Las últimas semanas no han  hecho más que confirmar la extrema fragilidad de los países de América Lartina que algunos autores califican de “renta media” (R. Grynspan). La situación es doblemente complicada. La contracción económica esperada es de magnitudes similares a la del mundo desarrollado, pero no hay la misma capacidad de financiar una respuesta a la altura de las circunstancias por la extrema desigualdad o la extensión de la economía informal. Son necesarios más recursos de las organizaciones internacionales. Llama la atención que el programa de ayuda internacional contra la covid-19 de la Unión Europea  haya  destinado menos del 6 %  a Amérca Latina. Y sobre todo es necesario aprovechar la coordinación y cooperación de las comunidades indígenas según analizó el antropólogo Alberto Chirif en el artículo relacionado que se incorpora al final.    Según  expone Gabriela Téllez, permitir que el contagio no se controle en los países más empobrecidos no sólo no beneficia a nadie, sino que impedirá contener esta enfermedad en todas partes. Conversación sobre la Historia


 

 

Gabriela Téllez Arriaga
Economista por la Universidad Michoacana San Nicolás de Hidalgo,
profesora de la Facultad de Economía de la UNAM.

Durante casi 200 años ha quedado claro que el libre mercado crea una desigualdad y destrucción sustanciales, incluso en los mejores tiempos. Pero cuando se trata de una crisis, la dependencia del mercado puede causar una devastación inimaginable.

Hoy, en medio de una crisis de coronavirus, los países más ricos del mundo reclaman poderes de guerra para dirigir la actividad económica al interior de ellos y así controlar los mercados. Tendrán que hacerlo si quieren tener alguna esperanza de contener el coronavirus, salvar millones de vidas y evitar el colapso económico completo. Pero, lamentablemente, estos poderes no están disponibles en gran medida para los países en desarrollo, a los que se les ha dicho durante cuatro décadas que no necesitan ningún control sobre sus economías y que no pueden permitirse el lujo de construir estados de bienestar. No se preocupen —decían—, el mercado les entregará lo que necesitan.

Ilustración: Víctor Solís

 

Incluso en Occidente, los años de austeridad combinados con la ideología del libre mercado han debilitado la capacidad para lidiar con el coronavirus. Estados Unidos está pagando la factura de su amor a la idea de que un sistema de salud impulsado por el mercado, controlado por las grandes empresas, es el más eficiente del mundo. En el país más rico, por poner un ejemplo, un adolescente que sufría COVID-19 murió después de ser rechazado de una clínica porque no tenía seguro.

Pero, para muchos países del mundo, despojar al sector público, esa parte de la economía que proporciona seguridad a la población, no fue una opción. Se impuso desde afuera. A raíz de la «crisis de la deuda del tercer mundo» en la década de 1980, una crisis alimentada por préstamos externos, el FMI y el Banco Mundial obligaron a instrumentar políticas de «ajuste estructural» en docenas de países de Europa del Este, África, Asia y América Latina. Efectivamente rescataron a los bancos, exigiendo que llevaran a cabo una austeridad severa, privatizaciones radicales y renunciaran a cualquier intento de administrar sus economías en interés de los suyos.

Estas políticas crearon una crisis permanente en muchos países, que no pudieron construir, por ejemplo, el tipo de sistemas de salud públicos y universales que se encuentran en las economías desarrolladas. Basta con mirar la cantidad de médicos que emplean diferentes países, claramente algo clave para enfrentar la crisis del coronavirus. El Reino Unido tiene 2.8 médicos por cada 1000 personas. Eso es realmente bajo para un país desarrollado. Alemania tiene 4.2 y Dinamarca tiene 4. Incluso los países en desarrollo relativamente ricos tienen una pequeña fracción de ese número: 0.9 médicos por cada 1000 personas en Sudáfrica, 0.78 en India.

Sin embargo, eso es incluso bastante bueno en comparación con los países realmente empobrecidos. Tomemos como ejemplo a Mozambique, que el FMI le dijo específicamente a mediados de la década de 1990 que redujera los empleados del sector público en un 28 % y que limitara sus salarios. Los trabajadores de salud comunitarios fueron reducidos y hoy Mozambique tiene sólo 0.7 médicos por cada 1000 personas.

Fuente: Banco Mundial, OECD, 2020

 

La Organización Mundial de la Salud reconoce que al menos la mitad de la población mundial carece de atención médica esencial incluso en tiempos normales. Oxfam señala que cada día casi 4000 personas mueren de tuberculosis, 1 500 son asesinadas por la malaria. Ésta es una crisis permanente: cuando el gobierno de Burkina Faso tiene tres ventiladores de respiración por cada millón de personas, ¿cómo se supone que debe lidiar con la pandemia actual?

La severidad de las políticas de ajuste estructural en la década de los años ochenta creó desbalance en infraestructura médica en general y aumentó la brecha en los servicios de salud que existe entre los países desarrollados, en desarrollo y en aquellos para los que el desarrollo es poco menos que una mera ilusión.

Cifras recientes de la Eurodad muestran que 46 países de bajos ingresos gastan más en servicio de la deuda que en atención médica, con un promedio de 7.8 % del PIB en servicio de la deuda pública y 1.8 % del PIB gastado en salud pública. A estos países se les dijo que no invirtieran en servicios de salud público, pues el mercado se los proporcionaría. La realidad dice otra cosa.

Fuente: Banco Mundial, OECD, 2020

 

En los últimos 15 años ha habido un impulso, con el Reino Unido desempeñando un papel de liderazgo, para utilizar los fondos de desarrollo para alentar al sector privado a invertir en los países más pobres. En lugar de apoyar directamente a los países para construir servicios públicos, o ayudarlos a recaudar impuestos de las corporaciones multinacionales que ya trabajan allí, la idea es utilizar el dinero público para hacer que el entorno sea «más propicio» para que el capital internacional invierta. En este caso las asociaciones público-privadas han proliferado, haciendo lo que hacen mejor, convirtiendo la necesidad pública en flujos de ingresos a largo plazo para sus promotores.

