Edgar Straehle
Autor de Claude Lefort. La inquietud de la política (2017) y
de Memoria de la Revolución (2020)

 

Arthur Moeller van den Bruck (1876-1925) es una de las figuras más enigmáticas de la política conservadora y nacionalista del siglo XX. Fue el gran artífice de la conocida expresión “El Tercer Reich”, que dio título a su principal, más influyente y para muchos profético ensayo político, publicado en 1923. Además, Moeller también fue el gran padre intelectual de la “revolución conservadora” alemana de los años 20 y, pese a su temprano suicidio, su influencia ha sido tan notable como en muchos casos soterrada u ocultada a lo largo del siglo XX e incluso XXI.

Aunque se trate de un pensador desconocido para el gran público, su nombre desfila (aunque por lo general sea puntualmente) en algunas de las obras centrales del pasado siglo, como Los orígenes del totalitarismo (1951) de Hannah Arendt, El asalto a la razón (1953) de Georg Lukacs, La sociedad abierta y sus enemigos (1945) de Karl Popper o Camino de servidumbre (1944) Friedrich von Hayek, quien lo sitúa, junto a Spengler, como uno de los “maestros inmediatos del nazismo”. Por su parte, en un libro crucial para comprender la compleja relación entre pasado y presente en el nazismo como fue el temprano Herencia de nuestro tiempo (1935) de Ernst Bloch, se llega a afirmar de El Tercer Reich de Moeller que se convirtió “en la obra principal del nazismo” y que cautivó mucho más a la elite del régimen que las obras de Hitler y Rosenberg.

Arthur Moeller van den Bruck (foto: Hiperbola Janus)

 

A este vínculo con el nazismo se le han añadido interesantes elementos biográficos. En especial la anécdota de que, en un encuentro personal, Hitler le habría confesado a Moeller que: “Usted tiene todo lo que me falta. Usted elabora el armamento espiritual para la renovación de Alemania. Yo no soy más que un tambor y un agrupador. ¡Trabajemos juntos!”. Por eso, no debe sorprender la ascendencia que tuvo Moeller entre los seguidores del nacionalismo y nacionalsocialismo alemán. Sin ir más lejos, en una entrada de sus diarios, anotada poco después del suicidio del pensador conservador, escribió Goebbels.

“He vuelto a encontrar tiempo para leer un libro con tranquilidad: Moeller van den Bruck, El Tercer Reich. El prematuramente fallecido escribe con una mirada profética. Tan claro y tan tranquilo, y sin embargo embargado por las pasiones interiores, escribe todo lo que los jóvenes sabíamos desde hace tiempo con sentimiento e instinto”.

Además, unos años más tarde, en 1932, Goebbels celebró la reedición de El Tercer Reich, libro que todavía en esas fechas calificó de “muy importante para la historia de las ideas políticas del nacionalsocialismo”. Sin embargo, a la hora de la verdad el vínculo real del elitista Moeller con el nazismo devino más complejo por ambas partes. Entre otras cosas, esas desavenencias traducían las diferencias entre ese hombre de acción que era Hitler y ese hombre de pensamiento que era Moeller, quien, además, identificó su proyecto más bien como una revolución espiritual. Por ello, no extraña que justo después del apunte mencionado, Goebbels le reproche que se quede en la mera defensa de una redención espiritual, que no extraiga las últimas consecuencias de su pensamiento y que no proclame con ellos (los nazis) la guerra (Kampf).

El problema con Moeller se puede resumir como el de una influencia real en muchos aspectos, pero también el de un planteamiento insuficiente en otros. Por ello, y pese al éxito de su El Tercer Reich, Rosenberg repudió abiertamente su legado en el nazismo y gran parte de sus escritos acabaron por ser proscritos. En ello también pudo influir la ascendencia de Moeller en figuras como Edgar Jung (asesinado en la noche de los cuchillos largos), Otto Strasser (expulsado del NDSAP en 1930 y quien tras fundar el Frente Negro se tuvo que exiliar) o Hermann Rauschning, quien en sus libros La revolución nihilista o La revolución conservadora siguió reivindicado el Tercer Reich como un concepto que había sido usurpado y desnaturalizado por un nazismo al que censuraba. Tampoco hay que olvidar que el mismo Moeller había tachado a Hitler de antiintelectual y, desde su revista Gewissen (conciencia), había condenado enérgicamente el fallido Putsch de 1923.

