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Josep M. Fradera
The Imperial Nation. Citizens and Subjects in the Brtish, French, Spanish and American Empires,
Princeton, N.J., Princeton University Press, 2018

La crisis de los imperios monárquicos no condujo a la destrucción de los imperios europeos en otras partes del mundo sino a su transformación en muchos e importantes aspectos. No fue así ni siquiera en aquellos casos en los que las crisis imperiales entre 1776 y 1830 emanciparon a importantes dominios de aquellas vastas construcciones supra continentales de la Época Moderna. Basta citar la pérdida de las trece colonias por los británicos, Saint-Domingue por parte de Francia después de la Gran Revolución o la América española continental entre las guerra del cambio de siglo y 1824. De las crisis que desestabilizaron los dominios monárquicos nacieron los imperios contemporáneos, resultado de una modificación por igual de las formas de gobierno como de la naturaleza de las relaciones coloniales fuera de Europa. En el libro se estudian con detalle la formación de la política imperial de cuatro grandes naciones (a través de conflictos y violencia en todos los casos) para delimitar la separación de los dominios ultramarinos de cualquier atisbo de transformación política y de derechos paralela o parecida a la que siguieron las sociedades metropolitanas en la crisis del antiguo régimen y la consolidación de los regímenes liberales. Se consideró que la idea de comunidad nacional no debía ser transportada sin más a aquellos espacios lejanos, de control problemático y con poblaciones que desafiaban la supuesta homogeneidad ‘racial’ y social en casa. A continuación se  publica la conclusión del libro.   


Conclusiones

Haiti
Haiti

La crisis atlántica de los años 1780-1830 abrió la puerta a la descolonización de una parte fundamental del mundo colonial edificado por algunos países europeos desde el siglo XVI. Significó el nacimiento de las repúblicas de la Antigua América española, la aparición del imperio monárquico del Brasil, el nacimiento de la República de Haití en 1804 y la independencia de la Republica Dominicana en dos fases, en 1821 y en 1844, y, por supuesto, la formación de la República estadounidense. No obstante, tras aquel ciclo de destrucción y reconstrucción, los viejos imperios permanecieron en el mundo americano y atlántico: España mantuvo posesiones en las Antillas, Portugal  proporcionó a la nueva nación su dinastía reinante hasta la crisis que conduciría al cambio republicano en el año 1889. Francia mantuvo importantes posesiones en el Caribe y Guyana. El imperio británico hizo lo propio en las Antillas y aquella estrecha franja continental pero construyó en el marco de su propia crisis, con restos heredados del imperio francés, emigrantes británicos y loyalists huidos de las trece colonias más los inmensos territorios de la Hudson Bay Company, British North America, la futura Federación Canadiense de 1867. América dejó de ser un continente enteramente colonizado, esto es, una posesión consorciada de emigrantes europeos y administraciones imperiales sobre poblaciones amerindias y/o esclavas de procedencia africana, en una compleja mixtura de múltiples variantes. A partir de 1776 y hasta 1824 se constituyó en el mayor espacio de construcción de naciones nuevas, naciones nacidas de las cenizas de los viejos imperios monárquicos que, por las guerras entre ellos y la presión sobre los mundos criollos que allí crecieron desde el siglo XVII, colapsaron durante el cambio de siglo. En paralelo, la consolidación de la Bengala de la East India Company y las tomas de Cape Colony, Singapore y Java (1811-1815) a los holandeses por parte de los británicos, señalaban que la época de los imperios territoriales en el Atlántico y el comercio a través de entrepôts o factorías en el resto del mundo, había pasado para siempre.

La dimensión imperial no desapareció del mundo americano en beneficio de una simple presencia colonial en Jamaica, Ontario y Quebec o Cuba, ni los imperios monárquicos colapsaron sin herederos acreditados. Nunca nada es tan simple. La historia americana del siglo XIX es una historia de naciones y de imperios, como lo fue de la continuidad de muchos de los fundamentos sociales heredados de los de antiguo régimen que gobernaron el continente hasta principios de aquel siglo. Con brevedad: algunas de las naciones independientes que nacen como respuesta a la crisis de los imperios monárquicos difícilmente pueden ser entendidas si no es como continuadoras de la lógica más profunda de aquéllos. Los factores que definen aquella continuidad son diversos: soberanía invocada; instituciones sociales como la esclavitud, la posición subordinada de las poblaciones originarias o su constante riesgo de marginación y propósito de extinción; la rivalidad con las entidades políticas vecinas. Vistas las cosas en estos términos, es razonable pensar la historia de British North America y Estados Unidos revelan ambas tanto las rupturas como las continuidades con el Primer imperio británico, aquel que quiebra entre 1760s y 1780s. Igualmente se revela si desplazamos el ángulo de observación hacia los Estados Unidos Mexicanos o la monarquía de Brasil. Si en lugar del paradigma clásico de la historia nacional, partimos del supuesto más realista de comprender las revoluciones americanas como genuinas guerras civiles, en las que esencialmente se discute quién y en qué marco institucional se gobernará un territorio y unas poblaciones, las cosas se ordenan de modo distinto.

