Fernando Escalante Gonzalbo
Profesor en El Colegio de México.
Su más reciente libro es «Historia mínima del neoliberalismo».

 

La palabra liberal se usa en varios sentidos. Según el caso puede significar que alguien es generoso o que es tolerante, de mente abierta, a veces tiene connotaciones bastante concretas, como cuando se habla de profesiones liberales o de una educación liberal. En su sentido político, que es el más frecuente, el liberalismo no es propiamente una doctrina ni un sistema de ideas, sino algo más impreciso, de márgenes más amplios, una tradición de pensamiento que ha tenido manifestaciones históricas diferentes, y a veces contradictorias.
Si se quiere la definición más simple, lo que caracteriza al liberalismo es la preocupación por ampliar, defender, garantizar las libertades individuales. Es una fórmula tosca, rudimentaria, pero que precisamente por eso puede ser útil como punto de partida, porque a poco que se piense resulta obvio que esa preocupación por las libertades significa cosas distintas en un momento u otro, en un país u otro, significa cosas distintas si se trata de las libertades políticas, las libertades civiles, las libertades económicas. Por eso no hay el liberalismo, en singular, sino una gran variedad de modos de ser liberal.

El liberalismo se define en primer lugar frente a la autoridad política, con la exigencia de un gobierno limitado. Y eso en un doble sentido: limitado en su poder, es decir sometido al derecho, y limitado también en sus atribuciones, en su campo de acción, de modo que deje un ámbito lo más amplio posible para que cada quien decida sobre su propia vida. Desde luego, no es lo mismo exigir que el Estado se abstenga de intervenir en asuntos religiosos  que pedir que se abstenga en asuntos educativos, económicos o familiares. En los términos del liberalismo clásico, la actividad del Estado debería reducirse a las funciones mínimas de seguridad y justicia, pero hay otras versiones, que admiten una intervención mucho más extensa. De modo parecido, hay ámbitos en los que en otro tiempo hubiese resultado impensable la posibilidad de elegir, en asuntos familiares, sexuales, reproductivos, por ejemplo, que hoy están sin duda en la agenda de la mayoría de los movimientos liberales.
La defensa de la libertad puede adoptar, ha adoptado históricamente muchas formas distintas. Porque la libertad es una abstracción, y para traducirla en términos jurídicos, institucionales, hace falta concretar muchas cosas. Para empezar, es evidente que el gobierno puede interferir con la voluntad de los individuos, prohibir cosas, impedirlas, pero no es el único, también la familia, las iglesias, las tradiciones, limitan de muchas maneras la posibilidad de elegir, y no está claro si un programa liberal debería ocuparse de nada de eso. Por otra parte, la amenaza de la fuerza es la forma más clara de la coerción, pero, otra vez, no es la única, y para concretar lo que significa la libertad en cualquier caso hace falta establecer qué cuenta como coerción; la pobreza, por ejemplo, la ignorancia, limitan muy claramente lo que una persona puede hacer, y en ese sentido la hacen menos libre, pero no es evidente que puedan contarse como formas de coerción.

 

Hay muchas respuestas posibles para esas preguntas, y para todas las demás que hay que responder para decir en qué consiste la libertad. En diferentes épocas, en diferentes contextos, se han respondido de modo diferente e incluso contradictorio, dentro de la tradición liberal. Para definir el liberalismo es necesario ver ese panorama.

En un ensayo que es ya un clásico Isaiah Berlin propone una distinción fundamental entre dos maneras de entender la libertad, lo que llama libertad negativa y libertad positiva (Isaiah Berlin, “Dos conceptos de libertad”, Two Concepts of liberty, 1958). Aunque se conozca sobre todo por su texto, la distinción no es suya: está en la historia del liberalismo europeo de Guido Ruggiero en esos términos, con la misma explicación, para el mismo propósito. De un lado está la libertad negativa, es decir, la libertad entendida como ausencia de coerción; para esa definición, una persona es libre si puede hacer lo que quiera sin que nadie se lo impida. Así entendida, es una categoría que carece de contenido, y que tiene que definirse siempre de manera polémica como libertad con respecto a un impedimento concreto. Del otro lado está la libertad positiva, que es la capacidad de un individuo de gobernarse verdaderamente a sí mismo, fuera de toda forma de dependencia; un hombre libre en ese sentido no sólo está libre de coacciones externas, sino que es capaz de dirigir su conducta según su conciencia —y consumar su verdadera naturaleza (Guido Ruggiero, Storia del liberalismo europeo, 1927, parte II, cap.1, § 2).

Son dos maneras de entender la libertad no sólo diferentes, sino potencialmente contradictorias. A una le preocupa tan sólo levantar barreras, a la otra le importan las condiciones que permiten el autogobierno, para que los individuos verdaderamente decidan su vida. La distinción sirve para separar al liberalismo clásico, que sólo piensa en la libertad negativa, de muchas de las derivaciones posteriores, que sobre todo se han preocupado por las condiciones que hacen posible una elección realmente libre. En cualquier caso, la claridad que ofrece es engañosa, porque no resuelve la dificultad primera, que consiste en la definición de coerción —si es sólo la amenaza de la fuerza física, o algo más.
Volvamos al argumento. La libertad sólo adquiere un significado concreto cuando se añaden las determinaciones que permiten definir un derecho, o un conjunto de derechos que se refieren a un campo de actividad en particular. En esos términos, en los últimos dos siglos ha habido cinco modos básicos de entender la libertad, que suponen otros tantos conjuntos de derechos, arreglos legales e institucionales, no siempre compatibles entre sí, y que implican otras tantas versiones del liberalismo.