Un buen resumen de la actitud nazi en el poder lo proporcionó el pensador y soldado voluntario de las SS Kurt Eggers, quien en su inflamado texto La revolución guerrera (Die kriegerische Revolution) cargó contra una revolución conservadora cuyo principal representante era Moeller con palabras como estas:

“Mucho más peligrosos son los grupos que pretenden llevar a cabo el cambio necesario a través de una «revolución conservadora», ya que los conceptos de conservadurismo y revolución no pueden ir unidos. Lo único que los «revolucionarios conservadores» tenían sobre los simples reaccionarios era una mejor visión de la realidad. Ellos vieron y percibieron bien hacia dónde conducía la evolución de la ley de la historia, y a veces se sirvieron con habilidad del lenguaje de los revolucionarios. Sin embargo, al final intentaron vincular a la burguesía con la inevitable revolución para, por un lado, salvarla como «sustancia conservadora del Estado» en la nueva era y, por el otro, quitarle el ímpetu apasionado a la revolución para hacerla «mansa». Los portadores de este punto de vista no eran revolucionarios, sino, en el mejor de los casos, partidarios de una reforma. Sin embargo, ya no había nada que reformar, pues el viejo y degenerado mundo se había ganado la muerte (…). Los «revolucionarios conservadores» sólo habrían conseguido una mejora temporal del estado de cosas, pero nunca habrían podido crear un mundo nuevo”.

Para muchos nazis, en efecto, Moeller habría sido en realidad no un revolucionario auténtico, sino el último conservador y sus propuestas, tachadas de reformistas e insuficientes con el paso del tiempo, se podían revelar como peligrosamente divisorias. Entre otras cosas, también influyó el desigual papel que desempeñaba el racismo biológico en el nazismo y en el planteamiento político más bien espiritual (y en muchas ocasiones indefinido) del revolucionario conservador o la marcada rusofilia de un autor que había cimentado su reputación en el mundo de la cultura por ser el primer traductor de Dostoievsky al alemán.

Moeller van den Bruck y el conflicto entre la actitud revolucionaria y la conservadora

En las últimas décadas el pensamiento de Moeller ha recuperado cierta presencia en determinados espacios políticos. Sin ir más lejos, la editorial Hipérbula Janus, que también ha sacado libros vinculados a Duguin o Évola, ha publicado hace poco, y traducido indirectamente del italiano, su El Tercer Reich (2015) y El hombre político (2015), una recopilación en su momento póstuma de textos cortos que el pensador conservador había publicado en Gewissen.

Este resurgir reciente se explica en parte porque Moeller proporciona un pensamiento sedicentemente revolucionario que al mismo tiempo es nacionalista y conservador. Hay que tener en cuenta que Moeller quiso escribir El Tercer Reich como una respuesta a lo que sufrió como un doble problema en la Alemania de la época: por un lado, la terrible derrota sufrida en la Gran Guerra a la que siguió el humillante Diktat de Versalles; por el otro, la “revolución de noviembre” (Novemberrevolution) que desembocó en la instauración de la República de Weimar. De golpe, Alemania padeció no solo la descomposición de su gran Imperio, también perdió una monarquía que había simbolizado el vínculo con la tradición y con el pasado.