Los viejos imperios, además, no sucumbieron a la crisis atlántica, sino que se transformaron para alcanzar un lugar central en el desarrollo mundial, una posición que antes no tuvieron. En este sentido, una cosa es escribir la historia de la expansión que, desde los países escandinavos hasta los ibéricos, modificó la naturaleza política y las relaciones sociales en el mundo atlántico europeo, africano y americano desde el siglo XVI, sumando incluso a ello su relevante proyección hacia India, el sudeste asiático y Filipinas y, otra muy distinta, es llegar a la conclusión de que gobernaban el mundo. El itinerario secular de este libro trata de trazar la historia de la transformación que permitió convertir la crisis atlántica en el punto de partida de aquellos imperios de alcance mundial, aquellos que en Berlín en 1885 trataron de repartirse el mundo a su conveniencia y para siempre.

Rusia
Rusia

Es una perfecta obviedad el núcleo de esta transformación se encentra en la recuperación colonial francesa y británica, perdedores ambos en el mundo americano primero, adversarios después los dos por la pugna imperial hasta junio de 1815. No obstante, sería un error limitar el análisis a estos dos casos, los mayores imperios en el mundo anterior a 1945. En efecto, a lo largo del ochocientos apreciamos transformaciones en otras partes del mundo, con otros protagonistas y con otras características. El Japón Meijí, la China Quing, el imperio otomano y luego la República turca de Mustafá Kemal Atatürk, los llamados imperios centrales en Europa y la Rusia zarista, se expanden y desarrollan en paralelo, modificando su identidad nacional y las reglas que los relacionaban con otras sociedades, con los imperios renacidos de las cenizas de la gran crisis y revolución atlántica.

La crisis de los imperios monárquicos del Atlántico a fines del siglo XVIII no puede ser entendida sólo como la primera gran oleada descolonizadora del mundo contemporáneo. Éste fue solo un aparte de un cambio de mayor entidad. En efecto, como sucedería en momentos posteriores, fue una crisis global, del mundo a ambos lados de la divisoria imperial: una crisis en la relación entre el Estado Moderno naciente y la identidad de comunidades políticas desarrolladas a ambos lados del Atlántico a gran distancia del centro político.[1]

En este sentido, la idea misma de absolutismo -que refleja muy bien la cara agresiva de un estado monárquico débil- confunde más que aclara la naturaleza de los conflictos en presencia. La crisis en la relación entre sociedad y estado se resolvió por la apelación a una más transparente definición de los derechos de la comunidad, de la necesidad de dotar de un nuevo sentido a la representación política y, en consecuencia, a la definición de quiénes estaban en condiciones de ejercerla. La resistencia a aceptar este nuevo pacto condujo a la ruptura o la reforma, ambas expresión de la emergencia de una nueva cultura política. Y aquella disyuntiva entre reforma o revolución tomó forma en el marco de la estructura imperial antigua o en el marco de los proyectos nacionales que emergen con la crisis de los imperios monárquicos. La crisis y la violencia política que empieza en Filadelfia y Boston, seguirá en las calles de París o Londres, para ramificarse hasta Saint-Domingue, Caracas o la ciudad de México o São Paulo.[2]

Dos conclusiones cierran este apartado: la revolución puede producirse en los márgenes del imperio, en lugares donde la secesión era en sí misma el triunfo de la nueva política sobre el orden antiguo, pero es la manifestación de una crisis general. La segunda deriva de lo que acabamos de decir: que los espacios políticos formados desde el siglo XVI deben ser pensados como un todo, que no es posible una cabal comprensión de los procesos de cambio desde una sola de las partes que los formaban, tanto más cuanto las exigencias del estado fiscal-militar se hicieron acuciantes en todas partes, más exigentes para corporaciones, unidades familiares y productivas, para las obligaciones fiscales o de servicio militar de tantos y tantos individuos.

