Pedro Ruiz Torres*
Universidad de Valencia

 

 

Introducción

La montaña mágica de Thomas Mann es una de las obras cumbres de la literatura universal. Por ella se han interesado los estudiosos de la literatura, los filósofos, los pedagogos, los médicos, los psicólogos y psicoanalistas, los antropólogos y en algunas –muy pocas- ocasiones también los historiadores. La escasa atención de estos últimos resulta comprensible. ¿Qué pueden encontrar en esta novela si su trabajo pretende dar cuenta del mundo anterior a la Primera Guerra Mundial, hacer inteligible el estallido de “la gran tempestad”, comprender las experiencias y la nueva cultura que trajo consigo la catástrofe? La montaña mágica no se presta a un análisis histórico con el fin de hacer frente a semejante tipo de cuestiones. Tampoco ayuda mucho a entender el porqué de ciertos fenómenos colectivos, impregnada la narración como está de algo muy singular e íntimo. En consecuencia, parece lógico que los historiadores de la vieja historia política, de la nueva historia de tipo económico y social, incluso aquellos que se adscriben a la nueva historia cultural y ponen énfasis en las culturas políticas, no hayan perdido el tiempo en una búsqueda infructuosa.

Sin embargo, como intentaré mostrar en este escrito, hay razones para que La montaña mágica se convierta en una valiosa fuente de información para los historiadores. La novela saca a relucir diversas experiencias de una época que se relacionan con diferentes actitudes políticas. Son experiencias que, en su momento, fueron concebidas de distintas maneras y su recuerdo, en unos años de cambio vertiginoso, se modificó en el interior de una misma persona durante un corto tramo de su propia vida. Por supuesto, el resultado del análisis de una novela como La montaña mágica carece de representatividad social, pero eso también interesa al análisis histórico. En la actualidad el estudio de los hechos del pasado no se propone únicamente dar cuenta de los fenómenos colectivos. Atrás quedó la falsa dicotomía que llevaba a pronunciarse a favor de lo social o de lo individual, como si la sociedad no estuviera formada por individuos y los individuos pudieran aislarse de su medio social y cultural. Las experiencias personales se incluyen en las mejores obras de historia, tal como lo hace Ian Kershaw por los motivos expuestos en el prólogo de su libro :

“En todo momento me he preocupado por incorporar las experiencias personales de individuos contemporáneos de los hechos para dar una idea de lo que fue vivir aquella época, tan cercana en el tiempo a la Europa actual, pero tan distinta de ella por su naturaleza. Reconozco desde luego que la experiencia personal no es más que eso. No puede tomarse como un dato estadísticamente representativo. Pero a menudo puede ser vista como un indicador, un reflejo de unas actitudes y unas mentalidades más generales. En cualquier caso, la inclusión de las experiencias personales proporciona impresiones instantáneas muy vívidas y da una sensación, desligada de cualquier abstracción y análisis impersonal, de cómo reaccionaba la gente ante las poderosas fuerzas que zarandeaban sus vidas”[1].

Thomas Mann comenzó a escribir La montaña mágica a finales de 1912. La redacción se interrumpió debido a la Gran Guerra, más tarde se retomó y el libro por fin pudo publicarse en 1924. Su génesis y las circunstancias del autor son bien conocidas. El propio Thomas Mann se refirió a ello en la conferencia que el 10 de mayo de 1939 pronunció en la Universidad de Princeton, que lleva por título “Introducción a La montaña mágica”. Según nos dice, en 1912 visitó a su esposa en el Sanatorio Wald de Davos, en los Alpes suizos, en donde ella se encontraba convaleciente de una dolencia pulmonar. Muy pronto quiso transformar sus impresiones y experiencias de aquella estancia en un relato que al principio pensó como la contrapartida humorística de La muerte en Venecia. Más tarde el proyecto original de short story adquirió una ambición desbordante y acabó transformándose en algo muy distinto. La guerra interrumpió la redacción y proporcionó un final y unas experiencias que enriquecieron la novela [2]. En su biografía Thomas Mann. La vida como obra de arte, Hermann Kurzke completa esta información. La muerte en Venecia no estaba del todo acabada cuando Thomas Mann viajó en mayo de 1912 a Davos para estar con su esposa y pensó en añadirle una sátira burlesca a la trágica humillación del personaje de su anterior relato. Los primeros capítulos de La montaña mágica se escribieron entre julio de 1912 y el inicio de la guerra, con una segunda y breve fase de trabajo en la primavera de 1915. Por entonces, el libro había crecido hasta llegar al apartado “Hippe” del capítulo IV. Los problemas de la guerra interrumpieron la redacción e hicieron que Thomas Mann escribiera el ensayo Las consideraciones de un apolítico. El 9 de abril de 1919 retomó la novela y volvió a reescribirla, pero pronto se interpusieron nuevos ensayos, como Goethe y Tolstoi (1921) y Vivencias ocultas (1923). La montaña mágica se terminó a finales de septiembre de 1924, en noviembre estuvo en el mercado y de inmediato consiguió un éxito abrumador[3]. Se había convertido en una obra de más de mil páginas[4].

Mujeres convalecientes en un sanatorio de Davos en 1901 (foto: Tagesspiegel)

Como decía antes, pierde el tiempo quien busque en La montaña mágica un testimonio o una información relevante para entender cómo fue posible la Gran Guerra. Tampoco en esta novela se narran experiencias del conflicto o que puedan relacionarse con la profunda y dramática transformación cultural – en las representaciones y en el sistema de valores, ideas y prácticas- que produjo la guerra, es decir, con las llamadas por los historiadores culturas de guerra. Nada tiene que ver, por tanto, con obras que relatan y dan testimonio de lo que trajo consigo la Primera Guerra Mundial, como Le Feu. Journal d’une escouade de Henri Barbusse (premio Goncourt de 1916), Les Croix de bois de Roland Dorgelès (premio Goncourt de 1919), Im Westen nichts Neus de Erich Maria Ramarque (1929), La Peur de Gabriel Chevallier (1930) y un largo etcetera. De 1920 es In Stahlgewitten de Ernst Jünger y de finales de esa misma década el libro de Jean Norton Cru Témoins: essai d’analyse et de critique des souvenirs de combattants édité en français de 1915 à 1928 (1929), que recoge 304 títulos de 253 autores. En cuanto a saber cómo era El mundo de ayer, en apariencia “el mundo de la seguridad”, lleno de “luces y sombras”, al que Stefan Zweig dedicó la mitad de sus Memorias de un europeo, antes de suicidarse en 1941, poca información encontramos en La montaña mágica sobre los cambios económicos y sociales, en la tecnología, en las relaciones políticas internas y a escala internacional, en los modos de vidas y las costumbres durante el periodo de la belle époque, es decir, desde finales del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial; y sin embargo…

En la conferencia de 1939, a que me he referido hace un momento, Thomas Mann afirma que La montaña mágica es una novela “sobre el misterio del tiempo”, una “novela temporal en un doble sentido: primero en el histórico, debido a que intenta trazar un cuadro de los aspectos internos de una época, de Europa en vísperas de la guerra; pero también porque se ocupa del propio tiempo y no sólo en cuanto experiencia de su héroe, sino también en sí misma, como novela, y a través de sí”. En ambos sentidos, dado que habla de una época y porque plantea el problema del tiempo, creo que los historiadores deberían haberse fijado más en esta obra. Su autor concibió y transmitió unas experiencias, para él muy contradictorias y propias de una época, en unos años cruciales de su vida e hizo gala de una mentalidad y de una actitud acordes con el ambivalente recuerdo de esas experiencias.

Rueda de prensa de Thomas Mann en Washington, 1943 (foto: Wikimedia Commons)
Experiencia del tiempo

En primer lugar veamos el testimonio de Thomas Mann, en La montaña mágica, de cómo el tiempo se convierte en un problema y con qué experiencias se relaciona ese cuestionamiento. Para empezar, seguiré de cerca como guía de lectura las ideas que el filósofo Paul Ricoeur expone en el apartado “La montaña mágica” del capítulo IV, “Experiencia ficticia del tiempo”, en el tomo segundo de Tiempo y narración. Configuración del tiempo en el relato de ficción[5]. Las acompañaré de referencias a la edición en castellano de La montaña mágica (las páginas entre paréntesis), a partir de mi propia lectura, y añadiré algunos comentarios. Después iré por otro camino y esa problematización del tiempo me servirá como testimonio para entrar en cómo se pensó, de muy distintas maneras, la experiencia del tiempo en las primeras décadas del siglo XX. El contexto histórico de esos años lleva a una época en la que surgieron nuevas formas de concebir la temporalidad que entraron en conflicto con la idea, predominante hasta entonces en la cultura moderna, de un tiempo único, homogéneo, lineal y en la dirección del llamado “progreso”.

