Mauricio Tenorio

Historiador. Es Samuel N. Harper Professor of History en la Universidad de Chicago y profesor asociado del CIDE. Autor, entre otros, de «La Paz: 1876» y «Clio’s Laws: On History and Language».

2010-2020 no suena a década en el sentido de “los sesenta”, pero intuyo que pronto estos diez últimos años ganarán el mote de década, de tiempo bien arrejuntado, pero por algo así como la saudade del purgatorio —que, por supuesto, nadie siente desde el paraíso. Por ahora, 2010-2020 se me revela parte del largo fin de era que comenzó en la última década del siglo XX. Porque, puesto a leer augurios, cualquier historiador se pone sentencioso con 1810-1820, la década del big bang de la modernidad, cuyas ondas expansivas aún resuenan en nuestro orden de Estados nacionales. Y hasta la historiadora más ecuánime ganaría reputación de pitonisa a poco de hincarle el diente a 1910-1920, década, esa sí, con sus años tan embarazados de Historia —1910, 1914 y 1917— que ni para qué explicar. Cuando esto escribo (fines del 2019), 2010-2020 son años sin rostro de época, ideales para hacerlos caber en la consabida expresión “década de transición”, una perogrullada equivalente a “década de diez años”. Sin embargo, como que le voy entreviendo su perfil a estos últimos diez años: será al fin “década”, la del crepúsculo de un mundo ruin pero que parecerá más él y más vivible ante lo que nos espera.

Pasó mucho y no pasó nada. En el 2010 el mundo inauguró la década enfrentando la mayor crisis económica desde 1930. Vivíamos un pesimismo que, a unos cuantos años de distancia, ya me parece un indebido y altanero optimismo, ora reaccionario, ora revolucionario, disfrazado de “fin de la historia”. Semejábamos estar en una revuelta de desmoralizados y hartos, pero hoy aquello me sabe a ilusión: Primavera Árabe, Occupy Wall Street, Indignats. ¡Ay!, aquella fe en la democratización y comunión universal que nos habían dado las redes sociales. Además, para muchos, a principios de la década los buenos habían alcanzado el poder —Lula, Chávez, Morales, Rodríguez Zapatero, Obama—. Eso sí, por multikulti que uno fuera, no se valía hablar bien de la alemana esa, Bundeskanzlerin, que aceptó más de un millón de refugiados. No menos optimismo era esa otra utopía plebiscitaria de David Cameron que prometía salvar la unión con Escocia y Europa a golpe de democracia a raudales. Ahí estaba, claro, Putin, poniendo en claro el nuevo orden internacional, invadiendo Ucrania, sin desatar una guerra generalizada. En el 2010, Grecia, Italia, España y Portugal estaban a punto de la bancarrota, la Unión Europea parecía incapaz de sobrevivir. Para fines de la década, la Unión Europea continúa en riesgo, pero no por la bancarrota, sino por el brexit y, sobre todo, por la crisis migratoria más importante desde la Segunda Guerra Mundial. A principios de la década, el presidente José Luis Rodríguez Zapatero aún disfrazaba los efectos de la crisis en España, pronto perdió el poder y en las elecciones de ese año la derecha volvió en grande, y los partidos abiertamente independentistas ganaban cerca del 14 % del voto en Cataluña. Al terminar la década, en las elecciones del 2019, los partidos independentistas dominan la Generalitat, las calles tomadas, y ganaron 47 % de los votos. Cuando empezó la década parecía que el sistema no daba para más, pero dio, y acabamos la década con Bolsonaros, Trumps, Amlos, Maduros, Johnsons, brexits… Padre nuestro, ¿por qué nos has abandonado?