Evolución del Imperio Británico
Evolución del Imperio Británico

Una de las mayores paradojas de aquel ciclo de destrucción y reconstrucción se encuentra en el resultado ambiguo de las revoluciones atlánticas. En apariencia, la transformación expansiva pero no revolucionaria del segundo imperio británico, con los fundamentos fiscales de Pitt, las reformas políticas para abrir el estado a católicos y nonconformists y la reorganización militar de los hermanos Wellesley; la restauración monárquica en España, Portugal (instauración en Brasil); la restauración borbónica y orleanista en Francia; el establecimiento de los Orange-Nassau en el conservador Reino de Holanda; y el ascenso de los Hohenzollern prusianos como la mayor concentración de poder en el corazón de los territorios del antiguo imperio romano-germánico, indican un retroceso del legado de transformación revolucionaria. Nada más lejos de la realidad.[3] La sucesión de episodios de revolución liberal así como la constante sucesión de reformas políticas en los años 1830s y 1840s señalan con claridad no la continuidad del antiguo régimen, como alguna vez se indicó, sino el constante desplazamiento de sus formas institucionales y de legitimidad, su implacable sustitución por otras y otra acordes con los tiempos del liberalismo, fuese en sus versiones revolucionarias o reformistas.

Brasil Monarquía alegoría
Brasil Monarquía alegoría

Es en este contexto donde la lógica de la reconstrucción imperial y su constante expansión sobre otros mundos debe situarse. Los imperios del nuevo orden canalizarán en su interior el cambio político y el cambio social propio de la época. Nacidos de una crisis revolucionaria que disolvió la idea misma de centro y periferia, deberán gestionar a lo largo de un siglo o más la definición de quiénes iban a ser los beneficiarios del orden imperial.[4] Esta ardua tarea, que está en la base de sucesivas crisis de descolonización, encontrará una salida lógica en la nítida distinción napoleónica entre el espacio de la nación y el espacio bajo su soberanía regulado por la idea de specialité. El primer es el de la nación de ciudadanos, de la comunidad cívica; el segundo un paisaje brumoso habitado por sujetos pre-políticos o radicalmente alienados de todo derecho al ser esclavos, incapacitados en definitiva para reclamar la nivelación de derechos que el gospel de la igualdad había universalizado. Esta pulsión en favor de la igualdad -la mayor fuerza ideológica del momento revolucionario- no era una aspiración que habitaba en el reino de la utopía social o la filantropía. Se expresó sin ambages en las que denominé como ‘constituciones imperiales’, aquellas que trataron de convertir por un momento al imperio monárquico de franceses, españoles o británicos en nación única. El entonces primer cónsul demostró, acuciado por una experiencia revolucionaria que condujo las relaciones de fuerza hasta el límite, su capacidad para sintetizar magistralmente el momento político, borrando de un plumazo aquellas altas aspiraciones universalistas.

Sin embargo, no es sólo Francia que encauza su reconstrucción imperial por esta senda. La imposibilidad de igualación en contextos coloniales donde la esclavitud y la opresión social adquirían una tonalidad distinta a la metropolitana, conduciría a un doble proceso. En primer lugar, al desarrollo sostenido de una ‘constitución dual’ en los países de régimen liberal con colonias, si es que a los territorios regidos por las reglas arbitrarias y discrecionales de specialité se les puede aplicar el concepto de constitución. En cualquier caso y aceptando esta formulación en lo que tiene de metafórica, la constitución no-escrita de estos países incluyó de necesidad ambos desarrollos y a largo plazo. Y estos desarrollos no eran solamente de las prescripciones legales, eran también de identidad y cultura, de comportamiento social y de visión del mundo, de modo de gobernar a unos y otros.
La segunda cara de este proceso es de enorme relevancia histórica. En efecto, si los imperios de los siglos XVII XVIII pueden ser definidos como ‘imperios monárquicos’, entendiendo la monarquía como la suma de autoridad real y soberanía que emana de la legitimidad dinástica e histórica, una tradición institucional que incluye la representación corporativa y una autoridad militar, fiscal y administrativa que no cesó de incrementarse; los del ochocientos deben ser definidos como ‘naciones imperiales’, porque es en la nación donde reposa la legitimidad que justifica el dominio sobre otros mundos y la definición de quién forma parte de la nación y quién es súbdito de ella y sometido a otras reglas.

