Jesús Izquierdo Martín*
Universidad Autónoma de Madrid

Resumen. La memoria hegemónica suele ser uno de los recursos más activos de las dictaduras no vencidas; solo cultural y políticamente “transicionadas”: el franquismo trazó un recuerdo que cubría la memoria de los otros, la de quienes experimentaron el horror de la guerra y la dictadura. Así se afincó una memoria ‘democrática’ en la que el protagonismo se adjudicó a algunos patriotas de orígenes tan poco democráticos como Manuel Fraga o Adolfo Suárez. Son los herederos de esa memoria hegemónica los que vuelven a soterrar la dignidad de otras víctimas, los ancianos del COVID-19, y a apropiarse de su dolor porque “aquí no pasó nada” salvo los errores del gobierno Sánchez. Se seguirá dando nueva leña a un viejo fuego, aventando la indignidad.

 

¿Cuánto tiempo deseando un espacio público en el que tengan voz quienes cargan con el dolor del pasado traumático? ¿Cuántos años esperando a que se desestabilice la memoria hegemónica de los de siempre? Es una eternidad que paradójicamente se acorta. Otra forma de abordar la esperanza. Hoy sabemos que la historia es una convocatoria del pasado hecha desde el presente; también reconocemos que la memoria es irrupción del ayer en el hoy. Y si es irrupción del pasado, entonces la memoria no puede ser una actividad que los ciudadanos controlen como si fuera una decisión racional, como si se tratara de un juicio para tomar una cerveza o escaparse a la segunda vivienda, como ahora es habitual entre quienes abandonan sus cacerolas y su revanchismo para dedicarse al entretenimiento. Lo sabemos y así lo tratamos. Con todo, los patriotas de bandera no han dejado de creerse poseedores del monopolio de una memoria que desparraman hacia los demás, hacia los supuestamente confundidos por un recuerdo que aquellos consideran nimio.

Existe entre esos españoles de blasón un deseo incontinente de imponer al resto de los ciudadanos un recuerdo y, su contraparte, un olvido. Como si los espectros del pasado, los fantasmas sin conjurar por el duelo, no fueran el efecto de una emoción incontrolable, ajena a la decisión de quien los pena. La derecha se atreve incluso a tirar de argumentos que intentan ridiculizar ese ayer calificándolo como “la guerra del abuelo”; también pulula una determinada izquierda que insiste en la posibilidad de “echar al olvido” el recuerdo amargo. Ambas posiciones reafirman el mismo objetivo: quienes han sufrido un trauma pueden manejar a voluntad la memoria, y no solo ellos. Para ambas posturas también deben ser ignorados quienes padecen lo que la especialista en literatura comparada, Marianne Hirsch, denomina postmemoria, esto es, el recuerdo indómito que heredan hijos y nietos de quienes experimentaron directamente el horror. Los de la enseña roja y gualda desconocen –a veces intencionalmente- que la elaboración de esa memoria herida implica un complejo proceso de tratamiento dirigido a paliar el dolor. Nunca se completa del todo. Hace tiempo que lo lleva contando otra mujer excepcional, la psicóloga clínica Anna Miñarro. Años de estudios y más años de predicamento. Y el mismo desdén por parte de los abogados del silencio.

Un momento del traslado de los restos de José Antonio Primo de Rivera de Alicante a El Escorial, en el que el féretro fue llevado a hombros por representantes de la Falange de todas las provincias (foto: agorahabla.com)

Aquí seguimos, con esos ciudadanos envalentonados que entierran capa tras capa el dolor de los demás para negarlo, para echar barro por medio y rociar su superficie con el aroma del recuerdo encubridor. Un recuerdo amparador que comenzó hace tiempo, enarbolando los actos heroicos de quienes habían logrado expulsar la anti-España y vencer el comunismo. Que luego se asentó en el convencimiento de que lo conmemorable eran los episodios relacionados con la paz social y, con ella, el desarrollismo económico y la democracia orgánica. Y finalmente se afincó en una memoria democrática en la que el protagonismo se adjudicó a algunos patriotas de orígenes tan poco democráticos como Manuel Fraga o Adolfo Suárez. Nada objetaron ni objetan los de la bandera. Son sus raíces. A partir de ahí se nos impuso machaconamente una evocación según la cual todos los ciudadanos de los años 30 fueron culpables de la catástrofe de la guerra y se estableció una memoria donde los nuevos españoles habían aprendido a ser racionales y, sobre todo, europeos. Todos los demás recuerdos no eran más que viejas elucubraciones apolilladas, sin sentido, no merecedoras ni de dignidad ni de reconocimiento. Yo no sufro, entonces, ¿quién sufre? Así piensan estos ciudadanos de empatía exigua. Lo hay y muchos.