La apuesta de Moeller por una “revolución conservadora” se resume en el intento de responder a la coyuntura revolucionaria sin caer por eso en el reaccionarismo. Al fin y al cabo, sostenía, mientras que los revolucionarios están presos en la ilusión del futuro y los reaccionarios lo hacen en la del pasado, el revolucionario conservador procura abrirse paso a través de una historia que siempre está en movimiento, pero que sin embargo no debe estar únicamente encadenada al presente o al futuro. Como ha recordado Alain de Benoist, la actitud de Moeller se puede comparar con el “cabalgar el tigre” de Julius Évola, un pensador con el que no deja de tener bastantes paralelismos (sin ir más lejos también defendió el ideal de revolución conservadora, aunque a diferencia de Alemania matizó que de la Italia prefascista no valía la pena conservar nada).

Julius Evola (foto: Ansa)

 

Para ello, la propuesta de Moeller debía ser en cierto sentido revolucionaria y abogó por una transformación de la tradición de la que reivindicó su dinamismo y que supuso su rechazo del legado del II Reich. De hecho, también se mostró bastante duro con Bismarck, sobre todo por su incapacidad de lograr generar una tradición, con lo que despojó a Alemania de un proyecto de futuro y, tras dejar el poder, la sumió en una desorientación que explicaría la posterior debacle. En otras palabras, y en un gesto con resonancias hegelianas, Moeller quiso incorporar la revolución a su proyecto conservador con lo que, al contraponerlo a la actitud reaccionaria, tuvo que renovar el significado mismo del término “conservador”. Como recuerda Armin Mohler, el número tres que evoca el título El Tercer Reich no solo designa la continuación y superación del Segundo, también alude a esa idea de síntesis integradora que perseguía. Por decirlo con sus palabras:

“No queremos llevar adelante la revolución pero queremos hacernos con el dominio de las ideas de la revolución, ideas ocultadas en su esencia y que no se han comprendido. Queremos vincular estas ideas revolucionarias a las ideas conservadoras, queremos que sean conservadoras-revolucionarias, que nos permitan volver a vivir. ¡Queremos vencer la revolución!

¿Qué significa esto?

Queremos transformar este movimiento, que ha representado el sello de nuestra derrota, en el sello de nuestro renacimiento”.

Al fin y al cabo, arguye Moeller, no se podía actuar al margen de la historia y como si la revolución no hubiese ocurrido. Su respuesta, pues, no podía ser la del simple rechazo, sino la de la apropiación: no enfrentarse a la revolución en nombre de un pasado irrecuperable (y por ello indeseable), sino hacerla suya al convertirla en un rostro más, y el más moderno y actual, del conservadurismo. A fin de cuentas, mientras que la revolución se caracteriza a su juicio por ofrecer un horizonte de futuro que Moeller requería para renovar y propulsar su propuesta política, el componente conservador le proporciona un suelo y fondo de pasado que le permite consolidarlo y solidificarlo. Con ello, sostiene, se transforma un impulso de destrucción en uno de creación y de estable permanencia. En sus palabras: “el revolucionario se limita a destruir, y como medio para un objetivo del cual no sabe nada, en el mejor de los casos crea un nuevo espacio. El conservador construye a partir del espacio eterno, da forma a lo real y actúa para dar estabilidad a la realidad del mundo”. En otro momento añade: “El Tercer Reich se realizará cuando nosotros queramos. Pero podrá vivir solamente si no es una copia, sino una nueva creación”.

Lejos de ser un oxímoron, la revolución conservadora es descrita como una necesidad en la que ambos términos dependen el uno del otro. Mientras que el primero necesita al segundo como un apoyo que guía hacia dónde y desde dónde debe dirigirse la revolución, el segundo requiere del primero para no quedarse anclado en el pasado y en la nostalgia. Para Moeller, y aunque a la hora de la verdad el peso de los dos elementos no sea el mismo, el conservador se define en resumen por ser al mismo tiempo un insurrecto y un restaurador.