Está en primer lugar la libertad entendida estrictamente como libertad personal, en asuntos privados, es decir, el derecho que tiene cada quien a decidir sobre su propia vida en todo aquello que sólo le concierne a él, y no afecta a nadie más —sin temor, y sin ser obligado a actuar contra su voluntad. Según la expresión consagrada por John Stuart Mill, el individuo no debe dar cuenta de sus actos a la sociedad si no interfieren para nada los intereses de ninguna otra persona más que la suya (John Stuart Mill, Sobre la libertad, On Liberty, 1859, cap. V). Es el corazón del programa del liberalismo clásico, que defiende fundamentalmente los derechos civiles: libertad de conciencia, libertad de pensamiento, libertad de expresión, derecho a la privacidad y a la intimidad.

En segundo lugar está lo que por abreviar se puede llamar la libertad económica, que significa evitar la intervención pública en las actividades productivas, y supone por lo tanto libertad de contratación, libertad de trabajo, libertad de empresa, libertad de mercado, derecho de propiedad. Aunque tiene afinidades con la libertad personal, no es lo mismo. Alguien puede ser partidario de las dos cosas, pero no siempre es el caso, y puede haber, ha habido, enérgicos partidarios de las libertades personales que pidan también la regulación del mercado laboral, del comercio o de la industria. Porque en general la actividad económica siempre concierne a otros: ya sea que se explote una mina o se instale una fábrica, que se firme cierta clase de contratos, que se adopte un determinado sistema de distribución, las decisiones en asuntos económicos afectan a terceros, y a veces afectan a la sociedad en su conjunto. En algunas ocasiones esa afectación es mínima, se puede pasar por alto, pero también puede ser grave. Y ha habido por eso liberales, Leonard Hobhouse o William Beveridge, por ejemplo, que no son partidarios de la libertad económica sino con bastantes restricciones.

Está también, es una tercera veta, la libertad política, es decir, el derecho a participar en las decisiones de gobierno, en lo que toca a la vida colectiva. Depende de un conjunto particular de derechos: libertad de asociación, libertad de expresión, de manifestación, libertad de prensa, y desde luego el derecho de votar y ser votado para cargos de elección popular. No hace falta abundar mucho más para que se vea que se trata de algo enteramente distinto. Según para qué corriente parece difícil que existan las libertades políticas sin que haya al menos alguna medida de libertad personal, pero es perfectamente posible imaginar lo contrario, un sistema que reconozca derechos civiles pero no derechos políticos, o no a todos. La relación con las libertades económicas es más complicada todavía porque ponen límites a lo que puede decidir una mayoría en lo que se refiere a la vida material.

La libertad también puede entenderse como la posibilidad de cada quien de desarrollar sus propias capacidades, la posibilidad de llevar una vida digna, significativa, valiosa. Si se entiende así, uno no es libre si no puede elegir verdaderamente, porque no hay alternativa, si no tiene oportunidad para aprovechar su potencial y decidir su vida. El argumento es como sigue. Para estar en condiciones de desarrollar sus capacidades, para que la libertad de elegir tenga sentido, una persona necesita antes verse libre de las privaciones más graves, libre del hambre, la enfermedad, la ignorancia, la miseria —porque de otro modo la libertad resulta ilusoria. Definida en esos términos implica una serie indeterminada de derechos: educación, salud, vivienda, ingreso mínimo. Eso supone, por supuesto, recortar en mucho las libertades económicas, pero también algunas libertades personales.
Finalmente, se puede entender la libertad como garantía de pluralidad. Es una idea compleja, que tiene varias caras. Según la fórmula más clásica, tal como aparece en la obra de Humboldt, por ejemplo, la diversidad es valiosa en sí misma: la intervención del Estado, la legislación, la burocracia, terminan por generar comportamientos, ideas y prácticas uniformes, que sofocan la natural variedad de expresiones de la vida humana (Wilhelm von Humboldt, Los límites de la acción del Estado, Ideen zu einem Versuch, die Grenzen der Wirksamkeit des Staates zu bestimenn, 1851 [1792]). La crítica mira en particular al paternalismo, a la tentación del Estado de ocuparse activamente del bienestar de sus ciudadanos, porque amenaza la autonomía personal.

La valoración de la diversidad se traduce en el derecho de cada quien de elegir un modo de vida propio. Pero la veta romántica de la que surge tiene otras implicaciones, porque aprecia igualmente la diversidad de las culturas, todas igualmente valiosas. Y de ahí resulta que la libertad individual implica también la libertad de vivir según los valores, las ideas, las tradiciones de su propia cultura. En su formulación más elaborada, es una deriva tardía, del último tercio del siglo XX, secuela en parte del feminismo y de los procesos de descolonización, cuyo punto de partida era la crítica del modelo (masculino, occidental) implícito en la tradición liberal. La piedra de toque está en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre (ONU, 1947). Es fácil ver de qué manera entronca con el programa liberal, pero también es muy evidente que plantea paradojas de muy difícil solución. En teoría, se puede contar entre los derechos individuales el derecho a escoger un modo de vida, igual que una religión o un oficio, escoger una cultura —normalmente no es así, fácilmente se convierte en derecho de un sujeto colectivo, la cultura, sobre los individuos. Y ninguna cultura, se defina como se defina, admite todas las libertades.

