Noticia de libros

 

Juan Pro

Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Madrid. Entre sus libros publicados pueden mencionarse El Estatuto Real y la Constitución de 1837 (Madrid, 2010), Bravo Murillo: política de orden en la España liberal (Madrid, 2006) y Breve Atlas de Historia de España (Alianza Editorial, Madrid, 2000, con Manuel Rivero)

 

Este libro trata sobre el proceso de construcción en España del Estado propiamente dicho, el Estado-nación que nació en el siglo XIX bajo el impulso de la Revolución liberal. El Estado ha sido un fenómeno característico de la Edad Contemporánea: apareció en el siglo XIX como resultado de la Revolución, y sustituyó a la Monarquía del Antiguo Régimen. Se trataba de superar la tradición monárquica de mantener el orden para hacer realidad la ambición revolucionaria de transformar el país: la Administración pública fue el instrumento ideado para que la acción de gobierno llegara hasta los últimos rincones del territorio, impulsando el progreso en las más diversas actividades de una sociedad que se concebía como nación.

La promulgación de la Constitución de 1812, obra de Salvador Viniegra, Museo de las Cortes de Cádiz (foto: Wikimedia Commons).

Construir el Estado requirió de un largo esfuerzo de reflexión doctrinal, creación de instituciones, reclutamiento de soldados y funcionarios, construcción de oficinas y cuarteles, recaudación de impuestos, organización, difusión de símbolos y despliegue por el territorio. Sin duda, la materialización del Estado, que se extiende a lo largo de todo el siglo XIX, fue un proceso complicado, conflictivo y discontinuo, con varios proyectos en pugna y con referentes internacionales diversos. Pero, si se mira con perspectiva histórica, la construcción del Estado español contemporáneo aparece como un caso temprano y relativamente exitoso. La proximidad de Francia y la drástica reducción del imperio colonial en los inicios del siglo fueron dos retos decisivos para impulsar la formación y consolidación de un Estado-nación que se encuentra entre los más estables de Europa.

La construcción del Estado fue un proyecto de tal envergadura que involucró a todos los sectores de la sociedad española, transformando las estructuras económicas, las identidades, los marcos culturales y los alineamientos políticos. Frente a la insistencia convencional de los historiadores en hablar de la nación y los nacionalismos, una mirada al sustrato material y político de todo ello, que fue el Estado, nos muestra otra imagen del legado que nos dejó el siglo XIX; y ofrece la posibilidad de una lectura diferente de la Historia contemporánea de España. De hecho, el tema del Estado adquirió tal centralidad en la España del siglo XIX que reconstruir su formación es tanto como contar una historia de aquel periodo, al que determinó en múltiples aspectos.
 
 
De la Introducción del libro:

El Estado es una realidad de nuestro tiempo. Es incluso una realidad naturalizada, asumida de forma colectiva como inevitable. Y también una realidad invasiva, desbordante: que se hace presente en casi todas las facetas de la vida. Dos siglos de convivencia con el Estado, o mas bien en el Estado, nos han acostumbrado a su presencia; y hacen difícil imaginar un mundo alternativo, en el que la vida se organizara de otra manera, sin Estado.

Una perspectiva histórica un poco más amplia evidencia que esto no ha sido siempre así. El Estado es una configuración histórica relativamente reciente, que tiene un periodo de vigencia concreto. Por eso mismo, puede investigarse su origen y puede compararse con lo que existía antes. Ese sería el primer paso para mostrar que no hablamos de un objeto natural, sino construido.

Comprender la historicidad del Estado es un primer paso, además, para aproximarse a la paradoja de que hoy en día se encuentre en situación crítica. Una profunda crisis afecta al Estado español, desde luego; pero también al concepto de Estado-nación en un sentido más global.
 
Este libro se ocupa de la cuestión del Estado: la construcción del Estado en España, desde una perspectiva histórica. Dos aclaraciones se imponen desde el principio con respecto al Estado como objeto de análisis: la primera, relativa al alcance del concepto de Estado que aquí se utiliza; pues se trata del Estado propiamente dicho, el Estado-nación contemporáneo, lo cual implica considerar que todas las formas de organización del poder político anteriores al siglo XIX no eran propiamente estados, aunque se pueda –y se deba– hacer alusión a ellas como antecedentes. La segunda aclaración es que Estado y nación son dos conceptos diferentes, aunque sin duda estrechamente relacionados; y es del Estado, no de la nación, de lo que habla este libro.

Apertura de las Cortes constituyentes el 8 de noviembre de 1854 (foto: congreso.es)

Mientras que el concepto de nación remite a una identidad compartida, a una comunidad imaginada, el concepto de Estado remite a un entramado institucional desarrollado para el ejercicio del poder. Pertenecen a esferas diferentes, cosa que en ocasiones se olvida; precisamente porque desde finales del siglo XVIII o principios del XIX se estableció un vínculo muy estrecho entre las instituciones que ejercen el poder y la comunidad imaginaria en cuyo nombre se ejerce ese poder. Estado y nación aparecieron así vinculados por la cuestión de la legitimidad; y gradualmente, el Estado nacional que había surgido en Europa occidental y en América, fue desbancando a otras formas de Estado, como los imperios multinacionales, las monarquías autocráticas o las ciudades-estado, que pervivieron en continuo retroceso, como residuos del pasado, hasta que se extinguieron en el siglo XX. El Estado nacional se fue imponiendo, pues, como fórmula más eficaz de organización política, hasta extenderse por todo el mundo con los procesos de descolonización. Así llegó a tener sentido una denominación como la de Naciones Unidas para una organización en la que, como es bien sabido, están representados los estados soberanos y no las comunidades humanas del planeta.

