Julio Prada Rodríguez
Universidad de Vigo
Entre sus obras destacan:  «La España masacrada: la represión franquista de guerra y posguerra» (Alianza, 2010); «Lo que han hecho en Galicia: violencia, represión y exilio, 1936-1939″ (con Jesús de Juana), Crítica, 2006; «De la agitación republicana a la represión franquista. Ourense, 1934-1939″ (Ariel, 2006).
 

 

La represión económica, elemento central de las políticas de exclusión de la dictadura franquista

El largo camino recorrido por la historiografía especializada en la represión económica, desde los pioneros trabajos de mediados de los años ochenta hasta las más recientes investigaciones de ámbito autonómico, certifica la vitalidad de unos estudios caracterizados por la creciente incorporación de nuevas temáticas y enfoques que van más allá de la mera cuantificación de las sanciones para dar paso al análisis de nuevas realidades desde una óptica cada vez más social y cultural. De este modo, se ha podido profundizar en uno de los aspectos esenciales de ese microcosmos represivo que se proyectaba sobre los aspectos más insignificantes de la vida de los hombres y mujeres durante los años más duros de la guerra y la posguerra. Y con ello, cada vez resulta más evidente que las diferentes modalidades represivas deben ser contempladas como parte de un vasto programa de acción global que fue mucho más allá de una simple violencia engendradora de relaciones de poder, ya que perseguía asegurar la dominación y el sometimiento de los individuos para facilitar la asunción, incluso subconsciente, de los nuevos códigos y valores inspiradores del nuevo Estado.

Desde esta perspectiva, la represión económica se convirtió en un elemento central de las políticas de exclusión social de la dictadura, iniciadas ya desde la fase del golpe de Estado cuando los primeros consejos de guerra sentaron la tesis de que quienes se habían opuesto al pronunciamiento eran los únicos culpables de los daños causados por su degeneración en guerra civil. La posterior normativa de responsabilidades civiles y políticas contribuiría a asentar todavía más en el imaginario colectivo la idea de la responsabilidad general de cuantos se identificaron, de un modo u otro, con todo lo que había representado la Segunda República. Desde este punto de vista, cumplió a la perfección su cometido dentro del entramado represivo: más allá de su utilidad a la hora de proporcionar recursos para los frentes bélicos y para el funcionamiento de la retaguardia, acabó por convertirse en una valiosa arma de disuasión e intimidación que inhibía cualquier muestra de desafección.

Requisas e incautaciones anteriores a la entrada en vigor del Decreto nº 108

El amplio catálogo de actuaciones que conforman el complejo entramado de la represión económica durante la guerra civil y el franquismo exige extremar las precauciones para no confundir prácticas en apariencia muy semejantes, pero que constituyen realidades bien diferentes y en absoluto homologables. Por ejemplo, las requisas llevadas a cabo por las autoridades militares durante la guerra civil se integran dentro de esa gigantesca maquinaria burocrática y de extorsión creada por los rebeldes para intentar responder con eficacia a las necesidades derivadas del fracaso del golpe de Estado y su transformación en guerra civil. Pero no presentan otra novedad que la exigencia de llevarlas a cabo en unas circunstancias en las que asegurar las «necesidades del servicio» primó sobre otras consideraciones de índole administrativa o formalista.

Esas perentorias urgencias y la existencia de un cierto policentrismo germinal, con numerosos comandantes militares e incluso Jefaturas de Milicias arrogándose el derecho de requisición, favorecieron la multiplicación de situaciones en las que los abusos fueron ciertamente frecuentes. Pero al margen de las requisas no regladas ni legalizables —en realidad auténticos expolios practicados por milicianos que actuaban sin mandato de la autoridad militar, pero frecuentemente con su tolerancia inicial—, lo cierto es que no parece que pueda hablarse de una situación generalizada de descontrol en la mayor parte retaguardia. Ni la Intendencia Militar de las diferentes Divisiones dejó de funcionar ni se prescindió por completo de las formalidades de rigor, incluso antes de que el Estado campamental del que hablaba Ramón Serrano Suñer fuese imponiendo progresivamente su autoridad.