La montaña mágica es para Paul Ricoeur una novela sobre el tiempo que como “novela temporal” puede ser interpretada en varios sentidos y de un modo peculiar, por cuanto es a la vez la novela del tiempo, la de la enfermedad mortal y la del destino de la cultura europea. Como novela temporal contrapone el estar “fuera del tiempo” de “los de arriba” (los que residen en el sanatorio de la “montaña mágica”), al tiempo cronológico de “los de abajo” (los del país llano, que vagan al ritmo del calendario y de los relojes). “La oposición espacial redobla y refuerza la oposición temporal”, nos dice el autor de Tiempo y narración. Por su parte, la técnica narrativa empleada en la obra confirma su característica de “novela temporal”, al poner el acento en la relación entre el tiempo de la narración y el tiempo narrado. De un lado, el tiempo de la narración se acorta continuamente respecto al tiempo narrado. Del otro, hay un contraste muy evidente entre unos capítulos cada vez más largos (el primero 22 páginas, el segundo 25, el tercero 76, el cuarto 128, el quinto 233, el sexto 292 y el séptimo y último 257 páginas[6]) y un relato que abrevia el tiempo transcurrido: momento de la llegada, vuelta regresiva hasta ese momento inicial, primer día completo en el sanatorio, tres primeras semanas (que es el intervalo exacto que el protagonista pensaba dedicar a su visita), siete primeros meses, un año y nueve meses, cuatro años y medio restantes. Dicho contraste crea un efecto de perspectiva esencial para comunicar al lector todo aquello que constituye la experiencia principal de Hans Castorp: el debate interior del héroe con la pérdida del sentido del tiempo. Por último, siempre según Paul Ricoeur, el autor interviene en su narración e introduce la voz narrativa dentro de su obra, una voz distinta de la narración propiamente dicha y superpuesta a la historia narrada, que interpela continuamente al lector y diserta sobre su héroe de una manera que forma parte sustancial del texto. Esta voz narrativa, desde el proemio, problematiza el tiempo cronológico en la experiencia del protagonista y la relación entre el tiempo de la narración y el tiempo narrado; enfrenta el tiempo del calendario y de los relojes con el tiempo despojado de cualquier carácter mensurable e incluso de cualquier interés por la medida; y acerca este último a una “antigüedad” sin edad, la de la leyenda, en la que debe narrarse la historia “bajo la forma del pasado más alejado” –son palabras de Thomas Mann- , una historia en consecuencia que no es solo por tanto la de una antigüedad datada, la del mundo de antes de la primera guerra mundial.

El problema de la doble naturaleza del tiempo no gravita sin embargo, para Paul Ricoeur, a diferencia de lo que ocurre en La señora Dalloway de Virginia Woolf, en torno a las relaciones conflictivas entre el tiempo interior y el cronológico, sino que entra de lleno en una tensión muy diferente. Se trata de la tensión entre el mundo de la vida, de la salud y de la acción, y el mundo de la enfermedad, de los sanatorios y de los médicos, el del hechizo de la pulsión de la muerte; un lugar fuera del espacio y del tiempo propiamente dichos que une el amor y la muerte, el atractivo sensual y la podredumbre. Cabe añadir lo siguiente a lo señalado por Ricoeur. En un lugar tan extraño, en donde se sigue admirando la belleza de ciertas personas y Hans Castorp se enamora perdidamente de la exótica rusa Clawdia Chauchat que le recuerda a Pribislav Hippe, su compañero en el bachillerato, nuestro protagonista toma conciencia del destino final de esos mismos cuerpos, todavía llenos de vida, con la ayuda de la radioscopia, que por entonces era una de las grandes conquistas del progreso científico y tecnológico. Hans Castorp siente el efecto mágico de penetrar en el cuerpo humano, de ir hasta el interior de su propia tumba y de ver el futuro fruto de la descomposición (apartado “¡Dios mío, lo veo!” del capítulo V, pp. 293-317). A partir de entonces, y tras el correspondiente examen médico y la entrega de la fotografía del interior de su cuerpo como recuerdo, Hans Castorp lleva “su carnet de enfermo en el bolsillo”, como irónicamente le reprocha Settembrini (p. 358).

Pacientes en terraza del sanatorio de Villa Pravenda, en Davos, hacia 1900 (foto: Dokumentationsbibliothek, Davos)

Añadiré más comentarios sobre la novela a partir de mi propia lectura. Nuestro héroe hace caso omiso de las recomendaciones de Settembrini, un personaje muy importante como veremos pronto y no se marcha del sanatorio ni regresa a su casa, al mundo de allá abajo en el que resulta útil y necesaria su profesión de ingeniero. Al contrario, Hans permanece en el pequeño mundo de los de arriba, apartado de todo, en el que reina la penumbra y el sol no es más que un pálido resplandor detrás de semejante velo. “Sin embargo, la nieve difundía una suave luz indirecta, una claridad lechosa que embellecía al mundo y a los hombres, incluso cuando éstos tenían la nariz colorada bajo sus gorros de lana blanca o de colores” (p. 388). En efecto, fuera del tiempo de los calendarios y de los relojes, sintiendo que se le escapa la duración real del tiempo, porque unas veces le parece que transcurre con mucha rapidez y otras muy lentamente, con la libertad que ello le confiere (“Libertad” es el título de otro de los apartados del capítulo V, pp. 317-325), envuelto en la magia de la noche invernal, Hans Castorp tiene sensaciones contradictorias. Le entra un apetito desmesurado y es preso de una somnolencia constante. Permanece en un estado en el que sobresale “la inercia y la sobreexcitación, ambas unidas y a un mismo tiempo: por un lado, la pereza y la terrible fatiga de su cuerpo, que se oponía en firme a cualquier movimiento, por el otro, la agitación de su espíritu, al que ciertos estudios nuevos y absorbentes emprendidos por el joven no concedían sosiego alguno”. Así inicia sus investigaciones (“Investigaciones” es el título de la antepenúltima sección del capítulo IV, antes de que lleguen “Danza de la muerte” y “La noche de Walpurgis”), después de haber comprado obras de anatomía, fisiología y biología escritas en alemán, francés e inglés. A Hans le obsesiona la pregunta “Qué era, pues, la vida” y sigue el desarrollo del organismo a partir del instante en que un espermatozoide fecunda un óvulo. Plantea el absoluto misterio del protoplasma, cómo es la función fisiológica de ciertas partes del cuerpo, qué ocurre en el cerebro también durante el sueño. “Pero ¿qué eran todas aquellas incógnitas en comparación con la perplejidad que uno sentía ante fenómenos tales como la memoria, o de esa forma de memoria más amplia y más sorprendente que constituye la transmisión hereditaria de cualidades adquiridas?”. De los genes Hans Castorp pasa al átomo, “un sistema cósmico cargado de energía, en el seno del cual gravitan los cuerpos en una rotación frenética alrededor de un centro semejante al Sol y cuyos cometas recorren el aire a una velocidad de años luz y se mantienen en sus órbitas excéntricas por la fuerza del campo central”, y del átomo al universo estelar. Al final del apartado “Investigaciones” del capítulo V llega la sorprendente conclusión de nuestro héroe, que renuncia a bajar al mundo de lo real y continúa preso del hechizo de una montaña mágica en la que el tiempo pierde sus características habituales en la llanura. Para Hans Castorp la enfermedad es la forma impúdica de la vida, pero la vida es una enfermedad infecciosa de la materia, porque el primer paso hacia el mal, la voluptuosidad y la muerte es el momento en que, por una infiltración desconocida, tiene lugar la primera condensación del espíritu y se produce la transición de lo inmaterial a lo material (eso es el pecado original) y luego de lo inorgánico a lo orgánico y más tarde del cuerpo a la conciencia. “La vida no era más que una progresión por el camino lleno de aventuras del espíritu que había perdido el pudor, un reflejo del calor que causaba la vergüenza en la materia despierta a la sensualidad y que se había prestado a acoger el desencadenante de todo fenómeno” (pp. 397-414).