Oswald Spengler (foto: Bundesarchiv Bild 183-R06610/Wikimedia Commons)

Por ello, el verdadero enemigo a batir de Moeller, aquel con el que no cabe conciliación ni apropiación posible, no es la revolución ni tampoco el socialismo, sino un liberalismo al que acusó de ser intrínsecamente disolvente. Frente a este, propugnó una revolución espiritual y nacional, en su opinión la primera auténtica en la historia de Alemania, desde la que construir su unidad y su identidad políticas. Una revolución, que por su mismo carácter conservador, retrató también como una resurrección. De hecho, como expuso en El estilo prusiano (1916), en no pocos aspectos parecida a Prusianismo y socialismo (1920) de Spengler, desde esa perspectiva nacionalista su proyecto implicaba la recuperación de los valores y las tradiciones prusianas frente a los de la misma Alemania. Renovar esta, pues, pasará por prusianizarla.

La cuestión espiritual también será fundamental para Moeller y no solo conectaba con la voluntad de regenerar una sociedad en su opinión degenerada como la de Weimar. Además, enlazaba con su propósito de promover una auténtica revolución alemana, pues la de 1918 no le parecía más que una mala imitación de los extranjeros valores occidentales. Por ello, no debe extrañar que, como más tarde hicieron a su manera otros como Ledesma Ramos, valorase en parte la Revolución bolchevique como una revolución y una expresión política que al menos partían de la propia cultura rusa y no de unos valores foráneos. Su conclusión no era otra que “la revolución de un pueblo puede ser solamente una revolución nacional”.

Como es lógico, la reivindicación espiritual de Moeller entronca con su crítica a un marxismo al que censuró por su materialismo y racionalismo, subproductos de una Ilustración que también detestaba. De hecho, subrayó que todo materialismo es impotente, pues “no es un nuevo orden económico el que puede transformar la vida desde sus raíces, sino que es una vida transformada desde sus raíces la que produce un nuevo orden económico”. En sus críticas a Marx, además, no dejará de estar presente un indisimulado antisemitismo que se manifestará en fragmentos como este:

“Marx no fue realmente partícipe de su realidad. Como hebreo era realmente un extranjero en Europa, aunque participaba igualmente de las victorias de los pueblos europeos y buscaba entender su sentido. Pero lo hacía como si quisiese adquirir un derecho de hospitalidad entre estos pueblos, por el hecho de que les ayudaba en sus necesidades y les mostraba una solución. Pero él no era todo uno con la historia de ellos; su pasado no estaba vinculado a tal historia, y la tradición que encontraba en su afirmación de la historia presente no era la misma que él tenía en su sangre. Marx no había vivido durante milenios con estos pueblos, tenía una sensibilidad distinta, pensaba de otra manera. Si sus ideas fueron tomadas sobre los hombres a los cuales se dirigía, no se revelaron firmes en tanto no estaban arraigadas, sino que permanecían en la superficie, implicando solamente a un conjunto de elementos exteriores. De hecho, la estructura social era considerada por Marx sólo desde una perspectiva mercantil, la única perspectiva que estaba en condiciones de entender. Por otro lado, se puede individuar a Marx sólo desde una perspectiva hebrea. Sus componentes son mosaicos, macabeos y talmúdicos; él está vinculado al ghetto. Está muy lejos de Cristo, pero de cualquier modo él es también muy cercano, como aquel Judas que intentó expiar su traición. En toda su obra no hay ni una palabra de amor hacia los hombres, sino de oscura pasión que transpira odio, venganza y represalias. El mensaje de Cristo era supranacional, pudiendo alcanzar también a los pueblos del norte. La doctrina de Marx es internacional, y por eso ha conseguido disgregar a Europa y seducir a los europeos”.

