Jesús Izquierdo Martín
Universidad Autónoma de Madrid. Codirector del programa de radio Contratiempo.
Historia y Memoria (Radio Círculo de Bellas Artes)

 

La realidad actual, de retoñada pandemia y desesperanza, incita a repensar temas tan cruciales como el tiempo y su vivencia, la temporalidad. Fue el historiador alemán Reinhart Koselleck (1923-2006) quien acuñó dos categorías analíticas para abordar el tiempo histórico, esto es, la aparición de una temporalidad en la que los hombres eran culturalmente conscientes de la mutación y el carácter irrepetible de los acontecimientos. Las dos categorías son: espacio de experiencia y horizonte de expectativa. Lo que venía a sostener el alemán es que las expectativas sobre el futuro se mantienen constantes mientras se repitan las experiencias pasadas. Si experimento que mis representantes políticos dedican sus esfuerzos presentes a proteger la salud pública, entonces mi expectativa será que la sanidad está garantizada, en principio, para el conjunto de los ciudadanos. Ni más ni menos. Ahora bien, ante experiencias nuevas, expectativas cambiantes. Y en este contexto de cambio nos encontramos.

La sensibilidad de Koselleck le hacía renegar de cualquier naturalización de las categorías. Para él se trataban de herramientas temporal y espacialmente germinadas con el objetivo de dar sentido a la explicación del cambio histórico. El alemán también incidió en la idea de que las experiencias constantes adquirían esa calidad porque los actores las vivían culturalmente de esa manera: antes de la aparición de la modernidad (en los albores del siglo XVI), el mundo cristiano se hospedó en la comprensión de que no existía una serie irreversible de acontecimientos únicos (esto es, históricos); todo lo que había era una serie reversible de eventos idénticos. El patrón cultural entendía el tiempo como tiempo de la Iglesia, según un modelo meta-histórico. Las experiencias contrarias a la gran expectativa, el Juicio Final, eran mundanas y escasas. Se suspendía así el devenir y, conforme a esta configuración, los hombres actuaban con la esperanza de un salvífico Apocalipsis.

Faro de La Jument, isla de Ouessant (Francia)(foto: Jean Guichard, 1989)

Por el contrario, la modernidad emergió de una ruptura de la ligazón entre el pasado y el futuro debido a la aparición de experiencias irrepetibles y sorpresivas para quienes hasta entonces creyeron que el mundo estaba contenido en la palabra divina de los textos bíblicos. La reforma protestante, la revolución francesa, el descubrimiento de América o la revolución científica asomaron como eventos antes no experimentados, sin acomodo plausible en los escritos sagrados. El futuro se transformó en un tiempo distinto al pasado, cargado de incertidumbre. Y nos obligó a buscar nuevos sentidos para las vidas personales y colectivas, bajo la sombra de una temporalidad inmanente y de una historia que ahora se desarrollaba a través del tiempo.

Así parece que operamos en esta modernidad líquida de la que hablaba el sociólogo polaco Zymunt Bauman. Una modernidad donde el cambio –de todo lo imaginable- es la sangre que corre por nuestras venas. Buscamos, sin embargo, certezas. Nos empeñamos en reconocer a expertos que den seguridad a nuestros futuros o nos enfrascamos en depositar nuestra confianza en políticos profesionales que hagan efectivos los criterios y enunciados de aquellos expertos. Y es que, de alguna forma, nos urge la necesidad de algo parecido a una escatología, de una suerte de teología que prediga el destino de la comunidad humana. Seguimos siendo, pese a todo, algo pre-modernos.

No convivimos bien con la incertidumbre, con la contingencia. Y en estos días de zozobra, lo estamos notando. Pocos habían previsto la llegada de lo que hemos convenido en denominar, casi como si tuviera una existencia objetiva, la “segunda oleada” del Covid-19. Tras el arribo de la (supuesta) nueva normalidad, nos tumbamos a mirarnos el ombligo acompañados de nuestros representantes políticos y de una gran parte de nuestros expertos, sin considerar la terrible experiencia sufrida por los exhaustos sanitarios. Se podría afirmar que no compartimos su experiencia insólita porque –entre otras cosas- nadie nos ha regalado con campañas públicas que ilustren aquel horror. La mayoría no hemos estado ante el rostro lúgubre de la enfermedad y la muerte. Al parecer, la parca solo se nos aparece cuando agarramos un paquete de cigarrillos “decorado” con impresiones de cuerpos devastados por la nicotina o por las innumerables sustancias cancerígenas que cada pitillo incorpora.