Este último asunto reviste mayor importancia de la que pudiera parecer a primera vista. Por un lado, la consideración de este proceso de afirmación del Estado nacional desde una perspectiva de largo plazo implica que el caso de España se sitúa entre los países pioneros en esta fórmula: geográficamente inserta en el bloque de países de Europa occidental en donde se afirmó antes y de forma más continuada el Estado-nación, puede decirse que el de España es uno de los estados más antiguos y más estables. A lo largo del libro se analizará cómo y por qué.

Real Audiencia de Puerto Rico en 1874-1885 (foto: geoisla.com)

En definitiva, Estado es uno de esos conceptos intrínsecamente discutibles, cuya enunciación implicará siempre, por sí sola, la alusión a un debate. A pesar de estos peligros, la cuestión del Estado debe ser abordada. Es un esfuerzo que, sin duda, merece la pena. En definitiva, el Estado no es un objeto cualquiera, sino un concepto que engloba un entramado de objetos capaces de estructurar la realidad de un país. Remitimos al lector al epílogo del libro para las cuestiones teóricas, a fin de no recargar esta introducción con una discusión que no es imprescindible para seguir el relato histórico de los capítulos que siguen.

Este libro parte de la idea de que el Estado es la forma específicamente contemporánea –es decir, propia de los siglos XIX, XX y XXI– de estructurar políticamente una sociedad. Las implicaciones de la construcción del Estado son tan amplias que no solo dan forma a la política institucionalizada, sino al conjunto de las relaciones de poder que recorren el espacio social; y, por lo mismo, extienden su impronta a las relaciones sociales, el sistema económico, la cultura y la configuración del territorio. Dicho de otra manera: la construcción del Estado ha sido el hilo conductor de la historia contemporánea, pues de ese proceso se extrae una lógica que permite explicar muchos otros procesos históricos del mismo periodo. Con la conciencia de la centralidad que, por tanto, tiene la cuestión estatal, pero también con la seguridad de que no es el único punto de vista posible, y que hay otras perspectivas legítimas que han aportado y aportarán conocimiento relevante, este libro plantea la construcción del Estado como un paradigma alternativo para la historia contemporánea de España.

Sagasta y Cánovas en caricatura de El Loro (1880)

El centro de ese paradigma interpretativo que se propone es, pues, el concepto de Estado. Un concepto polémico, multidimensional y escurridizo, que se resiste a una definición consensuada. Para desbrozarlo nos serviremos de las observaciones de dos autores de referencia, cuya obra se sitúa en los comienzos y en los finales del proceso histórico al que vamos a prestar atención: Kant, en el momento revolucionario de finales del siglo XVIII y principios del XIX; y Weber en el momento en que puede darse por completada la construcción histórica de estados nacionales como el español, a finales del siglo XIX y en los primeros decenios del XX. Dos perspectivas, sin duda complementarias para entender qué es el Estado, todavía hoy.

Probablemente, la definición mas conocida y que goza de un mayor grado de reconocimiento, sea la que dio Max Weber: según él, el Estado sería “aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio, reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima”.[1] Sin embargo, de la definición clásica de Weber se escapan matices importantes para comprender la lógica de lo estatal. Estos matices tienen que ver con los riesgos de una excesiva objetivación o personificación del Estado. Objetivación, en el sentido de mirarlo como un objeto, una cosa de perfiles nítidos. Personificación, en el sentido de convertir al Estado en un actor de la historia. Estas tendencias asoman en los discursos que convierten al Estado en sujeto de frases que conllevan acción (“el Estado hizo tal cosa” o “el Estado impidió tal otra”); y abren la puerta a una verdadera subjetivación del Estado, cuando se le supone –por lo general de manera no reflexiva– capaz de albergar sentimientos, deseos, temores… en definitiva, cuando se identifica del todo con un ser humano (en frases como “el Estado quería que ocurriera esto” o “el Estado estaba decidido a impedir aquello otro”).

Fuerzas vivas de un pueblo no identificado del primer tercio del siglo XX (a la venta en todocoleccion.net)

Esta atribución al Estado de perfiles materiales o incluso personales es una manifestación del pensamiento mítico, que en los tiempos modernos adoptó nuevas formas en respuesta a nuevas realidades y desafíos. Si en tiempos primitivos los mitos sirvieron para mitigar la angustia de la incertidumbre frente a las grandes fuerzas de la naturaleza que los seres humanos no podían controlar, y así nacieron las primeras religiones, en tiempos históricos más cercanos a nosotros la creación de mitos ha servido para conjurar mentalmente el temor frente a las nuevas fuerzas desatadas por la modernidad, igualmente amenazantes e incontrolables. La forma de construir las frases con las que nos referimos al Estado es solo un síntoma, revelador de un mecanismo de pensamiento que tiende a responsabilizar del curso de la vida social a oscuros espíritus como “el Estado”, “el capitalismo” o “la burguesía”. Así, según cuáles sean los temores que han atenazado a los contemporáneos en cada momento, se ha podido decir que “el Estado ha tratado de imponer la uniformidad lingüística”, que “el Estado debe corregir las desigualdades”, que “el Estado debe controlar la inmigración”, etc.