La pandemia de coronavirus ya no es simplemente un problema de salud y causará devastación en la economía global. La ideología del libre mercado debilitó gravemente al sector público, pero también ha dejado a los gobiernos de los países en desarrollo y pobres sin la capacidad de controlar sus economías en general. Les dijeron que no necesitaban controlar las finanzas que fluían dentro y fuera de sus economías porque el mercado encontraría un equilibrio. Se les dijo que no trataran de producir productos esenciales, sino que dejaran que los bienes fluyeran libremente, y que podrían depender del mercado internacional para proporcionar a su gente lo que necesitan.

Hoy, ese consejo se muestra fallido. Las exportaciones y la moneda internacional se han deprimido a mínimos históricos. Los flujos de capital se han ido de regreso a los mercados más desarrollados y “seguros”, para ser protegidos, ahora sí, por una intervención estatal masiva, en países donde tales políticas aún son posibles. Un caso claro es México, donde, según información del Banco de México, en sólo 20 días se habían retirado 321 388 millones de pesos que se encontraban en bonos gubernamentales. De la misma manera, el precio de los productos básicos, de los cuales la gran mayoría de los países en desarrollo obtienen sus recursos financieros, se ha derrumbado.

Uno de los casos más graves sucedió a fines de marzo, cuando el mercado declaró que los bonos sudafricanos eran “basura”, lo que significa que, si bien EUA y Europa pueden obtener préstamos a tasa de interés de 0%, países como Sudáfrica tendrán que pagar tasas astronómicas para obtener los fondos que requieren desesperadamente. En el caso de México el crecimiento de las permutas de impago vinculadas al soberano (Credit Default Swap de cinco años) han incrementado en 179 puntos base de enero de este año a la fecha. A estos países se les ha dicho, una y otra vez, “el mercado proporcionará”. Ahora pueden ver cómo los mismos países que les dieron estos consejos abandonan por completo estos principios.

Foto: anred.org
Propuestas

En los últimos días se han escuchado fuertes llamadas para aplicar el mismo tipo de paquetes de estímulo que se han visto en las economías desarrolladas. Los líderes africanos han pedido un estímulo financiero de 100 000 millones de dólares y la cancelación de la deuda, que debe estar libre de las cadenas normales de libre mercado.

La UNCTAD ha pedido un paquete de estímulo de 2.5 billones de dólares y la reintroducción de controles de capital para dar a los países en desarrollo el poder de intervenir para controlar los mercados monetarios. Oxfam ha solicitado la cancelación de la deuda por 160 000 millones de dólares, 10 millones de puestos remunerados para trabajadores de la salud y la nacionalización de los establecimientos de salud privados, como hemos visto en España. También se ha pedido un impuesto especial a la riqueza de la corona para recaudar fondos de aquellos que se beneficiarán a pesar de la crisis, o debido a ella, y un tema especial de «moneda» del FMI que se dará gratuitamente a los países para apoyar sus economías.

Estas propuestas parecen acertadas, y se debe hacer todo lo posible para asegurar esta financiación sin precedentes. Pero esto no puede ser una respuesta temporal única al coronavirus. Si se quiere no sólo contener la propagación de COVID-19, sino minar la crisis permanente que afecta a tantos países, se necesitan políticas revolucionarias. Si alguna vez se quiere combatir la pobreza contundentemente, los países en desarrollo deben poder invertir en la provisión permanente de bienestar público (atención médica, educación, redes de seguridad) y pagarlos mediante impuestos. Necesitan poder ejercer control sobre sus economías para tener la esperanza de hacer que éstas trabajen para su propia gente.
Ésta es una tarea difícil. Requiere una enorme cooperación internacional y una reforma que no se ha visto desde el acuerdo de posguerra en 1945. Es cierto que ya hay dinero sobre la mesa, pero no está ni cerca de los niveles requeridos.

Map of the Urban Linguistic Landscape (foto: arainfo.org)

Pero eso no significa que no hay esperanza. Para empezar, el coronavirus nos ha demostrado que, aunque la enfermedad nos afectará de manera muy diferente, no es posible aislarse por completo de las injusticias del mundo en que vivimos. Permitir que el contagio no se controle en los países más empobrecidos no sólo no beneficia a nadie, sino que impedirá contener esta enfermedad en todas partes. Hasta cierto punto, el virus muestra que sólo estamos tan seguros como los miembros más vulnerables de nuestra sociedad.

Segundo, esta crisis sanitaria y económica ha mostrado que, en los países en desarrollo, a los más ricos no les importan los principios del libre mercado cuando sus intereses se ven desafiados y piden mayor intervención estatal; así, existe la posibilidad de que se pueda lograr un cambio permanente en los mecanismos institucionales del Estado. Y tiene que hacerse, porque el coronavirus fue un accidente que estaba esperando suceder. No será la última pandemia, tal vez ni siquiera la peor, y la capacidad para lidiar con estas vulnerabilidades está directamente relacionada con una lógica económica a corto plazo que prioriza las ganancias por delante del bien público.

De hecho, la emergencia climática arriesga muchas más vidas que el coronavirus. El mercado tampoco puede resolver ese problema, sólo lo empeora. Entonces, para el bien de la sociedad, tenemos que ver el coronavirus como una llamada de atención. El mercado no nos salvará.

Fuente: Nexos 30 abril 2020
Portada: mural atribuido a Bansky en París, 2018 (foto: thisiscolossal.com)

Ilustraciones: Conversación sobre la Historia y Nexos

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