Jesús Izquierdo Martín
Universidad Autónoma de Madrid. Codirector del programa de radio Contratiempo.
Historia y Memoria (Radio Círculo de Bellas Artes)
Durante las últimas décadas del siglo precedente tuvo lugar un intenso debate, alojado principalmente en la ciencia política y en el mundo angloparlante, entre liberales, republicanos y comunitaristas sobre las posibles soluciones a la crisis de los bienes públicos y, más concretamente, sobre la persistencia de los valores cívicos en las democracias liberales. La discusión se centró en el recurso social que podía evitar la omnipresencia del “free-rider”, esto es, del gorrón que aprovecha los bienes colectivos sin aportar nada en su producción y mantenimiento, un comportamiento que ahonda las dificultades para conservar el Estado de bienestar actual. Si los liberales defendían la posibilidad de modificar la conducta depredadora del individuo egoísta a partir de la aplicación de normas –incentivos selectivos positivos y negativos-, los republicanos y comunitaristas defendían la existencia de una comunidad finalista o una comunidad constitutiva, respectivamente, que podía generar, con las condiciones precisas, subjetividades inherentemente comprometidas con lo colectivo.
Años de hegemonía del pensamiento y prácticas neoliberales, sin embargo, parecen haber relegado el debate, afianzando una noción de sociedad que se piensa como agregado de individuos interesados, para la cual el éxito o el fracaso personal dependen de las decisiones de cada uno, nunca de sus condiciones socio-históricas. El rico es un individuo exitoso; el pobre un individuo fracasado. Pero aclaremos: no es que detrás de esta concepción neoliberal no haya comunidad, como sostiene la propia teoría liberal. Está presente. Lo que ocurre es que dicha comunidad conforma sujetos sin que estos la reconozcan y, a su vez, esta misma comunidad genera comportamientos poco solidarios con lo colectivo. A fin de cuentas, ir-por-libre es un valor que recibe reconocimiento dentro de un determinado grupo. Que se lo digan a Margaret Thatcher o a Ronald Reagan. O si quieren material más específico a Friedrich von Hayek o Milton Friedman, entre otros muchos.
El pensamiento neoliberal se ha naturalizado en los últimos años hasta el punto de adquirir la pátina del sentido común: somos -nos creemos ser- individuos que se adicionan voluntariamente para formar sociedades. Sumarnos solo depende de nuestros intereses y deseos. No hay fundamentos macros, solo micro conductas, diría mi colega y amigo Leopoldo Moscoso. Nada de lenguajes comunes verbales o prácticos. Y España no escapa a esta noción “sumatoria” de lo social. Un ejemplo: nuestro comportamiento con respecto al Covid-19 y los rebrotes de estos últimos meses se puede vincular al ideal individualista, pese a que no dejemos de apelar a una comunidad nacional o a una feligresía católica. En realidad, nos conducimos como si estuviéramos en una enorme comunidad de vecinos; ahora bien, somos vecinos, pero tenemos poco sentido de comunidad. Si no nos afecta un determinado asunto, pues que se fastidie el perjudicado. Es su problema. No hay demasiado sentido de responsabilidad colectiva por aquello que le ocurra a los demás.
Es una conducta que paradójicamente nos hermana y nos relaciona con el resto de lo humano tal y como lo concebimos en nuestros tiempos. En cierto sentido, esta jauría depredadora en la que nos hemos convertido procede de la moderna construcción de las clases medias, iniciada durante el desarrollismo franquista, cuando se abrió la posibilidad de reconocernos como consumistas de segunda vivienda y automóviles, mientras los españoles se apasionaban con aquellas suecas seductoras que dejaban ver sus anheladas carnes en playas multitudinarias. Los ochenta y noventa alimentaron el regusto por esa ciudadanía que pensaba más en El Corte Inglés y Galerías Preciados que en los movimientos sociales, progresivamente sofocados bajo la húmeda mancha del consumo y el disfrute. Y finalmente el siglo XXI certificó la creencia de que tener era mucho más relevante que ser; que a los españoles les unía no solo la tortilla de patata y el gazpacho, sino también la idea europeísta de una ciudadanía centrada en comprar y vender.
Lamentablemente somos más esto que otra cosa. Y disfrutamos con ello porque, para nosotros, como para otros ciudadanos modernos, el consumo individual es el orgasmo del ego. El acto de consumir sublima nuestro individualismo mientras dura la “elección” de la compraventa para luego decaer en espera de otra oportunidad de volver a elegir y saciar nuestra obsesiva necesidad de objetos y servicios. Nos encanta ese bullicio de mercancías que, a menudo, despreciamos segundos después de haberlas adquirido. Es más, a ese contento espasmódico hay que sumar la formidable ventaja de que este no exige responsabilidad alguna. Es una irresponsabilidad que se extiende también en nuestra relación con los conciudadanos. La hemos transformado en parte de nuestra convivencia cotidiana, salvo unos pocos altruistas en retirada. Por ello la acción frente al Covid-19 está marcada más por el miedo a la autoridad y a la norma (y al virus) que por la responsabilidad cívica hacia el otro. La acción solidaria es secundaria. Los rebrotes pueden tener muchas explicaciones, pero una de ellas es la forma de coexistir con –no en– lo colectivo. Hay numerosos amplificadores de esta conducta. Y no son solo jóvenes haciendo botellón, en fiestas o en conciertos.
