Sebastiaan Faber
Catedrático de Estudios Hispánicos (Oberlin College, Ohio [EEUU]) y autor de «Memory Battles of the Spanish Civil War: History, Fiction, Photography» (2018)

 

 

 

En octubre de 2017, Antonio Muñoz Molina acusó a Jon Lee Anderson de lo peor que se puede imputar a un periodista: mentir a sabiendas.

Anderson, en una pieza sobre la crisis catalana para el New Yorker, había caracterizado a la Guardia Civil como una fuerza “paramilitar”. Para Muñoz Molina, con ese adjetivo el reputado reportero norteamericano se delató como un periodista de mala fe (“miente a conciencia, sin ningún escrúpulo, sabiendo que miente, con perfecta deliberación, sabiendo cuál será el efecto de su mentira”), uno de los muchos extranjeros que insiste en que el Estado español sigue siendo “Francoland”. Anderson, en otras palabras, era lo que Irene Lozano, Javier Ortega Smith o Elvira Roca Barea no dudarían en calificar como enemigo de España.

Al final, la disputa entre el novelista andaluz y el periodista norteamericano resultó deberse a un torpe equívoco: es común en inglés llamar “paramilitares” a cuerpos organizados militarmente, como lo está la Guardia Civil. Pero la confusión léxica es lo de menos. El verdadero interés de la polémica reside no en lo que reveló sobre la cobertura mediática de la crisis catalana sino sobre la imagen que tienen de España ciertos intelectuales españoles y, sobre todo, el peso emocional que tiene para ellos la imagen que tenemos de ella los guiris. Desde Larra para acá hay toda una tradición de pensadores españoles que se quejan de que sus colegas de fuera —incluidos los que se consideran expertos en el tema, como las y los hispanistas— se empeñen en malentender su país y perpetuar una imagen injustamente negativa de él.

En su columna, Muñoz Molina señala dos causas para explicar esta situación lamentable. Primero, la dejadez y la inercia de un Estado español incapaz de contrarrestar la propaganda de los independentismos (“la falta de una política exterior ambiciosa a largo plazo, de un acuerdo de Estado que no cambie desastrosamente de un Gobierno a otro”). Pero también señala que a los Jon Lee Anderson del mundo les mueven motivos más oscuros: “Una parte grande de la opinión cultivada, en Europa y América, y más aún de las élites universitarias y periodísticas, prefiere mantener una visión sombría de España, un apego perezoso a los peores estereotipos, en especial el de la herencia de la dictadura, o el de la propensión taurina a la guerra civil y al derramamiento de sangre” (énfasis mío). La seducción del estereotipo es tal que incluso “lo sostienen sin ningún reparo personas que están convencidas de sentir un gran amor por nuestro país”: “[n]os quieren toreros, milicianos heroicos, inquisidores, víctimas”. Y, peor, “[a]man tanto la idea de una España rebelde en lucha contra el fascismo que no están dispuestos a aceptar que el fascismo terminó hace muchos años. Les gusta tanto el pintoresquismo de nuestro atraso que se ofenden si les explicamos todo lo que hemos cambiado en los últimos 40 años” (mi énfasis).

España, en otras palabras, ocupa un lugar demasiado importante en la peculiar economía imaginativa de los extranjeros para dejar que la verdad destruya la fantasía. Juan Cruz, que redactó un artículo en apoyo al de Muñoz Molina, subrayó, además, la hipocresía inherente en esta actitud. Los críticos que ven tanta paja en ojos españoles, señalaba, se niegan a reconocer la viga en los suyos: bien mirado, la España democrática “le podría dar lecciones a la mayoría de los países europeos y también a los Estados Unidos… y … a países latinoamericanos y de otras latitudes” (mi énfasis).

Antonio Muñoz Molina recibe de manos del entonces príncipe el premio Príncipe de Asturias de las Letras de 2013 (Foto: rae.es)

Salta a la vista la vehemencia del texto Muñoz Molina, quien no esconde las fuertes emociones que ha desatado en él el texto de Anderson. “Como ciudadano español”, escribe, “… me siento condenado sin remedio a la melancolía”. Es más, la imagen injustamente negativa que tienen los extranjeros de su país —y no cualesquiera extranjeros, sino ¡los más cultos y expertos!— le choca como una ofensa personal. “[E]l mundo europeo y cosmopolita en el que personas como yo nos miramos y al que hemos hecho tanto por parecernos”, dice, “prefiere siempre mirarnos a nosotros por encima del hombro”. Es obvio que el agravio lo es en la medida en que Muñoz Molina se identifica con España; la imagen de su país la siente íntimamente conectada con la suya como escritor.

Pero esa misma dimensión emocional del tema sugiere que se puede invertir el argumento del novelista andaluz. ¿Puede ser que no sean los extranjeros sino los propios intelectuales españoles los que están cegados por su inversión emocional en una fantasía de España? ¿Puede que sea tal la seducción que ejerce sobre estos la imagen de España como “democracia consolidada” que no ven la realidad?

La verdad, claro, es que la imagen de España como “Francoland” no prolifera únicamente entre los independentistas y sus socios extranjeros. “Nuestra democracia es el resultado de una ‘maniobra de adaptación’ del Régimen del General Franco ante la disyuntiva entre integrarse en Europa o mantenerse indefinidamente aislado”, comentaba un lector de una columna de Rosa María Artal en elDiario.es en torno a la investidura de Pedro Sánchez como presidente del actual gobierno de coalición, menos de tres meses después de la exhumación de Franco del Valle de los Caídos. La jugada maestra” —continuaba el lector— “consistió en forzar una Transición en la que los poderes fácticos de la anterior Dictadura quedaran ocultos bajo un disfraz de sociedad democrática. … [M]ás tarde, con los sucesivos gobiernos de mayoría absoluta de Felipe González, se perdió una ocasión de oro para darle la vuelta a este país como a un calcetín. … Todos los problemas políticos que sufrimos actualmente proceden de esos dos hechos históricos”.