Foto aspetar.com

Después de esta larga digresión, que por un momento se aleja de las ideas de Paul Ricoeur y trata de darle relieve a ciertos apartados del capítulo V de La montaña mágica (“¡Dios mío, lo veo!”, “Libertad” e “Investigaciones”), es hora de volver al análisis del autor de Tiempo y narración y a las preguntas que formula. ¿Cómo es posible que La montaña mágica se convierta en una novela sobre el tiempo, la enfermedad y la cultura? Según Paul Ricoeur, Thomas Mann pudo unir estos tres problemas al haber compuesto una obra emparentada con la gran tradición alemana de la “novela educativa”. Desde el momento en que la novela se lee como la historia de un aprendizaje espiritual centrado en el personaje de Hans Castorp, el asunto consiste en averiguar cómo la técnica narrativa logra integrar entre sí la experiencia del tiempo, le enfermedad mortal y el gran debate sobre el destino de la cultura europea. A ello dedica Ricoeur la mayor parte de su análisis. El mío, por el contrario, irá en otra dirección, con vistas a explorar un camino distinto y plantear una cuestión diferente. No se trata de poner de relieve cómo esta “novela temporal”, en el triple sentido de la expresión, transforma la “novela educativa” en un aprendizaje lleno de aporías, de ambivalencias, en el que la discordancia prevalece sobre la concordancia y se establece una relación de distancia irónica. Aquello que me interesa como historiador es de qué manera La montaña mágica se puede entender como testimonio de una experiencia nueva, contradictoria y llena de contrastes. Dicha experiencia, para concebirse y transmitirse, necesitó una forma narrativa también nueva y esto último lo destaca con toda razón Paul Ricoeur. Pero intentaré mostrar que esa experiencia se relaciona estrechamente con los efectos, asimismo contradictorios y llenos de contrastes, de una transformación social y cultural de gran envergadura. A partir de finales del siglo XIX, un cambio radical se estaba produciendo en gran parte de Europa occidental. La Primera Guerra Mundial le imprimió una velocidad de vértigo, pero a su vez el gran conflicto bélico modificó drásticamente el curso de esa transformación y la hizo entrar en un camino que nadie antes había podido ni tan siquiera imaginar.

Que el tiempo es un enigma resulta una idea recurrente por lo menos desde Aristóteles y de ello dio cuenta Agustín en sus Confesiones. Hans Castorp hace otro tanto en el tercer capítulo de La montaña mágica y reitera ese problema insoluble a lo largo del resto de la novela. “El tiempo no posee ninguna ‘realidad’. Cuando nos parece largo es largo y cuando nos parece corto es corto; pero nadie sabe lo largo o lo corto que es en realidad” (p. 97). Cuando su primo Joaquim Ziemssen, al que ha ido a visitar, convaleciente como está en el Sanatorio Internacional Berghof en Davos, le replica que sí es posible hacerlo, puesto que tenemos relojes y calendarios, Hans le contesta: un minuto de reloj no dura siempre lo mismo según nuestra apreciación. Medimos el tiempo por medio del espacio, pero es como si quisiésemos medir el espacio en función del tiempo. “De Hamburgo a Davos hay veinte horas de ferrocarril… Sí, claro, en tren. Pero a pie, ¿cuánto hay? ¿Y en la mente? ¡Ni siquiera un segundo!”. El espacio lo percibimos con nuestros sentidos por medio de la vista y el tacto, ¿pero y el tiempo? Entonces ¿cómo vamos a medir una cosa de la que, en el fondo, no podemos definir nada, ni una sola de sus propiedades?, ¿dónde está escrito que transcurre de una manera uniforme? Solo podemos decir que el tiempo pasa “y nuestras medidas no son más que puras convenciones” (“Lucidez”, pp. 97-98). Al principio del capítulo VI Hans vuelve a preguntar ¿qué es el tiempo?, a la manera de San Agustín, y responde de un modo que parece unir a Kant con Aristóteles: “Un misterio omnipotente y sin realidad propia. Es una condición del mundo de los fenómenos, un movimiento mezclado y unido a la existencia de los cuerpos en el espacio y a su movimiento”. Las preguntas que luego se formula nuestro protagonista llevan a una toma de conciencia de las aporías del tiempo. “¡Es inútil preguntar!” ¿Hay tiempo porque hay movimiento o hay movimiento porque hay tiempo? ¿Es el tiempo una función del movimiento, es lo contrario o son ambos una misma cosa? ¿El tiempo es activo, es “productivo”, produce el cambio o, como el movimiento por el cual se mide el tiempo es circular y se cierra sobre sí mismo, el entonces se repite sin cesar en el ahora, y el allá se repite en el aquí? Si se piensa que el tiempo y el espacio son eternos e infinitos, ¿no queda todo reducido a cero?, ¿puede haber sucesión en lo eterno y coexistencia en lo infinito? (“Cambios”, p. 498).

Pacientes de un sanatorio de Davos (foto: Tages Anzeiger)

Tampoco la diferencia entre el tiempo de los calendarios y de los relojes, es decir, el tiempo en tanto que medida del movimiento, el tiempo cosmológico, cronológico, objetivo, y el tiempo íntimo, psicológico, subjetivo, el de la conciencia, es algo que pueda presentarse como una novedad de La montaña mágica. La voz narrativa del autor dentro de la obra interrumpe en el capítulo IV la narración con un “Excurso sobre la conciencia del tiempo” (pp. 148-153) que contradice “muchas teorías erróneas sobre la naturaleza del hastío”. Thomas Mann añade que la monotonía no sólo puede traer la sensación de estirar el momento, de manera que las horas se hagan largas y aburridas; a la inversa, un acontecimiento novedoso e interesante hace más corta y fugaz una hora e incluso un día. Si consideramos el conjunto “que confiere al paso del tiempo una mayor amplitud, peso y solidez”, la impresión que resulta es muy diferente. Entonces “los años ricos en acontecimientos transcurren con mayor lentitud que los años pobres, vacíos y carentes de peso, que el viento barre y pasan volando (…) Los grandes periodos de tiempo, cuando transcurren con una monotonía ininterrumpida, llegan a encogerse en una medida que espanta mortalmente al espíritu”. Thomas Mann no piensa en ello sólo desde el punto de vista del narrador, un narrador que se toma más tiempo de narración cuando los acontecimientos a que hace referencia traen novedades y cambios importantes, mientras abrevia ese tiempo de narración en los periodos en que poco o nada relevante sucede. Aquello que también saca a relucir es el papel de primer orden que en nuestra percepción del tiempo juega la costumbre y el cambio introducido en el modo de vida.

“La costumbre hace que la conciencia del tiempo se adormezca o, mejor dicho, quede anulada, y si los años de la niñez son vividos lentamente y luego el resto de la vida se desarrolla cada vez más deprisa y se acelera, también se debe a la costumbre. Sabemos perfectamente que introducir cambios y nuevas costumbre es el único medio de que disponemos para mantenernos vivos, para refrescar nuestra percepción del tiempo, en definitiva, para rejuvenecer, refortalecer y ralentizar nuestra experiencia del tiempo y, con ello, renovar nuestra conciencia de la vida en general”.

Davos, 1912 (foto: Fortunapost)

Todavía hay algo más en el problema del tiempo que se hace patente a lo largo de los distintos capítulos de La montaña mágica. En mi opinión resulta original y significativo del testimonio que proporciona dicha novela. Me refiero a la desconcertante experiencia de que ambas formas de representación del tiempo, digámoslo así la “objetiva” y la “subjetiva”, puedan darse simultáneamente y que las diferencias guarden relación también con el espacio. En La montaña mágica solo con desplazarse de la llanura a la montaña el tiempo cambia por completo de naturaleza. No es porque su autor haga suya la idea de un físico llamado Einstein, que acaba de descubrir nuevas leyes de la naturaleza y deja constancia de que los relojes de la llanura, si son extremadamente precisos, irán más lentos que los de la montaña. En la novela de Thomas Mann aquello que se manifiesta es una oposición temporal al ir de abajo a arriba y desplazarse en otro tipo de espacio, un curioso fenómeno que no guarda relación alguna con la unidad espacio-tiempo o con la gravedad en las teorías de la relatividad especial o general de Einstein, que se dieron a conocer respectivamente en 1905 y 1915. Para quienes están en el lugar mágico de la montaña al que Thomas Mann lleva a su alter ego, el tiempo del mundo real de allá bajo, dividido y medido en unidades discretas, compartido por todos, el tiempo de los calendarios y de los relojes, significa muy poco, aun cuando no haya desaparecido por completo. Como le dice su primo Joaquim al recién llegado, aquí el tiempo no pasa ni deprisa ni despacio, no pasa de ningún modo, aquí no hay tiempo, no hay vida (p. 25). No tardará Hans en comprobarlo. “El tiempo era completamente diferente en aquel lugar, el mes era la unidad más pequeña y, además, uno solo prácticamente no contaba…” (p. 324). En la “montaña mágica” la medida del tiempo perdía casi por completo el enorme valor social que tenía en el “mundo real”. La oposición, por tanto, se establece entre el tiempo físico de la vida y otro tipo de temporalidad que es propio de los lugares mágicos por donde transita el pensamiento y en los que el tiempo del mundo real no cuenta.