Las incautaciones de bienes de particulares y entidades políticas y sociales afectas al Frente Popular realizadas antes de la entrada en vigor del Decreto nº 108 y del posterior Decreto Ley nº 157 y la Orden que lo desarrollaba coinciden con las requisas en que su destino final fue el de satisfacer las necesidades bélicas y de sostenimiento de la retaguardia. Pero difieren tanto por su significado como por el procedimiento para hacerlas efectivas y, naturalmente, por quienes fueron los sujetos pasivos de unas y otras. Mientras estas últimas estaban configuradas como una forma de ocupación temporal que si bien daba derecho a una indemnización se diferenciaba de otras figuras expropiatorias tanto por su causa legitimadora —las necesidades bélicas— como por el método expeditivo mediante el cual los habilitados para practicarlas adquirían su posesión, las primeras carecían de otra referencia normativa que los bandos de guerra y la consideración como «enemigos» de las víctimas. Muy pronto este vacío va a ser suplido por diferentes autoridades, sobre todo comandantes militares, que lo mismo decretan por su cuenta la clausura de centros obreros que disponen la incautación de las propiedades de «extremistas» huidos o en prisión.

Pensamiento Alavés 6 de agosto de 1936

Pero al lado de las incautaciones de bienes ordenadas directamente por las autoridades militares se produjeron auténticos pillajes y saqueos perpetrados, sobre todo, por miembros de las milicias armadas. Las excepcionales circunstancias derivadas del fracaso del golpe de Estado favorecieron que se multiplicasen las extorsiones económicas de simpatizantes izquierdistas y de otros muchos a los que la perspectiva de una denuncia, aun siendo falsa, obligaba a ceder ante las pretensiones de individuos sin escrúpulos que actuaban amparados en la casi total impunidad de la que disfrutaron durante meses. Algunos bandos militares dictados ya pasadas las primeras semanas de guerra permiten entrever la magnitud de las arbitrariedades, pero lo cierto es que incluso allí donde las autoridades tenían un control absoluto del territorio tardaron en ser corregidas y, de hecho, se mantendrían, con menor intensidad, durante años.

 

Las sanciones pecuniarias, eficaz instrumento de castigo a  los desafectos

Además de las requisas y las incautaciones de bienes, las sanciones pecuniarias fueron otro de los instrumentos fundamentales de los que se valieron los sublevados para la financiación de la guerra y los costes de mantenimiento de la retaguardia. La escasez de documentación dificulta la cuantificación y el análisis de las multas. No siempre se conservan, por ejemplo, los detallados libros donde se registraban el nombre de los sancionados, el motivo y el importe de aquellas, por lo que resultan especialmente útiles las listas remitidas por los comandantes militares a las jefaturas de las Divisiones Orgánicas en los que se relacionan de forma nominativa las multas impuestas desde la proclamación del estado de guerra hasta el mes de diciembre de 1936. También resulta de interés la correspondencia entre sus responsables y las autoridades locales y provinciales para intentar desentrañar las líneas maestras que guiaron su actuación durante los meses que siguieron al golpe de Estado. Otras fuentes militares (informes, relaciones, partes de requisa, etc.) y los expedientes de responsabilidades civiles y políticas también han dejado huella de este tipo de multas, al igual que muchos documentos de naturaleza policial. Finalmente, la prensa solía hacerse eco con frecuencia de los casos más representativos o publicaba algunas relaciones de corregidos con una evidente intención propagandística y disciplinadora.

