LA EUROPA DE AYER.  ¿Cómo es el continente del Ochocientos, esa Europa burguesa por la que avanza el ferrocarril, ese espacio por el que marchan viajeros distinguidos? Europa es una entidad geográfica, así como una identidad local y universal cuyas fronteras se fijan y se redefinen desde antiguo. Especialmente en el siglo XIX.  Es un continente que resulta de la amalgama de distintos valores y estilos de vida, entre ellos los burgueses. Nos referimos a una clase social activa y emprendedora, a la que se oponen variadas fuerzas agónicas y antagónicas en el Ochocientos, momento de su preponderancia. Un burgués de orígenes valencianos, vascos e irlandeses, José Inocencio de Llano y White, que, en las décadas centrales del siglo XIX viaja, piensa y anota en su diario lo viejo y lo nuevo,  nos aproxima a esa Europa cambiante. Así, valiéndonos de la microhistoria, de la cultura y de la cotidianeidad, nos trasladamos al mundo de ayer, comprendiendo los límites del Viejo Continente y el poder simbólico y real de un tiempo del que aún somos deudores.

 

Justo Serna
Anaclet Pons
Universitat de València
La Europa descubierta

El pasado es siempre algo remoto, ajeno y, a estas alturas, inexistente. Cualquiera tiene la experiencia de lo irrecuperable que es lo ya sucedido y concluido. No podemos acceder a lo apartado. Ni siquiera a lo reciente. El pasado es un tiempo consumido y del que nos alejamos inevitablemente: algo a lo que, en propiedad, no podemos regresar, pues no hay vía de entrada que nos franquee el ingreso. En ese sentido, lo pretérito es un lugar —permítasenos decirlo así— que nos resulta exactamente inabordable.

Lo que queda solo son restos, no el pasado mismo. Aquello que podemos rememorar —permítasenos otra vez decirlo así— es siempre un dato de segunda o una información con fuentes irreparablemente secundarias. El pasado siempre es mencionado o evocado a partir de impresiones que quedan, a partir de versiones que sobreviven o a partir de descripciones que no son el pretérito en sí, sino su sesgo.

Admitido esto, ¿podemos recrear lo ocurrido? Como historiadores no nos resignamos a lo inaccesible: a fuerza de decir que lo pasado nos resulta inabordable podríamos incurrir en un escepticismo estéril. No es el caso. Debemos partir de un optimismo cognitivo: las cosas pueden conocerse aun cuando no estemos presentes. Es más: el hecho de que ante tal suceso estemos presentes ahora, ahora mismo, no nos da, de entrada, seguridad absoluta sobre lo que estamos viendo o sobre lo que creemos percibir. Por tanto, el conocimiento siempre es un proceso de segunda instancia y de segundas intenciones. Es una investigación, un esfuerzo reflexivo y documental. Un empeño propiamente intelectivo y racional. Dicho esto, vayamos al pasado. Al Ochocientos. ¿Por qué vía efectuamos el ingreso? Formulemos la pregunta de otro modo. ¿Cómo son la Europa y la España del siglo XIX? De entrada, ni el país ni el continente tienen algo que ver con nosotros. Vivimos en un mundo diferente. Bien adentrados en el siglo XXI, el Ochocientos no parece cosa nuestra. No parece que tal cosa nos concierna.

En principio, nos resulta un pasado muy remoto al que no debemos nada, ni a ese tiempo ni a sus moradores. Los modos de organizarse, de relacionarse, de vivir y morir de aquellos individuos y su sociedad son completamente ajenos a nuestras maneras e instituciones, a nuestros ritos y hábitos, a nuestra percepción y difusión del mundo y del conocimiento.

Edificios en construcción en la calle Montera de Madrid, hacia 1860 (foto del blog Historias Matritenses)

«Mientras el siglo XX se acerca a su fin», dice Umberto Eco en De la estupidez a la locura (2016), «deberíamos preguntarnos si en realidad en estos cien años hemos inventado muchas cosas nuevas. Todas las cosas que usamos cotidianamente fueron inventadas en el siglo XIX», responde con evidente exageración. Cuando Umberto Eco está en la fase crepuscular de su vida, revive al exhumar el Ochocientos.