Y, ¡ay!, México: de desmontar el flaco Estado de bienestar pasamos a desmontar el Estado, a cortar cualquier intermediario entre “Él” y “el pueblo”, en tanto la violencia y los muertos van de más a más a más, no obstante la breve ilusión de mercadotecnia durante el primer año del presidente Enrique Peña Nieto. Siguió la debacle de corrupción e ineficiencia, y de aquellos lodos estos polvos: la cuatroté, un populismo con denominación de origen nacionalismo revolucionario priista, trasnochado, claro está, pero puesto al día con buena onda cristiana. Simples ecos del mundo. Eso sí, como historiador, exijo de mis estudiantes nunca confundir al pedo con la cagada: mundo y cuatroté “holen” a lo mismo, pero una cosa es anuncio y la otra es la cosa. México es eco del mundo, pero desfasado, protegido sobre todo ahora por una moralina aislacionista que no reacciona ni ante Trump —y mejor que así sea, por lo pronto—. Cuando esto escribo, el gobierno de AMLO ha tomado su primera decisión visible de política internacional: le dio asilo a Evo Morales, como si al hospedar la esperanza con que comenzó la década el país ganara cara de utopía.

Ponerse a destilar de una sola década, y reciente, el fin o el comienzo de algo es lèse-majesté contra Clío; entre sus entenados no es bien visto, a destiempo, echar sobre la mesa los naipes de la historia. Es vicio, creo, de opinion makers, politólogos o economistas de Power Point, de esos que en tres bullet points capturan la lógica de la historia, buena para ayer, hoy y pa lo que venga. No es lo mío. “Me veo como un pez en la corriente”, escribió Virginia Woolf en su diario, “desviado (deflected); mantenido en su lugar; pero no puedo describir la corriente”. Yo tampoco y, de la corriente, sólo unos cuantos tanteos.

2010-2020: no pasó nada, nada que no estuviera pasando ya antes del 2010, y nada que vaya a dejar de suceder después del 2020. El porvenir ya vino: se acaba la segunda gran pax que gran parte del mundo ha conocido desde principios del siglo XIX —la primera fue de circa 1870 a 1910, 1914 o 1929; la segunda inicia en 1945. No hablo de paz en sentido pacifista, cual ausencia total de violencia, digo pax: ese reloj de enredada maquinaria que no tiene nada de idílico y no violento pero que, sin embargo, al menos en América y Europa, hemos llamado paz. Una cochinada, sin duda, pero también la era de mayor expansión económica y demográfica, la era que cambió la historia y el planeta, la era que nos rige como subconsciente colectivo, haciéndonos contemporáneos a bisabuelos, abuelos, hijos y nietos.

 

El historiador no puede deducir gran cosa de 2010-2020 excepto un vago pero claro sentido de destino, a saber, la guerra, la violencia más generalizada y abarcadora, más descontrolada, entre países y dentro de los países. Ya sé que cuando un historiador afirma esto es como si su astrólogo le dijera que “el amor acaba” —¡ay! que se me viene la tristeza, se me fue mi Príncipe—. Es un incontestable empírica y teóricamente, nada en la historia nos autoriza a declarar superada la capacidad autodestructiva de la especie. Y, en efecto, leo en el aire el sonambulismo, la inconsciencia de esta inevitabilidad, como si, por algún milagro moral, divino o tecnológico, la especie hubiera en verdad aprendido algo de la historia y no vaya a embarcarse en lo que ha hecho desde que el homo es sapiens. Espero equivocarme, más faltaba, pero creo que 2010-2020 será recordado como 1900-1914, cuando, sonámbulos, creyendo en una estabilidad finalmente ganada, pero sabiéndola débil, gran parte del mundo se embarcaba hacia la destrucción de los equilibrios conocidos.