La clasificación es aproximativa. Importa para que se pueda ver la profundidad de las divisiones que puede haber dentro de la tradición liberal. Ninguno es el verdadero liberalismo, porque no existe tal cosa. La tradición liberal es una mezcla de actitudes, sentimientos, valores, instituciones e ideas que ha cristalizado en diferentes doctrinas, y en diferentes programas políticos, en los últimos trescientos años. A partir de un pequeño núcleo de ideas —el valor de la libertad, la limitación del poder— se han desarrollado teorías, argumentos, convicciones muy dispares: en ánimo liberal podía Guizot defender el sufragio censitario, Hayek el libre mercado o John Rawls un sistema de redistribución del ingreso.

En el esquema geométrico que se emplea convencionalmente para ordenar el campo político, el liberalismo no está en la derecha ni en la izquierda. Mejor dicho, puede estar a la derecha o a la izquierda, según cuándo, según en qué circunstancias, sobre qué asuntos, según cuál sea el eje de la vida pública en un momento. Por regla general, en las sociedades de tradición estatista, con una impronta jacobina, donde tiene mucho peso la idea de interés público, como en Francia o México, el liberalismo tiende a ubicarse a la derecha. En sociedades más conservadoras, como pueden ser Gran Bretaña o los Estados Unidos, con frecuencia el liberalismo suele estar a la izquierda. Pero no es nada definitivo. Políticamente, el liberalismo es una categoría posicional, es decir, que se define por oposición, según el tema y según quiénes sean en cada caso los adversarios.
En las discusiones económicas del siglo XVIII, por ejemplo, contra el mercantilismo, que quería mercados protegidos, regulados, los liberales eran partidarios del libre comercio. Frente al absolutismo defendían la división de poderes, el gobierno representativo. Igualmente, frente a los partidarios de la moral tradicional, los liberales han defendido los derechos de las minorías, los derechos sexuales y reproductivos, la libertad de consumo de drogas. Eso significa que alguien puede ser liberal en algunos aspectos y no en otros, y que si en casi todos los terrenos hay una postura liberal, es difícil que alguien sea consistentemente liberal, en todo.

A pesar de todas las diferencias sí puede reconocerse un sustrato común en lo que habría que llamar una antropología liberal, con dos trazos básicos que justifican la defensa de la libertad. En primer lugar, el individualismo, la idea de que cada ser humano es único, diferente de los demás, con ideas, ambiciones, proyectos e intereses propios, y que eso debe respetarse. En segundo lugar, la convicción de que los seres humanos son racionales, que tienen capacidad para tomar decisiones razonables, las que mejor reflejan sus ideas o sus valores, las que mejor contribuyen a su propio bienestar. Por lo demás, la racionalidad contribuye a justificar el individualismo, hay que respetar las decisiones de todos, porque cada quien sabe lo que hace y sabe por qué lo hace.

Las dos ideas, sin embargo, están matizadas por una actitud escéptica respecto a las ambiciones de la Ilustración. En el fondo de la tradición liberal hay la idea de que no existe una verdad única en los asuntos humanos, ni una única forma de vida buena ni un orden definitivo, absolutamente justo. Benjamin Constant lo explicaba de manera muy gráfica cuando decía que el derecho que más apreciaba era el derecho a equivocarse.

El reverso de la idea liberal

En todos los programas políticos hay sombras, y esas sombras son fundamentales para su definición. El liberalismo estableció nuevos estándares para el ejercicio del poder a partir del respeto de la dignidad humana. Pero no todos han estado incluidos en su idea de la humanidad. La ambición liberal, desde que comenzó a articularse como programa político, ha sido la creación de un orden social éticamente justificable, por eso importa señalar que no era para todos, no de la misma manera.


La exclusión más notoria es la de las mujeres. En eso la tradición liberal no es diferente de las demás corrientes políticas. La subordinación de las mujeres, la minoridad legal a la que estuvieron sometidas hasta bien entrado el siglo XX, era de sentido común. Con esa claridad lo argumentaba John Locke, por ejemplo, al hablar sobre la familia: siendo necesario que el derecho a decidir en último término esté colocado en una sola persona, va a parar, naturalmente, al hombre, como más capaz y más fuerte (John Locke, Segundo ensayo sobre el gobierno civil, Two treatises on civil government, 1689, cap. VII). Entre los liberales hubo quienes defendieron la igualdad de derechos, notablemente John Stuart Mill. Pero en general la discriminación no representaba un problema para ellos.

Entre las sombras en la tradición liberal está también la severidad hacia los pobres y hacia las clases trabajadoras en general. Es un tema conocido de sobra, una de las claves en la historia del liberalismo: la defensa de la libertad económica del liberalismo clásico iba acompañada de una idea moral concreta, una exaltación del esfuerzo y la responsabilidad individual, y una concepción, digamos, naturalista del mercado. La consecuencia de eso fue, durante todo el siglo XIX, una legislación severísima para la protección de la propiedad, con castigos graves para delitos muy menores, y sobre todo un trato muy duro para vagabundos, desempleados y mendigos. Como fundamento de las leyes de pobres, como término genérico, había la convicción de que la ociosidad es un vicio, y fuente de toda clase de vicios, y siempre o casi siempre voluntaria, de modo que había que distinguir muy cuidadosamente entre los pobres que merecían ayuda y los que no la merecían (undeserving poor), y había que hacer que la asistencia no fuese en general una alternativa deseable. Un progresista, discípulo de Bentham, Edwin Chadwick explicaba que las condiciones de vida en casas de trabajo, donde se internaba a los desempleados, tenían que ser penosas para que de ninguna manera fuese preferible para nadie quedarse allí, sin buscar trabajo.