Por consiguiente, aunque no se puedan ofrecer datos cuantitativos seriados, de lo que no cabe dudar es de la eficacia de las multas como instrumento de castigo de los desafectos y de su importancia desde el punto de vista de la captación de recursos y del proceso de implantación del régimen. La enorme variedad de conductas sancionadas que no guardan relación con el Orden Público ni con el pasado político o social de los contraventores constituye la mejor prueba de ello. Así, por ejemplo, en el ámbito de la Octava División Orgánica lo que destaca en primer lugar es el carácter marcadamente confiscatorio de numerosas sanciones y el elevado porcentaje que representaron sobre el total de los ingresos de las diversas Comandancias durante los cuatro primeros meses de la guerra, lo que nos revela su marcada finalidad económica: proporcionar recursos, sobre todo para el Ejército y las Milicias, de la forma más rápida y expeditiva posible mientras no se ponía en marcha todo el aparato logístico y administrativo que requería una conflagración cuya larga duración no tarda en intuirse. En segundo lugar, la imposibilidad de prescindir de la dimensión política que tuvieron estos correctivos dado el altísimo porcentaje de multas sin otra justificación que el pasado político o social de los sancionados, su participación en la resistencia a la sublevación o su no colaboración inicial con la misma no invita precisamente a otra lectura. Financiar la guerra en sus fases iniciales a costa de los desafectos no solo perseguía castigarlos por sus anteriores simpatías, evidentes a luz de su filiación política y social, sino también ejercer un efecto paralizante sobre los disidentes, contribuir a su exclusión social y a la vez generar lealtades compulsivas entre los tibios y reforzar las identidades colectivas de los acólitos profundizando en el proceso de construcción simbólica del enemigo.

Las suscripciones patrióticas

Como en el caso de las requisas, las incautaciones y las multas, la organización de suscripciones patrióticas para contribuir a la financiación de una guerra o para auxiliar a damnificados por algún suceso luctuoso de especial transcendencia no constituía una novedad a la altura de julio de 1936. Y lo mismo habría que decir en cuanto a la participación de autoridades y representantes de las «fuerzas vivas» de villas y ciudades en las comisiones creadas al efecto. La muy relativa espontaneidad y el carácter voluntario que revistieron las primeras contribuciones, así como el cierto confusionismo inicial, enseguida dieron paso a un rígido intervencionismo por parte de las nuevas autoridades militares y a la utilización de la propaganda, el terror y la coerción para forzar a la población a cotizar en cuanto petitorio, rifa o suscripción se organizaba. Como había sucedido con los saqueos y las incautaciones de bienes realizadas por milicianos sin consentimiento expreso de las autoridades, esto no impidió que en muchos lugares creciesen como hongos las bandas de extorsionadores que aprovecharon la coyuntura para cometer toda clase de «extralimitaciones». Como resultado, en varias provincias fue necesario disolver todas las comisiones de recaudación integradas por miembros de las Milicias Ciudadanas y a prohibir las suscripciones patrióticas que no respondiesen a fines «altruistas y patrióticos».

El predomino en la directiva de dichas comisiones de miembros de la élite económica y social, sectores mesocráticos y militares en detrimento de las «clases populares» se hace evidente también desde los primeros momentos. En el caso de la denominada «Pro-Ejército y Milicias», la más importante junto con la «Nacional», la hegemonía de los militares fue absoluta en contraste con FET y de las JONS, sobre todo en lo que se refiere a las Juntas encargadas de la autorización de los gastos que se imputaban a la misma. Mucho más matizado es el cuadro que aparece ante nuestros ojos cuando de lo que se trata es de profundizar en el perfil de los contribuyentes. La destacada presencia de los sectores más humildes de la población y también de las clases medias es algo que no puede cuestionarse a juzgar por el monto y la naturaleza de muchas de las aportaciones, pero para situarla en su justo lugar conviene no olvidar lo ya reiterado en cuanto al papel de la represión y al nada indisimulado interés de los sublevados en presentar tales campañas como una magna empresa popular y patriótica. Buena prueba de ello es lo que ocurre en todas las provincias controladas por los sublevados, donde el lenguaje oficial se tiñe de conceptos como «voluntariedad», «desprendimiento» o «generosidad» para referirse a las actitudes de quienes colaboran, mientras se habla de «donativos», «atenciones, «ofrendas, «entregas» o «socorros» para referirse a lo que en la práctica son contribuciones o imposiciones forzadas, del mismo modo que el personal al servicio de las Administraciones «ofrece», «dona» o «cede» desprendida y patrióticamente parte de sus haberes obviando el hecho de que el descuento en sus nóminas era, en realidad, un impuesto.