Afirmar esto desde Chicago suena a exageración; las instituciones estadounidenses parecen sólidas, aunque cada día sale un nuevo libro que explica por qué se acaba el liberalismo, la democracia, el equilibrio de armas y poder. (Politólogos u “opinadores” creen que ellos sí conocen la corriente: “¡Eureka!, somos nosotros, los peces, los que movemos la corriente”). Los miopes de leer historia saben que la corriente va al mar, aunque no sepan “on ta” y cómo, cuándo y a qué velocidad llega la corriente a su destino. Además, en esta última década Estados Unidos ha dado muestras de claro aventurismo histórico, de destrucción del débil equilibrio logrado interna e internacionalmente. “Jews are rapers”, eso no se oye, pero sí algo aún más peligroso para cualquiera que conoce por encimita la historia de we the people: “Mexicans are rapers”. En el 2045 los Hispanics serán mayoría. En tanto, Rusia reencuentra su destino imperial y crece sin control como potencia militar; China también y se encamina a ser la primera economía del mundo en la próxima década. India crece en riqueza y desigualdad con 1.3 mil millones de habitantes, hoy en apariencia sonámbulos, caminando un sueño de pureza y fanatismo hindú. Por doquier, lo que creíamos tan superado, el nativismo, el llamado a la guerra étnica, está de regreso. Y en España, los jóvenes indignats de la Plaça de Catalunya, esos que, con toda justica, semejaban jugar a sus nineteen sixties, hoy son sustituidos por los jóvenes violentos de los Comités de Defensa de la República y del Tsunami Democràtic que juegan a hacer las de Bolívar e Hidalgo. Unos y otros creían y creen que no pasa nada, es decir, que la guerra civil o que la guerra europea nunca volverá. Volverán. Y en México, la violencia comenzó hace más de una década, y poco a poco se va comiendo todo. Hay miedo, sí, pero no sentido de que peligre la historia conocida, vivida; unos se creen civilizados, plens de seny, o seguidores de Žižek, pero de andar por casa y en pantuflas. En otros lugares las cosas están tan mal que, se cree, ya no pueden estar peores, sálvese quien pueda. Ya encarrerados, no existen los civilizados, y las cosas pueden ser mucho peores.

 

Si por algo, la última década será recodada porque fueron los primeros diez años en que masiva y públicamente se vivió y discutió, con desencanto de posibles soluciones, el irreversible cambio climático y ecológico que la especie humana ha causado en el planeta. Ya es de ayer eso de que el escenario de la historia —las montañas, los ríos, los climas, los bosques y desiertos, el ADN— cambia a un ritmo más lento que la historia humana. De nuevo, 2010-2020 no dio nada que no viniera de mucho antes, pero en los últimos años no es ciencia ficción pensar que partes del paraíso californiano serán pronto infiernos invivibles, que desparecerán pueblos y ciudades costeras, que infinidad de especies seguirán extinguiéndose cada día. Repito, esto viene de largo, y soy de los que cree que las consecuencias son impredecibles e inevitables en todos los sentidos: salud, seguridad, ecología, política, cultura, guerra y paz. Lo único especial en los últimos diez años fue que ocurrió lo suficiente para arrancarnos la venda de los ojos.

Y ya “éramos pocos y parió la abuela”: quizá el suceso científico que dé nombre a la década de 2010-2020 será la técnica conocida como CRISPR, descubierta en el 2012 por Jennifer Doudna, Martin Jinek y Emmanuelle Charpentier. No soy quién para explicar esta técnica que permite manipular el ADN con precisión, facilidad y cada vez más baratamente. El invento se ha expandido y popularizado muy rápidamente, sin reglas. Quizá terminemos la próxima década con un nuevo repertorio de hombres, animales y plantas cocinados en laboratorios caseros y soltados a la buena de Dios. Il n’y a pas de longue durée, la evolución del homo sapiens será alterada en menos de una generación, y no hay razón para el optimismo. Por cada enfermedad que se logre curar con CRISPR, surgirán dos Übermenschen que no acabarán sino reforzarán aún más la desigualdad existente. Es tan racional creer que la tecnología salvará a la especie como que la acabará.