¿Exagera? Permítasenos reproducir la larga enumeración que Umberto Eco propone. Nos advierte de lo cercano que resulta el siglo XIX, nos informa de todo lo que adeudamos a los antecesores, nos alecciona acerca de lo mucho que aprenderíamos si supiéramos estas cosas. ¿Quiénes? Nosotros, los arrogantes europeos del xxi.

Eco procede a enumerar los avances del siglo XIX, que en buena medida han conformado y aún conforman nuestra modernidad. Y dice:

… el tren —aunque la máquina de vapor es del siglo anterior—, el automóvil —con la industria del petróleo que presupone—, los barcos de vapor con propulsión de hélice, la arquitectura de cemento armado y el rascacielos, el submarino, el ferrocarril subterráneo, la dinamo, la turbina, el motor diesel de gasolina, el aeroplano —el experimento definitivo de los hermanos Wright se llevaría a cabo tres años después de acabar el siglo—, la máquina de escribir, el gramófono, el magnetófono, la máquina de coser, el frigorífico y las conservas en lata, la leche pasteurizada, el encendedor —y el cigarrillo—, la cerradura de seguridad Yale, el ascensor, la lavadora, la plancha eléctrica, la pluma estilográfica, la goma de borrar, el papel secante, el sello de correos, el correo neumático, el váter, el timbre eléctrico, el ventilador, la aspiradora (1901), la hoja de afeitar, las camas plegables, el sillón de barbería y las sillas giratorias de oficina, el fósforo de fricción y los fósforos de seguridad, el impermeable, la cremallera, el alfiler imperdible, las bebidas gaseosas, la bicicleta con cubierta y cámara de aire, las ruedas con radios de acero y transmisión de cadena, el autobús, el tranvía eléctrico, el ferrocarril elevado, el celofán, el celuloide, las fibras artificiales, los grandes almacenes para vender todas estas cosas y —si me lo permiten— la iluminación eléctrica, el teléfono, el telégrafo, la radio, la fotografía y el cine. Babbage inventa una máquina calculadora capaz de hacer sesenta y seis sumas por minuto, y estamos ya en la senda de la computadora. Claro que el siglo XX nos ha dado la electrónica, la penicilina y muchos otros fármacos que nos han prolongado la vida, los plásticos, la fusión nuclear, la televisión y la navegación espacial. Puede que me olvide de algunas cosas, pero también es cierto que las plumas estilográficas y los relojes más caros tratan hoy de reproducir los modelos clásicos de hace cien años…

Sorprende y anonada lo que debemos al siglo XIX. ¿Esa es la razón por la que volver al Ochocientos o por la que exhumar la vida de entonces? No olvidemos de momento los inventos, los descubrimientos, los logros que aún son nuestros. Son conquistas de ese tiempo, pero eso no significa que los antepasados de aquellas fechas se sirvieran de esos hallazgos.

Sección de maquinaria en la gran exposición de Londres de 1851 (imagen: londonist.com)

El orden cotidiano de cada época no se ve inmediata o necesariamente afectado por los hallazgos técnicos del momento. Por ello, la vida de los contemporáneos, ajena a dichos logros, puede discurrir como siglos atrás, con las rémoras de otros tiempos, repitiendo o reproduciendo costumbres ancestrales. El pensamiento y el comportamiento no se ven alterados de buenas a primeras. Las revoluciones tecnológicas no derriban de hoy para mañana permanencias y persistencias, inercias que vienen de atrás, pensamientos y conductas de otras fechas que perduran. Por tanto, la pregunta permanece.

¿Para qué y por qué interesarnos nosotros, contemporáneos del siglo XXI, en una época que vemos lejana y que al final nos resulta tan diferente y distante?

Insistimos: a pesar de los logros que debemos al Ochocientos y que Umberto Eco enumera, los antepasados del XIX viven, visten, moran y mueren de una forma diversa a la nuestra. Las ciudades son distintas y su orden urbano —callejero, localización y estratificación— son muy diferentes. O, al menos, no podemos equiparar lo que hoy vivimos con lo que experimentaban aquellos europeos sorprendidos, admirados y atribulados por las premuras del comercio y de la industria, por el orgullo y los ahogos de las chimeneas humeantes, por el carbón. Sus quehaceres cotidianos, tan aferrados a la localidad, a lo cercano, poco se asemejan al mundo global, el de ahora mismo, en donde un hecho distante provoca cataclismos generales.