Precisamente ahí radica la necesidad de limitar el concepto de Estado al Estado-nación contemporáneo, distinguiéndolo de cuantos precedentes y formas alternativas de organizar la comunidad política se dieron en tiempos anteriores. En esto puede ayudar la perspectiva de un autor singular como Immanuel Kant: por haber vivido en la Europa de finales del siglo XVIII y principios del XIX, a caballo entre el Antiguo Régimen y los nuevos tiempos que trajo la Revolución francesa, Kant tenía la perspectiva del cambio y reparó sobre algunas de sus claves. Decía en 1795 que “el Estado no es un patrimonio (…). El Estado es una sociedad de hombres sobre la que nadie más que ella misma tiene que mandar y disponer”; y aclaraba en una nota, por si el sentido de su afirmación no hubiese quedado claro: “Un reino hereditario no es un Estado”.[2] La distinción queda aquí formulada de manera explícita: los reinos del Antiguo Régimen –al igual que esos reinos compuestos a los que llamamos Monarquías– no eran Estados, por su carácter patrimonial; el Estado aparece en la Historia cuando se supera aquel sentido patrimonial del poder y se atribuye la soberanía a la comunidad misma en cuyo nombre se ejerce el poder.

Lingüísticamente, la diferencia se refleja en los usos comunes del término estado en los reinos de la Edad Media y de la Edad Moderna. El Diccionario de Autoridades de la Real Academia Española daba en 1732 estas dos acepciones de estado, junto a otras siete derivadas del verbo estar:
 
País y dominio de un Rey, República, o Señor de vasallos.
 
Espécie, calidad, grado y orden de cada cosa: y por esso en las Repúblicas se distinguen, conocen y hai diversos estados, unos seculares y otros Eclesiásticos, y destos los unos Clérigos y los otros Religiosos, y de los Seculares proprios de la República, unos Nobles y Caballeros, otros Ciudadanos, unos Oficiales, otros Labradores, etc. y cada uno en su estado y modo de vivir tiene orden, reglas y leyes para su régimen.[3]
 

Alegoría de la Monarquía española, por Francisco Bayeu y Subías (1794), boceto para el techo en el Palacio Real de Madrid (Museo del Prado)

Es decir, que, por un lado, los estados eran las posesiones sobre las que ejercía su dominio un señor cualquiera, fuera este rey o no lo fuera. También las casas nobiliarias hablaban de sus estados; y, en ese sentido, el estado de un monarca no se diferenciaba sustancialmente del patrimonio de una gran casa aristocrática que tenía propiedades y señoríos sobre los que desplegaba su poder. Por otro lado, estado se usaba también en el sentido de estamento, es decir, para referirse a los distintos órdenes que existían en el reino y que se regulaban por distintas leyes aun habitando el mismo territorio: había estados o estamentos privilegiados –el estado nobiliario y el estado eclesiástico– y un tercer estado o estado llano, en el que quedaban agrupados cuantos carecían de privilegios. Tanto en un sentido como en otro, la palabra estado era un sustantivo común que se escribía en minúscula y que requería su uso en plural; a diferencia del moderno concepto de Estado, que tiene carácter estrictamente singular y exclusivo en un territorio, y que por lo mismo tiende a escribirse con mayúscula como nombre propio: el Estado (en cada país no hay más que uno, no puede haberlo).

Importa, pues, subrayar la diferencia entre los reinos y monarquías del Antiguo Régimen y el Estado de la Edad contemporánea. Desde luego que el concepto se formó con materiales lingüísticos procedentes del pasado, aunque se les dotara de una nueva significación. En efecto, en los usos antiguos del término estado –reflejados en el Diccionario de Autoridades de la Academia– se encuentran dos elementos fundamentales para la construcción del concepto moderno: por un lado, la delimitación territorial del poder, presente en la primera acepción; por otro, la unidad del ordenamiento legal al que está sometida una colectividad, que aparece en la segunda acepción. La Revolución francesa, como la española, en lo que tuvieron de revolución lingüística, añadieron el requisito de la singularidad y reunieron en una las dos acepciones: Estado paso a significar la entidad abstracta en cuyo nombre se ejerce el poder en un país soberano, definido este por un territorio estrictamente delimitado en el que no se reconoce otro poder superior ni inferior, y por la comunidad de ciudadanos que habitan en él, gobernados por las mismas leyes, representados en los mismos órganos de gobierno y dotados de los mismos derechos.

