Xosé M. Núñez Seixas
Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidade de Santiago de Compostela.

Los observadores foráneos quedan habitualmente asombrados ante el revuelo político que despierta la decisión, tomada por el Gobierno de Pedro Sánchez, de sacar los restos mortales del dictador Francisco Franco del Valle de los Caídos y entregárselos a su familia. Que se muestren contrarios, o critiquen la decisión, los neofranquistas declarados, los émulos de la derecha radical y neopopulista agrupados alrededor del partido Vox, e incluso un grupo nutrido de oficiales del Ejército, entraría dentro de lo que acostumbra a ser usual dentro del contexto europeo occidental en lo referente a las políticas de memoria. Que tal decisión, sin embargo, sea criticada por partidos supuestamente situados en la derecha conservadora liberal, o incluso por quienes quieren ocupar un espacio de centro liberal, es cuando menos sorprendente.
FRANQUIS Nunca Más
Es sorprendente, de entrada, por la propia naturaleza de la decisión, que no puede ser más moderada. No se podía negar, ni es de recibo hacerlo a estas alturas del siglo XXI, que el Valle de los Caídos es lo que es: un megalómano mausoleo levantado en honra de los vencedores después de una cruenta guerra civil, construido con mano de obra forzada y presidido por la simbología franquista. Un lugar de reconciliación no puede ostentar la parafernalia simbólica de quien reprimió a los vencidos. Y tampoco puede albergar ni la tumba del dictador, ni la del fundador más conocido del movimiento fascista español. Además, la exhumación de Franco del Valle de los Caídos tiene lugar de una forma tardía, al amparo de la legalidad vigente. José Antonio, no obstante, como víctima de la guerra civil —única categoría que reconoce la comúnmente denominada «Ley de la Memoria Histórica» de 2007— tiene derecho a seguir sepultado allí, aunque no en un lugar prominente. Como en el caso de las iniciativas memorialísticas del Gobierno Zapatero en 2004-2008, tuvo que esperar por una coyuntura políticamente favorable: la suma de Gobierno del PSOE en minoría más socios situados a su izquierda y nacionalistas periféricos. Y a la necesidad de hacer política de gestos que compensase el muy escaso margen de maniobra presupuestaria para acometer políticas sociales realmente ambiciosas.
FRANCO


Un gesto pequeño, por tanto. Pero que causó gran revuelo mediático. Diríase que el fantasma del franquismo sociológico recorre la política española. De hecho, el primer Gobierno socialista, el de Felipe González (1982-1986), había evitado entrar en la cuestión, y apenas hizo gestos visibles de reparación de las víctimas del bando perdedor en la guerra civil. Y mucho menos acometió una política crítica de la memoria del pasado reciente, a pesar de adoptar desde 1991 la música del patriotismo constitucional de Jürgen Habermas (uno de cuyos postulados más descatados era, precisamente, ese: Vergangenheitsbewältigung). Por el contrario, apenas se conmemoró el cincuenta aniversario de la guerra civil, centrándose los esfuerzos en la proyección hacia el futuro: en el europeísmo, en el «encuentro de dos mundos» con Latinoamérica, en la modernización desde arriba. El promovido por el Gobierno socialista era, en suma, un discurso neopatriótico y orteguiano: lo que importaba era el proyecto de vida en común, no esa molesta memoria histórica.
presidentes
Los gobiernos de Aznar (1996-2004) siguieron en parte el mismo camino, pero añadiéndole coqueteos abiertos con el revisionismo historiográfico neofranquista, que presentaba la guerra civil como una tragedia protagonizada por dos bandos, aunque uno más responsable que el otro por ser el principal causante (la II República como democracia fallida por culpa de una izquierda y de un catalanismo con pretensiones golpistas en 1934). Y que, sobre todo, edulcoraba convenientemente la naturaleza de la dictadura de Franco, omitiendo sus aspectos más negros (el franquismo como “una situación de extraordinaria placidez”, en elocuentes palabras de Mayor Oreja). El régimen dictatorial devenía ahora, de ese modo, en una dictadura católico-autoritaria, pero modernizadora, con escaso protagonismo de los fascistas y sí mucho de los tecnócratas y reformistas que, desde 1975, plasmarían sus anhelos en una benigna transición. Convenía, pues, olvidar a las víctimas y a las consecuencias de la guerra civil y mirar hacia adelante, pues la historia contemporánea de España (Aznar dixit) se caracterizaba por un largo hiato de anormalidad que abarcaba de 1808 a 1975. Con la glorificada transición se entraría plenamente en la modernidad europea. Las calles dedicadas a los golpistas de 1936 quedaban como estaban, y los monumentos erigidos por el régimen franquista también. A fin de cuentas, se repetía, a nadie importaban esos vestigios del pasado. Dejemos que se pudran, menos el Valle de los Caídos, regido por una comunidad monástica.