Consejo de ministros en el Pazo de Meirás, «obsequio» a Franco adquirido por medio de una cuestación popular forzosa (foto: Efe)

Lo mismo ocurre cuando analizamos el papel de entidades, instituciones y asociaciones vinculadas al mundo de la Banca, el Comercio, la Industria y los Negocios, así como el de los principales contribuyentes en cada localidad. Constatar que las principales aportaciones proceden de estos sectores y que aquí encuentran aquellos sus principales soportes, tampoco puede hacernos olvidar que en absoluto fueron inmunes a la coerción y a las amenazas. De hecho, aunque fuese de forma propagandística e interesada, a ellos se dirigieron las más enérgicas advertencias y admoniciones y de ellos procedieron las mayores reticencias a contribuir «en proporción a sus posibilidades», lo cual no significa que estas puedan ser interpretadas en clave de disidencia u oposición hacia el régimen en proceso de construcción.

Imperio (Zamora), 5 de febrero de 1937

Además, de todas las modalidades de extorsión económica analizadas, las suscripciones patrióticas fueron, sin duda, las más importantes desde el punto de vista del reforzamiento de las identidades colectivas del «bando nacional». Por consiguiente, también tuvieron un papel esencial a la hora de ir conformado ese conglomerado de apoyos explícitos y difusos de los que se va nutriendo el régimen en su largo proceso de institucionalización. Por ello, su análisis no solo sirve para poner en evidencia el propósito de control de la población y de financiación de la guerra o para desvelar su utilidad como medio de castigo contra los que se negaban a contribuir.

Las Comisiones Directoras y Administradoras de Bienes Incautados y las Comisiones Provinciales de Incautación de Bienes

Al mismo tiempo que se sucedían las extorsiones regladas y no regladas, se llevaron a cabo las primeras ocupaciones y embargos en las provincias controladas por los rebeldes amparándose en la legislación heredada y en la ley marcial, que confería a las autoridades militares unos poderes absolutos que no solo alcanzaban a las vidas y la libertad de los ciudadanos sino también a sus bienes. Los primeros consejos de guerra hicieron suyo el principio general de que el deber de indemnización civil surge de la declaración de responsabilidad criminal y decretaron que el patrimonio de los condenados en consejo de guerra quedaba sujeto a responder hasta límites astronómicos de unos daños provocados, precisamente, por la acción de los sublevados. No obstante, por lo general, la entrada en vigor del Decreto nº 108 impidió que las diligencias de ejecución de tales responsables pudieran concretarse.

Diario de Córdoba 10 de octubre de 1936

A pesar de la lentitud con la que se aplicó esta norma, en varias Divisiones Orgánicas se adoptaron algunas disposiciones tendentes a sujetar a unas pautas más o menos uniformes la labor de los jueces militares especiales de incautaciones o confiscaciones nombrados por los diferentes comandantes militares. Sin embargo, las Comisiones Directoras y Administradoras de Bienes Incautados solo llegaron a funcionar en contadas provincias y en otras muchas no se logró rematar en su integridad ni uno solo de los expedientes incoados antes de la entrada en vigor del Decreto Ley y la Orden de 10 de enero de 1937. Por el contrario, se cuentan por miles las diligencias encaminadas a garantizar que los expedientados no pudiesen realizar actos de disposición de su patrimonio, para asegurar así en el futuro la responsabilidad a la que hubieran podido hacerse acreedores.

            Los interminables listados de «extremistas» que remiten a los juzgados militares los comandantes de puesto de la Guardia Civil y, en el caso de las capitales, las respectivas Comisarías de Investigación y Vigilancia son el principal instrumento que movió la maquinaria burocrática de las Comisiones. Los testimonios de sentencia de consejo de guerra, una vez que la nueva legislación había establecido que los tribunales se abstendrían de fijar la cuantía de la responsabilidad de los condenados, se destacan en muchas provincias como la segunda fuente de incoación de expedientes durante esta fase. Una fase que se caracteriza por la actuación marcadamente preventiva de los jueces militares de instrucción, mucho más preocupados por incautar de facto propiedades de partidos y sociedades afectas al Frente Popular y por trabar los bienes de personas contra las que ni siquiera se había abierto expediente de modo oficial que por culminar unos sumarios cuya resolución será encomendada ya a las CPIB, una vez que la normativa de responsabilidades civiles se encuentre desarrollada en lo esencial.