Arthur Moeller van den Bruck (foto: AKG Images)

La crítica a Marx, donde lo ad hominem no solo es un aspecto particular sino que deviene el fundamento del resto de la argumentación, parte de una condición judía que, definida desde el antisemitismo de Moeller le habría impedido ir más allá de una mentalidad mercantil y, sin poder salir de su ghetto, le habría incapacitado a la hora de penetrar en el espíritu europeo. El materialismo y el “racionalismo antiespiritual” de Marx también fueron censurados desde aquí, razón por la que el problema que comparten ambos no es solo su carácter no germano, sino uno judío y, por lo tanto, en su opinión no europeo, no propiamente nacional y desarraigado. De ahí que Moeller añadiese que “el racionalista sin pueblo, como era Marx, no podía comprender este valor. Él pertenecía a un pueblo que trataba siempre de extraer su propio beneficio de las patrias de los demás”. Además, según Moeller, en el fondo Marx habría sido un cómplice de un liberalismo al que acusa de haber aniquilado las religiones y destruido las patrias. Su componente socialista estaría marcado por esa herencia liberal a la que solo en apariencia combatiría.

Lo interesante es que todo eso no impide que Moeller abrace el socialismo, aunque sea a cambio de presentarlo como corporativo, orgánico y nacionalista. En definitiva, su reto no era doblegar el socialismo sino apropiárselo, germanizarlo y espiritualizarlo (“el problema del proletariado no es aquel de su afirmación externa, sino el de su ascensión interior”). De ahí que escriba que

“donde termina el marxismo comienza el socialismo: un socialismo alemán, cuya misión es eliminar toda forma de liberalismo, que ha constituido un enorme poder en el siglo XIX, y desde el cual también el socialismo ha sido apartado y disuelto. Y aún eliminando todo liberalismo, todavía en el presente, en los parlamentos del mundo occidental, hay que hacer quebrar a la democracia. Este socialismo alemán no es solo una misión del Tercer Reich, sino, y ante todo, su presupuesto”.

Arthur Moeller van den Bruck hacia 1920 (foto: Ullstein Bild)

Sin embargo, lo curioso es que el socialismo de Moeller es un socialismo sin proletarios. Su fijación por lo espiritual le llevó a defender que la misma condición de proletario no era material sino mental. En uno de sus arrebatos elitistas comentó que “es proletario aquel que quiere ser proletario” o que “el proletario es aquel que permanece en lo bajo”. Al respecto, también agregó en una clave nacionalista que “el proletariado puede obtener un lugar en la sociedad solo cuando no se conciba como clase, sino como parte del pueblo, nunca más como proletariado, sino como clase trabajadora (…). Solo un proletariado que se conciba como clase trabajadora de una nación concreta participa en la vida de la comunidad, y actúa entonces en función de ésta”. A su juicio, el problema residía en que los proletarios

no ven que todo cuanto acontece concierne a todo el pueblo (..). Entran por primera vez en nuestra historia y piensan que pueden no tener en cuenta esta historia, ellos que hasta ahora no habían tenido ninguna participación en la misma. Han creído ser llamados por la propia fuerza a dar inicio a la historia actual, y que habrá un futuro totalmente desvinculado del pasado. Pero ya han experimentado en este presente que no se podía alcanzar un objetivo prefijado sin la posesión de aquellos valores que han constituido la constante de aquellos compatriotas que han edificado nuestra historia. Tampoco la clase obrera alemana cae fuera de la historia alemana, sino que adquiere significado solamente cuando participa con conciencia”.

En una clara alusión dirigida contra la lucha de clases de Marx, y de paso como alusión crítica al desplome alemán al final de la Gran Guerra, añade: “¡Siempre hemos perdido en esta historia cuando nos hemos dividido!”. En cambio, la gran función del socialismo alemán por venir residiría para él en incorporar a los obreros en su proyecto político con el fin de renovar y afianzar la unidad nacional. De nuevo pensando en Marx, sentencia Moeller: “La clase obrera alemana, de la cual se ha dicho que no poseía una patria, ¡quizás hoy día no tenga otra cosa más que la patria!”. Para ello defenderá explícitamente la necesidad de un caudillo o Führer.