Pintura a tinta de Gao Xingjian (foto: ecoosfera.com)

Aquella experiencia de tragedia fue socialmente edulcorada y de inmediato rehicimos nuestra normalidad a secas –nada hubo de nuevo a partir de junio-. A muchos de nosotros no nos tocó “el gordo” del virus. Nos volcamos en vivir la existencia reedificando el vínculo entre experiencias y expectativas, como si el Covid-19 no hubiera acontecido, como si el futuro volviera a ser prometedor. Y, de repente, ha aparecido una nueva experiencia del espanto, un giro de tuerca para la turbación, la evocación de nuestra propia finitud, el detonador del extrañamiento, el impulso para sacar los pies del tiesto. Los datos de contagio, de defunción, de demanda de camas UCI para enfermos del coronavirus han certificado la persistencia –inesperada para muchos- del Covid-19. Pero en esta ocasión generan descompostura. Ahora nuestras expectativas se quiebran porque además hemos experimentando el deterioro de nuestras instituciones. La lucha por las migas políticas se ha convertido en el centro de la acción de nuestros representantes –no de todos, también es verdad-. Las decisiones en favor de la vida de los demás han pasado a un segundo plano en el combate por el poder. Son pocos los que ahora confían en que las autoridades vayan a sacarnos del atolladero en el que estamos metidos, en parte por nuestra propia irresponsabilidad como hedonistas faltos de proyección pública.

Ahora bien, no son todos los afectados. Miro por la ventana de mi habitación y observo, ondulando por el viento de estos días, dos banderas con crespón negro, de esas que animaron las caceroladas del largo confinamiento. Son los restos de aquel desenfreno desatado por la derecha para derribar –como fuera- el gobierno de coalición cuya inoperancia, según los promotores del ruido a golpe seco, nos había conducido a tanta muerte y desolación. Pero aquellos restos ahora representan algo más: son huellas de una vieja certidumbre. Es el símbolo, envejecido pero actual, de una derecha que, pese a la experiencia novedosa de este nuevo rebrote del virus, no ha abandonado sus expectativas de abatir un gobierno al que no reconoce legitimidad alguna.  Para esta derecha de abollada cazuela y cuchara de palo, las experiencias y las expectativas siguen unidas, como si habitaran aquel mundo pre-moderno donde pasado y futuro se adosan con el pegamento de la historia sagrada. Para eso son católicos, apostólicos y (Dios no lo quiera) romanos.

James Ensor, Entrada de Cristo en Bruselas en 1889, J. Paul Gettty Museum (foto: Wikimedia Commons)

Por el contrario, hay una patente ruptura de significados en aquellos aplausos que muchos ciudadanos dedicamos a nuestros sanitarios hasta el último día de confinamiento. No aplaudimos, me parece a mí, porque en esta segunda oleada nuestras expectativas también se han visto afectadas en este mar de incertidumbre donde incluso los sanitarios han pasado a un segundo plano, como si su ardua labor ya no fuera suficiente para salvarnos. La nueva oleada está siendo socialmente más devastadora para nuestra confianza en el futuro, como si se tratara de un sunami que hubiera arrastrado las expectativas que albergábamos. El escepticismo se incrementa si bien no en su forma creativa, en su lógica de apertura a preguntas que planteen maneras sugestivas de estar en el mundo, aunque sus propuestas sean precarias. El escepticismo que enraíza hoy en día es uno para el cual no caben propuestas utópicas; todo lo contrario. Abona una suerte de distopía que no termina de pasar, que arraiga la sensación de que ni siquiera la ansiada vacuna tiene ya sentido. Creímos ser los dueños de la verdad; eso nos mostró la modernidad con su confianza en el progreso, el método y el cientificismo. Pero ya no hay manera de reedificar los viejos centros de enunciación.

Nos hemos vuelto algo más modernos pues, si seguimos el planteamiento de Koselleck, las experiencias y las expectativas se han disociado un poco más. No obstante, también hemos cruzado el umbral de la propia modernidad dando pasos hacia una humanidad que no oculta su imperfección, su dependencia de lo finito. Ahora nos vemos sobresaltados por la congoja de que nuestros pies no pisan sobre suelo firme. Pero nos queda un pequeño consuelo: susurrarnos, por ahora en voz muy baja y en un tono pre-invernal, el imperativo carpe diem.

Portada: René Magritte, Le modèle rouge, versión I (1935), París, Centre Pompidou (foto: arts-in-the-city.com)

Ilustraciones: Conversación sobre historia

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