Y así hemos llegado hasta aquí. Un colectivo atrapado en el mito antropológico liberal que no logra ser desafiado por nuestras tradiciones comunitarias, ni siquiera la católica, tan vengativa ella, tan cercana al poder por muy cruel que este sea, en este país donde uno puede asistir a una ceremonia eclesiástica de prédicas compasivas para luego descerrajar los insultos –y las acciones- más infames contra el ausente. Un individualismo de batalla que también se resiste al trasfondo colectivo de la vieja noción de vecindad, tan arraigada en el mundo pre-moderno y para la cual ser vecino era algo más que un mero registro administrativo. Y del mismo modo, esta lógica individualista ha deglutido la idea colectivista de la crítica socialista al capitalismo. Tómese, por ejemplo, el espíritu y la práctica anarquistas, tanto en su vertiente andaluza como catalana, que algunos –sabemos quiénes- solo equiparan con el desorden sin atender al hecho de que también producían subjetividades solidarias y responsables con lo común. Violentos, sí, pero con una violencia que tiene explicación –e incluso justificación- si se considera la espantosa desigualdad de clases en esa España donde burguesía, nobleza y clero miraban siempre hacia otro lado. Pongámonos en aquel pellejo, nosotros, ciudadanos que solo imaginamos una vía legítima para solucionar problemas, el diálogo, mientras nuestras vidas familiares y públicas están repletas de una violencia no tan sibilina y nuestra convivencia se construye mayoritariamente con material de discriminación.
Aquella pasta anarquista fue arrasada, primero por los comunistas y su reacción anti-revolucionaria durante la guerra de 1936; y luego por ese franquismo genocida de memorias que dejó aquella ausencia ácrata sin prácticamente presencia, hasta tal punto de dificultar en extremo la refundación de la CNT durante la transición a la democracia. Y haciendo sombra a los viejos movimientos sociales, incluso a los surgidos a partir de la gran estafa de 2008, ha ido enraizándose ese ánimo tan nuestro de ir por libre y, si se da el caso, ahora que vienen duras, protegernos con eso que algunos denominan bozales –mascarillas- ya no solo del virus sino también del Estado normativo. No sé si tengo algo de razón. Quizá uno ya esté embobado tras escuchar noticias que insisten en la acusación de que los rebrotes son responsabilidad del gobierno central y/o de los gobiernos autonómicos. Es cierto, la tienen y no se puede negar. Y encima, como comprobamos en la Comunidad de Madrid, nos confunden. Pero de esta catástrofe, segunda parte, no pueden escaquearse los ciudadanos, aquellos pésimos ciudadanos que no son pocos. Esos que se llenan la boca de referentes nacionales y protegen la vida de los suyos, solo la de los suyos, sin atender al resto de quienes, supuestamente, formamos parte también de aquellos referentes. Hacia los demás, es el miedo a la autoridad lo que les conduce; como antaño. Responsabilidades, las menos.
La solidaridad no parece pues la pasta de la que estamos hechos. Es otro el material que nos une y con una argamasa que se volatiliza en cuanto se tocan nuestros intereses o emociones. Somos moldeables porque la publicidad del mercado nos hace así. Y el pegamento que une nuestras piezas es en realidad una normatividad que viene aplicada desde nuestro afuera constitutivo. Leyes, decretos, administración…; en fin, Estado y amenaza o coacción para que hagamos o dejemos de practicar alguna de las actividades que pueden transformar los brotes de hoy en un renovado confinamiento. Lo más sorprendente –según mi argumento- es que los manifestantes que se “agregaron” en agosto en la Plaza de Colón y que denunciaron la supuesta farsa del Covid-19, exaltando su libertad individual por encima de cualquier compromiso colectivo, son los más congruentes con la identidad catastrófica que nos aglutina –y asola-. No ocultan en sí mismos lo que otros solo señalan en los demás. Así funcionamos en esta gran no-comunidad de vecinos, según la veleta de nuestros beneficios siempre que podamos eludir el castigo de la autoridad. Nosotros, extrañamente, sin el otro. Sin responsabilidad. Yo mismo.
Portada: Enric Corbera Institute
Ilustraciones: Conversación sobre la Historia
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