Que los gobiernos de González tuviesen miedo a despertar al franquismo sociológico existente en la España de los años setenta, ochenta, o tal vez noventa, puede que tuviese algún fundamento real. Seguía habiendo numerosos nostálgicos de la dictadura y, además, la falta de políticas proactivas de condena del pasado dictatorial también facilitaba que la memoria familiar perpetuase  las narrativas profranquistas heredadas de padres y abuelos: una memoria «comunicativa» (Assmann) que no teñía el contrapeso de una memoria «cultural”, colectiva y al servicio de la deliberación democrática. Quizá se explique así la larga pervivencia de esas narrativas privadas, por la falta de contrapeso de un eficaz discurso público de la memoria, coherente y basado en valores democráticos y cívicos.
FRANCO ESQUELA
Más de cuarenta años después de la muerte de Franco, y a más de ochenta desde el estallido de la guerra civil, ¿seguimos donde estábamos? ¿Sigue siendo tan fuerte el llamado franquismo sociológico más allá de colectivos —militares retirados, por ejemplo— donde se presupone su presencia? No existen estudios concluyentes, pero algunas encuestas parciales publicadas en julio de 2018 indican que una ligera mayoría de los ciudadanos estaría a favor de exhumar a Franco del Valle de los Caídos, mientras que más de un tercio no sería favorable (un 78% de los que votaron al PP, y un 37% de los votantes de Ciudadanos, mas también un 23% de los que votaron al PSOE). Las simpatías políticas seguían siendo determinantes: los porcentajes de opuestos al traslado subían claramente entre los votantes del PP, que casi duplicaban la media. Aunque se trate solo de un indicador —no considerar prioritaria la exhumación de los restos de Franco no necesariamente indica simpatía por todo lo que significaba la dictadura franquista— es también una muestra de que el mausoleo de Cuelgamuros es considerado por muchos un símbolo de unos valores determinados y que Franco se asocia positivamente a ellos.

Por otra parte, como señalaba recientemente una tribuna tan perroflauta como The New York Times, existe una institución que desde 2012 está aquejada de fuertes problemas de legitimidad: la monarquía. El hilo directo entre pasado franquista y mantenimiento de la institución monárquica, designada directamente por Franco como sucesora restaurada, se fortalecía con la nueva función que la figura del Rey parece cobrar en tiempos de incertidumbre y crisis territorial: la de ser el cuerpo de la nación (española). Hay indicios de que esa asociación persiste con fuerza y que se vio intensificada con el desafío planteado por el independentismo catalán en los últimos años: una vuelta al pasado en vez de una renovación para enfrentarse a un futuro plagado de incertidumbres.
FRANCO JUAN CARLOS I
En la actitud de los principales partidos políticos que se disputan el voto conservador y de centro, el tema sin duda escuece. Parte de sus votantes, o potenciales votantes, mantienen actitudes entre muy positivas y bastante positivas hacia el franquismo. Parte de sus cuadros, sobre todo en el PP, poseen orígenes familiares claramente vinculados  a los grupos de apoyo del régimen franquista. Las elites dirigentes  del PP y Cs intentan hacer difíciles equilibrios, tanto más penosos cuanto que las argumentaciones tienden a la banalidad y a la superficialidad. Al argumentario heredado de tiempos anteriores —desenterrar los muertos de las cunetas es remover el pasado, reavivar instintos cainitas presuntamente inmanentes en la sociedad española, caer en el revanchismo o desviarse de los proyectos de futuro— se añade ahora otro cuyo olor populista es nauseabundo: el de que es caro desenterrar  muertos y, por tanto, también exhumar al general Franco. A lo cual se añaden algunos gestos hacia el electorado más conservador que podría pasarse a Vox, y que convive de manera más bien contradictoria con otros gestos, como los protagonizados por el PP gallego desde la Xunta de Galicia, recordando así su relativa autonomía de Génova, con su posición favorable a apoyar que propiedades de la familia Franco como el Pazo de Meirás reviertan en patrimonio público.