Albert Einstein y Thomas Mann (foto: materiaverbalis.blogspotcom)

Hans toma distancia del mundo moderno de allá abajo y durante siete años, pese a que sólo pretendía estar tres semanas, pierde de vista la experiencia del tiempo que  predomina en la llanura. Se trata de la experiencia de un tiempo público uniforme, homogéneo, divisible en unidades mensurables que tiende a ser compartido universalmente; de un tiempo que hace posible el progreso económico y social, por cuanto va unido a la mejora de los transportes y las comunicaciones gracias al ferrocarril, al barco de vapor y al trasatlántico, al servicio telegráfico, etc. No tarda en llegar el motor de combustión y con él los coches y los aviones, la utilización de la electricidad en el tranvía, en el metro o para escuchar la radio. Ese tiempo cuantitativo del reloj enmarca igualmente la sociedad del ocio y del espectáculo, con el invento del cine en un lugar destacado. También la productividad del trabajo y el incremento de los beneficios empresariales dependen de semejante manera de concebir el tiempo, imprescindible en la nueva organización que promueve el taylorismo. Settembrini, con su exaltación del progreso y su optimismo de cara al futuro, no hace más que recordarle a nuestro protagonista lo estrechamente relacionado que se encuentra dicho progreso con el carácter objetivo y mensurable del tiempo y el enorme valor que en Occidente tiene saber aprovecharlo al máximo. El ingeniero naval Hans Castorp es para el italiano “el representante de todo un mundo: el del trabajo y el genio práctico” (p. 87). Así también se concibe el propio Hans cuando recuerda de dónde procede y en especial ese gran puerto de mar y de comercio internacional de la ciudad de Hamburgo, en el que el olfato se acostumbra a “las emanaciones del agua, el carbón y el alquitrán, y a los intensos olores de los ultramarinos amontonados”, y la vista a “las imponentes grúas de vapor” que parecen elefantes domesticados. Bullicio en los astilleros, mastodónticos cuerpos de unos trasatlánticos varados tan altos como torres, esqueletos de buques en construcción… Se trata de un mundo en el que estaba a punto de comenzar su vida profesional de ingeniero, contratado para hacer prácticas en una empresa de astilleros y de maquinaria y calderería. Pero aquello había sido antes de subir a la montaña para visitar a su primo, convaleciente de una enfermedad pulmonar en el Sanatorio Internacional Berghof muy cerca de Davos.

El puerto de Hamburgo en 1913 (foto: DPA)

Settembrini quiere que nuestro protagonista deshaga el encantamiento del sanatorio en lo alto de la montaña y vuelva al mundo de abajo, a ejercer su profesión, tan importante, la de ingeniero naval, muy práctica y útil de cara al progreso de la sociedad. Además le previene del aire saturado de “tipos de la Mongolia moscovita” que se respira en el sanatorio, donde abundan los rusos convalecientes (ordinarios o privilegiados, vulgares o exquisitos); y le pide que “oponga su naturaleza, su naturaleza superior, contra la de ellos y no permita que pierda su valor sagrado lo que para usted, por su educación y su procedencia, para usted como hijo del mundo occidental, del divino Occidente –hijo de la civilización- es sagrado: por ejemplo, el tiempo”. En Oriente, le dice Settembrini, el tiempo se toma con mucha ligereza, porque la despreocupación de esa gente respecto al tiempo está relacionada con la desmesurada extensión de su país.

Donde hay mucho espacio hay mucho tiempo…Nosotros los europeos no podemos presumir de lo mismo. Nuestro tiempo es tan escaso como el espacio de nuestro noble continente, recortado y subdividido con tanta finura, nosotros dependemos de una cuidadísima administración tanto de lo uno como de lo otro, dependemos del aprovechamiento: aprovechamiento del tiempo y del espacio, ingeniero. Tome como ejemplo nuestras grandes ciudades, esos centros y hogares de la civilización, esos crisoles del pensamiento. En la misma medida en que el terreno sube de precio en ellas, en que malgastar el espacio se convierte en algo imposible, también el tiempo, fíjese bien, se vuelve cada vez más precioso. Carpe diem! Fue un hombre de la ciudad quien dijo eso. El tiempo es un regalo de los dioses para que lo aproveche, ingeniero, para que lo aproveche en aras del progreso de la humanidad” (pp. 351-352).

Calle de Davos en 1920 (foto: Dokumentationsbibliothek Davos)
Testimonio de época

Aquellos que viven en “la montaña mágica” son ajenos al esforzado empeño por avanzar en un modo de concebir el tiempo que la civilización occidental vincula al progreso técnico, económico, social y cultural admirado por Settembrini. En el mundo real de allá abajo impera la homogeneización y la universalización de un tiempo objetivo que es posible descomponer y medir de la misma manera por todos en cualquier parte del mundo. Gracias a los estudios históricos sabemos que a finales del siglo XIX y principios del XX se dieron grandes avances en ese sentido, poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, a instancias en buena medida de las grandes compañías ferroviarias y de los servicios telegráficos. En 1884 representantes de veinticinco países se reunieron en Washington para establecer como meridiano de referencia el de Greenwich, y dividieron la Tierra en veinticuatro husos horarios. En 1912, justo el año en que Thomas Mann comenzó a escribir La montaña mágica, la Conferencia Internacional sobre el Tiempo se reunía en París y elaboraba un método uniforme para determinar y conservar señales horarias con exactitud y transmitirlas en todo el mundo. Durante esos años hubo varias propuestas de reforma del calendario y un esfuerzo en paralelo para racionalizar el tiempo público a un lado y otro del Atlántico. La precisión del tiempo nunca había sido antes tan rigurosa, ni se había extendido tanto socialmente como en la época del ferrocarril y de la electricidad. Incluso llegó al extremo de provocar la alarma médica por los efectos patológicos de la dependencia del reloj de pulsera que se manifestaban en individuos anormalmente nerviosos[7].

Conferencia de Washington en la que se adoptó el meridiano de Greenwich como referencia (1884)(foto: a hombros de gigantes)

Settembrini se convierte en uno de los personajes más interesantes de La montaña mágica porque da testimonio del entusiasmo y del orgullo, que muchos sentían a principios del siglo XX, por el mundo real de allá abajo, el del progreso en Occidente. Ese progreso se manifestaba en la ciencia y en la tecnología, así como en un desarrollo económico e industrial que se aceleró y expandió entre 1900 y 1914 y produjo un intenso cambio social y cultural. Son los Años de vértigo, como los denomina en historiador Philip Blom en un libro en el que narra, año por año, el veloz avance de la técnica, los progresos en el ámbito de la comunicación, las transformaciones sociales, la cultura del consumo de masas que despunta, el incipiente fenómeno de la globalización, la sensación de vivir en un mundo en imparable aceleración hacia lo desconocido[8]. El ingeniero Hans Castorp representa, por su profesión y actividad intelectual, el mundo del trabajo y del genio práctico, pero Settembrini es un humanista (p. 88) con una manifiesta vocación didáctica (p. 94). Se siente plenamente identificado con los humanistas de su tiempo, que han sustituido a los sacerdotes como educadores. Tiene muy presente la herencia del clasicismo grecorromano y del Renacimiento, no en vano para él la crítica es el origen del progreso y de la ilustración. En una época lejana, nada menos que hace un siglo, tan lejana que “era historia”, su abuelo había luchado en defensa de la libertad y contra la tiranía. Su espíritu revolucionario y de conspirador -un “carbonario” según Settembrini- estaba estrechamente unido al amor a su patria, a la que quería ver libre y unida. Semejante mezcla de revolución y patriotismo resultaba una combinación bastante extraña a principios del siglo XX, en unos años en los que el patriotismo se identificaba “con un sentido conservador del orden” (p. 221). Settembrini es descrito en La montaña mágica como alguien que “reverencia el proceso de la técnica y los transportes” (el campo profesional de Hans Castorp), pero no por el valor en sí de ese proceso, sino por “su repercusión en el perfeccionamiento moral del hombre”. Sin embargo, a nuestro ingeniero esa unión de “técnica” y “moral” le resulta ajena por completo, él tiene por costumbre considerarlas por separado. Por el contrario, Settembrini pone en primer plano el principio de igualdad y de unión entre los pueblos, que el Salvador del cristianismo fue el primero en revelar y la imprenta favoreció más tarde, “hasta que la Revolución francesa lo había elevado a la categoría de ley” (pp. 224-225).

