Jesús Izquierdo Martín
Universidad Autónoma de Madrid. Codirector del programa de radio Contratiempo.
Historia y Memoria (Radio Círculo de Bellas Artes)

 

Sin previo aviso, un sobresalto infeccioso y letal llegó, al parecer, para quedarse entre nosotros: el Covid-19. Y con él se quebró algo en nuestra cultura del tiempo, mientras incendiaba alguna reflexión en torno a los usos del pasado, mientras nos hacía interrogarnos sobre si se puede vivir en el presente o hacia el futuro sin que el pretérito ocupe el lugar privilegiado que tuvo hasta ahora. Es como si nuestras viejas modalidades de estar en el mundo no nos hubieran enseñado casi nada, como si las antiguas experiencias no nos hubieran capacitado para anticipar la irrupción de situaciones aterradoras. Y estas no son más que el resumen del sombrío siglo XX. Al parecer, tampoco nos han aleccionado sobre cómo enfrentarnos a sus cadáveres y espectros.

El pasado fue crucial en la construcción de la modernidad: sin el espejo del ayer –sin aquel tiempo donde aparentemente imperaba el mal gusto, la creencia religiosa, la inmoralidad de reyes y el desconocimiento de sus súbditos- el concepto “modernidad” ni su práctica cultural hubieran encontrado acomodo. Es más, sin el pasado, no se hubiera logrado enaltecer la cruzada hacia el progreso, a ese nuevo fin de la historia creado con el objetivo de dar sentido a nuestra comunidad moderna una vez liquidada -o desplazada- la idea de juicio final. Cierto, cabe preguntarse: ¿qué progreso? Es esa otra historia llena de ambigüedades, como demuestra el presente que nos ha tocado vivir, angustiados por progresar –desear y tener- mientras se nos pasan los años. Y es que nos acompaña la maldita pandemia, pero también el capitalismo tardío, la pobreza en expansión, la sinvergonzonería de los ricos y el insulto despiadado contra los desposeídos. Eso también es el progreso.

René Magritte, La reproduction interdite (1937), Museo Boijmans Van Beuningen, Rotterdam

Los acontecimientos de este inaudito presente, como los del ya viejo pasado del siglo XX, pese a los “cálculos de probabilidad” más sofisticados, parecen huir del control de las predicciones basadas en el estudio de regularidades. Es como si las supuestas leyes de la historia hubieran reventando rompiendo su estructura interna, como si la actividad humana nos hubiera contestado a gritos su disposición a crearse desde lo nuevo. Analizar la acción política de los humanos en función de estructuras o en función de leyes de la historia ha sido una de las mayores obsesiones de la modernidad y sus métodos científicos. Alojábamos a un sujeto en determinados entramados y ya podíamos predecir su comportamiento. El pasado era, para esa cultura ya secularizada (¡Menuda secularización!), un cauce donde enmarcar la conducta humana y explicar retroactivamente un sentido que generalmente lo fija la buena poética del historiador profesional. Racionalidad retroactiva, lo llamaría yo: dar una explicación presente a la irracionalidad pasada. Bastaba la continuidad o discontinuidad de determinadas estructuras para explicar la persistencia o el cambio de conductas. Y listo. Advertencias en contra de esta lógica predictiva las había y muchas. Basta, por ejemplo, citar a la filósofa Hannah Arendt: “Solo el condicionamiento total, es decir, la abolición total de la acción, puede traer la esperanza de acabar con lo impredecible” (1953). Y esto lleva aparejada una crítica que deberían pensarse algunos: los sucesos del ayer, por su innovación, por su imprevisión, no apremian a la confianza para entender el presente o para predecir el futuro. Así de trágico, pero también así de liberador.

Entonces, ¿para qué demonios nos sirve el pasado? ¿Para qué considerar ese tiempo que aparece en cuanto, instantáneamente, el presente deja de ser presente si hay poca enseñanza que extraer? La pandemia ha llegado sin previo aviso, sin que pudiéramos adelantarnos a ella, aunque teníamos precedentes. Cierto, los precedentes venían del exterior de las fronteras ensimismadas de lo que denominamos occidente. Eran anticipos de nuestra otredad negativa, de los que viven en la geografía imaginaria de la pobreza, la explotación, las dictaduras,… Todo lo que supuestamente no somos.