Por eso diría tempranamente Kant que el verdadero Estado, y el único acorde con el derecho de los hombres es el que él llama republicano: aquel cuya constitución se establece en función de la igualdad de los ciudadanos, la unidad de las leyes y la libertad de los hombres; y eso significa una división de poderes y una amplia representación de los ciudadanos, de modo que no pueda caerse en el despotismo.[4] Este es el verdadero Estado, el que surge cuando se supera la existencia de privilegios, la superposición de leyes diferentes en un mismo territorio; y que, al mismo tiempo, se aleja del sentido patrimonial de los reinos antiguos, de la personificación del poder en el monarca, del carácter privado del servicio personal al rey –sea en el ejército, en la marina, en los tribunales o en la recaudación de impuestos.

Mapa político de España con la clasificación política de todas las provincias según el régimen especial dominante en ellas, por José María Alonso, 1852 (foto: Gonzalo Prieto, Historia de la cartografía en España, en geografiainfinita.com, agosto de 2019)

Los usos lingüísticos pueden, de nuevo, venir en nuestra ayuda para saber de qué hablamos cuando hablamos del Estado: si se puede hablar del Estado como sujeto de acciones, como si fuera un individuo con voluntad propia, es porque su constitución atribuye el poder a una o pocas personas, como en las monarquías absolutas del Antiguo Régimen, que no eran verdaderos estados; en cambio, si hay división de poderes, estos son tan diversos –y se equilibran entre sí de tal manera– que no es posible atribuir al Estado voluntad o sentimientos ni, por lo tanto, hacerle sujeto de frases activas. En cierto sentido, cuando se habla del Estado como si fuera ese sujeto que hace y deshace, que teme y desea, que traza planes y prevé situaciones –como ha sido corriente en el lenguaje político de los nacionalismos vasco y catalán en los últimos tiempos– es para descalificar a tal Estado, en este caso el Estado español, reduciéndolo a la simpleza de un sujeto individual y equiparándolo en arbitrariedad con despotismos como los que caracterizan a las dictaduras, las autocracias o las monarquías absolutas. Un uso lingüístico comprensible en función de las intenciones políticas de los movimientos nacionalistas que lo han impuesto, pero inaceptable como manipulación de lo que verdaderamente significa un Estado en nuestros días.

Evidentemente, el Estado no es una persona, ni se le pueden atribuir la voluntad ni la conciencia que caracterizan a los seres humanos. Esta es una de las pocas cosas en las que estarían de acuerdo todos los especialistas en la materia. Tampoco es un grupo de personas (y ahí está la objeción que se podría hacer a la definición clásica de Max Weber, por usar el término “comunidad”).[5] Resulta incluso difícil concebirlo como una cosa, siguiendo la inercia de los padres de las ciencias sociales, decididos a tratar las relaciones sociales como cosas a las que se pudiera dar un tratamiento objetivo similar al que practican las ciencias físicas y naturales.[6]

El Estado no tiene existencia material, aunque metafóricamente le podamos atribuir rasgos que implican esa entidad, como el peso, la densidad, el crecimiento, e incluso el ser objeto de construcción. Pero no es una cosa material, sino algo mucho más complejo. Porque es a la vez un entramado normativo e institucional y una construcción discursiva. No hay ningún otro objeto que tenga esas dos dimensiones, de manera que no es posible incluir al Estado en categoría alguna más amplia de fenómenos que lo englobe. El Estado puede ser visto más bien como un espacio, el espacio de lo público.
 
Según la visión adoptada en este libro, el Estado no es nunca un objeto totalmente acabado, sino que, como espacio o campo de fuerzas, se caracteriza por el dinamismo propio de algo que está en permanente transformación. De ahí que la perspectiva histórica resulte especialmente adecuada para dar cuenta de este campo de fenómenos de los que no puede abstraerse la dimensión temporal. No es fácil acotar un marco cronológico preciso para el que sea oportuno hablar de un proceso de construcción del Estado, ni en el caso de España ni en ningún otro. Siempre hay un antes y un después, porque los procesos de cambio que afectan a la estructuración de lo estatal son continuos. No obstante, sí pueden señalarse fases diferentes en esos procesos aparentemente continuos; y, en consecuencia, señalar hitos que permiten reconocer cuándo empiezan y cuándo terminan los procesos más específicos en los que puede segmentarse esta historia.

Alegoría de la jura de la Constitución por Fernando VII (1820)

Hay que señalar, al menos, un comienzo y un final para este proceso de construcción del Estado en España, que da título al libro. Por razones que se explican en el capítulo 1, el comienzo se situará con el proceso revolucionario que puso en marcha la construcción de un Estado nacional entre 1808 y 1840. Ese momento histórico hace de parteaguas entre la Monarquía de España, que aún respondía en gran medida a lógicas dinásticas y jurisdiccionales características del Antiguo Régimen, y el Estado propiamente dicho, que empezaría a construirse sobre las ruinas de dicha Monarquía a partir de la Revolución. Señalar un final para este proceso de construcción del Estado resulta más difícil: la mayor parte de los componentes que definieron el nuevo Estado quedaron institucionalizados a lo largo del siglo XIX, con una fase especialmente intensa durante el reinado de Isabel II (1833-68), verdadero núcleo duro de la construcción estatal; pero el proceso continuó, con la introducción de las últimas piezas importantes, durante el Sexenio revolucionario (1868-74); y aún siguieron añadiéndose retoques y piezas menores bajo el régimen de la Restauración borbónica (1874-1923), la dictadura de Primo de Rivera (1923-31) e incluso en la Segunda República (1931-39), con una cadencia decreciente a medida que avanzaba el siglo XX. La construcción del Estado propiamente dicha es un fenómeno del siglo XIX, aunque en esto las denominaciones cronológicas son arbitrarias y no coinciden exactamente con el tiempo histórico: el largo siglo XIX español no comienza en 1801 ni termina en 1900, sino que, comenzando tal vez en 1808, se extiende al menos hasta la crisis de la Restauración, entre 1917 y 1931 (como el XIX europeo se admite que comienza con la Revolución francesa de 1789 y se prolonga al menos hasta la Gran Guerra de 1914-18, en la que España no participó).[7]