En principio, por aquellas fechas, en el XIX, las limitaciones del mundo están claras. O eso parece. Es obvio, por ejemplo, lo que pertenece al municipio, a la nación, al continente. Y está claro qué es lo propio y qué es lo extranjero. Todo parece tener dimensiones reconocibles y cualquier descubrimiento y novedad disponen de un ámbito delimitado, aquel que puede trazarse, alcanzarse. De hecho, pueden representarse en recintos acotados: por ejemplo, en una Exhibición Universal sita en Hyde Park en el Londres de 1851. Para la percepción de entonces, todo lo destacable o memorable, digno de ser resaltado, cabe en un edificio, en un palacio levantado adrede para la ocasión. Hoy resulta casi cómico que el mundo cupiera en un lugar reducido, que aquellos antepasados de la Europa imperial creyeran de verdad representar o reproducir el planeta en el espacio de unas miles de yardas en Hyde Park.

Pabellones de Jersey y Guernsey, Ceilán y Malta en la Gran Exposición de Londres de 1851 (imagen: londonist.com)

Pero no deberíamos ser tan arrogantes. Lo que actualmente sucede es nuevo, pero por otro lado se asemeja a lo que aquellos europeos experimentan cuando intentar trazar el espacio de sus vivencias.

Hoy —nos decimos con asombro—, el mundo está interconectado, entreverado y no hay exposición que pueda resumir y condensar el vértigo incesante de la novedad. Las transferencias son multitudinarias, constantes: son tantas las mixturas, que todo tiene dimensiones infinitesimales; son tantas que todo queda afectado por pequeñas perturbaciones locales. Sin embargo, en el Ochocientos ya se experimenta un proceso gigantesco, muy perturbador. Ya entonces podemos constatar una mundialización —por decirlo a la francesa—. Los europeos —y no solo ellos— se informan de lo que ocurre en países distantes, tienen noticia de los adelantos y de las catástrofes que a todos afectan.

En el Ochocientos, aquellos europeos experimentan una globalización material y cultural que trastorna la herencia milenaria de su continente. De entrada, numerosos individuos de entonces leen y descubren las novedades que se suceden para pasmo de los contemporáneos. Muchos viajan, se desplazan a distintos puntos de Europa a despecho de los obstáculos que opone la orografía y de los medios de transporte tan incipientes e incómodos.

En palabras ya tópicas: el pasado es para nosotros un país extraño en donde los antecesores hacen las cosas de otra manera. Los europeos del siglo XIX hacen las cosas de otro modo, en efecto, y disponen de una concepción de la vida muy diferente a la nuestra. En el Ochocientos tienen sus particularidades históricas, propias de una sociedad que poco a poco o de manera abrupta se industrializa, con los quebrantos que las fábricas humeantes provocan en el paisaje y en el paisanaje.

Pero el siglo XIX es también la herencia de una Europa milenaria, cuyos vestigios aún quedan, quedarán. Por ejemplo, las murallas de tantas ciudades que circundan el vecindario para protección y defensa: o eso creen o eso les hacen creer. Pero muchos, adelantados y audaces, ya no piensan así y sospechan que unas tapias centenarias que cierran y encierran las urbes no son bastión. ¿Por qué razones? Pues porque apenas son un vestigio anacrónico que difícilmente protege del exterior. Es más, esos mezquinos muros —que así los califican no pocos contemporáneos— impiden la salubridad de las calles, la libre circulación del aire y de las personas con riesgo de infecciones. El país, este o aquel, ingresa con dificultades en la modernidad y en el capitalismo, y las rémoras de otro tiempo agravan las contradicciones que el propio sistema y las novedades provocan.