Embargo de bienes a Manuel Portela Valladares

Todavía se necesitan más investigaciones para realizar un balance ajustado de lo que fue la actuación de las CPIB en el conjunto del Estado. En lo que afecta a la incautación de bienes propiedad de partidos, sindicatos y entidades que apoyaron al Frente Popular, se cuentan por miles las organizaciones locales sujetas a responsabilidad. Pero lo cierto es que el valor de lo incautado no parece corresponderse con las expectativas generadas en este apartado debido, sobre todo, al relativamente escaso número de inmuebles que, con excepción de los ámbitos urbanos, pudieron ser incautados. Las diferencias en el ritmo de incoación de expedientes difieren de unas provincias a otras. No así la enorme dureza sancionadora de las diferentes Comisiones, común a la mayoría de ellas. En este sentido, es verdad que los estudios realizados no permiten conocer con precisión la cantidad de dinero ni de otros bienes que fueron a parar al Tesoro Nacional para financiar los costes de la guerra, pero no cabe duda que resultaron cuantiosos y que, por consiguiente, es necesario rechazar la idea de «inutilidad recaudatoria» que se ha atribuido a algunas CPIB. La mayoría no solo proporcionó copiosos ingresos para dichas arcas, sino que todas demostraron su efectividad para sancionar a los principales soportes sociales del proyecto reformista que intentó encarnar la Segunda República.

La Ley de Responsabilidades Políticas           

Los problemas creados por la aplicación de la normativa de responsabilidades civiles, especialmente en materia de intervención de créditos y de ejecución de sentencias, fueron una de las razones de peso que estuvo en la génesis de su desaparición y de su sustitución por la jurisdicción especial de responsabilidades políticas. En algunos lugares también se produjeron ciertas tensiones internas respecto a su control e incluso afloraron diferencias de criterio en su aplicación por las diferentes Comisiones Provinciales, aunque no parecieron preocupar en exceso a las Auditorías. Tampoco parece que dicha legislación hubiera agotado todas sus posibilidades y con ello la etapa de las responsabilidades civiles estuviera destinada a extinguirse de modo indefectible. En consecuencia, los factores ideológicos debieron resultar decisivos como se desprende de la propia LRP, que une a su naturaleza vindicativa y represiva una inequívoca pretensión legitimadora.

Sea como fuere, la entrada en vigor de la LRP no trajo consigo la inmediata sustitución de los viejos organismos por los nuevos, a pesar de que la actividad de las CPIB había ido decreciendo progresivamente en las zonas en las que el golpe de Estado triunfó con relativa facilidad. La fecha en la que una provincia o región pasa a estar bajo control de los sublevados es, precisamente, uno de los elementos que influye en el ritmo de incoación de expedientes, aunque lo más notable en este punto son las grandes diferencias existentes entre las diversas provincias que cuentan con investigaciones monográficas. Al margen de ello, el afán depurador que se observa en algunas zonas desde finales de 1940 quizá guarde relación con el hecho de que la Ley de 3 de febrero de ese año establecía la prescripción de la responsabilidad de aquellos contra los que no se hubiese incoado expediente o dado estado a la denuncia a partir del 1 de abril de 1941. En cualquier caso, la ineficacia del procedimiento, los escasos recursos de que dispusieron los jueces de instrucción y el tiempo que tardaban las diferentes autoridades en remitir los informes solicitados explican que los tiempos medios de instrucción y de conclusión de aquellos quedasen muy alejados de lo que preveía la Ley.

