morisca en la monarquía hispana, tendría que añadir ahora que lo que estaba en juego era la propia concepción política de la monarquía. En realidad, se podría comparar a los Plomos con proyectos como los de Guamán Poma de Ayala o el Inca Garcilaso. Tal es, también, el sentido profundo del inmaculadismo. Si se puede decir que la Inmaculada Concepción representaba el proyecto de sacralización de la monarquía hispana, convendría situar la falsificación granadina en un contexto de interpretación más amplio, el de las narrativas históricas que se pusieron en marcha en distintos países europeos para buscar referentes específicos que legitimasen los “estados modernos” frente al universalismo político y religioso de Roma. Piénsese, por ejemplo, en el caso de Francia: el primer gran orientalista francés, Guillaume Postel, reivindicaba para la monarquía francesa un pasado “israelo-gálico”[13]. La combinación de un referente histórico local como el galo con el oriente del Israel bíblico legitimaba a la monarquía francesa frente a la autoridad romana y al mundo del humanismo de raíz grecolatina. El caso español parece similar: para una parte del mundo religioso, intelectual y político español de los ss. XVI y XVII, el pasado árabe, convenientemente desislamizado, fue visto como un recurso que permitía conectar a España con el oriente sagrado de la Biblia; de forma que la retórica de la “Reconquista” no fue, ni mucho menos, la única utilizada en la construcción de una narrativa histórica nacional o en la gestión del pasado árabe de la península Ibérica. De hecho, el uso de ese pasado oriental, unido al goticismo político, parece estar contestando más bien a la centralidad política e intelectual de Roma para construir una narrativa propiamente hispana. Por supuesto, se trata de una concepción que dista mucho de ser unívoca, pero que es extrañamente persistente. En la larga duración, se podría decir que todas las construcciones de la identidad nacional española han tenido que vérselas con el Oriente y responder, a cada paso, a la contradicción que el pasado andalusí les proponía. Se trata de una aporía que no tiene una solución clara, pero que desvela en cada momento los límites de los discursos nacionales. Mutatis mutandis, se podía evocar aquí el pasado más cercano del africanismo, el romanticismo de inspiración granadina y moruna, el colonialismo español y la Guerra Civil, donde el referente andalusí fue empleado para construir la legitimación del Protectorado español en Marruecos y de la presencia de miles de soldados marroquíes en las filas de los sublevados, al mismo tiempo que el mundo académico desarrollaba el concepto de “la España musulmana”[14]. Que el debate político actual haya vuelto a recuperar la retórica de la Reconquista es solo un episodio más, singularmente poco complejo, de esa historia de aporías sucesivas.

Notas
[1] La bibliografía es amplísima; se puede consultar en el volumen más reciente de Pieter Sjoerd van Koningsveld y Gerard Wiegers, The Lead Books of the Sacromonte and the Parchment of the Torre Turpiana: Granada, 1588-1606, Leiden-Boston, Brill, 2024.
[2] Stephen G. Burnett, From Christian Hebraism to Jewish Studies. Johannes Buxtorf (1564-1629) and Hebrew Learning in the Seventeenth Century, Leiden, Brill, 1996; id., Christian Hebraism in the Reformation Era (1500-1660). Authors, Books and the Transmission of Jewish Learning, Leiden, Brill, 2012.
[3] Jan Loop, Alastair Hamilton, Charles Burnett (eds.), The Teaching and Learning of Arabic in Early Modern Europe, serie The History of Oriental Studies, vol. 3, Leiden-Boston, Brill, 2017.
[4] Jan Loop, Johann Heinrich Hottinger. Arabic and Islamic Studies in the Seventeenth Century, Oxford University Press, 2013.
[5] Marcel Bataillon, “L’arabe à Salamanque au temps de la Renaissance”, Hespéris, 21 (1935), 1-17.
[6] Mercedes García-Arenal y Fernando Rodríguez Mediano, “Médico, traductor, inventor: Miguel de Luna, cristiano arábigo de Granada”, Chronica Nova, 32 (2006), 187-231.
[7] Manuel Barrios Aguilera y Valeriano Sánchez Ramos, Martirios y mentalidad martirial en las Alpujarras, Granada, Universidad de Granada, 2001.
[8] Adriano Prosperi, “L’Immacolata e Siviglia e la fondazione sacra della monarchia spagnola”, Studi Storici 47-2 (20026), 481-510.
[9] Isabel Boyano Guerra y Patricia Sánchez-García, “Una biblioteca en los márgenes: Pedro de Castro aprende árabe”, Al-Qantara, 41-2 (2020), 517-544.
[10] Juan R. Ballesteros, La antigüedad barroca. Libros, inscripciones y disparates en el entorno del III Marqués de Estepa, Estepa, Diputación de Sevilla, 2002.
[11] Mercedes García-Arenal, Fernando Rodríguez Mediano, The Orient in Spain. Converted Muslims, The Forged Lead Books of Granada, and the Rise of Orientalism, Leiden-Boston, Brill, 2013.
[12] Diego de Guadix, Recopilación de algunos nombres arábigos que los árabes pusieron a algunas ciudades y a otras muchas cosas, edición, introducción, notas e índices de Elena Bajo Pérez y Felipe Maíllo Salgado, Gijón, ed. Trea, 2005.
[13] Claude-Gilbert Dubois, La mythologie des origines chez Guillaume Postel: de la naissance à la nation, Orléans, Éditions Paradigme, 1995.
[14] Fernando Rodríguez Mediano, “Culture, Identity and Civilisation: The Arabs and Islam in the History of Spain”, en Frank Peter, Sarah Dornhof y Elena Arigita (eds.), Islam and the Politics of Culture in Europe. Memory, Aesthetics, Art, Bielefeld, Transcript Verlag, 2013, 41-60.
Fuente: Conversación sobre la historia
Portada: Reproducción a buril de uno de los libros plúmbeos grabado por Francisco Heylan, 1624. Diego Nicolás Heredia Barnuevo, Mystico ramillete historico, chronologyco, panegyrico, … del Ambrosio de Granada … el Illmo. y V.Sr. Don Pedro de Castro, Vaca y Quiñones … Arzobispo de Granada, y Sevilla, y Fundador Magnifico de la Insigne Iglesia Colegial del Sacro Monte Illipulitano. Impreso en Granada en la Imprenta Real, 1741 (Wikimedia Commons).
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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