Derribo de las murallas de Barcelona: restos del baluarte de la calle Tallers en 1856 (foto del blog La Barcelona de Antes)

La España del siglo XIX es un país remoto. Lo es para quienes vienen de la Europa septentrional. Algunos de los viajeros que acuden verán, sobre todo, un reino de ancestrales tipismos. De ese modo, los españoles serían algo así como individuos pintorescos, evidentemente primitivos y a la vez nobles o noblotes, gentes que demuestran su patriotismo defendiendo la Corona, las tradiciones o lo que llamarán la patria. España queda grave- mente lastrada por el esfuerzo bélico, primero contra Napoleón, y después en las distintas contiendas dinásticas, las llamadas guerras carlistas. Es un descalabro demográfico y material. Y es la confirmación del pintoresquismo. ¿Qué es tal cosa? Pues el tipismo incomparable de lo propio, casi una pintura que capta lo irrepetible y lo tópico, aunque parezca mentira. O precisamente porque es una mentira. En fin, regresemos al Ochocientos. Los indicadores estadísticos revelan grandes mortalidades, atrasos y miserias entre las gentes menesterosas que sobreviven en las peores condiciones; y graves disparidades o desequilibrios entre las zonas costeras y urbanas del Mediterráneo y las áreas preferentemente rurales del norte y del sur. Hallamos pequeños propietarios, terratenientes beneficiados por la desamortización y el mercado, aristócratas en declive y burgueses en ascenso. El Estado español, una institución política de reciente constitución, mide sus fuentes demográficas y el resultado es generalmente desalentador: la muerte es un dato frecuente en la Piel de Toro, que lastra el crecimiento vegetativo. Y la población que la habita refleja el desequilibrio tanto en su número como en los usos y costumbres, en las dietas alimenticias, en el ocio y en el negocio.

Pero España no es solo el país de la leyenda negra; tampoco se reduce al casticismo que aprecian los viajeros septentrionales. España es algo más que el país del atraso, económicamente desarbolado. La industria y el comercio prosperan y con ellos unos burgueses activos que persiguen el beneficio, que acumulan patrimonios y que crean o recrean estilos de vida modernos: desde la existencia saludable hasta la muerte ordenada e higiénica. Es más: viajan con desenvoltura, con seguridad y con válidas informaciones. Viajan, sí, a pesar de las penalidades que padecen en sus precarios medios de transporte.

Al igual que se impone el aseo de las ciudades, el higienismo impone una mejora material. Por supuesto, esto será también un negocio y será una nueva forma de gozar de la prosperidad. Al menos entre las elites urbanas, nuevos hábitos de vida y de habitación hacen de ciertos barrios unos lugares elegantes aquí y allá, perfectamente equiparables a las zonas más distinguidas de Europa. Eso es lo que ven, lo que aprecian, en un continente que cambia aceleradamente. O eso creen porque, bien mirado, el orden europeo opone firmes resistencias.

Interior de un cuarto de baño comercializado por J.L. Mott iron Works en 1888 (imagen: NYPL/Wikimedia Commons)

Los autores de este libro obramos como historiadores. Es decir, echamos una ojeada al pasado sabiendo que tal cosa no es exactamente posible. Ojeamos lo remoto, ese Ochocientos, pero valiéndonos de fuentes, de documentos, de informaciones. Todo de segunda… Admitido. ¿Pero para qué? Para no inventar: para, por el contrario, exhumar lo significativo de entonces, tanto lo que nos aúna como lo que nos diferencia. No nos interesa solo lo chocante o lo pintoresco, a lo que antes aludíamos. No nos dedicamos únicamente a recopilar curiosidades o episodios castizos. Por el contrario, nos interesa relacionar, analizar y narrar lo sucedido y lo no sucedido en ese pasado reciente, es decir, lo que aconteció y también lo que no se realizó por estar solo en las intenciones y en los pensamientos de los antepasados. De lo que se materializó quedan huellas; de una parte de lo que se pensó sin consumarse, también. La historia que nos proponemos no es, sin más, una recopilación de éxitos más o menos antiguos que puedan satisfacer el orgullo local o localista.

Tampoco es una cosecha de derrotas o fatalidades que puedan servirnos para lamentar atrasos o para alimentar rencores.