Es importante anotarlo porque esa severidad es consistente con la antropología liberal, con la idea de que los individuos son racionales, libres, y responsables de sus decisiones. Para pensar de otro modo e introducir las medidas redistributivas de lo que conocemos como Estado de Bienestar es necesario pensar que la sociedad es al menos en parte responsable de la pobreza, y por lo tanto responsable de remediarla.

No se puede pasar por alto que en los dos siglos en que se formó el liberalismo clásico las sociedades que fueron cuna del liberalismo: Gran Bretaña, Holanda, Estados Unidos, Francia, eran sociedades esclavistas. Los colonos norteamericanos, por ejemplo, defendían contra la corona inglesa sus derechos, sus libertades, en un lenguaje perfectamente liberal, al mismo tiempo que defendían la institución de la esclavitud. Otro ejemplo: a mediados del siglo XIX un liberal indudable como Alexis de Tocqueville puede explicar la democracia norteamericana sin hablar de la esclavitud, a la que dedica un capítulo final, que es como un añadido. Allí hace extensas consideraciones sobre la dificultad de la emancipación: no creo, dice, que la raza blanca y la raza negra lleguen a vivir en parte alguna en pie de igualdad; por eso se explica que los estados del sur se resistan a la abolición de la esclavitud, porque no pueden deshacerse de los negros: y si para salvar su propia raza se ven obligados a mantener la esclavitud, ¿no debe perdonárseles que adopten los medios más eficaces para lograrlo? (Alexis de Tocqueville, La democracia en América, De la démocratie en Amérique, 1835/1840, vol. I, cap. X). En ese caso concreto es claro que no cabe imputar la tolerancia de la esclavitud al espíritu del tiempo. En el momento en que escribe Tocqueville, y en las muchas décadas en que se forma la tradición liberal norteamericana, Estados Unidos era uno de los pocos países en el continente que mantenía la esclavitud, que ya había sido abolida en casi todas las repúblicas hispanoamericanas.

Es igualmente importante que se excluya de la humanidad, o de la plena humanidad, con todos los derechos, a las sociedades colonizadas. La invasión de América del norte, por ejemplo, de Locke en adelante se justifica en términos liberales con el argumento de que los nativos no eran verdaderos propietarios de la tierra, porque sólo el trabajo agrícola confiere título de propiedad. En general, se supone que la libertad conviene a los seres humanos sólo cuando han alcanzado el completo desarrollo de sus facultades, por eso no corresponde a todos —es un atributo de la civilización. La condición ordinaria de las poblaciones más atrasadas, escribe John Stuart Mill, es estar bajo el despotismo directo de los pueblos civilizados, o bajo su ascendiente político absoluto (John Stuart Mill, Del gobierno representativo, Considerations on Representative Government, 1861, cap. XVIII).
No hubo una oposición liberal a la expansión colonial europea del siglo XIX, sobre todo no la hubo en términos morales. En todo caso, se discutió sobre el costo, el modo de financiar las campañas, su impacto sobre la economía. Es importante para definir el liberalismo como tradición intelectual. Los liberales, en casi cualquiera de sus vertientes, están convencidos de que representan una forma superior del orden social: mejor, más humana, civilizada. El sistema liberal es un punto de llegada.

El respeto de la libertad es el criterio básico de la civilización, porque significa respeto de la dignidad humana. Desde ese punto de vista, los tiempos anteriores, los del absolutismo, la intolerancia, las persecuciones religiosas, aparecen como tiempos oscuros, bárbaros. Por la misma razón y de la misma manera las otras sociedades, que no reconocen en esos términos la dignidad humana, son comparativamente inferiores, atrasadas, salvajes. Cosa que justifica su sometimiento, como obra de civilización. El programa liberal, en lo que tiene de ambición universal, se integra muy naturalmente en la elaboración cultural de la colonización.

Antecedentes

El origen del liberalismo moderno suele situarse convencionalmente en la llamada Revolución Gloriosa contra el rey Jacobo II de Inglaterra, en 1688, que puso límites al ejercicio del poder monárquico. La palabra liberal, con el sentido que le damos actualmente, como idea política, apareció por primera vez en España, en 1812: liberales eran los partidarios de un gobierno moderado, de una monarquía constitucional como la que se perfila en la Constitución de Cádiz. La tradición liberal tiene antecedentes bastante más lejanos, es un precipitado en que se mezclan, se articulan ideas de muy distinto origen, varias maneras de pensar la limitación del gobierno.