Davos en 1908 (foto: Dokumentationsbibliothek Davos)

En definitiva, “la lucha entre dos principios: el poder y el derecho, la tiranía y la libertad, la superstición y el conocimiento, el principio de conservación y el principio del movimiento”, afirma Settembrini, es lo que impulsa el progreso, pero sus ideas no convencen a Hans ni tampoco a su primo. El italiano, llevado por su republicanismo, considera que la victoria todavía no es completa y debe producirse en las monarquías de aquellos países que no han tenido un auténtico siglo XVIII, ni tampoco un verdadero 1789, pero esa afirmación despierta “un resentimiento personal o nacional” en Hans Castorp y Joaquim Ziemssen, que se ven a sí mismos como dos buenos alemanes. A medida que avanza la novela, el alter ego de Thomas Mann siente una atracción intelectual en aumento por el personaje que encarna unas ideas liberales y republicanas que no son las suyas, pero no sigue su consejo de regresar al mundo real de allá abajo, para contribuir con su profesión al progreso económico y social. El optimismo de Settembrini, que en lo alto de la montaña dedica las pocas energías que le va dejando su enfermedad al perfeccionamiento de la humanidad por medio de su participación en una obra colectiva titulada Sociología del sufrimiento, caerá por tierra al final de la novela. Muy lejos de cumplirse quedan entonces sus expectativas y la de la organización a la que pertenece e impulsa esa obra, la “Liga Internacional para la Organización del Progreso”. Todo un programa de reformas para combatir la “degeneración de nuestra raza”, vista como “el más lamentable efecto secundario de la industrialización”, y a favor de “la fundación de universidades populares, la superación de la lucha de clases por medio de reformas sociales” y la supresión de los conflictos bélicos “por medio del derecho internacional” (pp. 353-356) se viene abajo. En vez del mundo deseado por Settembrini y la “Liga Internacional para la Organización del Progreso”, en 1914 irrumpe la Primera Guerra Mundial y termina la novela.

Un regimiento alemán parte desde Lubeck hacia el frente en agosto de 1914 (foto: Vaterstädtische Blätter/Wikimedia Commons)

En La montaña mágica está claro el contraste entre el cambio drástico en el mundo real, tras unos años de vértigo, y la gran tempestad de la guerra. Esta última echa por tierra las esperanzas de aquellos que, como Settembrini, creían firmemente en el progreso y confiaban ciegamente en una supuesta tendencia intrínseca a la naturaleza humana, que une el perfeccionamiento moral al desarrollo tecnológico y trae inevitablemente el final de toda clase de conflictos y la armonía universal. La montaña mágica no sólo da testimonio de esa creencia, socialmente muy extendida antes de 1914, también de cómo la terrible experiencia de la Primera Guerra Mundial termina con semejante optimismo. Además, el autor de la novela saca a relucir algo asimismo de interés para el análisis histórico. Antes de 1914 en Occidente no había una sola forma de concebir el progreso, sino varias maneras de hacerlo, y todas compartían un optimismo de cara al futuro que destruyó la Gran Guerra. En nuestro caso, como hemos visto, una de esas ideas de progreso, de corte liberal y republicano, se encarna en el personaje de Settembrini; pero hay otra, muy diferente, que mira hacia Alemania y a un tipo de patriotismo del que el propio Thomas Mann dará numerosas muestras durante el conflicto bélico.

Hans Castorp llega de Alemania en ferrocarril y dos años después su tío abuelo, el cónsul Hans Tienappel, hace otro tanto con el propósito de rescatarle. No tiene éxito y, con ese mismo medio tan moderno de transporte, vuelve a su patria para seguir al frente de sus negocios. Poco antes había regresado también a Alemania Joaquim Ziemssen, el primo de Hans, con el fin de incorporarse al ejército. En la Alemania de estos tres personajes imperan unos valores que no son precisamente los del liberalismo republicano y democrático de Settembrini. De esos otros valores se convierte en portavoz Joaquim Ziemssen, en un momento de la novela, con la aquiescencia de su primo el ingeniero. La camaradería de enfermos que existe entre ambos transmite “un gran sentido del deber militar” que les lleva a entender el sanatorio como una obligación y disciplina el espíritu de Hans (p. 298).  Este último echa de menos, en las costumbres y en la manera de comportarse de los civiles, la jerarquía, el principio de obediencia y los honores que se rinden con pomposas fórmulas los militares e incluso el uniforme, ajustado e impecable, con cuello almidonado, que les da empaque. Hans contrapone precisamente la moral y el espíritu de sacrificio del ejército a la moral de Settembrini y sus intentos de erradicar el sufrimiento (p. 427). En definitiva, ellos son tres buenos alemanes que hacen suyos los valores del autoritarismo y el militarismo de antaño, perfectamente compatibles en su opinión con el avance de la ciencia y la técnica, el éxito en los negocios y el progreso de la economía y de la sociedad. La diferencia entre Hans, por un lado, y su primo y su tío abuelo, por otro, tiene un motivo que no guarda relación con la ideología de los tres personajes. Para Hans el tiempo comienza a ser un problema antes incluso de su ascenso a la montaña y no deja de darle vueltas a ese asunto cuando permanece en el sanatorio. De ahí la consternación de Joaquim, quien sólo piensa en regresar al mundo de abajo para incorporarse al ejército, no en vano comparte la idea de Helmuth von Moltke el Joven, jefe del Estado Mayor entre 1906 y 1914, de que la guerra es necesaria. “Sin guerras, el mundo no tardaría en corromperse” (p. 538). Joaquim está exultante a punto de dejar el sanatorio, piensa que de nuevo va a disfrutar de un tiempo tangible y pronto realizará el solemne juramento de fidelidad a la patria y al ejército ante la bandera alemana (p. 612). Por su parte, el tío abuelo de Hans llega poco después de la partida de Joaquim a rescatar a Hans del hechizo de la montaña, pero escapa despavorido cuando también empieza a sentir la magia de las alturas. Regresa al mundo real de la llanura en el que desempeña el papel de importante hombre de negocios, enérgico, circunspecto y fríamente realista, por más que procure no llamar demasiado la atención por sus modales aristocráticos (pp. 627-628). 

Estación de ferrocarril de Davos hacia 1900 (foto: rhb.ch)

En La montaña mágica nada hace pensar que su autor, al publicar en 1924 esta novela, haya modificado su punto de vista sobre el papel de Alemania en el conflicto. El Estado alemán sigue sin ser responsable de la catástrofe de 1914 y los antiguos valores del Reich, que exaltaban el ejército, la jerarquía, la disciplina y la autoridad, así como la actitud germano nacionalista, todavía no se han puesto en cuestión veinte años más tarde, cuando Thomas Mann termina su relato. Se trata de un testimonio, entre otros muchos, que puede ponerse en relación con la debilidad de la recién nacida República de Weimar y las sucesivas crisis que la envolvieron. Muy diferente es la actitud del hermano de Thomas Mann, Heinrich, que había radicalizado su crítica de tipo social y al sistema político de la monarquía de Guillermo II en vísperas de la Primera Guerra Mundial, como puede verse en su novela El súbdito. Historia del alma pública bajo el reinado de Guillermo II. Para este último la fe ciega en la autoridad se convierte en uno de los rasgos principales de la mentalidad del súbdito, muy extendida socialmente, y le parece uno de los grandes males de Alemania. Heinrich Mann había empezado a escribir El súbdito en 1907 y dos terceras partes de la misma se publicaron en una revista ilustrada muniquesa entre enero y agosto de 1914[9]. Thomas Mann, por el contrario, era entonces un decidido partidario de la guerra, de una “guerra popular grande, respetable, hasta la médula, incluso solemne”, escribió en una carta a su hermano, por más que pueda hacer retroceder a Alemania cultural y moralmente. En su opinión estaba justificado que Alemania hiciera la guerra, porque se trataba de conservar “lo alemán”, en peligro a causa del “liberalismo mundial”. Sus “Reflexiones en la guerra” y otros artículos y escritos suyos durante el conflicto bélico constituyen una defensa a ultranza de la “cultura” alemana, para él muy superior al materialismo de la “civilización” imperante en las naciones vecinas. La profundidad del “alma alemana” unía el arte a la guerra, concebida esta como purificación y liberación, y la guerra a la supervivencia de un pueblo con una voluntad de rectitud y una moral superior a la de sus vecinos[10]. “La razón estaba con Alemania”, escribió Thomas, a lo que su hermano replicó en su ensayo Zola (noviembre de 1915) con una contundente defensa de las fuerzas democráticas frente al imperialismo alemán. La reacción indignada de Thomas Mann no se hizo esperar. En 1917 los dos hermanos mantuvieron una controversia política ante la opinión pública y ese mismo año Thomas vendió su casa de campo en Tölz para adquirir empréstitos de guerra[11]. Sus Consideraciones de un apolítico[12], que se editaron en 1918, ocuparon el hueco dejado en los años de la guerra por la interrupción de La montaña mágica.