La afirmación de que la construcción del Estado puede concebirse como un proceso histórico acotado en el tiempo –que podría ir de 1808 a 1874, 1898 o 1923– no es incompatible con la de que siempre que hablamos del Estado hablamos de una realidad histórica y, por tanto, en continua transformación. Lo que ocurre es que esa transformación tiene, durante un periodo determinado, un sentido predominante de construcción de algo nuevo (por mantener la metáfora del edificio a la que remite toda esta nomenclatura); y termina dando paso a otro periodo en el cual ya predominaba la confrontación sobre la reforma del Estado. En efecto, a partir de la tercera década del siglo XX nadie dudaba que en España existía ya un Estado plenamente implantado: los debates y los conflictos dejaron de girar en torno a que tipo de Estado construir para la nación, y pasaron a centrarse en como corregir determinadas características de ese Estado para responder a las nuevas demandas sociales. La crisis de la Restauración fue escenario de una confrontación en cuanto a si reformar el Estado en un sentido democrático o no, si descentralizarlo o no, si hacerlo laico o no, si reconocer las identidades regionales o no, si dotarlo de una política social abandonando la neutralidad en las relaciones entre patronos y obreros… Demandas de reforma cuya discusión marcó no solo la crisis del régimen de la Restauración, sino también el ciclo posterior de conflictos que pasa por la dictadura, la República, la guerra civil y la dictadura de Franco. Pero eran siempre propuestas de reforma sobre un edificio estatal ya construido, cuyos rasgos estructurales se daban por establecidos desde hacía tiempo. No se hablaba ya de construcción del Estado.

Constructores y accionistas del ferrocarril Barcelona-Mataró (hacia 1848), fotografía del libro El carril de Mataró al directo de Madrid de Antonio R Dalmau. Ed Llibreria Milà 1946

El propio término construcción plantea algunos problemas que conviene evitar. La metáfora del arquitecto que diseña un edificio sobre plano y dirige su materialización con ayuda de obreros que siguen sus instrucciones es, obviamente, una distorsión de la realidad cuando se aplica a un proceso tan complejo como la construcción del Estado. En este proceso intervinieron muchos actores con diferentes grados de influencia en el resultado, a veces incluso de forma simultánea. Si siguiéramos con la metáfora, tendríamos que decir que hubo muchos arquitectos, varios planos del edificio incompatibles entre sí, y que hubo aparejadores, capataces y obreros que trabajaron con su propia idea de lo que había que construir. Esta reducción al absurdo nos muestra que el concepto de construcción tiene límites para describir la realidad, como toda metáfora.

La construcción del Estado no fue un proceso unidireccional, de arriba abajo. Aunque hubo unas elites dirigentes, a cuyos líderes y portavoces se puede identificar –hasta cierto punto– como los constructores del Estado, el fenómeno es colectivo, social y cultural. El proceso de construcción del Estado solo puede entenderse como resultado de la interacción entre esas elites de poder y una sociedad civil que también estaba en construcción; la negociación era continua; y los actores subalternos dispusieron siempre de un cierto grado de agencia.[8] Esto no significa minusvalorar los componentes de dominación que hubo en la construcción del Estado: el Estado es un espacio de poder, en el que desempeñan funciones cruciales tanto la represión –recordemos el “monopolio de la violencia física legítima” de Weber– como la imposición hegemónica de una cultura y una visión del mundo.[9]

Uniformidad de la guardia civil en sus primeras décadas de funcionamiento (foto: gcivil.tripod.com)

La simbiosis entre Estado y nación ha sido tan íntima que ha llevado con frecuencia a confundir ambos conceptos. No puede extrañar que los constructores del Estado, en el siglo XIX, llamaran nacional a todo aquello que perteneciera o correspondiera al Estado. Y así, hablaran, por ejemplo, de bienes nacionales (para referirse a los que eran propiedad del Estado), ejército nacional, Hacienda nacional, etc. En su origen, estas denominaciones ponían el acento en distinguir lo nacional –ejército, Hacienda, patrimonio…– de lo real. Es decir, en separar las instituciones estatales de su vinculación personal al titular de la Corona, para hacer patente la distancia entre el nuevo Estado y la antigua Monarquía. Más adelante, la denominación de nacional fue adquiriendo otros matices: superada la necesidad de emancipar al Estado del servicio personal al monarca, de lo que se trataba entonces, al emplear el término nacional, era de señalar la generalidad de aquellas instituciones que abarcaban todo el territorio del Estado, frente a aquellas otras de ámbito menor (municipal, provincial o, andando el tiempo, regional).