En el liberalismo hay una relación orgánica entre derecho y política. El derecho pone límites a la autoridad, establece sus atribuciones, define los márgenes de la libertad personal. En eso hay un antecedente muy claro en el mundo clásico grecolatino. En la idea de Aristóteles, por poner el ejemplo más conocido, de que siempre será preferible, será mejor el gobierno de las leyes al gobierno de los hombres. Y por supuesto, también en la enorme elaboración intelectual, filosófica y política del derecho romano —incluida la idea de un derecho anterior a la ley de la ciudad.
En un sentido muy distinto está la tradición medieval del gobierno limitado que es, por una parte, consecuencia de la debilidad de las monarquías, y por otra, producto de una elaboración cristiana de la noción de derecho. En un ensayo conocido Ortega y Gasset lo ponía en términos muy gráficos: el origen de la libertad está en los castillos. La idea de un privilegio, un derecho personal frente al poder, no ha existido en la historia hasta que lo recabaron para sí unos cuantos nobles godos, francos, borgoñones (José Ortega y Gasset, El espectador, V, 1927). Era una libertad ganada a la autoridad mediante el poder material, concreto, de los señores de la tierra. Pero no era la sola fuerza, no se conservaba por la fuerza, sino que se concretaba en una serie de pactos, capitulaciones, fueros, que daban lugar a un derecho heterogéneo, particularista.
Ese límite práctico encontraba también una justificación religiosa: el derecho procede de dios, pertenece a la comunidad, y es expresión de un orden natural que está por encima de la autoridad del monarca. Por una vía, esa elaboración religiosa del derecho desemboca en la idea del derecho divino de los reyes, y por otra, en sentido contrario, termina en la justificación del tiranicidio —que es una de las claves de la tradición liberal, el derecho de resistencia.

Es más reconocible como antecedente del liberalismo la idea del Derecho Natural, y en particular la evolución racionalista, derivada de autores como Grocio o Puffendorf. Los derechos se infieren de la naturaleza racional de los seres humanos, y son por eso anteriores al orden social. La consecuencia lógica es que hace falta un pacto para constituir a la autoridad. Entre las muchas versiones del contractualismo las de Hobbes y Locke sirven como términos de referencia de las dos corrientes fundamentales del liberalismo: ambos imaginan un contrato a partir del Estado de Naturaleza, pero Hobbes supone que los individuos renuncian a todos sus derechos para constituir al Estado, mientras que Locke supone que los conservan íntegros en todo momento.

Todavía hay otro antecedente del liberalismo que importa anotar: lo que Quentin Skinner ha llamado la teoría neo-romana de los estados libres (Quentin Skinner, La libertad antes del liberalismo, Liberty before liberalism, 1998). Tuvo importancia en Inglaterra entre los siglos XVI y XVII. Miraba como modelo a la república romana, según la elaboración de Tito Livio, según la cual Roma fundó un estado libre cuando se deshizo de los reyes, e instituyó un orden en que se elegía a los magistrados, y donde todos estaban por igual sometidos a la ley. El argumento, tal como lo expuso Algernon Sidney, es como sigue. Sólo se puede llamar libre a un hombre si no está sujeto a la voluntad de otro. Y en una monarquía, en la medida en que el gobernante conserve algún poder arbitrario, es su voluntad la que se impone a fin de cuentas, y la libertad es imposible (Algernon Sidney, Discursos sobre el gobierno, Discourses concerning government, 1698, III). En un Estado libre las leyes se elaboran según la voluntad del pueblo, y sólo en ese caso se puede decir que rige el imperio de las leyes y no de los hombres. La teoría neo-romana perdió vigencia en el siglo XVIII, conforme ganaba crédito una idea de la libertad individual, privada, que no dependía de la forma de gobierno.

Tres liberalismos

La clasificación que se emplea con más frecuencia para trazar un mapa de las varias corrientes liberales distingue en primer lugar dos familias: el liberalismo inglés o anglosajón, y el liberalismo francés, continental. La distinción, por cierto, no se refiere a la nacionalidad de los autores que defienden un programa u otro, sino a la historia de su implantación —se trata del modelo institucional que adoptó la Gran Bretaña, el que adoptó Francia.
Para el liberalismo clásico, el liberalismo inglés, la preocupación fundamental y casi única es la limitación del poder del Estado. Eso implica que se defienda la existencia de muchos otros poderes sociales: iglesias, gremios, corporaciones, empresas, todo lo que se conoce como cuerpos intermedios, que también ejercen poder en alguna medida, y que se defienda también, contra la inercia uniformadora, racionalizadora, del Estado, un derecho tradicional, particularista, heterogéneo.

Es un liberalismo conservador, que se apoya en las instituciones existentes, y que valora sobre todo la sabiduría implícita en la historia: arreglos, normas, prácticas, que se han definido a lo largo de los siglos, y que representan la experiencia de muchas generaciones. Es, por eso mismo, un liberalismo organicista, si se le puede llamar así, que defiende las libertades personales sin duda, pero piensa en la sociedad como conjunto, que evoluciona de manera espontánea. En política, preconiza una actitud escéptica, cautelosa, pragmática, de pocas ambiciones, que no pretenda cambiar nada de golpe.