Con todo ello, se divisa un gesto que irá más allá de la revolución conservadora, y uno que a su manera será intentado realizar y/o imitar por no pocos fascismos europeos. A juicio de Moeller, la cuestión nacional debía ir no solo por delante de la lucha de clases, además proporcionaba la verdadera respuesta y solución a esta última. Por ello, no debe sorprender que en su temprano estudio clásico Behemoth (1942), Franz Neumann ya se diese cuenta de este gesto y, entre otras cosas, criticara el pensamiento de Moeller y denunciara del nazismo que su doctrina no fuese más que “un intento de desarraigar el marxismo mediante un proceso de trasmutación”.

Franz L. Neumann (foto: John Simon Guggenheim Memorial Foundation)

Al fin y al cabo, Moeller había denunciado a la socialdemocracia del momento por ser un partido divisorio y antialemán. Luego, en una crítica extensible a la democracia de Weimar por entero, añadió: “el conservador no utiliza las segundas intenciones y los subterfugios de la política de partido. Su partido es Alemania”. En cambio, la respuesta de Moeller se presentaba alternativamente como la superación integradora de la división entre la izquierda y la derecha. Eso se hallaría en la emergencia de un tercer partido, un partido nacional y no partidista o divisorio, lo que de nuevo enlaza con su ideal del Tercer Reich.

Hay que tener en cuenta que la definición que Moeller aceptó de democracia era la de “la participación del pueblo en su propio destino”, algo reivindicado por De Benoist en nuestros días. Para el conservador alemán, “la voluntad de democracia es la voluntad de autoconciencia política de un pueblo: ella es la autoafirmación nacional. La democracia o es la expresión de la autoestima de un pueblo o no es nada”. Por ello afirmó que la democracia real no se debía buscar en el presente sino en el pasado, en uno bien lejano. En sus palabras:

“Originariamente éramos un pueblo democrático. Cuando abandonamos la prehistoria para entrar en nuestra historia, llevamos con nosotros una respuesta a la pregunta sobre cómo fue posible la participación del pueblo en su destino. Ninguna solución implicaba apelar al derecho natural, pero la respuesta natural era la democracia, era el pueblo mismo. Tenía que ver con la sangre y no con la vinculación a un contrato. Tenía que ver con la concepción de la raza, que por su parte se reivindicaba en la familia y, a través de ésta, se vinculaba a la comunidad”.

А.Prokhanov, Alain de Benoist, A. Dugin y Robert Steuckers en Moscú en 1992
La contemporaneidad de Moeller van den Bruck

La influencia contemporánea de Moeller se explica porque proporciona una crítica a la modernidad desde un nacionalismo que al mismo tiempo se quiere presentar simultáneamente como revolucionario y conservador. En cierto sentido, se lo podría catalogar por eso como una especie de “moderno antimoderno”. Por ello, y aunque el costado conservador tuviese mucho más peso en su obra que el revolucionario, el cual por así decir es lo apropiado y no lo apropiador, sus reflexiones se intentaron mover en torno a una deliberada ambivalencia que hoy en día puede ser reivindicada. La misma condena que sufrió por parte del nazismo, remarcada por sus seguidores, lo ha facilitado.

Esto se manifiesta en dos de las figuras actuales más importantes que han apelado a su legado: Alexander Duguin y Alain de Benoist, el conocido representante de la Nouvelle droite. El primero se ha acordado de él en varios de sus libros y, por ejemplo, en su manifiesto La Cuarta Teoría Política ha señalado que esta “debe desarrollar un modelo alternativo de un futuro conservador, un mañana conservador, basado en los principios de la vitalidad, de las raíces, de las constantes y de la eternidad. Al final, como dijo una vez Arthur Moeller van den Bruck: “La eternidad está al lado del conservador”. Más adelante, subraya el pensador ruso que

“Una de las fórmulas más importantes de Arthur Moeller van den Bruck fue: “Los conservadores anteriores intentaron detener la revolución, pero nosotros debemos conducirla”. Esto significa que, una vez unidos en solidaridad con las tendencias destructivas de la modernidad, en parte por motivos pragmáticos, hay que descubrir y exponer el bacilo que, desde el principio, engendra la tendencia a la degeneración futura —es decir, la modernidad—. Los conservadores revolucionarios quieren no sólo detener el tiempo, como los conservadores liberales, o volver al pasado, como los tradicionalistas. Ellos quieren sacar de la estructura del mundo las raíces del mal para abolir el tiempo como una cualidad destructiva de la realidad”.

