El silencio no detiene la ocupación y el genocidio de Gaza
Conversación sobre la historia
En todo el mundo, el atropello de los derechos humanos se multiplica sin impedimento y casi sin asombro. Cabe preguntarse si los mecanismos creados para su protección existen todavía.
Rodrigo Azaola*
La protección de los derechos humanos, y su internalización por los estados y las sociedades contemporáneas, es un fenómeno reciente. La Segunda guerra mundial, con su escala atroz de matanzas industriales, violencia desenfrenada contra la población no combatiente y desplazamientos forzados, dio origen a un entramado internacional de leyes y acuerdos destinados a proteger a las personas, lo que es decir, a sus cuerpos, de violencias físicas, sociales y políticas.
Cabe preguntarse si esa certeza jurídica, que prioriza el cuerpo humano como recipiente de derechos, existe todavía. Lo cierto es que la erosión gradual de estas normativas corre en paralelo al asombro que suscita presenciar múltiples casos de violencia y atropello que ocurren hoy sin mayor impedimento.
La frustración, tanto individual como colectiva, ante el menosprecio sistemático de las libertades fundamentales, comenzando por el derecho a la vida, es un buen indicador de qué tanto las instancias que antes tuvieron voz y agencia se han convertido hoy en meras sombras de sí mismas. A pesar de la aparente lejanía entre sus reivindicaciones, las marchas de repudio a la violencia feminicida en América Latina, las protestas en contra de las redadas del ICE en Estados Unidos, las movilizaciones pro Palestina en todo el mundo, entre otras tantas, comparten un vector común: el descontento palpable en contra de gobiernos que limitan o anulan el derecho a la vida.
¿En qué momento comenzó la destrucción de aquellos pilares jurídicos que consagraban la protección del ser humano como un principio inamovible? El ascenso de un orden unipolar tras el ocaso de la Guerra fría, seguido por la aparición de nuevos polos de influencia, junto con la proliferación de narrativas nativistas, xenófobas y populistas –fenómenos comprensibles en el contexto del sostenido desmantelamiento neoliberal del Estado protector–, todo esto a lo largo de apenas 30 años, bastó para que, frente a retos de dimensión global, comenzaran a implementarse soluciones derivadas de la prerrogativa soberana.

Quizás el primer eslabón del régimen actual de aberraciones jurídicas y extraterritoriales haya sido el centro de detención de Guantánamo, verdadero agujero negro legal en el que Estados Unidos, enardecido por su guerra contra el terror, decidió anular las protecciones que las Convenciones de Ginebra aseguran a los prisioneros de guerra y, de paso, las garantías y derechos que sus propias cortes otorgan.
Aunque desde 2002 han sido liberados casi un millar de prisioneros –o, más exactamente, “combatientes enemigos ilegales”–, aún permanecen detenidas personas a quienes se les ha negado un juicio, acceso a defensa legal e, incluso, una simple acusación formal, lo que además sucede en un territorio liminal que no está sujeto a las leyes de Estados Unidos ni a convenciones internacionales.
Este desdén hacia las leyes y protocolos que protegen a los seres humanos, casi por regla desechados en pos de una siempre cambiante y elusiva “seguridad”, se ha ido extendiendo paulatinamente a diversas geografías. Los centros de detención para migrantes establecidos por Australia en islas del Pacífico desde 2001 son otro ejemplo de cómo la dimensión extraterritorial facilita la vulneración de leyes nacionales e internacionales y fomenta un sinnúmero de abusos y crueldades que castigan de manera innecesaria a las personas.
Es posible trazar un hilo conductor que vincula estos dos ejemplos con las políticas migratorias desplegadas por la Unión Europea desde 2014, especialmente en el área mediterránea. Los migrantes, al igual que los refugiado o los desplazados, son considerados y procesados como criminales, tal como ocurre actualmente en diversas regiones del mundo. Esta postura resulta antagónica al espíritu de los tratados también emanados del orden de la posguerra (en particular, la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951), cuyo propósito es proteger y otorgar certeza jurídica a las personas obligadas a abandonar su lugar de residencia.
La externalización de las responsabilidades legales de países ricos hacia zonas periféricas logra dos objetivos. El primero es evitar y regular los flujos migratorios mediante actores y Estados cuyas prácticas operativas incluyen el abuso sexual, la esclavitud forzada, la tortura y las ejecuciones sumarias, además de condiciones infrahumanas de detención. El segundo, aislarse espacial, política y legalmente de estos hechos, lo que les permite pregonar un respeto irrestricto a los derechos humanos aunque en la práctica fomentan su violación allende sus fronteras.