La última década fue la primera total y absolutamente vivida pegados a las pantallitas, a la inmediatez de la “democratización” y “la total conectividad” de la “world community” (la socorrida utopía de Zuckerberg). La plataforma Twitter fue lanzada en el 2004; en el 2006, Facebook —para 2011/12 alcanzó mil millones de usuarios—, y en el 2012 ve la luz Instagram. La década comenzó con la ilusión democratizadora provocada por la tecnología; con esperanza seguimos #YoSoy132, la Primavera Árabe u Occupy Wall Street. Y la década terminó con que todos somos mercancías vendidas por misteriosos algoritmos que nadie regula. Comenzó con que ahora sí cualquiera puede tener voz pública y todo será más justo y bonito, y terminó con el vómito diario de mensajitos del presidente Trump, con las redes ultras de esto u lo otro desatadas. En México, en el camino se nos murieron los Carlos, Monsiváis y Fuentes, y nos amanecimos con que los nuevos Carlos se dan por número de seguidores, de manitas con pulgar p’arriba, pulgar pa’bajo, por las cursis caritas felices o lloriconas, por las chingaderas más gruesas y repetidas.

Un cambio, sin duda: la primera década en la historia de la humanidad en la cual cada segundo fue un tuit, una imagen, un wanabe aforismo o una guarrada palmaria e hiriente. Ya nada será igual, no hay razones para llorar ni para aplaudir. Las redes sin duda han democratizado, también han creado una doble posibilidad inédita hasta esta primera década de native-speaker of Twitter: que suba y reine masivamente la lucidez o la idiotez, pero como es matemático que lo último abunda… Tocará aislarse y morirse de idiotez o de lucidez, pero la propia, o aprender a navegar la idiotez, que es lo que rebosa. La historia, empero, enseña que la lucidez nunca es viral, y la idiotez, ya viral, es contagiosa. En fin, en diez años no ha pasado nada que no hubiera estado pasando antes, y que seguirá pasando. Lo que asombra es cuánta ilusión tecnológica reinaba no bien entrada la década, y cuánta decepción a la salida.

2010-2020 fueron años que reafirmaron el crecimiento de la desigualdad en el mundo, tendencia que comenzó en la década de 1990 en Estados Unidos o China, que siempre ha existido en México, o que tuvo sus respiros, pero que ha vuelto recio en Brasil. Nada nuevo, a no ser que “ni puta idea”: contra la desigualdad no hay grandes utopías o paradigmas que ilusionen mucho. Sin novedad en el frente de la desigualdad. Lo único relevante es que la década será recordada por los efectos de la desigualdad en la migración. En breve: sociedades más o menos prósperas con bajos índices de natalidad, crecimiento global de la desigualdad, outsourcing of violence vía “guerras” contra el narcotráfico o contra el terrorismo, crisis económica a partir del 2008… en este puchero no es de sorprender lo que 2010-2020 mostró: migraciones masivas no vistas desde finales de la Segunda Guerra Mundial. La inmigración casi hace desaparecer a la Unión Europea, el experimento posnacional más importante que ha vivido el mundo desde la Paz de Westfalia, y exitoso al menos en términos de paz y de desarrollo del subdesarrollo europeo. Sobrevivió la Unión Europea, pero… brexit, Hungría, Polonia…. Turquía y Libia cobran por salvar a Europa de sí misma, reteniendo el flujo de la historia, la migración de la pobreza a la riqueza.

Entre México y Estados Unidos, la década fue una comedia de errores criminales. Un Obama “estratega” ilusionado en una reforma migratoria mientras deportaba cientos de miles, y luego la inmigración mexicana estancada, pero la centroamericana desatada. México acaba la década haciendo las de Turquía, pero de “gorrión paloma” y calladito.