La historia que aquí practicamos es una investigación laica, racional. Como oficiantes de esta debemos expresarnos con la mejor prosa posible administrando la información de una manera documentada, persuasiva y convincente. ¿Para qué? Para aprender del pasado y para alejarnos de los antepasados. En realidad, lo que nos preocupa es el presente, lo que hoy nos inquieta o completa. Por ello, nosotros, como investigadores, continuamente nos interrogamos sobre lo que pasa para contrastarlo con lo que sabemos o creemos saber del pasado.

¿Para ver repeticiones? ¿Para confirmar la fatalidad de una derrota o de un progreso frustrado cuyos lastres aún acarreamos? No hay repeticiones históricas. El futuro no está en el pasado. Como tantas veces se ha insistido con razón y como tantas veces repetimos, el pasado es un país ajeno, un repertorio de acciones humanas que hay que interpretar y un conjunto de circunstancias que hay que explicar.

Los actos humanos tienen intenciones, justificaciones, racionalizaciones, es decir, los individuos dicen lo que hacen o lo que no hacen, y eso que hacen y dicen o no dicen debe ser comprendido por los historiadores. Pero quienes investigamos no podemos quedarnos en las razones que esgrimen real o fantasiosamente los antepasados: los historiadores no somos altavoces o médiums de los muertos.

Hay cosas que los vivos de aquel tiempo no pueden saber, condiciones que los superan y de las que son perfectamente ignorantes, como nos sucede a nosotros con estos tiempos de incertidumbre. Los historiadores saben más que aquellos muertos y averiguan las circunstancias que desconocían. Averiguan el contexto de las cosas.

Y el contexto de cada época nos dice mucho acerca de nosotros mismos: podemos comparar lo que sabemos de nuestro tiempo con lo que ya está documentado para este o aquel momento de la historia. Comparar, contrastar. Lo pasado solo subsiste en restos materiales o restos inmateriales: desde una vasija milenaria que el arqueólogo completa tentativamente, hasta un diario de viajes manuscrito que redacta un varón durante décadas y en el que vuelca enteramente o a cachos su estado de ánimo, lo que sabe o cree saber y lo que descubre, siempre manteniendo el buen tono.

Carte de visite que José Inocencio de Llano White se hizo en París en 1844 en casa del fotógrafo A. Ken (imagen del blog Presente Continuo)

Este libro, que es microhistoria global o historia biográfica, tiene un protagonista a través de cuya perspectiva nos adentramos en el siglo XIX. Nos referimos a José Inocencio de Llano y White, un varón distinguido, un burgués valenciano de conexiones y linajes europeos. Durante décadas, José Inocencio marchará con inusitada frecuencia por una parte del continente. Inusitada frecuencia: no es un tópico del lenguaje. Es literal: viaja mucho y viaja en medios de transporte de cuyas dificultades o velocidades se lamenta, o en nuevos ingenios mecánicos que le asombran y de cuyas lentitudes y incomodidades hoy nos quejaríamos.

Es, pues, un hombre de confort y de bienestar material que debe habituarse al frío y al calor, al sol y al viento, al polvo del camino, al traqueteo de la diligencia, al humo, al hollín de las máquinas de hierro. Marchará sin inhibiciones, con determinación, como un burgués resuelto, con nombre, con crédito, con líquido. Marchará por el continente, anotando en su dieta- rio la impresión que las ciudades y los parajes que visita y observa le causan. Él es y se ve como un hombre de la Europa moderna. Detesta el peso de lo antiguo, de lo histórico, de esas calles y edificios que aún angostan las localidades que él frecuenta.

En suma, es un burgués. Es un hombre de ciudad y, sobre todo, un hombre de emprendimientos. Y, a través de él, de su escritura, de su familia, de sus viajes, de los lugares que visita y de la ciudad de la que sale y a la que regresa nos acercamos a lo que representa: el mundo de los burgueses, de aquellos burgueses, la clase de las manufacturas y del comercio.

Y no hay quizá mejor forma de hacerlo.