Pero, si bien esta tendencia a usar nacional como sinónimo de estatal tuvo su sentido durante el proceso de construcción del Estado contemporáneo, es más discutible la tendencia a confundir ambas realidades en nuestros días. En España hay un debate público tan intenso sobre la cuestión nacional, sobre la legitimidad de la nación española y de las identidades nacionales alternativas que se le enfrentan desde varias regiones, que cualquier análisis histórico sobre la construcción nacional nace determinado por los usos políticos que se puedan hacer de sus conclusiones en la actualidad. Es más: cualquier intento de abordar la cuestión del Estado –que hay que recordar que es algo distinto de la nación– corre el riesgo de ser leído en términos de lo que pone o lo que quita a cada una de las posturas en conflicto en torno a la cuestión nacional. De manera que, inevitablemente, cuando se dice Estado habrá quien lea nación y extraiga de ese equívoco sus propias conclusiones (normalmente preconcebidas).

La Nación Española invadida en defensa de su Rey, de su Religión y Patria (1814), grabado de Bartolomeo Pinelli sobre dibujo de José Aparicio

La distinción entre estos dos órdenes de fenómenos, los que se relacionan con la construcción del Estado y los que se relacionan con la identidad nacional, resulta higiénica: ayuda a perfilar con mayor claridad la entidad de los fenómenos analizados, los encadenamientos causales que los explican, las alternativas históricas que existieron en un determinado horizonte de expectativas. Lo cual no significa que pertenezcan, de forma natural, a esferas separadas; por el contrario, existe una relación estrecha entre lo nacional y lo estatal, que conviene precisar y deslindar. De entrada, hay que subrayar que esa relación existe en la medida en que también la nación es construida, no natural: no existen en la historia identidades esenciales ajenas al paso del tiempo y a la voluntad de los actores que las definen, las reelaboran, se las apropian o las rechazan. No hay, por tanto, una nación natural y un Estado artificial.

Tampoco es cierto del todo que la nación pertenezca al ámbito evanescente de la cultura y las mentalidades, mientras que el Estado pertenece al ámbito tangible de lo institucional, jurídico y material. La dimensión cultural de la construcción del Estado es una de las claves para comprender este proceso histórico. El Estado, en última instancia, es una abstracción que se imprime en las mentes de los seres humanos; y esto ocurre como resultado de un proceso de aculturación en el que se asumen determinados conceptos, lenguajes y argumentos que solo tienen sentido en función de un entramado cultural más amplio, que explica el mundo de una determinada manera.

Dicho esto –que Estado y nación no son lo mismo, pero que están estrechamente relacionados–, queda más claro de qué se trata en este libro (y de qué no). La historia de la identidad nacional española y de los modos en que esta ha sido cultivada desde el Estado, en paralelo al proceso mismo de su construcción, ha sido objeto de investigaciones históricas de gran calado desde que comenzara el siglo XXI. Durante muchos años había sido un tema postergado por los historiadores: por un lado, se estudiaban los nacionalismos periféricos (catalán y vasco sobre todo, otros en menor medida) con una intención poco disimulada de dotarles de antigüedad y legitimidad histórica. Por otro lado, se suponía que no existía un nacionalismo español, bien por no aportar a la identidad nacional española la misma fuente de legitimidad histórica, o bien por considerar que tal identidad era más natural o esencial, más auténtica en definitiva: como si fuera producto espontáneo de la historia compartida y no de especiales esfuerzos por construirla “desde arriba”.

Desde finales del siglo XX, la investigación sobre la idea de España y sobre los modos en que se fue definiendo en el XIX desvelaron todo un mundo de acciones conscientes, decisiones políticas, ingenierías culturales: resultó que la identidad nacional española también era un fenómeno histórico y podía ser objeto de investigación histórica con resultados enormemente interesantes.[10] La identidad nacional de los españoles ha sido tan construida como cualquier otra. Y en ese proceso el siglo XIX fue un periodo decisivo. No es casualidad: la definición, fortalecimiento y difusión de esa identidad resultaba crucial para el éxito de la construcción del Estado; y el Estado mismo, a medida que se fue consolidando, aportó los instrumentos más potentes para redefinir y afirmar una identidad compartida en todo el territorio nacional. Las limitaciones del proceso son hoy tan conocidas como sus logros, pues tanto unas como otros fueron notables.

Sin embargo, la construcción del Estado ha sido objeto de menos atención por parte de los historiadores. Tal vez por efecto del giro culturalista que experimentó la historiografía desde los últimos decenios del siglo XX, la nación ha interesado más que el Estado a autores, editores y lectores. Desde luego, podrían mencionarse autores que no han dejado de prestar atención a los temas relacionados con el Estado: la mayor parte de ellos serán citados en las páginas de este libro, a medida que la argumentación del mismo vaya pasando por los temas concretos que ellos han trabajado, y se apoye en sus aportaciones. Están entre ellos los clásicos de la historia política; y también los profesionales de toda un área de conocimiento institucionalizada, la historia del Derecho. Pero son mucho más escasos los intentos de contemplar en su conjunto el proceso de construcción del Estado español, y no desde la perspectiva formal de un proceso jurídico, ni como subproducto de la atención a las luchas políticas. En ese terreno específicamente histórico es donde se sitúa este libro, intentando explicar la construcción del Estado como un proceso global, con dimensiones políticas, jurídicas, económicas, sociales, espaciales y culturales.