En contra de la aspiración ilustrada de rehacer el orden social, y darle una forma racional, el liberalismo clásico piensa que hay que respetar el proceso evolutivo, espontáneo, irracional, por el que se forman las instituciones, y entiende que el Estado se construye de manera limitativa, con el propósito fundamental de proteger libertades y derechos que existen con anterioridad, en una constitución histórica o como derecho natural. Entre los textos más conocidos, el preámbulo de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos: sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales, que son dotados por su creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad (1776).
Por su claridad sirven como término de referencia las reflexiones de Edmund Burke sobre la revolución francesa. Allí defiende la revolución inglesa de 1688 como un movimiento conservador, o más exactamente restaurador: la revolución, dice, se hizo para conservar nuestras antiguas e indiscutibles leyes y libertades y la antigua Constitución que es nuestra única garantía de la ley y la libertad (Edmund Burke, Reflexiones sobre la revolución francesa, Reflections on the Revolution in France, 1790). Opone el orden de la sociedad inglesa: prudente, pragmático, escéptico, a las ideas abstractas de los revolucionarios, y su ambición de producir un orden racional. Y sobre todo opone la sabiduría de la historia, la experiencia de las generaciones pasadas, a las ilusiones del racionalismo.

El liberalismo inglés surgió, y pudo prosperar, donde no había habido absolutismo, y existían todavía los cuerpos intermedios que en otras partes habían sido muy debilitados. Es el diagnóstico de Tocqueville, en Francia: según su argumento, la revolución no había hecho más que acentuar las tendencias que ya existían, porque la concentración del poder administrativo conduce al despotismo. El único contrapeso eficaz para el poder del Estado es la sociedad civil, ese conjunto de cuerpos intermedios característicos del Antiguo Régimen.

La alternativa en el continente, particularmente en Francia, es un liberalismo progresista, racionalista, enemigo de los fueros y privilegios y de las corporaciones del viejo orden. En mucho es una secuela del despotismo ilustrado, y por eso optimista, estatista, uniformador. Es posible poner en una frase el contraste entre las dos versiones. Al liberalismo continental le importa no sólo limitar el poder del Estado, sino el de todos los demás poderes sociales, que también amenazan a la libertad individual. Siguiendo la veta ilustrada, los liberales quieren eliminar los prejuicios, las formas tradicionales del orden, y quieren eliminar también la influencia de los cuerpos intermedios: de las iglesias, que condicionan la libertad de conciencia; de los gremios, que limitan la libertad de trabajo, la libertad de mercado; de las varias autoridades locales, estamentales, e incluso de la familia.

Obviamente, para someter a esos otros poderes sociales es necesario fortalecer al Estado, que se convierte así en el garante de la libertad individual.
La filosofía de Hobbes sirve de modelo del liberalismo continental, regalista. Ya se sabe que los individuos renuncian a sus derechos para conformar al Leviatán. Pero lo importante para nuestro caso es el razonamiento histórico que hay detrás. La primera responsabilidad del Estado consiste en acabar con los conflictos religiosos y someter a los poderes sociales para evitar la guerra; y la vía para conseguirlo es privatizar todos los demás cuerpos, empezando por las iglesias, de modo que queden todos en última instancia sometidos al soberano.

La idea de contrato que hay detrás del liberalismo continental supone que el orden es un resultado del pacto, y eso hace mucho más difícil articular el derecho de resistencia. La expresión modélica de los dilemas y los compromisos por los que se define está en la Declaración de los Derechos del Hombre, de 1789. La Asamblea a la vez reconoce y declara los derechos, dice en su artículo segundo que son naturales e imprescriptibles, y entre ellos cuenta la resistencia a la opresión, pero en su artículo quinto dice que sus límites son determinados por la ley, que es expresión de la Voluntad General, y en el tercero declara que toda soberanía reside en la Nación.

El liberalismo continental es individualista, de un individualismo abstracto, racional e igualitario, enemigo sobre todo de las corporaciones privilegiadas, y que necesita al Estado, y un derecho uniformador, centralizador, para someter a los intereses particulares y producir condiciones de igualdad.

Es menos frecuente que se mencione, pero existe una tercera matriz cultural, lo que puede llamarse liberalismo mediterráneo, que surge en Italia, España y en las colonias españolas en América. Es un liberalismo progresista, ilustrado, enemigo de la sociedad de Antiguo Régimen, y que necesita desarticular los poderes tradicionales: suprimir fueros, privilegios y separaciones estamentales, vínculos corporativos y comunitarios. Pero son sociedades que no han pasado por un momento absolutista, y donde hay por tanto un déficit de Estado: un aparato jurídico y administrativo desordenado, poco eficiente, falto de recursos. Por ese motivo, la primera tarea para los liberales es la constitución y el fortalecimiento del Estado.

El segundo rasgo característico es la influencia social, cultural, económica y política de la iglesia católica, consecuencia de un vigoroso movimiento de Contrarreforma y de la ausencia casi total de comunidades protestantes. Entre las corporaciones del Antiguo Régimen, ninguna con más poder, ninguna más capaz de limitar la libertad en todos los terrenos. Por cuya razón es casi inevitable que el Estado que prefigura el liberalismo mediterráneo haya de chocar con la iglesia católica por motivos culturales: por la separación de la iglesia y el Estado;  por motivos políticos: por quitar a la iglesia muchas de sus prerrogativas; y por motivos económicos: porque el mercado que imaginaban los liberales necesitaba la desamortización de la propiedad eclesiástica.