Los motivos que dieron lugar a la apertura de expediente fueron también muy variados, aunque las remisiones de sentencias por parte de los consejos de guerra y, más tarde, por el TRMC son, junto con las acusaciones de haber sido directivo o militante de las organizaciones declaradas fuera de la ley los supuestos más recurrentes. Aunque es difícil establecer una pauta global y abundan las excepciones, las provincias sometidas en las primeras fases de la guerra suelen registrar un porcentaje elevado de encartados por haber sido encausados en un sumario incoado por la jurisdicción de guerra, siendo más reducido el de expedientados por cualquiera de los restantes supuestos contemplados en la normativa anterior a la entrada en vigor de la LRP. En cambio, a partir de febrero de 1939, los condenados en consejo de guerra pasan a representar cifras muy inferiores a los dirigentes y afiliados a partidos y a organizaciones sociales declaradas ilegales, mientras que en las de reciente conquista ocurre justamente lo contrario. Ello se debe a que en aquellas la exigencia de responsabilidades por hechos relacionados con la actuación política y social anterior al golpe y con la resistencia al mismo se sustanciaron de forma mayoritaria antes de finalizar 1938, mientras que en estas últimas los consejos de guerra se encuentran en plena actividad cuando comienza a funcionar toda la maquinaria burocrática asociada a la LRP.

Sentencia recaída en el expediente de Responsabilidades Políticas contra Santiago Casares Quiroga

Al margen de las cifras concretas de cada zona, conviene insistir en que la aplicación de la normativa de responsabilidades políticas tuvo un carácter complementario respecto a la jurisdicción de guerra, sobre todo hasta la entrada en vigor de la reforma de 1942. Aunque los condenados en consejo de guerra representaban un porcentaje muy significativo de las incoaciones, esta jurisdicción especial también inició diligencias contra numerosas personas que habían quedado a salvo de la acción de los tribunales simplemente por haber militado o alcanzado un cargo directivo en partidos y sindicatos afectos al Frente Popular, por ser considerados «propagandistas» o por haber desempeñado cargos políticos, la mayoría en el ámbito municipal.

Denuncia de un particular ante la Comisión de Incautación de Bienes de Zamora pidiendo la incautación del caudal hereditario de un fallecido (Archivo Histórico Provincial de Zamora)

Que las denuncias de particulares apenas contasen a la hora de poner en marcha la maquinaria punitiva de las CPIB o de los Juzgados instructores de Responsabilidades Políticas no debe conducirnos a minusvalorar su papel en el conjunto del proceso represivo. La legislación y la práctica procesal no quisieron asignarles este cometido hasta la entrada en vigor de la LRP, pero en cambio les reservaron la misión de actuar como delatores y confidentes en la sombra de las diferentes autoridades y de testigos e informadores a lo largo de las diligencias sumariales. Cuando esta última los incluyó de forma expresa entre las instancias llamadas a instar la apertura de un expediente, lo esencial del proceso depurador ya se había iniciado y la curva de procesamientos por vía militar había comenzado a declinar. Pero, sobre todo, no se modificaron las circunstancias que aconsejaban circunscribir su papel a las funciones antes señaladas. Por eso, el reducido porcentaje de «ciudadanos corrientes» que aparecen como motores del conjunto de los sumarios en ambas etapas no permite colegir que la pretensión del régimen de implicar en la represión al mayor número de personas posible para reforzar de este modo la solidez interna de sus apoyos se haya saldado con el estrepitoso fracaso que le atribuyen algunos. Al contrario: incluso cuando las fuentes permiten comprobar la relativa frecuencia con la que un círculo muy reducido de sujetos está en la base de los testimonios incriminatorios, se hace evidente que la implicación social en la delación fue mucho mayor de lo que tales guarismos reflejan.