El acervo de ideas, cultura y sentimientos que distinguieron entre seres humanos se desarrollarán no en el vacío sino plenamente insertos en la práctica de gobierno en los lugares particulares y en el ethos general que impregna en conjunto de la nación imperial. Es cierto que la nación se desarrolla vis à vis a la construcción del imperio, con mayor precisión, a la reconstrucción del viejo imperio en uno de naturaleza distinta, pero el resultado responde a un orden de factores preciso y no arbitrario. La nación más el imperio regido por las normas de especialidad es la ‘nación imperial’. Sin la solidez discursiva y moral de la nación de iguales -en acto y en potencia-, de la comunidad de ‘ciudadanos’ con derechos y deberes (en la medida que siguen siendo súbditos por definición, con independencia del lenguaje de la democracia en cada lugar) las reglas citadas carecerían de sentido, desde las blandas en el Canadá o Australia de origen europeo, hasta la más duras y genocidas en aquellos u otros contextos.[5]

Todos los grandes países europeos sacudidos por la experiencia revolucionaria de los años 1780-1830 construyeron en paralelo nación e imperio. Lo característicos del siglo XIX, es que la fuerza del proyecto nacional no pudo ser restringida a los estrictos marcos de las fronteras europeas. Viajaba con el individuo, a caballo del universalismo liberal y democrático inherente al ideario de las revoluciones de aquella etapa. En este sentido, la transformación de los imperios monárquico-aristocráticos en nación imperial fue el resultado de dos procesos simultáneos. El primero: la emergencia de fragmentos dispersos de nación en el espacio de soberanía imperial. Los ejemplos que se exploran en el capitulo sexto se refieren a los casos ejemplares de los dominios e Canadá, Australia y Nueva Zelanda (más tarde, Colonia del Cabo y el dominio surafricano) o a los tres departamentos franceses en Argelia a partir de 1848. Pero el caso de las comunidades de españoles en las ciudades de Cuba y Puerto Rico entre 1810 y 1898 puede y debe discutirse en este contexto. El segundo es menos evidente aunque igualmente importante: la nación imperial es aquello que encarna y da forma al proyecto nacional mismo, su fuerza moral y su cultura esencial. En este sentido, el mejor ejemplo de nación imperial es quizás el Estados Unidos republicano. Caso ejemplar, puesto que no es la distancia cultural anterior aquella que justifica la adopción de reglas tan similares a los de los imperios de países europeos.

La potente, movilizada y potente nación de ciudadanos impuso de inmediato reglas de especialidad que protegían la esclavitud y que excluían y expropiaban a los poseedores seculares del espacio interior. Sin embargo, tanto para el mundo de la esclavitud y sus secuelas como para el trato con las naciones indias, se fabricará un espacio específico, en los márgenes y subordinado a la comunidad nacional. La norma de la igualdad republicana es así protegida por la lejanía moral de la especialidad positiva. Las distinciones constitucionales (una constitución al mismo tiempo imperial y con reglas de especialidad, que precede a la sintética napoleónica de 1802) entre estados, territorios e Indian Country delimitan el problema, pero son las situaciones particulares, como en todas partes, las que dan contenido y carácter específico a las soluciones que se imponen, de Oklahoma a Luisiana, y de Hawai a Filipinas. Si Walter LaFeber retrocedió hasta la guerra civil para buscar los orígenes de la vocación imperial estadounidense, este libro sugiere, en línea con aportaciones recientes y sin negar el argumento del cambio de perspectiva tras el conflicto civil, una cronología todavía más temprana.[6]

West Point
West Point

El esquema de nación y especialidad dominó la reconstrucción de los imperios atlánticos y más tarde se transformó en mundial. No se trató, con todo, de una mera expansión del número y extensión de los territorios incorporados. El dominio añadido sobre contextos donde las ideas y experiencias compartidas ya arraigadas en el espacio atlántico tenía poco o nulo sentido condujo a consecuencias que deben explorarse. Permitió incrementar, sin duda, la cuota de poder autocrático, monárquico o republicano. La discrecionalidad política y legislativa permitía y empujaba en esta dirección. Con humor y pensando en los fastos del Raj indio, David Cannadine llamó a este conglomerado monárquico, aristocrático y proconsular ‘Ornamentalism’, un factor crucial en la carrera tanto de los que pasaron por las grandes escuelas militares (es relevante aquí que fuese en 1802 cuando se fundaron Sandhurst, Saint-Cyr y West Point) como para tantos hijos de familias del establishment georgiano y victoriano que desarrollaron sus carreras overseas.[7] Con sus normas y variaciones, la alta oficialidad francesa, de Thomas Bugeaud a Hubert Lyautey, presenta tonos muy parecidos, con su acendrado orgullo nacional e imperialismo sin fisuras.
Conviene matizar, no obstante, que estos grandes personajes nunca estuvieron solos. El peso de la alta administración civil fue decisivo en la resolución de los complejos problemas de fabricar los imperios liberales.[8] El caso de Gran Bretaña es ejemplar. Lejos de la supuesta falta de sistema y orden en la solución de los grandes problemas del imperio, los Mill padre e hijo, Stephen, Merivale o Cornewall Lewis fueron administradores de gran visión política, eran sistemáticos y rigurosos, conscientes de la tradición jurídica y política nacional al tiempo que dispuestos a las reformas que el imperio precisaba. Eran conscientes también de las estrechas conexiones entre lo que se resolviese en el imperio y lo que sucedía (o no sucedía) en el espacio doméstico. Las redes y los juegos de fuerza eran variables y constantes en la nación imperial, por razones de fondo y por razones de cambio histórico (prensa y telégrafo; comunicaciones y movimiento de personas). En el punto donde se cierra la presente investigación, un análisis más exhaustivo de la transferencia de legislación social y protectora de personas y medio natural, parece más necesaria que nunca, puesto que registra aquello que conduce del imperialismo maduro al siglo XX: el reforzamiento y la extensión de la acción del Estado, tal como se impone con el liberalismo reformista y el socialismo continental, el lib-lab británico y el ‘civil nationalism’ del primer Roosevelt.