Finalmente, en todos los casos, está la necesidad de constituir a la Nación como fundamento ideológico y cultural del Estado. Es transparente en las Cortes de Cádiz, en las guerras por la independencia de las repúblicas americanas, en la lucha por la unidad italiana. Importa el apunte porque de entrada el nacionalismo: exclusivista, colectivista, étnico, está en las antípodas del liberalismo. En eso también es peculiar la matriz mediterránea. En los casos de dominación colonial el vínculo es bastante obvio, no es posible afirmar los derechos civiles, económicos, políticos, de los habitantes de una colonia si no es mediante la independencia. Pero sucede algo parecido en España, en Italia. El caso más popular, el más conocido, es el del apóstol de la unidad italiana, Giuseppe Mazzini.

También hay que anotar que en las repúblicas americanas, en particular en Mesoamérica y Andinamérica, estaba la cuestión indígena, es decir, la existencia de una parte de la población a la que se pensaba que había que elevar al estadio civilizado para que pudiese ejercer los derechos de ciudadanía —para que formase parte de la nación. En algunos casos la actitud de los liberales hacia los indígenas no era muy distinta de la de los europeos con respecto a los pueblos colonizados. La mayoría de las veces lo que se discutía era la manera de integrarlos. Es característica la importancia que se da a la educación, a la desamortización de las tierras comunales, aunque también se pensaba, Alberdi en Argentina por ejemplo, favorecer la inmigración europea como recurso civilizador.

Libertad e igualdad

El liberalismo moderno, con los perfiles que nos resultan reconocibles, se configuró al hilo de las discusiones (y conflictos, protestas, guerras civiles incluso) del siglo XIX. Entre muchos, importa hacer hincapié en dos temas: la extensión de los derechos políticos, es decir, la democracia, y los derechos económicos y sociales. El resultado fue un liberalismo democrático, que fue la versión dominante en el siglo XX.
En un texto clásico Benjamin Constant propuso una distinción fundamental para la historia de las ideas políticas del siglo XIX. Los antiguos, dice Constant, que se refiere al mundo clásico grecolatino, querían participar en la vida pública, compartir el poder político, y a eso llamaban libertad, y consideraban que era una forma de servidumbre el verse reducido a la vida doméstica. Los modernos, en cambio, lo que quieren es sobre todo seguridad para dedicase al disfrute de sus bienes privados, y es a eso a lo que llaman libertad. Constant no celebra ese giro privatista, pero reconoce que es así: los modernos, dice, absortos en sus intereses particulares, renuncian con demasiada facilidad a su derecho a participar en la vida pública (Benjamin Constant, Sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, De la liberté des anciens comparée à celle des modernes, 1819).

A esa libertad privada es a la que se refiere John Stuart Mill en su ensayo canónico. La libertad de cada quien de procurar lo que considera su propio bien, a su manera, sin que ninguna autoridad interfiera en ello mientras no afecte a otros. Aquella parte de la vida que interesa principalmente al individuo, y a nadie más, es decir, la vida privada.

Para ese liberalismo, para esa idea moderna de la libertad, los derechos políticos tienen una importancia secundaria. Pero toda la historia del siglo XIX en Europa está condicionada por la experiencia de la revolución francesa. En un sentido, hay un resurgimiento de la tradición republicana, cuyos motivos son fundamentalmente políticos: ciudadanía, interés público, participación. En otro sentido, está el miedo que inspira la política popular: los motines, el radicalismo, la violencia. El gobierno representativo es un hecho, el problema es quiénes tienen derecho a participar.

La mayoría de los liberales, la mayor parte del siglo, prefieren alguna forma de sufragio censitario, que ponga requisitos de educación o propiedad, para evitar que las decisiones políticas estén en manos de quienes se supone que no son aptos para ello —por ignorancia o por irresponsabilidad. El liberalismo clásico no es partidario de la democracia. Sin embargo, el movimiento hacia el sufragio universal es irreversible, algunas repúblicas americanas lo adoptan bastante temprano, en Europa hay más resistencias, sólo se generaliza en el último tercio del siglo. Y las libertades políticas comienzan a contarse entre los derechos fundamentales.

La discusión sobre la ampliación del sufragio abre un debate muy diferente. En general, la restricción del derecho de voto se justifica por la miseria de las clases trabajadoras, que no pueden ejercer sus derechos de manera responsable, y en eso coinciden liberales, conservadores, progresistas: no cualquiera puede votar. Ahora bien, planteado así el problema, se puede optar por una de dos salidas, o restringir el voto, y acordarlo sólo para quienes tienen dinero bastante, y educación, o procurar que los pobres también tengan suficiente educación, y seguridad económica, para votar en libertad.

La igualdad de derechos lleva al primer plano la desigualdad material. En las condiciones de pobreza, ignorancia, inseguridad, en que vive la mayoría de la población, la igualdad de derechos parece con facilidad irrelevante. Es el punto de partida de la crítica socialista, pero también de un liberalismo que se plantea la necesidad de mejorar las condiciones de vida de la mayoría, y ofrecer educación pública, salud pública, condiciones mínimas de seguridad laboral, lo que con el tiempo se traducirá en un conjunto articulado de derechos económicos y sociales.

En su versión más abstracta el argumento está expuesto en la obra de Thomas Hill Green: la libertad no tendría mucho valor si la gente no pudiera emplearla para perseguir fines valiosos. El propósito de una sociedad libre debe ser que haya cada vez más individuos que disfrutan efectivamente de más libertades. Sin educación el individuo es prácticamente un inválido en la sociedad moderna, y corresponde al Estado evitar que los niños crezcan en esa ignorancia que les hace imposible decidir su vida en libertad (Thomas Hill Green, “Conferencia sobre la legislación liberal y la libertad de contratación”, Lecture on liberal legislation and freedom of contract, 1888).