Los más impulsivos beligerantes de la memoria franquista acusan de actos violentos a los represaliados de antaño. Evidentemente, en una cultura que formalmente ha asumido el dictum de que los conflictos se resuelven dialógicamente o mediante controversias jurídicas –obviando la violencia creciente y no tan sibilina de nuestros Estados- resulta difícil afrontar ese terror de izquierdas. A veces incluso hemos aceptado el dulce concepto de víctima en un sentido colindante a lo que estipula el derecho: víctima es quien “ha sufrido una pérdida, lesión o daño en su persona, propiedad o derechos” como efecto de la violación de la legislación penal nacional o de los derechos humanos reconocidos internacionalmente. Se sortea así el principio de agencia de la víctima y se omiten su condición de sujeto político y sus actos violentos, si los hubiere. Y es innegable que la izquierda cometió numerosos actos de terror durante los años 30. Rechazarlo sería una torpeza moral y factual. Ahora bien, incluso así, reconociendo esa violencia tan extraña, es posible afirmar que nuestra tradición democrática se enraíza en muchas de las prácticas políticas y los objetivos sociales de esa izquierda, y se desentiende de los argumentos y actividades que el franquismo inventó y ejecutó para ganar su fútil legitimidad. Salvo para los vástagos de la derecha.

Homenaje a Gregorio Ordóñez en San Sebastián, 24 de enero de 2020 (foto: Efe)

Los retoños del franquismo lograron establecer los límites públicos de lo recordable. Y los recuerdos alternativos se constriñeron al espacio de lo personal o lo comunitario. Durante décadas. Este dominio del recuerdo sobre el pasado es territorio de una conquista colonizadora, en este caso, de la memoria. El psicólogo martiniqués y revolucionario Frantz Fanon ya lo advertía en sus reflexiones sobre los procesos colonizadores: ocupar el pasado de los pueblos colonizados a través de un relato histórico favorable a los parabienes de las metrópolis es tarea crucial en la fijación de una sociedad subalterna. El franquismo desplegó una guerra colonial –ejecutada por el ejército de África- y una memoria colonialista. Es esta la que orienta la práctica habitual de los españoles de pisar un territorio jalonado de fosas comunes como si se tratara de un trigal segado en pleno verano: evitándolo, como si ya no existiera. Desmemoria y desconocimiento.

Y es que la memoria hegemónica suele ser uno de los recursos más activos de las dictaduras no vencidas; solo cultural y políticamente “transicionadas”: el franquismo trazó un recuerdo que cubría la memoria de los otros, la de quienes experimentaron el horror de la guerra y la dictadura. Comenzó esta labor cuando colmató el Valle de los Caídos con asesinados y muertos republicanos extraídos de fosas comunes con “nocturnidad y alevosía”. Todos bajo la misma bóveda fascista de la basílica. En los últimos cuarenta años, esta democracia en la que ejercemos de demócratas cada cuatro años nos empachó de muertos por ETA, no se sabe si por hacer honor a aquellas víctimas –a las que les asisten todo el reconocimiento- o para esconder el daño experimentado por otros asesinados de la mano de la extrema derecha y el Estado. Y es que, por mucha esperanza que alentaran aquellos años que comenzaron en 1975, no dejó de ser un tiempo de violencia y muerte. La historiadora francesa Sophie Baby así lo ha demostrado en un reciente libro. Y lo saben bien los otros violentados de Euskadi. De los que poco se habla y mucho se bufa.

Isabel Díaz Ayuso en el funeral por las víctimas de la COVID-19 celebrado el 26 de abril en la basílica de la Almudena (foto: Efe)

Pero lo peor viene ahora. Los herederos de esa memoria hegemónica, los que miran al pasado con la nostalgia del vencedor o los que dirigen sus ojos al futuro sin considerar el duelo del vencido, encubriendo la presencia del ausente, vuelven a soterrar la dignidad de otras víctimas, los ancianos del COVID-19, y a apropiarse de su dolor. Porque es incalificable que un gran número de ancianos fueran aislados hasta la muerte durante el confinamiento en esas residencias marginadas, en esas zonas de exclusión sanitaria, mientras estos sujetos, acostumbrados a engullir las otras memorias, vuelven a construir un recuerdo en el que “aquí no pasó nada” salvo los errores del gobierno Sánchez. Un capítulo más en su larga tradición de negaciones. Harán lo que puedan para borrar toda huella de los protocolos de excepción que, supuestamente (por ahora), la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid envió a las residencias para que se hiciera la “selección” de ancianos que condujo a muchos de ellos al colapso vital. Seguirán, seguramente, construyendo una evocación que les limpie de toda mácula, expandiendo su dominio memorial sobre las nuevas víctimas, a las que lloran con lágrimas de cocodrilo sin reconocer su discriminación y su abandono públicos. Continuarán ensimismados en su territorio de exclusividad dando nueva leña a un viejo fuego, aventando la indignidad. Sin embargo, no olvidamos.

 

*Jesús Izquierdo Martín es profesor del Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid y codirector del programa de radio Contratiempo. Historia y Memoria (Círculo de Bellas Artes). Su más reciente publicación se incluye en el libro colectivo ‘Lugares de utopía. Tiempo, espacio y estrías’ (Madrid, 2019).

Fuente: 
https://sociologiaencuarentena.tumblr.com/post/621248882404376576/soterrar-el-dolor-aventar-la-dignidad

Portada: desinfección del féretro de una víctima de la COVID-19 en el tanatorio de la M-30 (foto: Álvaro García/El País)

Ilustraciones: Conversación sobre la Historia

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