Si aceptamos esta descripción a largo plazo, resta una última observación de solución muy problemática en el estado actual de nuestros conocimientos. Uno de los graves inconvenientes de la descripción del desarrollo imperial centrada en Asia, es que allí los europeos se encontraron con sociedades complejas y con solidas jerarquías establecidas. Edmund Burke vislumbró esta radical novedad en su encuentro intelectual con el mundo del subcontinente. A la inversa, los mundos dominados por los europeos en el Atlántico estaban formados por sociedades desgajadas de sus complejidades originarias o que respondían a otro tipo de patrones. En este punto, es vital la reflexión antropológica sobre el tamaño de las sociedades y los elementos cruciales de su conformación y reproducción. Empezando por el principio de todo: la destrucción por los españoles hasta la raíz de las sociedades originarias americanas en el siglo XVI, el resultado de la suma de la destrucción de sus jerarquías nativas y de la mortandad absoluta que las vació -producto intencional genocida (procesos de trabajo sin control social) y producto de la transmisión de enfermedades.

Todo lo que viene después no podía ser más que la constitución de una sociedad nueva, donde el injerto poblacional y cultural hispánico era, de hecho, un elemento fundacional. Un enfoque similar debe ser empleado para confrontarse con la historia de las sociedades basadas en el trabajo esclavo de africanos desplazados a la fuerza. En aquellas sociedades enteramente nuevas, forjadas sobre el vacío de poblaciones originarias, el factor europeo es parte constitutiva, en modo alguno superpuesta. Es por esta razón que la culpabilidad sentida y, en ocasiones, expresada por sectores de la Iglesia y del mundo católico hispánico en el siglo XVI, tiene un correlato perfecto en la mala conciencia del mundo protestante que se manifiesta en el abolicionismo de fines del Setecientos. La dominación de sociedades complejas, que disponen de su organización social y fundamento cultural, a partir del desembarco británico en Bengala o el fiasco francés en Egipto, alterará la naturaleza de la proyección imperial y de las prácticas coloniales de un modo decisivo. Para este orden de sociedades, los conceptos de colaboración y evolución en paralelo tienen sentido; para las primeras había dejó de tenerlo, si la tuvo alguna vez reconocible y productiva.[9] Regresando entonces al argumento central de estas conclusiones es fácil percibir que la fórmula de nación imperial tomó consistencia en el espacio atlántico, aquel que se constituyó como una unidad en siglos anteriores por las razones mencionadas, y fue exportada al resto del mundo, primero al subcontinente indio y luego al resto de Asia, Oceanía y África como un desarrollo en segunda fase.

Map_of_Prussia_and_Lithuania_-_Geographicus_-_Prussia-cary-1799
Reino de Prusia 1799

Por el camino, los imperios de fundamento liberal se encontraron y colisionaron con otros de definición menos transparente, imperios que navegaron durante mucho tiempo entre la continuidad monárquica tradicional, las reformas vagamente liberales o la autocracia que negaba lo uno y lo otro. Los casos de los llamados imperios centrales de Prusia y de los Habsburgo vieneses, de los Romanov y otomano hasta 1918, responden a otro modelo, que ahora no corresponde explorar. Lo mismo puede decirse de China y Japón. La gran cuestión en todo caso es la siguiente: dilucidar los niveles y la profundidad que estos imperios imprimieron a la asimilación e imitación de la experiencia histórica central de la época, la de los imperios de base nacional, consenso interno y expansivos, esto es, la experiencia protagonizada por las naciones imperiales. Una vez más, la respuesta a esta pregunta no puede ser una comparación parcial de reformas políticas (sufragio limitado; justicia vagamente independiente; difusión de ideas y cultura de la época).[10] La respuesta sólo puede plantearse analizando los distintos componentes de forma orgánica.