En las últimas décadas del siglo XIX cobra forma a partir de ahí el Nuevo Liberalismo, cuya figura emblemática es Leonard T. Hobhouse. El punto de partida es la afirmación de los derechos políticos: la soberanía popular es un artículo del credo liberal. Pero estaba el hecho de la pobreza, que hacía irrisorios los derechos políticos. El sistema de competencia industrial, decía Hobhouse, no ha sido capaz de satisfacer la exigencia ética de un salario suficiente, y no hay esperanza de que pueda ofrecer la existencia saludable e independiente que debía ser un derecho para todos los ciudadanos de una sociedad libre. De modo que el Estado debe hacerse cargo de eso (Leonard T. Hobhouse, Democracia y reacción, Democracy and reaction, 1905).

Ese era el programa en la teoría. En la práctica, en las décadas del cambio de siglo se suceden en los países occidentales leyes inspiradas en esa clase de argumentos.
El problema se plantea de nuevo, con tintes dramáticos, en las primeras décadas del siglo XX, consecuencia de la guerra del 14, la Gran Depresión de 1929, la revolución rusa, el auge del fascismo, la Segunda Guerra Mundial. Aparece como alternativa lo que William Beveridge llamó el liberalismo radical, cuya premisa es que todo ciudadano tiene que verse libre de la indigencia, la ociosidad y la guerra, y que el Estado debe emplearse cuanto haga falta para proteger a los ciudadanos contra la miseria, la enfermedad, la ignorancia y la ociosidad impuesta por el desempleo, lo mismo que los protege contra el robo y la violencia. Ahora bien, eso significa reconocer que no todas las libertades tienen la misma importancia: están las que hay que preservar a toda costa (culto, palabra, imprenta, profesión, asociación), y las otras, menores, que deben preservarse sólo en la medida en que concuerden con la justicia y el progreso social (William Beveridge, Por qué soy liberal, Why I am a Liberal, 1945).

Neoliberalismo

Importa anotar otro giro, una especie de retorno al liberalismo clásico, con el acento en los derechos económicos, que se configura en los años treinta, y domina absolutamente el panorama intelectual del último tercio del siglo. Las expresiones neoliberal, neoliberalismo, se emplean de manera bastante confusa, tanto que parecería lo más razonable renunciar al uso del término. No obstante, es posible, y vale la pena recuperar el uso correcto. El neoliberalismo es un programa intelectual, con las variaciones que hay en cualquier corriente ideológica, pero con un núcleo claramente reconocible.
En los años treinta el liberalismo pasa por sus horas más bajas. Los factores son muchos: la guerra, el comunismo, la crisis económica, el auge de los movimientos de masas. En ese contexto, se reúne en París, en lo que se conoce como el Coloquio Lippmann, un grupo de economistas, juristas, filósofos, con el propósito de recuperar el liberalismo (Louis Rougier, Ludwig von Mises, Friedrich Hayek, Walter Lippmann, Wilhelm Röpke, Alexander Rüstow). El rasgo básico para definir su identidad está en la primera sesión del coloquio, enunciado por Louis Rougier: el criterio para reconocer al liberalismo es el libre funcionamiento del mecanismo de los precios. Es un liberalismo muy distinto del de Hobhouse, o el de Stuart Mill, Constant, Blanco White, Mazzini. Para subrayar esa diferencia deciden dar un nombre al programa, y optan por neoliberalismo.

Las ideas habían sido elaboradas, muchas publicadas en las décadas anteriores, pero en la semana del coloquio se ordenan en un programa. Tiene tres rasgos indudables. Primero, la necesidad de un Estado fuerte, que intervenga para proteger, desarrollar, ampliar los mercados, porque saben que las sociedades se defienden de la expansión de la lógica del mercado, y tratan de oponerle límites morales, culturales, políticos. Segundo, dar prioridad a las libertades económicas y ponerlas por encima de las libertades políticas; es un modo de resolver el viejo problema de la democracia, el voto irresponsable de los desfavorecidos: la solución consiste en poner las libertades económicas fuera del alcance de la política. Tercero, promover sistemáticamente la privatización de bienes, servicios, recursos, funciones públicas, y siempre que sea posible sustituir los procedimientos políticos o burocráticos por el mecanismo impersonal del mercado.

El programa para la renovación del liberalismo fue retomado por la Mont Pélerin Society, a partir de 1947, bajo la dirección de Friedrich von Hayek, y numerosos centros de estudios en todo el mundo. El neoliberalismo fue una corriente marginal hasta los años setenta, en que entró en crisis el modelo de la posguerra: Estado de Bienestar, economía mixta, servicios públicos. Y el neoliberalismo podía ofrecer una alternativa. Desde entonces es la expresión dominante de la tradición liberal.
 

Este texto forma parte del Diccionario de filosofía de José Ferrater Mora, en su nueva edición digital, compuesta por 300 entradas.

Fuente: Nexos  1 de enero 2019 https://www.nexos.com.mx/?p=40647

Portada: Juramento del Jeu de Paume, 20 de junio de 1789, obra de Jacques-Louis David (Museo Carnavalet)

Ilustraciones: Patricio Betteo (Nexos)

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