Mapa Gráfico de la Organización Judicial Española en la Península e Islas Adyacentes, elaborado por C. Pellón, 1888 (foto: La historia de la cartografía en España, en Geografía Infinita, agosto de 2019)

 
Como se puede apreciar, la tarea se presenta complicada. No solo se aborda un objeto de estudio –el Estado– sobre el cual no existe una definición aceptada por todos; en cierta manera, algo que nadie sabe muy bien qué es. Sino que, además, se trata de un objeto en continua transformación, sobre el cual intervienen múltiples actores. Y se sitúa ese proceso en un marco temporal de difícil precisión, y en un ámbito temático pluridimensional, pues se trata a la vez de un fenómeno político, jurídico, social y cultural, con importantes connotaciones económicas e internacionales. La óptica elegida para abordar este estudio parte de la convicción de que ni el Estado ni la sociedad civil estaban construidos de antemano ni eran la variable independiente del proceso, sino que ambos se fueron configurando y condicionando mutuamente. Esa óptica exige cambiar y combinar las escalas de observación, que no pueden limitarse al marco nacional “macro”, sino que implica prestar también atención a otras escalas –regional, local, individual, grupal…– y combinar las fuentes institucionales, la documentación del Estado mismo, con fuentes no convencionales que pongan de manifiesto la voz de los actores. Por último, las herramientas conceptuales útiles para este análisis proceden de varias disciplinas académicas: no solo de la Historia, sino del Derecho y las ciencias sociales y políticas; y a ellas hay que incorporar las categorías nativas, es decir, los conceptos con los que se manejaban los sujetos que intervenían en el proceso en aquel tiempo. Definitivamente, la tarea no es sencilla. Y no podrá completarse en un solo libro. Se trata aquí, por tanto, tan solo de esbozar las grandes líneas de un proceso infinitamente más rico y complejo, lleno de matices, poniendo el foco sobre un programa que sobrepasa las posibilidades de un solo investigador.
 
 
[1] Max Weber, «La política como vocación (1918)», en El político y el científico (Madrid: Alianza Editorial, 1967), 81-179., la cita en p. 83.
[2] Immanuel Kant, La paz perpetua (Madrid: Alianza Editorial, 2016)., pp. 73-74.
[3] Real Academia Española, Diccionario de la lengua castellana: en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua (Madrid: Imp. de la Real Academia Española por la Viuda de Francisco del Hierro, 1732).
[4] Kant, La paz perpetua., pp. 83-84, 87 y 111.
[5] En ese sentido, es interesante la expresión de Guillermo O’Donnell, sin duda uno de los autores más lúcidos en el abordaje de la cuestión del Estado. Él se refiere a “los que hablan en nombre del Estado” para resaltar esa falta de entidad como sujeto o como objeto. Guillermo O’Donnell, Democracia, agencia y estado. Teoría con intención comparativa (Buenos Aires: Prometeo, 2010).asesinato de Jun Prim en Madrid (21/12/1870)la muerte del dictador paraguayo Francisco Solanoportaciones. Esteso el siglo XIX ha
[6] Émile Durkheim, Las reglas del método sociológico (Madrid: Akal, 1997)., pp. 45-69.
[7] La cronología elegida para este “largo siglo XIX” es la que resulta de las obras de Hobsbawm, de la Revolución a la Primera Guerra Mundial. Tal enfoque está presente en su trilogía sobre el XIX: Eric J. Hobsbawm, La era de la revolución, 1789-1848; La era del capital, 1848-1875; La era del imperio, 1875-1914 (Barcelona: Crítica, 2012). La idea –aunque no el término– estaba ya presente en el libro de 1944 de Karl Polanyi, La gran transformación (Madrid: La Piqueta, 1989).
[8] Un ejemplo de interacción entre grupos dirigentes y mayorías sociales en la construcción del Estado puede verse en el libro de Gilbert Michael Joseph y Daniel Nugent, eds., Everyday Forms of State Formation: Revolution and the Negotiation of Rule in Modern Mexico (Duke University Press, 1994).
[9] Se hace referencia aquí al concepto de hegemonía que acuñó a partir de 1926 Antonio Gramsci, Notas sobre Maquiavelo: sobre la política y sobre el estado moderno (Buenos Aires: Nueva Visión, 2003).(ed. original de 1949), pp. 135-136 y 161-162.
[10] El autor fundamental en este tema ha sido, sin duda, José Álvarez Junco, Mater Dolorosa: la idea de España en el siglo XIX (Madrid: Taurus, 2001). Desde otro punto de vista, pueden señalarse los trabajos de Andrés de Blas Guerrero, La nación española: historia y presente (Madrid: Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales, 2001); o los recogidos en Antonio Morales, Juan Pablo Fusi, y Andrés de Blas, eds., Historia de la nación y del nacionalismo español (Barcelona: Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores-Fundación Ortega-Marañón, 2013). La investigación ha continuado después, prolongando el cuestionario hacia el siglo XX, profundizando en el estudio de los símbolos nacionales y de la cultura nacional, en obras como las de Javier Moreno Luzón y Xosé M. Núñez Seixas, eds., Ser españoles. Imaginarios nacionalistas en el siglo XX (Barcelona: RBA, 2013).; Javier Moreno Luzón y Xosé M. Núñez Seixas, Los colores de la patria. Símbolos nacionales en la España contemporánea (Madrid: Tecnos, 2017).; e Ignacio Peiró Martín, En los altares de la patria. La construcción de la cultura nacional española (Madrid: Akal, 2017).