Lo peor: la década termina sin que exista ninguna manera nueva, práctica y ética, de entender la migración. Los límites para ensayar son muy estrechos: Estados nacionales soberanos y dignos, naciones “naturales” atacadas por “aliens”, en tanto las poblaciones del mundo rico envejecen el boom demográfico de los cincuenta y sesenta, y nadie parece entender la división natural del trabajo —si no están por la labor de tener hijos, otros deben tenerlos—. Cuidar viejos es la gran industria del futuro, y ahí los inmigrantes, en tanto cada día más robots, se encargan de producir mercancías y servicios. La década nos permitió seguir jugando al gato y al ratón, pero la migración será el tema del porvenir y no se vislumbran ni soluciones ni ideas (a no ser Turquía, brexit, muros). Viejos paraísos migratorios (Canadá, Australia) cierran puertas. La migración, aumentará. Hace tiempo que habría que pensarla no sólo con policías y muros, sino con historia y ética. A escala nacional, Canadá o Estados Unidos no escapan de pensar con historia reparaciones a sus poblaciones indígenas y de descendientes de esclavos. Pero la historia acaba en las fronteras. No. La migración cuestiona el papel de los Estados y las sociedades, en términos de justicia, seguridad y de historia a nivel global. Centroamericanos migrando a Estados Unidos, huyendo de la miseria, de la violencia ligada a negocios y mercancías, legales e ilegales, en Los Ángeles o Chicago. Mexicanos que han servido en las fuerzas armadas en Irak o Afganistán y que son deportados por conducir borrachos en las calles de Redwood City. No hay sentido de responsabilidad. Suceda lo que suceda en África, el Caribe o Centroamérica ha estado y estará íntimamente ligado a lo que ahí hicieron, hacen y harán Estados y sociedades en Europa y Estados Unidos. Migrar en estas condiciones es derecho humano; aceptar migrantes, invertir masivamente en zonas de migrantes, es una obligación histórica y, además, no hay de otra. No va a parar.

Y en México, antes que la cantaleta de exigir la disculpa de Felipe VI, debería pedirse no la disculpa, pero sí la responsabilidad de Estados Unidos con sus mexicanos, y no estaría de más una disculpa mexicana a los centroamericanos, por los abusos, por hacer con ellos las de Turquía. Flaco papel el de México: te produzco las lechugas y la mota baratas, te peleo tus guerras, los muertos los pongo yo, pero si algo pasa, me deportas… ¡ah!, y yo te detengo en México a los centroamericanos, de gratis, que ya me cobro yo con ellos.

Hoy el vocablo democracia no parece causar ilusión; y eso de “liberalismo”, viejo o neo, sin las nociones de redistribución y de Estado de bienestar que tenía hasta la década de 1970, es una buena o mala palabra pero no es más que eso, palabras. No quiero profundizar mucho, sólo recordar a un viejo descreído que lo vio todo, pero no el fin de la década. Mientras esto escribo se me fue uno de esos maestros que uno escoge de joven, pues para no andar como animalito intelectualmente: Wanderley Guilherme dos Santos. Llevó días cargando con la angustia de sus últimos escritos, botellas al mar ante el naufragio de la democracia brasileña. Murió demócrata, más faltaba, pero como quien muere con la cruz, por coherencia, por morir como se ha vivido, pero no por mucha fe en la democracia. Su angustia final resume bien lo que 2010-2020 nos deja: ¿qué no habíamos domado al homo homini lupus con democracia y liberalismo, por mal que funcionaran? Ya está claro: el populismo no es un desvío de las promesas de la democracia, es uno de sus usos más eficientes. Las recaídas autoritarias, creía Wanderley, “exhibirán las enormes dificultades para que las democracias capitalistas absorban creativamente las tensiones que crean los dos flujos, el de la acumulación de capital y el de la participación ampliada. En democracias representativas, el número de intereses contrariados es potencialmente superior al número de intereses atendidos”. El populismo no es ni será la solución de la paradoja, es y será su resultado.