No sorprenderá que fuera el comentario mejor valorado por los lectores del periódico. Es obvio que la idea de que todos los problemas de España hoy proceden de la persistencia del franquismo, o de sus legados mal procesados, sigue teniendo una gran atracción. Pero ¿cuánto sentido tiene en 2021 —y en una España que se parece en casi nada a la de 1939-75— seguir volviendo a la dictadura como paradigma explicativo? ¿Sigue persistiendo lo que Vázquez Montalbán llamaba “el franquismo sociológico”? ¿Dónde y cómo? ¿Cuáles serían sus síntomas en los medios, la política, la judicatura, la economía o las universidades? ¿Y de verdad España sufre más bajo el peso de su pasado que otros países?

Un momento del traslado de los restos de Franco del Valle de los Caídos al cementerio de Mingorrubio , en 2019 (foto: Efe)

Estas son algunas de las preguntas que intento aclarar en Exhuming Franco: Spain’s Second Transition, un breve libro que acaba de publicar Vanderbilt University Press. O, mejor dicho, son las preguntas que informan mis conversaciones con unxs 35 periodistas, historiadorxs, filósofxs y activistas, desde Cristina Fallarás y Montse Armengou a Enric Juliana y José Antonio Zarzalejos, pasando por Guillem Martínez y Magda Bandera. Aunque la mayoría de mis informantes se identificarían con la izquierda, manifiestan profundos desacuerdos al respecto.

Escrito para un público no español y no especialista, el libro llega, sin embargo, a plantear preguntas incómodas y difíciles de contestar. Si, por un lado, hay quien llega a cuestionar las bases de la “consolidada” democracia española —una monarquía corrupta, un poder judicial reaccionario, unos medios de comunicación carentes de ética o deontología, una Iglesia aún muy influyente—, por otro hay quien señala que, si persisten actitudes y prácticas que se podrían asociar con la época franquista —formas de pensar las instituciones o de practicar la política; modos de ocupar y ejercer posiciones de poder—, su presencia no se limita necesariamente a la derecha política o a la España castellanoparlante, por más que sean la izquierda y los independentismos los que gustan de invocar el “Francoland”. También son varixs lxs que señalan la importancia relativa de las raíces históricas del franquismo, cuya genealogía remonta por lo menos al siglo XIX.

Por otra parte, si hay quien ve en Vox una extrema derecha profundamente española —castiza, católica, (neo)franquista— hay otrxs que rechazan ese diagnóstico y mantienen que el partido de Abascal tiene mucho más en común con otras derechas populistas (en Francia, Alemania, Brasil, Estados Unidos) que con cualquier tradición patria. Finalmente, el libro cuestiona hasta qué punto los propios españoles han tendido a exagerar la idiosincrasia de su propio país. Es difícil negar la eficacia retórica de las comparaciones con otros lugares (“en Holanda, un rector universitario pillado en un plagio habría dimitido sin pensárselo dos veces; en España, nadie dimite nunca”; “¿os podéis imaginar que Alemania tuviera a Hitler enterrado en un monumento nacional?”; etc.); pero la verdad es que muchas veces esta visión crítica parte de una versión idealizada de los países del norte de Europa, cuyas propias democracias tampoco carecen de desafíos. Finalmente, son varixs lxs interlocutores que, sin dejar de reconocer los problemas de la democracia española en lo que respecta a la memoria histórica y la justicia transicional, expresan serias dudas sobre algunas de las soluciones propuestas desde organismos internacionales y la sociedad civil, como un museo de la guerra y del franquismo, una Comisión de la Verdad, una reforma constitucional o una segunda Transición.

Exhuming Franco es un libro periodístico, para bien y para mal: dialógico, abierto, exento de jerga y ligado a la actualidad, pero también ligero de equipaje erudito, con fecha de caducidad y nada exhaustivo. Sin duda refleja los prejuicios y la peculiar economía afectiva de su autor —un hispanista holandés que lleva un cuarto de siglo en Estados Unidos y que, por tanto, tiene toda la pinta de ser enemigo de España— que, eso sí, pasa gran parte de su vida —y muchas páginas en este libro— discutiendo con, y aprendiendo de, grandes mentes catalanas, vascas, valencianas, leonesas, gallegas, andaluzas y castellanas.

Exhuming Franco: Spain’s Second Transition (275 pp.) se vende en España en formato Kindle (€6), ebook (€8,41) y tapa blanda (€13). Y mal que les pese a algunos, se anuncia con un blurb (cita promocional) de Jon Lee Anderson.

Portada: Franco con el entonces príncipe Juan Carlos y su familia en Meirás  (foto: El Español)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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3 COMENTARIOS

  1. Un amigo me dijo recientemente que el régimen llamado del 78, es una reforma de la anterior dictadura criminal. Pasa el tiempo y lo que no mejora, empeora

  2. Psicológigamente sigue siendo una dictadura. Si la educación no permite construir individuos libres en base a sus máximas capacidades, sino nivelar a lo bajo, a lo mediocre construyes individuos temerosos, cobardes, desempleados, aptos para la dictadura religiosa española que mantiene aún sus romerías católicas y demás parafernalia de antiguo régimen.

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