Heinrich y Thomas Mann en los años 30 (foto: Getty Images)

Como sabemos, la Primera Guerra Mundial enfrentó a unos intelectuales con otros dentro y fuera de Alemania y la fractura social fue tan profunda y amplia, como ha puesto de relieve Adam Hochschild en el caso de Gran Bretaña, que afectó a muy diversas capas sociales, rompió lazos familiares y de amistad y planteó profundos dilemas morales[13]. No obstante, Thomas Mann terminó La montaña mágica dos años después de haberse reconciliado con su hermano Heinrich. En 1922 fue a verlo, por entonces gravemente enfermo, y reanudó una relación bruscamente interrumpida por motivos de carácter económico y sobre todo por desavenencias políticas. En cierto modo, el racionalismo ilustrado y el republicanismo liberal de Settembrini se aproximan bastante a las ideas de Heinrich Mann, con quien su hermano se había peleado durante los años de la Gran Guerra y reconciliado en 1922. Sea o no por ese acercamiento, lo cierto es que en el tramo final de La montaña mágica parece como si Hans Castorp valorara más que antes la ideología de Settembrini, aun cuando mantenga que no es su modo de pensar. La complejidad de una época, en la que la tradición y la modernidad unas veces se complementaban y otras se contraponían, en plena aceleración del cambio social y cultural, queda una vez más recogida en el testimonio que proporciona La montaña mágica de estas dos formas distintas de concebir el progreso. Sin embargo hay otro testimonio si cabe más impactante que da cuenta de la complejidad y las contradicciones del mundo en que vive Thomas Mann. A la visión racionalista e ilustrada y su confianza en el progreso, mediante la unión de los avances científicos y técnicos y el desarrollo de una moral basada en el humanismo, se opone un extraño e increíble personaje que aparece en el capítulo VI (“Un nuevo personaje”, pp. 532-559), más o menos a mitad de la novela. Leo Naphta interviene entonces con distintos argumentos que cuestionan y se enfrentan a las ideas de Settembrini y en general al mundo moderno. Desde el momento en que el nuevo personaje entra en escena, casi siempre en controversia con Settembrini y con la misma pretensión educativa que este último, pero en sentido completamente opuesto, la novela adquiere otro carácter.

No es que el problema del tiempo deje de estar presente en La montaña mágica, reaparece en varias ocasiones para reiterar lo dicho con anterioridad. Incluso Thomas Mann incluye, al principio de capítulo VII y último (“Un paseo a la orilla del mar”, pp. 791-801), una extensa digresión sobre el tiempo en la narración y sus semejanzas y diferencias con respecto al tiempo de la música. Sin embargo, aquello que verdaderamente rompe la monotonía de la repetición de las mismas cosas en el sanatorio de la montaña, ese círculo de las horas, de los días y de las estaciones, así como también de la conversación, de los sentimientos y de la costumbre, es el duelo dialéctico entre Naphta y Setembrini sobre múltiples asuntos. Mencionaré solo unos cuantos: el monismo panteísta de una naturaleza con espíritu, frente la dualidad de la naturaleza por una parte y del espíritu por otro; la “Edad Media clásica” de Santo Tomás y San Buenaventura, herederos del pensamiento aristotélico, o la Antigüedad y el Renacimiento, con Virgilio y Dante; el trabajo como el pilar de la sociedad moderna y el trabajo de los monjes como ejercicio puramente ascético; la política, la guerra, el Estado moderno, el individuo, la humanidad, la República Universal o el cosmopolitismo de la Iglesia católica y un largo etcétera. Hasta la incineración provoca controversia.

San Buenaventura ySanto Tomás de Aquino en una obra de Francisco de Zurbarán 1629 (la imagen es una fotografía de la pintura, que desapareció en Berlín en mayo de 1945, en el incendio de la Flakturm Friedrichshain)(Wikimedia Commons)

Naphta, en la novela, procede de la Europa del Este, “de una pequeña aldea situada en las cercanías de la frontera de la Galitzia y la Volina”. Su padre, elegido por el rabino por su destreza y devoción, “había sido shohet, matarife según el rito judío”, un oficio muy diferente del que ejercía el carnicero cristiano, porque era “un cargo de funcionario prácticamente equivalente al del sacerdocio” (p. 638). Sufrió una muerte espantosa “a manos de una turba, enloquecida por el misterioso asesinato de dos niños cristianos” (p. 640). Madre e hijo encuentran refugio en una pequeña ciudad del Voralberg. Leo Naphta, con una inteligencia excepcional, se hace amigo de un diputado socialista del Reichsrat, cuya influencia le lleva “a meterse en política y a orientar su pasión por la lógica en la dirección de la crítica de la sociedad” (p. 641). Sin embargo, la trayectoria de Naphta cambia por completo de dirección cuando conoce a un sacerdote jesuita con quien hablaba de El Capital de Marx y de Hegel. Leo, sorprendentemente, consideraba a este último un pensador católico por el siguiente motivo:

…el concepto de lo político estaba psicológicamente unido al concepto de catolicismo, ambos formaban una misma categoría que comprendía todo lo objetivo, lo activo, todo lo relacionado con la acción y la realización directa, con su repercusión en el mundo real. A esta categoría supuestamente se opondría la postura protestante, pietista, surgida de la mística. En el pensamiento jesuítico, añadió, se hacía patente la naturaleza pedagógica y política del catolicismo, ya que esta orden había considerado desde siempre que el arte de la política y la educación eran jurisdicción suya” (pp. 642-643).

Salón de un sanatorio de Davos en 1878 (imagen: Wikimedia Commons)

Por supuesto, Thomas Mann no crea el personaje de Naphta y le hace intervenir en la segunda mitad de la novela con la intención de que su portentosa y contradictoria mezcla de judío-comunista-jesuita-revolucionario-conservador sea la de alguien de carne y hueso. Naphta, muy contradictorio (democrático y aristocrático, espiritualista y mundano, conservador y revolucionario), como Hans Castorp reitera (pp. 862-863), resulta útil para resaltar las contradicciones que continuamente se manifiestan en aquella época. Son contradicciones que muestran, por ejemplo, la gran diferencia que existe entre las ideas de los racionalistas y republicanos liberales partidarios del progreso y “la ‘doctrina económica’ de la sociedad”, por un lado, y la realidad del mundo moderno, por otro. Asimismo son contradicciones dentro del mundo moderno. El progreso del ideal democrático, en una Europa dominada por el ideal pacifista y en camino de la República Universal, es para Naphta un espejismo. “La catástrofe llegará, tiene que llegar, se avecina por todos los caminos y en todas las forma”, anuncia Naphta: la política colonial de Inglaterra, la expansión de los rusos hacia Europa (pp. 550-551), el desarrollo de la idea de Estado nacional (p. 554), el hecho de que “el hombre se ahoga entre la masa, y el mercado del trabajo está tan saturado que la lucha por el pan de cada día supera a todos los horrores de todas las guerras pasadas…La guerra sería el remedio contra todo ello: sería la solución para esa mejora de la especie e incluso para combatir la crisis de natalidad” (p. 556). También cuando Naphta le dice a Hans:

Querido amigo, el conocimiento puro no existe…Siempre hay una fe, una concepción del mundo, una idea; en resumen: siempre hay una voluntad, y lo que tiene que hacer la razón es interpretarla y demostrarla (…) Es verdadero lo que es beneficioso para el hombre… El hombre es la medida de todas las cosas y su felicidad es el criterio de la verdad. Un conocimiento que careciese de referencia práctica a la idea de la felicidad del hombre estaría tan sumamente desprovisto de interés que no se le podría conceder el valor de ser verdadero y tendría que ser rechazado” (pp. 574-576).

Pacientes de un sanatorio de Davos (foto: Museo Munch, Oslo)

En cuanto a la extraña unión de catolicismo y comunismo, este es el razonamiento de Naphta:

El principio fundamental de la doctrina económica, a saber, que el precio es el resultado del equilibrio entre la oferta y la demanda, ha sido profundamente despreciado por ellos (se refiere a los padres de la Iglesia), como también han condenado el hecho de aprovecharse de la coyuntura para explotar con cinismo la miseria del prójimo. Y aún hay una forma de explotación más criminal a sus ojos, este delito que consiste en cobrar una prima por el mero transcurso del tiempo, es decir: los intereses, y abusar así, para ventaja de unos y a costa de otros, de una institución divina y universal para todos como es el tiempo” (pp. 582-583).