Al ver que se venía la crisis económica entre el 2006 y el 2008, Wanderley ponía en duda la posibilidad teórica del liberalismo económico que, creía, haría trampas para salvar no sólo las economías, sino su lógica: “Una teoría que postula y reivindica el egoísmo maximizador para la instauración de la racionalidad económico-social agregada, no está autorizada a dispensarlo cuando el egoísmo se convierte en obstáculo para la restauración (salida de la crisis) de esa misma racionalidad… La democracia organizacional, utilitarista, cuando se hace finalmente hegemónica, vuelve imparibus las condiciones que favorecían la eficacia de su propia teoría”.

No voy a agregar nada a la actual orfandad de pragmática ideológica que más o menos alargue la quesque paz que hemos vivido. Estoy, como todos, metido en el ojo del huracán, huyendo hacia historias y temas arcanos, acaso para no ver, y siento la falta de mis Wanderleys. Será cosa de la edad, me descubro en La Canción del Jangadero del viejo vate Jaime Dávalos: “Río abajo, río abajo y la vida con el agua se me va”. Pero sé, como Wanderley, que “toda nuestra tragedia se contiene en la discrepancia entre la irrelevancia de cada uno de nosotros en el orden natural de la especie, y la grandiosidad de la maldad que, individualmente, somos capaces de hacer”. “É o mal que tenho que dizer”, así terminaba su Acervo de maldizer (2008).

Con la que está cayendo, se me ha quedado grabado el viejo refrán castellano que saca a cuento Rafael Sánchez Ferlosio —otro que se fue—: “El potro que ha de ir a la guerra ni lo come el lobo ni lo aborta la yegua”. Y es que el refrán me resulta ars historica. “Lo admirable del refrán”, decía Sánchez Ferlosio, “está en la desesperada valentía de revolverse no con resignación sino con todo el rencor de sus entrañas contra la cara de un destino cuyo poder ineluctable, sin embargo, reconoce”. Como en la historia, en el refrán se pueden librar las circunstancias específicas (aborto, muerte a boca de lobo), porque son, decía Sánchez Ferlosio, “desgracias de la vida”. Pero ir a la guerra, “en cambio, [es] por antonomasia una desgracia de la Historia”. 2010-2020 se cargó de “desgracias de la vida”, pero yo entreveo en la década su carga de desgracias de la historia, diviso en ella “la imagen concreta de la desventura que sobre la vida arroja la mala sombra de la Historia”.

Fuente: Nexos, Enero 2020. Título del artículo: «2010-2020»

 Ilustraciones: Kathia Recio


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3 COMENTARIOS

  1. Me temo que no se podrá hacer ese balance hasta que termine 2020, pero, en fin, podemos evaluar el periodo que queramos, incluso prescindir de algunos periodos.

  2. Leo con dolor una afirmación de Mauricio Tenorio, que por otro lado, no es fundamental para su argumentación que Conversación sobre la Historia le publica el 9 de enero:

    » (…) los jóvenes violentos de los Comités de Defensa de la República y del Tsunami Democràtic que juegan a hacer las de Bolívar e Hidalgo».

    Me parece razonable y comprensible la nota editorial junto al contacto (Los análisis, artículos y/o comentarios publicados en este blog o en nuestros perfiles de las redes sociales, no reflejan necesariamente la opinión de CONVERSACION SOBRE LA HISTORIA ni de sus miembros. Dichos contenidos se incluyen por su interés, y con el objetivo de invitar a la reflexión y al debate.), pero ello no es óbice para que la desinformación y la crueldad contenidas en la anterior afirmación de Mauricio Tenorio resulten vergonzosas. Que el señor Tenorio ignore la naturaleza de las porras, balas de goma, y todo tipo de instituciones represivas que campan por sus respetos por nuestras calles y cloacas, así como las reivindicaciones pacíficas de democracia que le dicen basta al régimen, no justifica tanta frivolidad.

    A veces, uno sabe de qué lado estar, simplemente viendo quiénes están del otro lado. Acabo como empecé: a uno le produce dolor leer tanta injusticia condensada en una sola frase.

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