En un volumen colectivo sobre ese mismo asunto, de aspiraciones globales, Christof Dejung, David Motadel y Jürgen Osterhammel señalan que la mayoría de los historiadores que se adentran en ese campo lo hacen centrándose en una localidad o un espacio claramente definidos, o en un individuo —podríamos añadir—, para examinar desde allí las conexiones transnacionales que se establecen con otros lugares u otros sujetos. Una persona, al margen de su voluntad y de su conciencia, expresa los rasgos de su tiempo. Carga explícita o implícitamente con lo que piensa y con lo que siente, con lo que espera y con lo que teme. No hace falta que hagamos grandes cavilaciones. No hace falta que obremos con especial astucia. Lo que afirmamos o callamos, lo que experimentamos o padecemos, nos define. Dicho de otro modo, la formación de ese grupo social que llamamos burguesía en todo el mundo es fruto de la creciente circulación mundial de personas, ideas, valores y bienes; algo que esa clase favorece, creando interacciones y redes mercantiles, sociales y políticas, y algo que también la afecta profundamente: se forma dando sentido consciente a lo que es y a todo lo que comparte.

Pasemos nuevamente a José Inocencio.

En nuestro caso, además, el centro de la escritura es precisamente el viaje, en parte educación, en parte turismo y en parte negocio. Es propio de un mundo y de una moda que tienen en el ferrocarril —el primero de los avances señalados por Umberto Eco— el adelanto más singular y característico. Lo dice y lo muestra Orlando Figes en su estudio sobre Los europeos. El tren, nos recuerda, apuntala el optimismo del siglo XIX y la creencia en el progreso moral a través de la ciencia y la tecnología, a la vez que rediseña el mapa cultural de Europa y de sus ciudades, que ven brotar las guías, los hoteles, los restaurantes, las tiendas y los cafés en las cercanías de las terminales ferroviarias. En palabras de Figes:

En la década de 1860 era posible llegar en tren a casi todas las principales ciudades de Europa y a muchas de las más pequeñas. Durante las décadas de 1850 y 1860, el ritmo de construcción de vías ferroviarias fue asombro- so. En todas partes, los ferrocarriles se consideraron una clave fundamental para el crecimiento económico, la estabilidad política y la unidad nacional. En Alemania, donde se veían como una fuerza conectora de todos los esta dos alemanes e impulsora de la unificación, la extensión de las líneas terminadas creció de 5.856 kilómetros en 1850 a 17.612 kilómetros en 1869. La inversión en el ferrocarril representó una cuarta parte del total de las inversiones, tanto públicas como privadas, durante aquellos años. En Francia, el crecimiento no fue menos impresionante: de 2.915 a 16.465 kilómetros. Las vías férreas se extendieron al sur hasta Madrid y Roma, al norte hasta Copenhague y Estocolmo, al este hasta Moscú y San Petersburgo, y al oeste hasta Cornwall y Galway.

El ferrocarril y la navegación a vapor facilitan esos traslados y aquellas conexiones transnacionales de todo orden, como ocurre con José Inocencio, este burgués tan hacendoso. Y con ello se favorece una cierta asimilación cultural de esta burguesía, de sus modales y de sus prácticas sociales, de su sociabilidad en suma, con lugares, normas, valores, ideales, gustos: toda una suerte de elementos de distinción que dan forma a una comunidad de viajeros y turistas allá donde estén.

A eso se refieren también Dejung, Motadel y Osterhammel.

Los 12 óleos sobre lienzo realizados en 1877 por Claude Monet sobre la Gare Saint-Lazare de París (mosaico del blog de Thierry Gustin: https://laclassefrancaise.es/pintura-de-monet-de-gare-st-lazare/)

El estilo de vida burgués que veremos aparecer es el que se despliega en los teatros y las óperas, en los grandes restaurantes y los hoteles más distinguidos, con las nuevas prácticas corporales o las formas de vestir, con sus ideales de educación y control de las emociones, con su ética del trabajo y su persecución de la riqueza, con su firme voluntad de ascender socialmente. Pero, sobre todo, se desarrolla persiguiendo una meta: la de no perder lo adquirido. Y con su creencia firme en el progreso, en los avances del siglo. Como han indicado estos tres autores, los burgueses valoran su propia reputación y tratan de parecer y aparecer socialmente respetables: en buena compañía, dignos de crédito, respetuosos de la ley y poseedores de integridad moral.