Los padres de la Iglesia, como santo Tomás de Aquino:

han calificado de usura todos los negocios relacionados con la especulación o los intereses del capital y han declarado que todo rico era o bien un ladrón o el heredero de un ladrón (…) Todos esos principios y esa escala de valores económicos han resucitado, después de siglos de marginación, en el moderno movimiento del comunismo. Coinciden por completo hasta en la concepción de la soberanía, que reivindica el trabajo internacional frente al imperio del comercio y la especulación internacionales: el proletariado mundial, que ahora opone la humanidad y los criterios del Estado de Dios a la degeneración burguesa y al capitalismo (…) El proletariado ha hecho suya la doctrina de san Gregorio Magno, en él se ha renovado su fervor religioso y, como también dijera el santo, no podrá apartar sus manos de la sangre. Su misión es instituir el terror en aras del bien del mundo y de alcanzar la salvación última: la vida en Dios sin Estado ni clases sociales” (pp. 583-584).

Sanatorio judío Etania, en Davos (foto: alemannia-judaica.de)

A lo largo del intercambio de ideas entre Naphta y Settembrini, del conflicto dialéctico que se manifiesta en la segunda mitad de la novela, salen también otras muchas cosas a relucir que igualmente resultan significativas, bien de la confusión y la incertidumbre en el terreno de las ideas, o la persistencia de prejuicios viejos o nuevos. El estereotipo del judío, que reproduce el primo de Hans al conocer a Naphta y Hans contrarresta haciéndole ver cuán extendida está la nariz grande entre los caldeos, que eran endiabladamente sabios (p. 557), no desaparece y se mantiene de otro modo en la forma de pensar del propio Hans o en la de Settembrini. Para ambos, la transmisión biológica de la herencia trae diferencias raciales que a su vez producen culturas separadas unas de otras, puestas en un cierto orden jerárquico. Al final de la novela, el antisemitismo se convierte en todo un fenómeno social en el momento de la preparación de la tormenta. Otro prejuicio, el de la inferioridad de todo aquello que viene de Oriente para los hijos del “divino Occidente”, lo hemos visto en el apartado anterior al referir cómo Settembrini ponía en guardia a Hans Castorp del “aire saturado de tipos de la Mongolia moscovita” que se respiraba en el sanatorio. Un rasgo de época asimismo muy significativo es la inclinación al ocultismo de Hans, quien debido a ello se siente atraído por la figura de Naphta. Los pacientes del sanatorio organizan una sesión de espiritismo en el último capítulo de La montaña mágica, después de que Thomas Mann quiera hacernos creer que el descubrimiento del mundo del subconsciente por la ciencia médica lleva a lo “oculto” “y constituye una de las fuentes de las que surgen aquellos fenómenos que denominamos con ese mismo calificativo” (p. 960). Por último, resulta de mucho interés desde el punto de vista histórico, dada la importancia que tendrá más tarde, en el periodo de entreguerras, la idea de fuerzas políticas internacionales ocultas que intervienen en el curso de la historia. Naphta pertenece al ejército obediente y disciplinado que conforma la extraña alianza de la orden de los jesuitas, creada por el español San Ignacio de Loyola, con el socialismo revolucionario y el comunismo de los seguidores de Marx, que en octubre de 1917 había triunfado en Rusia y amenazaba Europa. El mismo Naphta se encarga de poner al descubierto que su antagonista, Settembrini, pertenece a la francmasonería, en otro tiempo una organización revolucionaria secreta y con unos rituales en desacuerdo con el racionalismo ilustrado del italiano, pero que desde hacía años había perdido su antiguo carácter y se había modernizado. “Ahora en las logias vuelve a hablarse de la naturaleza, de la verdad, de la mesura y de la patria. Supongo que incluso se habla de negocios. En una palabra: es el espíritu mezquino burgués en forma de hermandad” y también de filantropía (p. 749).

Settembrini (Flavio Bucci) y Naphta (Charles Aznavour) en la adaptación cinematográfica de La montaña mágica realizada por Hans W. Geißendörfer en 1982

El conflicto intelectual entre el representante del modernismo y su antagonista al final de la novela acaba convirtiéndose en un duelo con pistolas. El resultado tiene un indudable valor simbólico. Settembrini dispara al aire, Naphta le llama cobarde y le insta a que lo vuelva a hacer. “No pienso hacerlo. Ahora le corresponde a usted”, le responde el italiano. Naphta levanta la pistola y se pega un tiro en la cabeza. A continuación estalla la tempestad. Hans visita a Settembrini, para quien el penoso final de Naphta, “aquel acto de terrorismo de su desesperado adversario”, se convierte en un duro golpe. Settembrini interrumpe su colaboración en la Patología Sociológica (obsérvese el cambio de nombre de la obra), el diccionario que debía tratar el tema del sufrimiento humano a través de las obras de la literatura universal, y se ve obligado a limitar su labor para la organización del progreso en el mundo a la propaganda oral, una oportunidad que le ofrecen las visitas de Hans Castorp. Su discurso ahora, nos dice la voz del narrador, alberga ciertas contradicciones internas.

En el duelo con Naphta, el extremista, se había comportado como un hombre; en el terreno de los grandes ideales, sin embargo, allí donde la humanidad se funde con sumo entusiasmo con la política para alcanzar la victoria y el imperio de la civilización, donde la pica del burgués se consagraba en el altar de la humanidad, no quedaba tan claro que él –o que el hombre en un sentido más impersonal y general- considerase  correcto abstenerse de derramar la sangre que fuera necesaria; es más: su circunstancia personal contribuía a que, en la postura de Settembrini, primase cada vez más el coraje del águila sobre la dulzura de la paloma” (p. 1039).

Tailing-Party (foto: Dokumentation bibliothek Davos)

Al italiano le inquieta la colaboración de su país con Austria para intervenir en Albania y el gran empréstito ruso emitido por Francia para la construcción de una red ferroviaria en Polonia. “Fue entonces cuando tuvo lugar el asesinato del archiduque” y el desgraciado acontecimiento se convirtió en el “anuncio de la gran tempestad” (pp. 1039-1040).

Hans Castorp se vio arrastrado en el torbellino de partidas precipitadas para las que la tempestad había dado la señal. La ‘patria’ hervía como un hormiguero, presa del pánico. El pequeño mundo de allí arriba se lanzaba en picado desde sus cinco mil pies de altura para llegar cuanto antes abajo, al país de sus desvelos… y Hans Castorp se lanzó también”. Settembrini se despidió de él en la estación tuteándolo, rechazando así la forma de tratamiento que se impone en el Occidente civilizado, y le pidió que combatiera valientemente en la tierra a la que pertenecía. Después aparece Hans en el frente, en un regimiento de voluntarios, de gente joven, que sufre “una cortina de proyectiles, de metralla y de granadas de gran calibre”, avanzando y retrocediendo, tirado con la cara en el barro, empapado hasta los huesos. Corre y canta, pisa la mano de un camarada caído, se lanza a tierra porque le acecha “un perro infernal, un inmenso obús, un repugnante chorro de fuego salido del abismo”. “El producto de una ciencia enloquecida, cargado del peor de los horrores”, estalla cerca de él y arranca la vida de dos amigos a su lado. “Y así, en el fuego de la batalla, bajo la lluvia del crepúsculo, le perdemos la vista”, nos dice el narrador. “¡Adiós, Hans Castorp, ingenuo niño mimado por la vida! Tu historia ha terminado. Hemos terminado de contarla. No ha sido breve ni larga; ha sido una historia hermética. La hemos contado por ella misma, porque es digna de ser contada, no por ti, que eras un muchacho sencillo”, aunque lo cierto es que el narrador ha acabado por tenerle simpatía, como él mismo confiesa, y deja abierta la pregunta de qué le va a pasar en esta guerra. “¿Será posible que de esta bacanal de la muerte… surja alguna vez el amor?” (pp. 1046-1048).