Índice:
 
Introducción
 
Sobre el Estado.
Tiempo, sujetos, actores.
Estado y nación.
Acerca de esta obra.
 
1.- La Monarquía de España
 
La Monarquía como proceso.
La Monarquía jurisdiccional.
El papel de las Indias.
Del gobierno en el Reino de España.
 
2.- La Revolución española
 
Revolución y guerra.
La invasión francesa y la reconstrucción de la Monarquía.
Los liberales españoles y sus proyectos de Estado.
La tercera vía: reformar la Monarquía.
El fin de la Monarquía.
 
 
3.- El Estado como revolución cultural
 
Nuevas doctrinas, nuevos lenguajes.
El papel de los juristas.
El Estado y la palabra.
 
4.- El Estado como conquista: territorio, ejército y Hacienda
 
La construcción del territorio.
La construcción fiscal del Estado.
Las consecuencias del sistema fiscal español: política y administración.
Las medidas de la revolución triunfante.
El ejército nacional.
Un imperio para la nación.
 
5.- El Estado administrativo
 
Política posrevolucionaria.
Constitucionalismo y centralismo.
Hacia el Estado administrativo.
Derecho administrativo y práctica política.
Las fuentes del Estado administrativo.
 
6.- La construcción de la burocracia
 
Una burocracia en tránsito: entre el Reino y la Nación.
La reforma de la Iglesia española.
El despliegue de la Administración pública.
El funcionariado en acción.
 

  1. Información y control del territorio

La lucha por instaurar la estadística.
Censos y estadísticas públicas.
La cartografía de Estado.
 
 
8.- El centro y la periferia, el ciudadano y la nación
 
Madrid: una capital para el Estado.
La Gaceta de Madrid.
La nación y el ciudadano.
Ciudadano, elector y contribuyente.
 
9.- El Estado y el mercado
 
La construcción de un sistema económico y social.
El mercado nacional.
La unificación monetaria.
Pesos y medidas.
Las cuentas en orden.
 
10.- Hacia el cierre del proceso
 
El Gobierno y los pueblos: un modelo de Estado no escrito.
Logros y límites del Estado español.
La prueba de la acción exterior.
La crisis de finales del XIX y los desafíos del siglo XX.
 
Epílogo
 
A vueltas con la teoría.
Los estados se construyen.
 
Bibliografía
Índice analítico


Juan Pro:
La construcción del Estado en España
Una historia del siglo XIX
(Madrid, Alianza Editorial, 2019)
761 págs

2 COMENTARIOS

  1. Hola, Juan. Soy Pipo Clavero. Naturalmente he leído tu libro con sumo interés y máxima atención. Por la competencia del autor y por la ambición de su objeto me parece desde luego importante. De contar con tiempo para estos menesteres, le haría una recensión cumplida. Iría en la línea siguiente.
    Primero, lo primero. El arranque de un prólogo ajeno te confieso que me desconcertó. Ya sabía de la deriva de Parada como especialista de derecho administrativo, pero no era consciente del extremo al que ha llegado. Desde su estatalismo a ultranza llega a afirmar que durante el franquismo hubo más seguridad jurídica y más igualdad ante la ley que en la actualidad.
    Tu libro no entra en el siglo XX, pero el caso es que tu visión del XIX no desentona con ese despropósito. Te mueves cabalgando el prejuicio de que el Estado español es la vara de medir de la igualdad ante la ley sea cual sea esta siempre que sea suya. Así desaparece prácticamente la compleja historia de la incardinación española de los territorios vascos, navarro y catalán. Ya se sabe. El primero que excluye es el Estado y sus secuaces, quiero decir el Estado español tal y como se constituyó durante el XIX.
    El prejuicio españolista pesa severamente a lo largo toda la exposición. En puntos clave de la fundación del Estado en España tu exposición resulta en concreto derivativa de un historiografía administrativista, de juristas de derecho administrativo, que no es tan constitucional como presumen y se le presume. Y no es lo único en lo que se nota la desorientación en materia de derecho, como cabe comprobar en cuestiones tan importantes para la formación del Estado como sean los registros civil y de la propiedad o como las codificaciones civil y mercantil, cuyas implicaciones, más allá de que sean elementos de tal construcción, llanamente se escapan. Y ninguno responde al paradigma de la igualdad que se les endosa.
    Aunque siempre con el prejuicio a cuestas, mejor te mueves sin duda con los asuntos que has investigado monográficamente
    Siento sinceramente constatarlo.

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