La presencia de Moeller en De Benoist, quien se ha referido a él como un autor en muchos aspectos profético, es todavía mayor. Además de citarlo en varias de sus obras y escribir un prefacio para la nueva traducción de El Tercer Reich al inglés, le ha dedicado el ensayo Arthur Moeller van den Bruck y la revolución conservadora alemana. En esta obra sintetiza y reivindica su pensamiento al mismo tiempo que se preocupa por recalcar que “el «Tercer Reich» del que habla Moeller no tiene, evidentemente, nada que ver, ni ideológica ni cronológicamente, con el régimen que se instaló en Alemania a partir de 1933”. Más tarde añade De Benoist:

“El movimiento de los jóvenes conservadores tuvo un final trágico, sin mañana. El nacionalsocialismo se vistió con los jirones de su sistema ideológico, transformándolos en slogans explosivos destinados a atraerse la simpatía, mientras que la resistencia activa era brutalmente eliminada”.

El problema para De Benoist, pues, es la apropiación nazi del mensaje de Moeller y, por lo tanto, se puede leer su empeño como el intento de deshacer esa apropiación y rehabilitar al pensador conservador. Comprensiblemente, para ello remarca las discontinuidades y diferencias entre Moeller y el nazismo. En su prefacio a la traducción inglesa sorprende cuando lo llega a presentar incluso como un campeón del Tercer Mundo y un precursor de la descolonización. En cambio, en las no pocas y no poco problemáticas continuidades entre el nazismo y Moeller prefiere no entrar. Sin embargo, estas no han sido olvidadas por muchos de sus lectores y por eso buena parte de su recepción prefiere no reivindicarlo abiertamente y sigue siendo soterrada. O se da indirectamente vía autores como Duguin y De Benoist.

Para concluir, en las posiciones contemporáneas cercanas a Moeller no deja de llamar la atención que ese costado revolucionario, pese a ser sin cesar recordado a efectos retóricos, sea a la hora de la verdad mayormente dejado de lado. Lo que así prevalece es sobre todo la imagen de un conservadurismo que sirve para rehabilitar desde otros caminos (y no solo de derechas) corrientes como el nacionalismo o que se contrapone a buena parte de las conquistas y movimientos sociales de los últimos lustros. Además, se trataría a menudo de un conservadurismo peculiar, uno que parece no cumplir con los requisitos teóricos del mismo Moeller (quien, como a menudo sucede con las apropiaciones, tampoco fue coherente en este aspecto) y que en muchos casos se asoma más como un nuevo rostro de una condenada actitud reaccionaria que es incapaz de incorporar y responder productivamente a las experiencias del presente o del pasado reciente. De hecho, podríamos interrogarnos: ¿Qué significaría y qué implicaría hoy en día ser realmente un conservador que no fuese meramente un reaccionario?

Hay que tener en cuenta que la revolución conservadora idealmente preconizada hace un siglo por Moeller, y por tanto sin entrar ahora en sus propuestas concretas, se debía hacer desde la tradición, pero también sobre ella. La revolución debía consistir asimismo en una revolución (y, por tanto, también actualización) de la tradición, no en una simple y nostálgica vuelta a los valores del pasado.

Todo ello nos llevaría al debate con un pensador como Ernst Bloch, alguien a quien podemos ver como una contracara de Moeller en el campo de la izquierda y por tanto como una suerte de conservador revolucionario que a lo largo de su vida siempre se preocupó por dialogar productiva y revolucionariamente con la tradición. Sin embargo, esa ya es otra historia.

Portada: portada de la web Konservative Revolution, con los retratos de Maquiavelo, Nietzsche, Moller, Spengler y Schmitt

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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