Desde este ángulo, la admiración del Reich alemán por la Francia imperial, incluso tras la derrota de Sedán en 1870; los procesos de asimilación nacional en China y Japón; la larga trayectoria del imperio zarista, colonial en el Cáucaso y disputando el Great Game asiático con los británicos; todo ello deberá tomarse en consideración.[11] Si definir una fórmula conceptual -el fundamento empírico que sintetizamos en la ‘teoría social’- tiene sentido, no es para usarla con criterios taxonómicos o para establecer paralelismos superficiales. Al contrario, comprendiendo mejor un modelo, percibimos con mayor claridad lo que sabemos o ignoramos de otros que intuimos o pensamos distintos. Si algo es claro en este juego de espejos es que sólo a través de comparaciones sólidamente establecidas, corroboradas por estudios de caso, podremos avanzar. Discutir si es la nación o el imperio la matriz de la transformación histórica de este siglo de destrucción y construcción imperial constituiría un ejercicio de absurdo formalismo. El momento histórico que analizamos estuvo dominado por la idea de derechos políticos y sociales en un horizonte de igualdad política, la mayor herencia ideológica de las conmociones de 1780-1830.[12]

En el paso de la nación histórica a la nación moderna -no a la ‘nación’ en cuanto a tal, como una lectura precipitada de la cesura historiográfica de 1983 podría hacer pensar-, la identidad del sujeto político fue definida en el marco de la cultura del individualismo de los derechos. En el ancien régime, la identidad nacional se adquiría corporativamente a través del grupo, la ciudad u oficio, la lealtad al centro monárquico, la aversión a los rivales que disputaban territorios y obligaban a la guerra.[13] Las sociedades contemporáneas, por el contrario, forjarían sus consensos sobre otros fundamentos. En efecto, las revoluciones del cambio de siglo escindieron hasta sus fundamentos a las sociedades europeas; también aquellas otras que habían formado en otros continentes. De aquella escisión nace la politización del individuo, que deviene de súbdito con derechos a ciudadano/elector con deberes, el protagonista del mundo posrevolucionario en el agregado que conocemos como soberanía nacional.[14] La idea de la política contemporánea como conflicto de ideologías y expresión de una guerra civil latente fue siempre acariciada por las franjas del espectro político como justificación de la dictadura contemporánea. Pero también nace de ella la interrelación entre igualdad política, pertenencia nacional y reforma social, el paliativo para forjar consenso en aquellas sociedades escindidas.[15]

En este contexto, nada prefiguraba que los viejos estados monárquicos se transformasen en proyectos nacionales. Los diferencias interiores y las coloniales coadyuvaban, como señalamos al principio, tanto a la quiebra como hacia la transformación unitaria. Fue la socialización progresiva de la acción política, herencia de la enorme liberación que significó el ciclo revolucionario, aquello que está en la base de las identificaciones nacionales. Para reafirmarla y/o encauzarla, todo el conjunto de referencias que dan sentido al individuo en la nación -símbolos, lengua, rituales- entraron en juego para asentar y dar cohesión a la nación moderna. Con resultados contradictorios en ocasiones. Así, en la medida que la movilización y socialización de las referencias culturales y simbólicas ganaron en importancia como marcas que aseguraban la participación del individuo en la nación, proyectos en competencia o complementarios podían coexistir en el espacio de los grandes estados nacionales, de la nación imperial cuando era el caso. Desde este punto de vista, proyectar la vista hacia las grandes estructuras imperiales, aquellas que configuran el orden mundial en el periodo que cubre este trabajo, no debe impedir observar y analizar las quiebras internas y las ambigüedades de la construcción nacional misma.
Quien esto escribe se refirió al particular patriotismo regional de los catalanes de mediados de siglo XIX como a un ‘doble patriotismo’, plasmación particular de la formación nacional española en un contexto dominado por una enorme la violencia de la industria naciente.[16]

Muchos años después, al reflexionar sobre la historia del patriotismo sureño estadounidense, la ‘estructura de sentimientos’ en las Midlands inglesas y su distancia londinense, en los términos que Catherine Hall constató en torno a la cuestión abolicionista, las connotaciones particulares del patriotismo francés en las Antillas o Argelia, foyer del agresivo antisemitismo galo; el patriotismo canadiense francófono, me siento reconfortado al comprobar que estas complementariedades y estas formas transitivas entre el patriotismo general y las situaciones particulares, tan incómodas siempre para la historia nacional convencional, fueron norma en tantos lugares.[17] La dimensión del imperio aporta una perspectiva donde estas cuestiones de la Grande Nation y las pétites patries puede ser emplazada con mejores posibilidades de comprensión.[18] Romanov, Hohenzollern y Habsburgo aprendieron también esta extraña combinación de imperio y colonialismo que fueron los grandes imperios en sus márgenes, con sus poderosas o amenazadas minorías internas, con tantos proyectos alternativos a su patriotismo imperial y dinástico.[19]