Infantería alemana en marcha, 7 de agosto de 1914 (foto: Underwood&UNderwood / Wikimedia Commons)

Dejemos la pregunta y el deseo que expresa Thomas Mann y pone fin a su novela, para volver por última vez a la experiencia del tiempo y al testimonio de época que proporciona La montaña mágica y concluir. Se trata de una experiencia y de un testimonio que no se limita a representar el tiempo, y en consecuencia una época, como si fuera un continuo y asimismo un cambio perpetuo. Esta es la manera de pensar el tiempo de los historiadores, tal como Marc Bloch expuso en 1942 y añadió lo siguiente. “De la antítesis de estos dos atributos provienen los grandes problemas de la investigación histórica[14]. A Thomas Mann le preocupa otra cosa. Tampoco en La montaña mágica aquello que más sobresale es la discordancia de tiempos de que da cuenta la novela y se manifiesta en la llamada “crisis fin de siglo”, durante la Gran Guerra y en el periodo de entreguerras. El cambio es rápido e intenso en ciertos fenómenos, como la introducción de las nuevas tecnologías, el desarrollo económico durante la segunda industrialización, las transformaciones de la sociedad de masas y la primera globalización, pero resulta lento en las mentalidades y en los sistemas de valores[15]. El problema principal de esta novela tampoco es, me parece, la doble naturaleza del tiempo, objetivo y subjetivo, según se conciba como medida o como tiempo sentido en el interior de la conciencia, aun cuando esa diferencia una y otra vez sale a relucir. En el fondo de La montaña mágica hay algo más importante, no en vano esa montaña mágica simboliza el lugar más alto al que puede subir el pensamiento antes de acercarse la muerte, rodeado como está por la enfermedad. Allí Hans Castorp se encuentra retenido, deja de ser una persona “sana” y ajena por completo, en el día a día de su trabajo y de su profesión, a los problemas que solo aparecerán tras sentir el hechizo de la altura. Los enfermos del sanatorio ni mucho menos son todos como Hans Castorp, pero en la montaña mágica, a enorme distancia del mundo moderno de allá abajo, el alter ego de Thoman Mann empieza a pensar en las cuestiones verdaderamente importantes, en compañía de Settembrini y más tarde también de Naphta. Son cuestiones eternas y, en consecuencia, que no tienen tiempo; se trata de los grandes problemas de siempre, deja entrever nuestro autor.

En La montaña mágica la dualidad entre el mundo de abajo y el del pensamiento allá arriba se mantiene a lo largo de toda la novela y se convierte en una contradicción irresoluble. Su protagonista y el narrador no saben cómo hacer frente al dilema. Mantienen una ambigüedad que impide asegurar si verdaderamente están a favor de abandonar por completo el mundo de allá abajo o de volver y comprometerse con él. Por esa razón me parece muy significativo el siguiente fragmento, que aparece a mitad de la novela, en el que el narrador relata cómo Hans recuerda un paseo en barca a la caída de la tarde, en un lago de Holstein, poco antes de llegar al sanatorio (capítulo IV, “Angustia en aumento. Los dos abuelos y un paseo en barca a la caída de la tarde”):

Durante diez minutos, mientras Hans Castorp remaba sobre el agua tranquila, había reinado una placidez de ensueño, casi onírica. Al oeste aún resplandecía el pleno día, una luz brillante y límpida; pero cuando volvía la cabeza veía una noche de luna llena, mágica e impregnada de húmedas tinieblas. Aquella extraña dualidad sólo había durado un cuarto de hora, antes de que triunfaran la noche y la luna, en tanto, para feliz sorpresa de Hans Castorp, sus ojos deslumbrados y engañados pasaban de una a otra luz y de un paisaje a otro, del día a la noche y de la noche al día. De eso se acordaba ahora” (p. 223)

Lago Ratzeburger See (Schleswig-Holstein), postal de la década de los 30

La “extraña dualidad de los atardeceres” trae una imagen de duplicidad y ambigüedad que, según pienso, da cuenta de las tres experiencias más profundas que articulan la novela y permanecen a lo largo de sus más de mil páginas. La primera de esas experiencias es la de un viaje que va del mundo real de allá abajo al del pensamiento en lo alto de la montaña y regresa al punto de partida. Varias veces nos ha salido  y he vuelto a referirme a ello hace un momento. La segunda experiencia es muy personal e íntima, la de alguien que en 1924 se acerca a los cincuenta años y, en un momento de su vida se ve entre el día y la noche, en los últimos resplandores del sol de la primavera, cuando en un pasaje nevado se anuncia el oscuro y frío invierno de una previsible enfermedad. Resulta la experiencia del atardecer de Thomas Mann. Para alguien de aquella época, que va a cumplir los cincuenta años, es el anuncio del invierno en tanto etapa final de su propia vida. La tercera dualidad, extraña e irresoluble, no es de tipo cognitivo, ni tampoco de índole personal, es la de la obra de arte en el mundo moderno. El tiempo real, constantemente acelerado y medido cada vez con mayor precisión, va por un lado y por otro estaría la supuesta eternidad sin tiempo del amor y de la muerte, del arte y de las verdades últimas que a la ciencia se le escapan. En ese sentido Thomas Mann parece hacerse eco de lo escrito por Baudelaire en su ensayo El pintor de la vida moderna (1863): “la modernidad es lo efímero, lo veloz, lo contingente; es una de las dos mitades del arte, mientras que la otra es lo eterno y lo inmutable[16]. La montaña mágica contemplaría y asumiría, en la primera modernidad, esa extraña dualidad de la obra de arte y en particular de la creación literaria, que se interesa por la aceleración social del tiempo y por lo contingente y efímero en el mundo real, sin abandonar por ello la búsqueda de unas verdades eternas e inmutables que continuamente se le escapan.

     


                                          

*Pedro Ruiz Torres es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia. Se ha ocupado recientemente del estudio de las memorias culturales, los modos de concebir la historia y los usos públicos del conocimiento del pasado en el siglo XX. Este texto recoge su intervención en la Biblioteca Regional de Murcia el 5 de marzo de 2019, el día de la inauguración del seminario temático “La memoria de los grandes libros” que estuvo organizado y coordinado por Javier Alcoriza. Contacto:  pedro.ruiz@uv.es

         

[1] Ian KERSCHAW, Descenso a los infiernos. Europa 1914-1949, Barcelona, Crítica, 2016, p. 23.

[2] Thomas MANN, Introducción a La montaña mágica. Conferencia dictada a los estudiantes de la Universidad de Pricenton (USA) el 10 de mayo de 1939; la traducción al castellano puede verse en el enlace siguiente sitio en internet: https://web.archive.org/web/20071014015142/http://www.revistaoxigen.com/Menus/Recursos/7montana_magica.htm

[3] Hermann KURZKE, Thomas Mann. La vida como obra de arte. Una biografía, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2003, p. 347.

[4] Exactamente 1.050 páginas en esta edición en castellano: Thomas MANN, La montaña mágica, nueva traducción de Isabel García Adánez, Barcelona-Buenos Aires, Edhasa, 2009, decimocuarta reimpresión, noviembre, 2018. Las páginas que cito proceden de aquí y van entre paréntesis en el cuerpo del texto. 

[5] Paul RICOEUR, Tiempo y narración II. Configuración del tiempo en el relato de ficción, Madrid, Ediciones Cristiandad, 1987, pp. 201-231.

[6] Los cálculos son míos, según la edición en castellano antes citada.

[7] Stephen KERN, Il tempo e lo sapzo. La percezione del mondo tra otto e novecento, Bologna, Il Mulino, 1995, pp. 18-23.

[8] Philipp BLOM, Años de vértigo. Cutlura y cambio en Occidente, 1900-1914, Barcelona, Anagrama, 2010.

[9] En castellano se editó, de manera bastante defectuosa, en formato de bolsillo, Heinrich MANN, El súbdito, Barcelona, Bruguera, 1983, y hoy en día es un libro que sólo se encuentra en librerías especializadas en libros antiguos o descatalogados.

[10] Publicado en Pasajes de pensamiento contemporáneo, nº 43, invierno 2013-2014, pp. 88-100.

[11] Marianne KRÜLL, La familia Mann, Barcelona, EDHASA, 1992, pp. 215-219.

[12] Thomas MANN, Consideraciones de un apolítico (1918), Madrid, Capitán Swing, 2011.

[13] Adam HOCHSCHILD, Para acabar con todas la guerras. Una historia de lealtad y rebelión (1914-1918), Barcelona, Ediciones Península, 2012.

[14] Marc Bloch, Apología para la historia o el oficio de historiador, edición crítica preparada por Étienne Bloch, México, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 141.

[15] Christophe Charle, Discordance des temps. Une brève histoire de la modernité, Paris, Armanda Colin, 2012.

[16] David HARVEY, La condición de la posmodernidad. Investigaciones sobre los orígenes del cambio cultural, Buenos Aires, Amorrortu editores, p. 25.

 

Fuente: Artículo publicado originalmente en la revista Pasajes de pensamiento contemporáneo, nº 58, 2019, pp. 114-135, que se reproduce con ligeras modificaciones.

Portada: Sanatorio Valbella en Davos, postal de 1915 (foto: Dokumentationsbibliothek Davos)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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