Actualmente, la Unión Europea subvenciona total o parcialmente el funcionamiento de campos y esquemas de detención y el suministro de material bélico a fuerzas fronterizas en más de veinte países, entre ellos Libia, Mauritania, Túnez y Turquía. De manera conveniente, al enfocarse en el control de los flujos migratorios, los países europeos silencian sus causas estructurales: relaciones comerciales desiguales, apoyo a gobiernos autoritarios y extracción de riqueza y recursos, circunstancias que, en conjunto, perpetúan un modelo colonial de fronteras y responsabilidades fluctuantes.
Este fue el contexto de permisividad que impulsó al Reino Unido, apenas en 2022, a establecer un mecanismo para reubicar migrantes y solicitantes de asilo, capturados en el Canal de la Mancha o en territorio británico, en campos de detención en Ruanda. La execrable propuesta fue objetada por múltiples actores, incluyendo el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y finalmente fue cancelada en 2024.
Sin embargo, la proliferación de estos esquemas revela una pavorosa internalización de la fractura del sistema internacional de derechos humanos, a tal grado que se normaliza la degradación y el abuso, cuando no la muerte, para ciertos grupos humanos. De tal manera, en el imaginario colectivo, las sociedades quedan divididas entre aquellas con derecho a vivir y aquellas cuya existencia es desechable.
Incluso, los cuerpos humanos, una vez despojados de territorio y racializados como poblaciones sin derechos, se transforman en herramientas bélicas y políticas. Este fue el caso de las migraciones expulsadas por la guerra civil siria, explotadas de manera doble luego por Turquía, país que amenazó con dirigirlas hacia Europa si no recibía apoyos monetarios y políticos.
Apenas en 2021, en uno de los ejemplos más grotescos, Bielorrusia trasladó por aire y tierra a miles de migrantes, provenientes de Medio Oriente y África, a sus fronteras con Polonia, Lituania y Letonia, con el objetivo de desestabilizar a la Unión Europa y frenar el apoyo de esta a los grupos de oposición. Alexandr Lukashenko, el presidente bielorruso, amenazó entonces con inundar a la Unión Europea de criminales y drogadictos, narrativa que no es difícil enlazar con la retórica de Donald Trump y la creciente militarización de su política migratoria con México, cuya insistencia en sellar sus fronteras para frenar el paso de drogas y criminales es igual de alarmante.

En este contexto, no sorprende que Estados Unidos evalue la posibilidad de establecer centros de detención en El Salvador, pero designados como territorio estadounidense. Es en estos espacios liminales donde las leyes nacionales y los estatutos internacionales se deforman hasta ser irreconocibles y donde las libertades fundamentales mueren.
Sería cándido conceptualizar la retirada de los derechos humanos universales de manera aislada. Su auge y desarrollo coincidieron con la época dorada de los estados de bienestar, y su decadencia va en paralelo al desmantelamiento de estos. En ausencia de estados fuertes, y por ende, de organizaciones multilaterales con dientes, ¿a quién corresponde velar por el cumplimiento de los derechos transversales?
A lo lejos, en el camino, la “responsabilidad de proteger” se ha convertido en un esqueleto más. La invasión rusa a Ucrania y el secuestro masivo de infancias, además de los ininterrumpidos actos criminales contra civiles; el desplazamiento de millones de personas en la República Democrática del Congo y Sudán; el bombardeo incesante israelí de la población civil palestina, despojada de sus derechos básicos fundamentales y, por supuesto, la monstruosa idea de expulsar a dos millones de personas para construir una Riviera turística, parecieran no ser más excepciones, sino la consolidación de una nueva regla.
La degradación de la vida humana ha saturado nuestra cotidianeidad hasta el punto de convertirse en parte del paisaje. La documentación, circulación y consumo diario de imágenes y noticias sobre desplazamientos forzados, detenciones ilegales, abuso y muerte embrutecen la capacidad de asombro. Aquellos hombres, mujeres e infantes que caen a diario por las orillas de un sistema incompleto y debilitado no cuentan ni siquiera con el espanto que produjo la Segunda guerra mundial.
A falta de soluciones visibles, o de actores con peso y compromiso, despojados ya de cualquier optimismo, restaría suponer que solo nuevas atrocidades harían recular a la humanidad de su capacidad ilimitada de violencia y muerte con mecanismos e instituciones revitalizadas. Pero esta puede ser una larga espera. ~
*Rodrigo Azaola, escritor, reside actualmente en Sidney
Fuente: Letras Libres 22 de agosto de 2025
Portada: Refugiados intentan alcanzar la isla de Lesbos desde la costa turca el 29 de enero de 2016 (foto: Mstyslav Chernov/Unframe via Wikimedia Commons
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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