Las complejidades de la construcción nacional son el reverso de las identificaciones en el marco de los imperios.[20] De forma inevitable, resaltar lo que unía entre sí a los nacionales en el espacio metropolitano conducía de modo inevitable a constatar la distancia que les separaba de los que habitaban en los espacios del imperio. Esta distancia fue sentida ya de buen principio y creció con el tiempo En definitiva, la nación moderna heredó la misión de gobernar un mundo de desiguales. Y heredó en consecuencia, un sentido de superioridad civilizatoria.[21] Con mayor razón la nación imperial, con su mandato de partida de ofrecer una salida a la crisis del imperio monárquico. No es solo una superioridad de europeos, la heredan por igual los grupos dirigentes criollos que, desgajados con las revoluciones atlánticas, se apresurarán a tratar de establecer un nuevo marco de dominación en los nuevos espacios de soberanía formados tras la descolonización. Indios y esclavos y sus descendientes no verán sustancialmente alterada su posición por la enfática declaración jeffersoniana de «we shall all be Americans».
La nación imperial no es un artefacto europeo sino que es transcontinental por definición, el camino a través del que circuló el mayor stock de ideas de cómo organizar el mundo de la época. Lo que sucede después ya lo explicamos en el capítulo octavo: el desarrollo paulatino de la identidad nacional de un lado y el fin de la esclavitud -que abole como una tautología la identidad política del sujeto, serán el contexto donde se definan las nociones de jerarquía entre sociedades y se establezcan distinciones que sólo a fines del siglo XVIII empezaron a tomar sentido. La decadencia del unigenismo cristiano; el abandono de las teorías a la escocesa de una civilización en estadios; la idea de una escalera por la que se podía ascender en la escaleras del cambio social de la mano de la difusión de conocimientos; la aportación de las ciencias biológicas y las modalidades de social-darwinismo, harán el resto.[22]

El racismo biológico, el miedo y la denigración del mestizaje no fueron exclusivos del trato con sociedades extra-europeas, aunque encontraron allí terreno abonado para comparaciones fundamentadas en prejuicios que hipotecaron siempre su alcance en términos de conocimiento.[23] Y para la constatación tautológica, otras vez, de que las sociedades bajo dominio colonial eran sociedades pre-políticas porque precisaban de la tutela de otras; precisaban de la tutela de otras más avanzadas porque eran sociedades incapaces de elegir su propio camino. Como todos los esquemas culturales de este orden, se demostró completamente falso a pesar de su supuesto paternalismo. Si a fines del siglo XVIII las sociedades coloniales en el Atlántico se rebelaron, con fracturas internas, contra el destino colonial fraguado siglos antes; la violencia colonial en el gran momento imperial demostró con creces que aquel esquema era una descripción del mundo by and for themselves,  pro domo sua, que iba a ser dramáticamente contestada. Como tales, aquellas concepciones resultaban admisibles para algunos en la medida que formaban parte de una abigarrada y secular cultura de dominio; resultaban difícilmente admisibles, sin embargo, para millones de seres humanos que las tenían que soportar.

En cualquier caso, la potencia de la nación y la constante negociación y definición de las normas de especialidad -que permitieron el ascenso tutelado de algunos y mantuvieron a muchos más al margen de derechos políticos y sociales tal como fueron definidos en cada momento- dominaron los cien años de transformación imperial que este libro recorre.