Todo indica que las perspectivas recaudatorias de los golpistas se vieron en gran parte defraudadas debido, sobre todo, a la imposibilidad de hacer efectivas muchas de las sanciones impuestas tanto por la lentitud del procedimiento como por el cúmulo de estrategias desarrolladas por los sancionados para ocultar o minusvalorar parte de su patrimonio y para obstaculizar la ejecución de las sentencias. Es cierto que las diligencias procesales revelan que un porcentaje nada despreciable de los encartados carecían de bienes sobre los que hacer efectivas aquellas, pero esto más que un error en el cálculo de los teóricos rendimientos de la acción punitiva lo que refleja es la inadecuación del mecanismo elegido para hacer efectiva la responsabilidad. De hecho, que sean las sanciones de los tramos inferiores las que registran índices más elevados de pago confirma que se acomodaban mejor a la capacidad económica de los sancionados de extracción más humilde, aunque también que otros de mejor fortuna consiguieron poner a salvo parte de sus bienes y hacerlas efectivas sin grandes quebrantos.

Sin duda los escasos rendimientos son un factor determinante en la reforma de la LRP de 1942, al igual que el interés de aliviar el peso sobre la Administración de Justicia. Pero también es necesario tomar en consideración el deseo de una atenuación del rigor punitivo en el que intervendrían razones de oportunidad política y económica del mismo modo que ocurre con las reducciones de pena para los condenados por tribunales militares. Como resultado de ella, el número de expedientes incoados cayó de modo drástico y, sobre todo, el porcentaje de sobreseimientos se multiplicó de forma exponencial como resultado de la exención de responsabilidad de los meros afiliados a partidos políticos, de los condenados a penas no superiores a 12 años y de los insolventes y de los que percibían ingresos inferiores al doble del jornal de un bracero de su localidad de residencia y además constaba que la unidad familiar tenía un patrimonio inferior a 25.000 pesetas.

Los beneficiados por la represión económica

El panorama de los beneficiarios por la represión económica en la retaguardia franquista ofrece una imagen diversa y poliédrica. Las diversas medidas implementadas para compensar la insuficiencia de los ingresos tributarios ordinarios estuvieron presididas, lógicamente, por la necesidad de financiar los costes de la guerra y del mantenimiento de la retaguardia. Por eso, nada tiene de extraño que el Ejército y las Milicias fueran los principales beneficiarios de los recursos allegados en forma de multas, suscripciones patrióticas, requisas e incautaciones de bienes. Tampoco hay ninguna duda de que, en desigual porcentaje e intensidad, en todas ellas finalidad económica y política caminaron unidas de la mano.

Esta última se manifiesta de forma singular en el caso de los miles de multas impuestas a los elementos considerados «desafectos» por hechos anteriores, coetáneos y posteriores al golpe de Estado, pero también en las incautaciones de bienes decretadas antes y después de la normativa específica destinada a regular las responsabilidades civiles y políticas. En cambio, se diluye en lo que afecta a las suscripciones patrióticas y a las requisas practicadas conforme a la normativa vigente, ya que en ambos casos no solo priman los móviles económicos sobre los propiamente políticos, sino que los sujetos pasivos son, en el primer caso, la generalidad de la población susceptible de contribuir a las mismas, y en el segundo los propietarios de bienes demandados por las autoridades sin distinción de ideologías ni de clase o condición social.

Aun así, las multas con las que fueron sancionados los que se negaron a contribuir a alguno de los múltiples petitorios organizados, la casi automática deducción de que quienes así lo hacían mostraban con ello su oposición a la «causa nacional» y el propósito último que evidenciaban los relacionados con la construcción y legitimación simbólica del régimen no permiten obviar esta dimensión política. Otro tanto habría que decir de las requisas y demás exacciones llevadas a cabo de forma irregular sobre todo por milicianos, que aprovecharon la coyuntura creada por el golpe para apropiarse de toda clase de bienes y dinero de quienes, por sus concomitancias reales o presuntas con la política de izquierdas durante la Segunda República, carecían de posibilidades para poner coto a semejante desmanes.