Lo que fue un hito considerable, el que el PP, o al menos una sección territorial muy significativa del mismo, promoviese una iniciativa de ese tenor, contrastó meses después con la presentación en la Cidade da Cultura del Monte Gaiás del gran cuadro de Alfonso R. Castelao, A derradeira lección do mestre, como un homenaje… ¡a los maestros! Con ello se ocultaba el verdadero carácter de la obra: la denuncia de la represión franquista, representada en la figura de su correligionario, amigo y secretario de organización del Partido Galeguista (PG), Alexandre Bóveda, condenado en un juicio sin garantías y fusilado por los militares insurrectos. La posterior rectificación del presidente de la Xunta de Galicia, Alberto Núñez Feijóo, recordando que el cuadro de Castelao constituía una denuncia de los crímenes perpetrados por el fanatismo y la barbarie en nombre de «banderas distintas» (obviando la contextualización concreta de la obra), fue un sibilino ejemplo de equidistancia, que tampoco contentó a nadie. Ni a quienes deseaban que la obra viniese a Galicia y que veían en ese viaje un símbolo de la restauración de la memoria, ni tampoco a los que pudiesen oponerse (a fin de cuentas y como dijo Pablo Casado: ¿por qué gastar los recursos públicos tan escasos en gestos como este?).
PP-Cudadanos-Vox
Por su parte, Cs, comenzando por su líder Albert Rivera, todavía no se sabe que quiere ser de mayor: si el partido heredero del espacio del PP, repleto de banderas españolas y con un neocentralismo agresivo, o el representante de una derecha liberal, laica y desvinculada de toda herencia del pasado franquista, algo en lo que UPyD, partido cuyo espacio fagocitó sí demostraba algunas actitudes más convincentes. Enfrentados a la prueba de votar a favor o en contra de la exhumación de los restos de Franco del Valle de los Caídos, la abstención de los dos partidos quedó en un ni come ni deja comer: ni contentó a sus votantes y simpatizantes profranquistas, dando así ciertas alas a Vox, ni les hizo ganar credenciales de derecha moderna.

Ciertamente, cada contexto es distinto. No hay que olvidar que, en términos de políticas proactivas de memoria, países que se acostumbra a presentar como modélicos en realidad tardaron treinta años en acometer decididamente una pedagogía cívica que condenase definitivamente el pasado dictatorial, caso de la Alemania federal. Y que en otros, como Italia, imperó el silencio y un cierto eclecticismo en las políticas de la memoria. Igualmente, los restos del pasado colaboracionista y fascista francés de los años cuarenta renacieron con fuerza en los años ochenta del siglo XX, en un regreso de un pasado que no pasa (Henry Rousso). Sin embargo, transcurridas cuatro décadas desde la muerte de Franco y los inicios de la transición a la democracia, y cuarenta años más de lo que algunos llaman régimen del 78, que la derecha y centro-derecha españolas sigan manteniendo una actitud tibia frente al franquismo revela muchas de las insuficiencias de aquel proceso de transición que ahora consideran modélico, especialmente la falta de pedagogía cívica sobre el pasado reciente. Algo que también contribuye a que, para parte del espectro político español actual, eso de la «memoria histórica» parezca un cuento chino sin significación actual para la calidad de la democracia.

Además, el juego vergonzante y tacticista que ambos partidos desenvuelven con la memoria de la guerra civil y del franquismo tampoco tiene nada que ver con las políticas de memoria mantenidas por las democristianas CDU y CSU alemanas, por los conservadores holandeses y belgas, o por los conservadores franceses, basadas en la defensa del consenso antifascista que refundó las bases de la legitimidad política de la reconstrucción europea posterior a 1945. Por el contrario, ese juego pendular se parece mucho más a las actitudes que mantienen ante el pasado dictatorial (o colaboracionista con los nazis) algunos partidos de la derecha populista y neoautoritaria, como el Ressemblement National de Marine Le Pen (ex Frente Nacional), la Lega de Matteo Salvini (ex Lega Nord) o la Alternative für Deutschland (AfD) alemana. De evitar pronunciarse sobre Mussolini, el III Reich o la Francia de Vichy, varios líderes de estos partidos han pasado en más de una ocasión a alabar los «logros» y el legado de esos regímenes o a valorar positivamente el «patriotismo» de muchos de sus exponentes en el pasado.
¿Merkel o Salvini? ¿A quién quieren, pues, emular los señores Casado, Rivera y tutti quanti? (El señor Abascal sí lo tiene más claro) ¡El tiempo lo dirá! Mientras tanto, lo que es una herida abierta en la memoria democrática, la propia existencia del Valle de los Caídos, ahí sigue. Y no parece que la inhumación y salida de los despojos de Franco para la catedral de la Almudena vaya a cerrar esa herida.


Una primera versión en gallego de este artículo será publicada en la revista Tempos Novos en noviembre de 2018


Xosé M. Núñez Seixas ha presidido la Comisión de Expertos de la Consellería de Cultura de la Xunta de Galicia, a instancias del Parlamento de Galicia, para estudiar la incorporación al patrimonio público de las ‘Torres o Pazo de Meirás’, actualmente propiedad de la familia Franco. El Informe resultante fue aprobado por unanimidad parlamentaria, para que la Administración del Estado reintegre dicho Pazo al dominio público sin coste alguno.

 

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