[1] C. A. Bayly, Origins of Nationality in South Asia. Patriotism and Ethical Government in the Making of Modern India, Oxford, Oxford University Press, 1998.
[2] Susan Buck-Mors, Hegel, Haiti, and Universal History, Pittsburgh, Pittsburgh University Press, 2009.
[3] Jesús Millán, , Historische Zeitschrift, 2016, pp.
[4] C. A. Bayly, Imperial Meridian. The British Empire and the World, 1789-1830, Harlow, Longman, 1989, p. 253.
[5] Danièle Lochack, «La citoyenneté. Un concept juridique flou», in Dominique Colas, Claude Emeri, and Jacques Zylberberg (eds.), Citoyenneté et nationalité. Perspectives en France et au Québec, París, Presses Universitaires Françaises, 1991, pp. 177-207.
[6] Walter LaFeber, The New Empire. An Interpretation of American Expansion, 1860-1898, Ithaca, Cornell University Press, 1963.
[7] Ornamentalism. How the British Saw Their Empire, Oxford, Oxford University Press, 2002.
[8] William B. Cohen, Empereurs sans ceptre. Histoires des administrateurs de la France d’outre-mer et de l’Ecole coloniale, París, Berger-Levrault, 1973.
[9] Guy P. C. Thomson, , en Erika Pani (ed.), Nación, Constitución y Reforma, 1821-1898, México, CIDE, 2010, pp. 205-237.
[10] Alan S. Kahan, Liberalism in Nineteenth Century Europe. The political culture of limited suffrage, Houdmills, Palgrave, 2003.
[11] Sebastian  Conrad, German Colonialism. A Short History, Cambridge, Cambridge University Press, 2012, p. 37; Alain Chatriot and Dieter Gosenwinkel (eds.), Koloniale Politik und Praktiken Deutschlands und Frankreichs, 1880-1962, Stuttgart, Franz Steiner Verlag, 2010.
[12] Pierre Rosanvallon, La société des égaux, Paris, Seuil, 2011.
[13] Linda Colley, Britons. Forging the Nation, 1707-1837, New Haven, Yale University Press, 1992; David Cannadine and Richard Price (eds.), Rituals of Loyalty: Power and Ceremonial in Traditional Societies, Cambridge, Cambridge University Press, 1987.
[14] Anicet Le Pors, La citoyenneté, Paris, Press Universitaires Françaises, 2011, p. 53.
[15] Gérad Noiriel, Les origines républicanes de Vichy, Paris, Autrement, 1999; George Steinmetz, Regulating the Social. The Welfare State and Local Politics in Imperial Germany, Princeton, Princeton University Press, 1993.
[16] J. M. Fradera, Cultura nacional en una societat dividida, Barcelona, Edicions Curial, 1992.
[17] Catherine Hall, Civilising Subjects. Metropole and Colonies in the English Imagination, Chicago, Chicago University Press, 2002; Stephanie McCurrin, Reckoning Confederates. Power and Politics in the Civil War South, Cambridge, Harvard University Press, 2010; Peter B. Knupfer, The Union as It is. Constitutional Unionism and Sectional Compromise, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 1995.
[18] Michaël Bourlet, Yann Lagadec, Erwan Le Gall, Les petites patries et la Grande Guerre, Rennes, Presses Universitaires de France, 2013; Anne-Marie Thiesse, Ils apprainent la patrie. L’exaltation des régions dans le discours patriotique, París, Editions de la Maison des Sciences Humaines, 1997.
[19] Timothy Snyder, The Reconstruction of Nations. Poland, Ukraine, Lithuania, Belarus, 1559-1999, New Haven, Yale University Press, 2004; Larry Wolff, The Idea of Galitzia. History and Fantasy in Habsburgh Political Culture, Stanford, Stanford University Press, 2010.
[20] «Two modes of classifying people became more salient among the multiple ways in which Europeans thought themselves and others: nation and race», Jane Burbank  and Frederick Cooper, Empires in World History. Power and the Politics of Difference, Princeton, Princeton University Press, 2010, p. 289.
[21] Elizabeth Elbourne, , in Philip Buckner and Douglas Francis (ed.), Rediscovering the British World, Calgary, Calgary University Press, 2005, pp. 59-83.
[22] Colin Kidd, The Forging of Races. Race and Scripture in the Protestant Atlantic World, 1600-2000, Cambridge, Cambridge University Press, 2006; George Stocking Jr., Race, Culture and Evolution. essays in the History of Anthropology, New York, The Free Press, 1968; Stocking (ed.), Colonial Situations. Essays on the Contextualization of Ethnograhic Knowledge, Madison, Wisconsin University Press, 1991.
[23] Paul R.Spickard, Mixed Blood. Intermarriage and Ethnic Identity in Twentieth-Century America, Madison, Wisconsin University Press, 1989; Mike Hawkins, Social Darwinism in European and American Thought, 1860-1945, Cambridge, Cambridge University Press, 1997; Jean-Marc Bernardini, Le darwinisme social en France (1859-1918). Fascination and rejet d’une idéologie, Paris, CNRS, 1997.

1 COMENTARIO

  1. A pesar de todo lo leído no deja en claro la respuesta que yo buscaba. Cómo la representación monárquica mantuvo la personalidad de sangre y linaje, si tales revoluciones liberales eran confusas frente a las monarquías, en todo el tiempo en que han sobrevivido, qué intereses internos sociales o políticos o geopolíticos en su caso (colonías y posesiones) eran motivo de su permanencia.

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