El simplista dilema de más estado y menos mercado, como adscripción ideológica de izquierdas/derechas, se resuelve si el objetivo de las élites es el de tener más estado pero en manos privadas. Se trata de un episodio más de la estrategia secular de acabar con el “común” de los pueblos y otras instituciones por  considerarlo un nido de ineficiencias. España, que llegó tarde en la consolidación del estado de bienestar -se gasta en el mismo sólo el 74% de lo que se gasta el promedio de la UE-15-, inició su privatización en los años 80 del siglo pasado que se intensificó en la década siguiente al calor de las directrices de la liberalización que dictaba la UE. Jordi Amat encuadra el fenómeno de la privatización de las empresas públicas  hacia 1996 y lo relaciona con el inicio del reino del aznarato soportado por el catalanismo conservador (un cuarto siglo ya del Pacto del Majestic). Ocurrió algo parecido a la desamortización de Mendizábal, salvando las distancias de rigor. Prestamistas, grandes comerciantes, burguesía de los negocios residente en Madrid se llevaron una parte significativa de los bienes de la Iglesia. Entonces, igual que hoy, se consolidó una oligarquía nueva, ahora  en pos de la   «modernización del sector público empresarial».  Estar cerca de los mecanismos del poder central no es gratuito pero es muy  rentable. Y exige equilibrios y batallas por el poder –como argumenta convincentemente Amat-  para adaptarse a la globalización regionalizada que vendrá.

Ricardo Robledo


 

Jordi Amat
Escritor y filólogo. Es editor del espacio de pensamiento «El Món de Demà» (La Vanguardia). Sus últimos libros son la biografía «Com una pàtria. Vida de Josep Benet», la crónica «La conjura de los irresponsables» y el ensayo «Largo proceso, amargo sueño» donde se analiza la reconstrucción de las culturas políticas del catalanismo tras la guerra civil.

 

La brutalización de la oposición popular, además de la crítica a un gobierno errático, tiene un objetivo inconfesable: la defensa de una tecnoestructura que va a saco cuando ve su posición amenazada. En la escenificación nacionalista que hemos visto por las calles acomodadas de Madrid, aparte de denunciar la gestión discutible de la crisis sanitaria de Pedro Sánchez, repica el afán de proteger un privilegio: una fiscalidad desleal con el tejido empresarial español, que desequilibra territorialmente el país y tiene como damnificadas principales a las clases populares madrileñas. Dicho de otro modo, cuando el aznarato intuye que su hegemonía puede ser cuestionada, invoca el repertorio emocional del macizo de la raza y así, ondeando la bandera, blinda la roca de un poder que nada, ni siquiera el ejecutivo, parece tener la capacidad de perforar para intentar reformar el Estado.

Pujol estrecha la mano a Aznar tras llegar a un acuerdo que garantizaba al líder del PP los votos para ser investido presidente del Gobierno. CARLES RIBAS (El País)

Como esta hegemonía se apuntaló hace ya casi un cuarto de siglo, podemos empezar a analizarla con una cierta perspectiva. Y como la cronología es la columna que sustenta toda interpretación histórica, propongo un punto de partida: 28 de junio de 1996. Aquel día, cuando hacía un mes y medio que Aznar era presidente, su gobierno asumió las Bases del programa de modernización del sector público empresarial propuestas por el vicepresidente Rato. Su clave de bóveda era la privatización de las empresas públicas, intensificando una política iniciada por el felipismo de última época. Si en primera instancia el objetivo socialista había sido la racionalización del sector público, la apuesta popular fue la liberalización. Por ideología y para cumplir con la convergencia que dictaba el tratado de Maastricht. Pero se supo pronto que la concreción de ese programa liberal llevaba aparejada una cláusula no escrita.

A finales de 1999 el moderado Javier Tusell lo puso negro sobre blanco: “Los presidentes de las empresas privatizadas más ­importantes se dividen en tres categorías: amiguísimos, amigos y amigos de los amigos del presidente del Gobierno”. Al cabo de pocos meses Felipe González describió lo ocurrido durante la primera legislatura popular: “La creación de una oligarquía nueva, controladora de las finanzas –en un país con poca autonomía empresarial–, de la economía en sectores estratégicos y de la mayor parte de los medios de comunicación”. ­Después el gran Joaquín Estefanía lo sinte­tizó en La larga marcha : “El PP había sustituido al antiguo sector público empresarial por un sector privado gubernamental ”. De aquí venimos.

Pasó mientras la clase dirigente del pujolismo, aún en la Generalitat, apuraba la gran rutina (para decirlo con la novela de Valentí Puig que la describe) fumando habanos en los salones del Majestic. Quizá el humo de su entramado regional no les dejaba ver la profundidad de lo que les tendría que haber hecho reaccionar: una descompensada concentración de poder en Madrid, en un determinado Madrid, cuando ellos habían prescindido de las palancas sobre las que empezaba a trepar el selecto núcleo profesional que controla, por oposición y por tradición, la administración española. Porque no fueron solo los amigos de los que habló Tusell –los Blesa, Villalonga y compañía–. Tampoco solo los gángsters que acabaron entre rejas. A ellos los ha acompañado una élite que, como si fuera el ritual de lo habitual, ha transitado de la Abogacía del Estado a la sala de mandos de empresas del Ibex ligadas al BOE cobrando un pastizal.

Este es el sector que constituye el meollo del aznarato y que ahora cuenta con la Comunidad de Madrid como primera referencia institucional. No es la primera vez que ocurre. La coyuntura es la misma que durante los años de plomo de Esperanza Aguirre, entronizada gracias a un caso vergonzoso de transfuguismo. Fue durante el reinado del aguirrismo, precisamente, cuando quedó claro que aquel determinado Madrid ­había monopolizado el poder efectivo del Estado. Ni tenían que estar ya en la Moncloa. La mejor prueba fue la capacidad para abortar dos grandes apuestas para alterar el statu quo. Las dos las lideraba el poder catalanista. Las dos, sin buenos aliados, fueron sabo­teadas. La primera, en el 2005, fue la opa frustrada a Endesa de Gas Natural –su presidente, Salvador Gabarró, también gritó pronto “Madrid se va”– y la segunda, la sentencia del Estatut de la que se van a cumplir diez años perdidos.

El Plural

Desde aquel momento los catalanismos, que habían actuado como la principal fuerza centrífuga para modernizar la España moderna, están noqueados o mareados desde hace una década dentro de su propio la­berinto. Pero es ahora cuando la hegemonía del aznarato, que ha aspirado todas las energías del centro peninsular, está creando las condiciones para construir una alternativa periférica de los territorios que no se con­forman con desempeñar sólo un papel provincial. La clave será la excelencia a la hora de ­adaptarse a la globalización regionalizada que vendrá. Quien sepa establecer las alianzas adecuadas, entre territorios y con Europa en el horizonte, podrá batallar. Porque esta ­batalla por el poder, ocultada entre insultos y caceroladas, es la que de verdad se está produciendo.

Fuente: La Vanguardia, 31 de mayo de 2020 y Conversación sobre la Historia

Portada: iStock

Ilustraciones: Conversación sobre la Historia

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