 

Sin embargo, la entrada de particulares en el reparto del botín de guerra no solo se produjo por la vía de las diferentes extorsiones económicas practicadas por individuos o grupos al margen de la normativa de la que paulatinamente se fueron dotando los sublevados en este ámbito. Lo hizo, en primer lugar, aunque de modo en absoluto generalizado, a través de la intervención directa de las autoridades militares locales, que en ocasiones llegaron incluso a adjudicar la posesión de bienes incautados o embargados a familiares de víctimas producidas por izquierdistas cuando las fuerzas del orden acudían a detenerlos. La entrada en vigor del Decreto nº 108 parece haber supuesto un punto de inflexión en estas prácticas, al menos a juzgar por las instrucciones transmitidas desde las Auditorías de Guerra y las Divisiones Orgánicas en el sentido de que el único organismo competente para entender en dicha materia eran las CPIB, sin perjuicio de las acciones de responsabilidad civil previstas y de la «amplitud de las atribuciones gubernativas» para proveer socorros a dichos deudos.

La normativa de responsabilidades civiles y la posterior de responsabilidades políticas abrieron nuevas vías para que ciudadanos de diferente extracción política y social se beneficiaran de la incautación o el embargo, siquiera temporal, de las propiedades de los considerados desafectos. Lo hicieron, en primer lugar, quienes fueron nombrados administradores o depositarios de dichos bienes, un variado repertorio de personas en el que tenían cabida desde ciudadanos anónimos que no habían exteriorizado previamente un compromiso político o social militante dentro de la coalición reaccionaria que se hizo con el control del poder a otros que se distinguieron por lo contrario. En segundo lugar, quienes adquirieron en subasta pública las pertenencias de los corregidos que no pudieron hacer frente a las sanciones económicas impuestas por los llamados a resolver; un repertorio, asimismo, lo suficientemente heterogéneo y diverso para huir de aquellas generalizaciones simplistas que hablan, sin más, de una enorme masa de personas identificadas en cuerpo y alma con la labor de saneamiento emprendida por los golpistas tan solo por haber resultado agraciados con una porción del botín. Más bien todo apunta a que, por su número, los principales interesados en la consolidación del régimen fueron los que se vieron implicados en el proceso represor como delatores, informantes o testigos y no tanto como beneficiarios directos de un expolio que, sobre todo, favoreció al Ejército, a contados organismos oficiales y al Partido Único.

La complejidad de las actitudes sociales respecto al franquismo se pone también en evidencia en el ámbito de la represión económica. Como en tantos otros apartados, también aquí es posible descubrir una amplia paleta de tonalidades que abarca desde las inquebrantables adhesiones hasta las formas de resistencia de baja intensidad. Y, asimismo, es posible comprobar cómo esas actitudes no definen de forma rígida e inamovible a unos grupos sociales concretos sino que muchas veces resultan transversales, además de dinámicas y fluctuantes en el tiempo, incluso en un mismo sujeto. El modo en el que la población reaccionó ante las requisas y las incautaciones durante la guerra civil, a pesar de lo excepcional de unas circunstancias en las que la menor muestra de tibieza corría el riesgo de ser interpretada como desafección y dar lugar a la exigencia de las más «severas responsabilidades», nos permite rechazar la idea de que en medio de la polarización resultante de la contienda bélica no pudieran abrirse espacios en los que los individuos fuesen capaces de desplegar su potencial de negociación sobre cuestiones que para ellos resultaban fundamentales. Pero este resultó ciertamente limitado y, sobre todo, difería de forma radical en función de la calificación que cada uno mereciese para los detentadores del poder.

Es verdad que para la mayoría no cabía más alternativa que adaptarse a la situación creada por el golpe de Estado y la guerra civil, al nuevo poder emergente y a las formas en las que este tenía de hacerse patente en cada parcela de la vida cotidiana de los individuos. Pero incluso en este contexto tan desfavorable, los individuos nunca carecen por completo de recursos que les permitan interactuar con el mundo que les rodea. Y, por consiguiente, dentro de los estrechos márgenes que aquel permitía, tratan de sortear aquellas demandas que les resultan más gravosas, unas veces recurriendo a la ocultación y al fingimiento, otras intentando retrasar o diferir su desempeño, cuando no directamente entorpeciendo u obstaculizando su cumplimiento. Negociar en el marco de los reducidos límites de la tolerancia que estaba dispuesto a admitir el régimen era la única alternativa viable para quienes, de una forma u otra, se encontraban ante la ineludible tesitura de confrontar sus intereses con los de aquel.

 

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