René Magritte, Le château des Pyrénées (1959), Museo de Israel, Jerusalén

La historia parece haber dejado de ser “maestra de vida”, esto es, un elenco de hechos y personajes del pasado que podríamos emplear para actuar en el presente, algo que sería factible si el ser humano no fuera una criatura cuya identidad es tan inestable como el agua que se escapa ente los dedos. Si somos sujetos cambiantes, entonces los ejemplos de vida de antaño son de poca utilidad salvo para los ingenuos. Pero el rastreo de regularidades en el pasado con el fin de desvelar supuestas leyes objetivas o con el fin de crear estabilidad en la acción humana parece una alternativa poco fiable. Lo más paradójico de la afirmación anterior es que, si hubiera ley, diría algo así como que no hay más que creencias culturales, las que nos convencen del mito de la previsión. Mientras, nuestra trayectoria por el mundo ha sido un constante trasiego por experiencias contingentes y expectativas arbitrarias que no dan demasiado pábulo a una ciencia que sigue mirándose en el espejo de enunciados hechos por ingenuos observadores supuestamente desubicados.

Y esto quiere decir que, como sostenía el filósofo Walter Benjamin, la historia está abierta a múltiples arborescencias, que más que futuros inevitables hay posibilidades de futuro, tanto de nuevas catástrofes, como de situaciones potencialmente emancipadoras. La historia, por tanto, no se repite ni está determinada por reglas que establezcan actitudes permanentes. Y es que el pasado no está jalonado de identidades proyectivas, esto es, de sujetos potencialmente iguales a nosotros, pero sometidos a instituciones y organizaciones todavía ineficientes, no progresivas. En esta concepción se ha enraizado la narrativa de la liberación del ser humano, la epopeya que relata la quiebra de las ataduras ineficientes y el encauzamiento por la senda del progreso. Es la religión de la modernidad. Más bien el pretérito parece un lugar de identidades constitutivas, de subjetividades distintas de las nuestras que nos advierten del devenir, de la inconsistencia, de la finitud de lo que somos y de la infinitud de lo que podríamos ser. Tenemos menos anclajes de lo que pensamos y, en cierta manera, como animales societarios, es lo que nos aterroriza.

Hay siempre posibilidades que, en principio, no están predestinadas a la ruina. Nuestra guerra –la que llamamos civil, aunque su nombre sea herencia también del franquismo- no tenía que acabar ineluctablemente en el fin de la Segunda República o en el ascenso al poder del dictador Franco. Como tampoco era inevitable la llegada de Covid-19, sus muertos, sufrientes, y también del movimiento negacionista que acompaña al virus. Como sostiene el filósofo Michael Löwy, la “incertidumbre, lejos de inducir a la pasividad o a la resignación, es una poderosa motivación para una mayor actividad”, dado que “el futuro será lo que hagamos de él” dentro de la demarcación de las “condiciones objetivas”.

René Magritte, La clef des champs (1936), museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

Por consiguiente, eliminemos algo de lastre del pasado no solo porque su ascendencia tiene mucho con ver con el mito de la recurrencia, la que le damos nosotros y muchos historiadores. También porque su peso tiene un componente cultural en el que nos vemos atrapados, haciendo que las nuevas experiencias aparezcan solo como sobresaltos momentáneos y cuchicheando al oído crédulo que volveremos a la normalidad, por mucho que la califiquemos con ese recurrido adjetivo de “nueva”. La pandemia ya está indicando que nunca volveremos al sendero de donde salimos pues caminamos por veredas desconocidas, por derroteros conducentes al encuentro con otros nosotros o con los otros que están aquí y no vemos.  El pasado ya no es entonces el referente de la nostalgia, sino el recordatorio de que hay demasiadas tareas que emprender. Por consiguiente, todavía podemos dar algún uso al pretérito. Por nosotros, por quienes podríamos ser.

Portada: Les muscles celestes, por René Magritte 

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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