Ese mundo, aquel mundo, es y no es el nuestro. Nos separa un abismo de siglos, más de ciento cincuenta años. No compartimos una misma sensibilidad con José Inocencio, este varón desenvuelto y, por supuesto, experimentamos esa distancia ante su idea más recurrente. Una y otra vez lo dejará por escrito. ¿A qué nos referimos? A su deseo demoledor y más ferviente: que las ciudades se abran sin más, que se ensanchen las plazoletas y callejas, que se derriben todas las murallas, frentes y frenos que contienen la vida pública y privada de las urbes.

No lo sentimos del mismo modo ni tampoco lo expresaríamos igual, pero también nosotros somos hijos de los ensanches, hijos de la ampliación, hijos del progreso. Inevitablemente somos modernos. Aunque no tenemos por qué asumir lo irreparable del progreso, la pura destrucción, la lógica del avance imparable. Pero eso nuevo que se abre en aquel tiempo, aquello que se edifica en el siglo, es ya histórico para nosotros. Por tanto, también debemos hacer un doble ejercicio de análisis y comprensión. Debemos leer y captar la perspectiva, el punto de vista del viajero y, a la vez, fijar, delimitar el horizonte de sentido que en siglo y pico nos ha cambiado. Esto es un viaje a lo pretérito, al corazón de la luz y del progreso, pero también es un viaje al largo siglo XIX, ese que concluirá con la Primera Guerra Mundial.

El Grand Tour: Turistas ingleses en la campiña, por Carl Spitzweg (1835) (Alte Nationalgalerie, Berlín)

Si nos quedamos en el Ochocientos, podemos pensar que es un hallazgo de esa centuria. Y no. El modo en que José Inocencio viaja —guiado, tutelado, adiestrado, formado e informado— no es algo exclusivamente burgués. Por supuesto, está ya en el Grand Tour de la nobleza moderna —del que hablaremos más adelante—. Y está en indicaciones remotas que, por ejemplo, Francis Bacon ya señala a comienzos del siglo XVII para los hijos de familias aristocráticas.

«Los viajes, en la época de juventud, son parte de la educación; en la vejez, parte de la experiencia», afirma. «El que viaja por un país antes de poseer conocimientos de su idioma, es como si fuese a la escuela en vez de viajar», prosigue. «Esos jóvenes, según mi consejo, deben viajar con un tutor o sirviente serio que sepa el idioma y haya estado en el país anteriormente». Si obran así, el tutor podrá decirles «qué cosas merecen ser visitadas en el país donde van, qué relaciones deben buscar y qué ejercicios y conocimientos proporciona el lugar», añade. De ese modo, el joven convertirá el desplazamiento en parte de su educación para la vida. Y, para ello, nada mejor que llevar un diario de viaje, sea por tierra o sea por mar, para ir consignando lo que se aprende. En ese sentido, lo deseable es dirigirse a lugares interesantes. Por supuesto, eso obliga a un esfuerzo documental: emplear libros que sirvan de guía. Eso sí, dejándose sorprender por las experiencias diferentes que puedan vivirse en cada lugar.

José Inocencio de Llano y White seguirá al pie de la letra las indicaciones de la tradición anglosajona, esas que se remontan, por ejemplo, a Francis Bacon.

Acompañemos a nuestro diarista.

Fuente: capítulo I del libro de Justo Serna y Anaclet Pons La ciudad futura. Viajes por la Europa burguesa. Valencia, Barlin Libros, 2022.

Conversación sobre la historia

Tabla:

La Europa descubierta
La piel de toro
Diario de un burgués
En buena compañía
Los preparativos del viaje
Un hombre moderno
La ciudad en La mano
Caminos de hierro
El mundo a su alcance
La Europa de los balnearios
La vecindad de la muerte
La era del guano
Negocios de familia
Destinos, Londres, París
En tiempos tan borrascosos
La desgracia del burgués
El rentista y el dietarista
A quien leyere
Bibliografía

 

Portada: el Crystal Palace en Hyde Park, sede de la London Great Exhibition of the Works of Industry of All Nations de 1851 (imagen del blog Victorian Musings, https://kimberlyevemusings.blogspot.com/)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

Artículos relacionados

Culturalmente europeos

La gran transformación de Karl Polanyi y el contramovimiento al capitalismo

La Carta de los oligarcas

De imperios monárquicos a naciones imperiales

 

 

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí