Resumen. En 2012, Florentino Rodao publicó Franquistas sin Franco. Una historia alternativa de la guerra civil española desde Filipinas (Comares) en torno a las luchas internas dentro de la comunidad española en el país donde mayor apoyo proporcional prestaron a los nacionales. Las disputas entre los falangistas y las “extremas derechas de toda la vida” se entienden mejor viajando a Filipinas, incluidos sus dos principales líderes. Martín Pou, líder falangista violento y antiguo amigo de García Lorca y Dalí en la Residencia de Estudiantes y el reaccionario Andrés Soriano, el exitoso empresario dueño de la Cerveza San Miguel, se confrontaron como podrían haberlo hecho los seguidores de José Antonio Primo de Rivera y José Calvo Sotelo en la península, si los militares no hubieran estado presentes. Ahora,  el profesor Rodao está rehaciendo Franquistas sin Franco centrándolo en el contexto filipino; y en su búsqueda por contextualizar el fascismo en este país, ha escrito este artículo que nos sirve para conocerlo mejor. La idea de la inspiración fascista, tan básica para entender lo ocurrido en el mundo antes de la II Guerra Mundial, permite vislumbrar también mejor cómo será el mundo del futuro, en especial el comentado sorpasso asiático

 

Florentino Rodao
Catedrático de la Universidad Complutense. Dept. International Relations and Global History. Es autor entre otros libros de «La soledad del País vulnerable. Japón desde 1945» (Crítica, 2019).
 

 

El presunto fascismo de Vox es una cuestión recurrente en la política española, como ocurre en Europa con otros partidos de corte semejante. Debates como el mantenido por los profesores Joan María Thomàs y Alejandro Lillo en este mismo foro son un ejemplo de la diversidad de opiniones sobre si esos partidos son o no fascistas, pero también de la necesidad de profundizar el análisis y ampliar los argumentos. La forma en la que Thomás y Lillo comparan a Vox con el fascismo del período de entreguerras, entre 1919 y 1939, a través de lo que denominan “características fascistas” o “factores franquistas” ayuda poco a comparar cómo unos y otros pueden ilusionar lo suficiente para llegar al poder. Hace décadas, Ernst Nolte ya estableció los seis puntos necesarios para el llamado “mínimo fascista,” y este esquema lo han seguido muchos otros, como Umberto Eco con sus catorce puntos que delimitan y definen el “Fascismo eterno”. Pero contabilizar síes o noes puede ser excesivamente truculento y su utilidad demasiado apegada a la disputa política.

Recibimiento a las tropas nazis que ocupan los Sudetes (foto: Bundesarchiv, Bild 183-H13160)

La posterior definición de fascismo del profesor Roger Griffin: “un género de ideología política cuya esencia mítica, en sus diversas variantes, es una fuerza palingenésica de ultranacionalismo populista” permite cambiar el enfoque.  En lugar de centrarse en las medidas tomadas por los regímenes fascistas, Griffin vincula el fascismo con la modernidad y analiza las expectativas que desencadenó como ideología política novedosa, enfatizando su contenido emocional, las ilusiones compartidas y las mentiras asimiladas y las ilusiones que aglutinaba, e incidiendo además en esas ansias de renacimiento nacional. Junto a la sensación de novedad, los rituales y la parafernalia formaban parte integral del mensaje fascista, de un modo similar a las religiones. Para hacer fascistas a los dudosos, la mejor estrategia era acompañarlos a espectáculos y mítines, no regalarles libros.

La palingenesia, la sensación de regeneración, permite entender cómo Mussolini se benefició de la crisis tan profunda que vivieron Italia y Europa tras la I Guerra Mundial, destrozadas y hambrientas tras tantos años de guerra, y avergonzadas por esa civilización occidental de la que hasta hacía pocos años se envanecían. 0 el éxito de Adolfo Hitler tras la crisis de 1929, gracias a que hizo sentir que se estaba construyendo una nueva nación, con culturas, hombres nuevos, políticas económicas propias y expansiones imperiales. Como el franquismo, aunque el generalísimo no lo era.

9 de mayo de 1936: Mussolini anuncia ante una multitud el inicio de la Era Imperial (foto: Il Sole 24 ore)

La historiografía, sin embargo, ha limitado el término a la Europa de entreguerras. Hablar de fascismo fuera de este continente y ese período era anatema entre los grandes especialistas, en una actitud parecida al rechazo de los fascistas italianos hacia todos los demás movimientos que se proclamaban correligionarios. Stanley Payne, el autor de la Historia del Fascismo (1995), el estudio más amplio sobre el tema, ha dejado claro siempre estos límites en el espacio y en el tiempo y el propio Griffin le ha seguido, aunque con crecientes dudas. Su último libro Fascismo (2018) sigue centrado en Europa y las menciones a China o Japón son tangenciales, aunque reconoce la necesidad de “saber mucho más” en torno al “componente fascista” en movimientos y regímenes extraeuropeos. Se extendió por todo el mundo, ciertamente, tal como atestiguaron las camisas de colores que vistieron miles de sus militantes. En Brasil y Egipto fueron verdes (los liberales, azul); en Siria, blancas (con pañoleta azul y boina) y grises de barco de guerra (y pantalones bombacho), dependiendo que fueran cristianos o musulmanes; en Italia y Perú, negras; en España y China, azules, como en Irlanda, con botones negros, aunque pasaron a ser verdes tras ser prohibidas; en México, doradas; en Sudáfrica, naranjas, y en India, caqui.

Integralistas brasileños (foto: CPDOC)

El fascismo puede ayudar a entender lo ocurrido en Asia entre las dos guerras mundiales, aunque no tanto en América Latina. Allí la crisis de 1929 no se superpuso a otra previa, y la necesidad de cambios radicales fue menor, aunque el integralismo fue extremadamente popular y pudo haber conseguido el poder en Brasil. Asia fue diferente. Aunque no hubo batallas ni tanta destrucción, las expectativas de cambio florecieron especialmente en 1919, por hechos tan llamativos como la implantación de la revolución bolchevique en Rusia, el final de tanto imperio o la creación de la Sociedad de Naciones. China, Japón, Etiopía o Siam, con sus fronteras reconocidas internacionalmente, se iban a sentar con  las naciones europeas como iguales, y muchos asiáticos especularon que anunciaba el final definitivo del colonialismo.

Las decepciones llegaron pronto. Las propuestas de autodeterminación del presidente Wilson fueron solo para naciones europeas y la propuesta nipona de incluir una cláusula de igualdad racial en la constitución de las Sociedad fue rechazada. Al colonialismo se sumó la Guerra Mundial, que acabó con unas expectativas frustradas seguidas por nuevos mazazos que reclamaron soluciones novedosas. Asia vivió una catarsis comparable a la europea que desencadenó las ansias chinas, coreanas, árabes o indias de retomar el prestigio perdido y de sacudirse de una humillación compartida. La destrucción, el resquicio a la esperanza y la necesidad de buscar un nuevo futuro mirando hacia adelante, en definitiva, se plasmaron en cada país de Europa y de Asia de forma diferente, pero son comparables. Y si el fascismo fue una de las principales fuentes de inspiración para esa recuperación en Europa, en Asia los renacimientos culturales y los asideros nacionales también tuvieron un papel crucial; su concepto originario de una joya delimitada por una frontera evolucionó hacía el de “nación-estado” añadiendo el ideograma de familia. Haciendo un pequeño recorrido del impacto del fascismo en los principales países de Asia es factible comprobarlo, incluso si incluimos los territorios árabes.

«Razas superiores e inferiores», caricatura del Yomiuri Shimbun de 20 de octubre de 1935 en la que Mussolini despoja al emperador de Etiopía con la ayuda de los ministros de asuntos exteriores francés y británico

En Japón, el año 1931 fue decisivo. La Gran Guerra se saldó con nuevos territorios para el imperio japonés en Micronesia y China e incluso los momentos más democráticos antes de la ocupación americana de 1945, pero Japón seguía sintiendo que el mundo no le reconocía sus logros. Los emigrantes rechazados por Estados Unidos, algunos redirigidos a zonas rurales de América Latina, eran un doloroso testimonio de esa humillación nacional. La década de 1920 coincidió con una amplia admiración por Mussolini, a quien se le dedicaron incluso obras de teatro takarazuka, pasando después a sus ideas fascistas y al paralelismo mutuo. Pero el gran cambio llegó con la gravedad de la crisis de 1929 y una exitosa respuesta en forma de campaña militar. En 1931, los ejércitos japoneses arrasaron victoriosos por la China del norte y crearon un nuevo país, el Manchukuo, destinado a solucionar sus frustraciones, aun a costa de violar las normas internacionales. Esos militares a cargo de un imperio total al que podrían emigrar millones de japoneses dieron paso a una nación exultante que vivió a su modo ese momento de palingenesia, como italianos o alemanes, con aspectos tanto míticos como violentos, centrados de forma obsesiva en una nación y con la cultura en un papel primordial. Se llamó Restauración Shōwa, y no existió ni un líder ni un partido equiparables, pero esa renovación nacional nipona fue la que abrió el camino de la expansión territorial que Mussolini y Hitler siguieron después, con los autoproclamados Imperios Proletarios.

Tokio, 10 de noviembre de 1940: celebración del 2600 aniversario del reinado imperial en Japón, frente al palacio imperial  (foto: Asahi Shimbun) 

En China, la fecha clave es el año 1927. El final de la Gran Guerra les hizo despertar y darse cuenta que no les había valido ni deshacerse de la monarquía Qing en 1911 ni colaborar con la victoria aliada con unos 140.000 chinos en los frentes de batalla. El día que se supo que Japón se quedaba con los territorios alemanes en China, el 4 de mayo de 1919, estalló una revuelta que reveló una crisis que se arrastraba durante un siglo. Para salir del pozo y recuperar el poder central, los nacionalistas del Guomindang y el Partido Comunista colaboraron en el Frente Unido, con la ayuda de la Internacional Comunista. Hasta 1927, cuando esa extraña alianza devino en guerra civil, en la que el eje divisor fue el confucianismo, señalado ya en el Movimiento de 4 de Mayo como el gran culpable del retraso chino. El Guomindang, al contrario, tomó al confucianismo como eje para cambiar radicalmente la sociedad china promoviendo una cultura política propia que modernizara desde la moral hasta el capitalismo depredador, por supuesto desgajado de sus características más anquilosadas. No fue todo el partido, sino los grupos más violentos y a la derecha del Guomindang, como los Camisas Azules, con militancias masivas y sintiéndose los defensores de unas civilizaciones “orientales” capaces de evitar los males del momento, desde el capitalismo colonialista a la alineación social. Defendieron un estado fuerte con unas jerarquías renovadas, mostraron dinámicas revolucionarias y contrarrevolucionarias al mismo tiempo, se opusieron a la lucha de clases y consideraron prioritarias la cultura y la ciencia. En el ámbito económico, propusieron superar el capitalismo sin desafiar sus fundamentos, pero se centraron en la disciplina para rehacer las jerarquías e industrializar la economía en una especie de nacional-productivismo. Fueron confucianos revolucionarios, aunque parezca contradictorio, y los últimos libros sobre ellos recalcan bien la faceta nativista (Margaret Clinton) o la conservadora (Brian Tsui).

«Todos deben recibir educación cívica», cartel de propaganda de Nueva Vida (foto: SOAS University of London)

La prioridad anticomunista se mantuvo incluso tras esa invasión japonesa que les cercenó Manchuria. En 1934, de hecho, Jiang Jieshi (Chiang Kai-shek) lanzó el Movimiento Nueva Vida, una serie de preceptos confucianos promovidos por una organización que la profesora de la UAB Chiao-In Chen define como “fascista de encuadramiento político, de adoctrinamiento social y de control social”. Lucharon por mantener el anticomunismo incluso después de la guerra contra Japón desde 1937, pero cuando italianos y alemanes se pusieron al lado de los japoneses y dejaron de enviar armamentos y asesores militares, los confucianos revolucionarios pasaron a ser un obstáculo. Bloqueaban tanto la colaboración tanto con el occidente democrático en el terreno de la diplomacia como con los comunistas en los frentes de batalla y Jiang acabó disolviéndolos. Su existencia fue breve como parte del Partido Nacionalista, el mayoritario, inmerso primero en una guerra y después en otra más. Y tras cambiar los japoneses el curso de la guerra civil china, los comunistas les ganaron la partida en ese ansiado renacimiento nacional. Pero si los nacionalistas hubieran ganado la guerra, China habría cambiado tan radicalmente como ocurrió bajo Mao Zedong, de quien también se puede decir que era un hombre confuciano: se instaló en Beijing en 1949 con cuatro textos que habría llevado cualquier otro literati, dos diccionarios modernos (Ciyuan (The Encyclopedic Dictionary) y Cihai (Ocean of Words) y dos textos históricos estudiados durante siglos Shiji (Records of the Grand Historian, c. 100 BCE) y el Zizhi tongjian (Comprehensive Mirror for Aid in Government, c. 1050 CE).

En India, los sueños de renacimiento nacional tuvieron un resultado inesperado, en parte por la palabrería fascista. Su sufrimiento por la Gran Guerra fue mayor que en China y en 1919 los indios no sólo sufrieron decepciones sino la masacre de Amritsar, que sigue dividiendo las comunidades hindú y musulmana y una devastación excepcional causada por la gripe española, producto tanto del hambre causado por desviar recursos al imperio británico como por un brote de botulismo previo y por recetar masivamente aspirinas, que tuvieron un efecto opuesto. La mortalidad aproximada fue de un 5% de la población, en torno a 12 millones de personas. En el subcontinente, las ansias de independencia estuvieron lideradas por el Partido del Congreso, y ni el Mahatma Gandhi ni Jawaharlal Nehru estuvieron receptivos al fascismo. Los movimientos minoritarios le prestaron mucha más atención, al contrario, en parte porque veían su mezcla de disciplina y violencia como indispensables para construir una nación y, al tiempo, controlar y movilizar a las masas.

Netaji Subhas Chandra Bose recibido por Hitler durante su estancia en Alemania (foto: Wikimedia Commons)

Conviene enumerar tres ejemplos significativos del impacto de esa parafernalia fascista. En primer lugar, porque legitimar la violencia llevó al secretario general del Partido del Congreso,  Subhas Chandra Bose, a vivir un loco 1939; primero rompió con su Partido y con Gandhi, después fue detenido por los británicos y mandado a arresto domiciliario por una huelga de hambre, gracias a lo que se pudo escapar y viajar a Europa, entrevistándose con Hitler en Berlín. Entre los movimientos minoritarios, la influencia del fascismo fue significativa. Entre los nacionalistas hindúes, sobre la Organización Nacional de Voluntarios, Sangh, el principal grupo de origen del partido de Narendra Modi, actualmente en el gobierno en Nueva Delhi. Y entre los musulmanes, sobre una organización paramilitar equivalente a los fascistas, Khāksār, que tuvo un seguimiento masivo y actividades masivas, aunque su importancia ha sido relativizada en la posguerra. De ese modo, el momento soñado en India de renovación nacional al llegar a la independencia quedó frustrado, porque esa nación independiente soñada por el Partido del Congreso, sin castas y sin división por raza o religión, llegó solo a una parte de la India. La creciente tensión étnica favoreció la ruptura del Partido del Congreso y la creación de la Liga Musulmana de Ali Jinnah, el antiguo dirigente que se benefició de esas movilizaciones de grupos como Khāksār. En definitiva, cuando llegó la deseada independencia, en 1947, surgieron dos naciones en lugar de una, India y Pakistán (oriental y occidental). Ni fue el sueño ambicionado tantas décadas, ni hubo ese renacimiento nacional que habría habido si toda la India se hubiera independizado en una sola nación, ni hubo palingenesia, ni en plural ni en singular, sino millones de desplazados y cientos de miles de muertos. Ese sueño democrático de Gandhi y Nehru, además, está siendo desafiado ahora por una tercera nación alimentada inicialmente por el fascismo, la exclusivamente hindú.

Quetta (Pakistán), 1939: seguidores del movimiento Khaksar de Inayatullah Khan Mashriqi (foto: Vintage Pakistan)

En el mundo árabe, el fascismo también inspiró de forma generalizada. La región vivía expectativas de independencia tras la caída del imperio otomano, el autoritarismo fascista se acoplaba mejor a una cultura política más autoritaria y Mussolini y Hitler entonaron sus propios cantos de sirena: uno se proclamó “defensor del islam” y el otro enemigo de los judíos. Algunos de los movimientos nacionalistas más importantes lo admiraron abiertamente, en especial entre movimientos recién fundados, como Joven Egipto, Al-Fituwwa en Irak, el Partido Kataeb entre los maronitas de Líbano, el Partido Nacional Socialista Sirio, además de Amin al-Husayni, el Gran Mufti de Jerusalén y líder palestino de la independencia. También contaron con dinero fascista y en 1941 triunfó gracias a ellos el golpe de estado de Rashid Ali Al-Gaylani en Irak. Pero estaban bajo imperios enemigos y tanto ese golpe como el resto de partidos que podían ser aliados de los adversarios fueron desbaratados. El fascismo sirvió para impulsar el islam y para avanzar la ciencia, fue un recurso recurrente para la violencia y para la disciplina y los imperialistas se lo contagiaron a los anticolonialistas.

Al-Musawwa del 26 de marzo de 1937 y Al-Ithnayn wa al-Dunya, 29 de julio de 1940, caricaturizan los intentos de Mussolini de presentarse como defensor del Islam y de Hitler de presentarse como un líder de la paz tras conquistar Francia y amenazar a Gran Bretaña: «Sólo Dios es el defensor del Islam» y “El eslogan del nazismo: paz aderezada con sangre y exterminio» (imágenes reproducidas en Gershoni, Israel, ed., Arab Responses to Fascism and Nazism. Attraction and Repulsion [University of Texas Press, 2014])

La cultura política fascista, en definitiva, mostró en Asia su capacidad de traducir el (vago) lenguaje global a los contextos particulares. Con ese vago concepto como ancla y una traducción fonética al chino y japonés, sin desentrañar su contenido, el fascismo hizo pensar en violencia y en disciplina al mismo tiempo, en soslayar las maldades del capitalismo e inspiró a antiimperialistas. Permitió que movimientos tradicionalistas y conservadores trabajaran juntos con los revolucionarios e inspiró a cristianos, musulmanes, confucianos y budistas. Esta capacidad para inspirar en la búsqueda de objetivos incoherentes, entre sus contemporáneos, en otros continentes, y en los tiempos actuales es el principal activo del fascismo.

Las ideas de inspiración y los sueños de renovación nacional permiten comparar el viejo fascismo con Vox. En primer lugar, Vox no conlleva modernidad. El ultranacionalismo no encuentra los mismos asideros de comienzos del siglo XX; sigue levantando sentimientos, pero en estos tiempos de la globalización la nación se está quedando pequeña. Se usa más en los discursos ideológicos, pero a costa de los sentimientos locales y regionales, no de identidades amplias como la europea. Tantas apelaciones emocionales a la nación suenan a canto del cisne, como el auge de los imperios fascistas en los años treinta del siglo XX, que al desaparecer acabaron arrastrando a todos los demás. En segundo lugar, Vox y otros movimientos parecidos se nutren básicamente de personas a quienes la intensidad en los cambios de las sociedades actuales ha ido dando de lado; recuerdan a una famosa frase anarquista de los tiempos de la lucha contra Franco “Que paren el mundo, que me bajo”. Ahora, parar el mundo significa rechazar la inmigración, el ecologismo o el feminismo, o mantener la caza, pero eso es conservadurismo y, en el caso más extremo, ser reaccionario. El mensaje puede ser radical, pero no porta la modernidad que el fascismo transmitía antes de la II Guerra Mundial. Tener la nación por bandera no implica ni proyectar ni ansiar renovaciones nacionales (aunque se ven algunos apuntes) ni en hacerlas grandes de nuevo, más allá de unas victorias electorales. Vox y sus semejantes sí han mejorado en la coordinación. El Pacto Anti-Komintern, que la Alemania nazi pensó convertir en un alternativa a la Sociedad de Naciones, fue un fracaso absoluto; ni siquiera pudo imponerse en su momento de mayor poderío.

Alegoría del pacto anti Komintern en un cartel japonés de 1938 (foto: Wikimedia Commons)

La inspiración que generó el fascismo, sin embargo, la puede generar también ahora. La muerte, la destrucción y los replanteamientos culturales tras la I Guerra Mundial tiene muy poco que ver con en plano siglo XXI, incluso en la coronadevastación que nos asola. Pero las ansias de poder, la capacidad de hacer soñar renacimientos imposibles y la disposición  a aceptar contradicciones flagrantes sigue vigente. Las ansias de totalitarismo siguen presentes. Los regímenes fascistas buscaban que no hubiera distinción entre la vida privada y la vida pública, y eso ahora es posible; ya están disponibles las novedades tecnológicas que antaño tanto echaron de menos. Su propaganda tan extremadamente efectiva es perfectamente adaptable a la actualidad, no sólo por los toques de modernidad que aportaban sino por las definiciones de los enemigos a lo “simple mind”. Inclusive, ya no es preciso asistir a mítines o a rituales, las fake news están siempre presentes y bastan para confirmar lo que se desea pensar y crear brechas en el sistema democrático. El fascismo sigue presente, pero más como ideología política que por medio de falsedades, incoherencias, promesas falsas y ensoñaciones variopintas en torno a la nación y al autoritarismo inspira a los descontentos en un mundo que cambia quizás demasiado rápidamente -la digitalización es lo que tiene.  Aparece con propuestas ilógicas, estertóreas e irracionales y Vox es apenas una de sus manifestaciones organizadas. El fascismo es, ahora, emocionalidad, la que ya fue su gran asidero tras la I Guerra Mundial. Frente al razonamiento, el fascismo es el corazón, el actuar por inspiración o los instintos. Pero más en Occidente que en Asia.

El futuro de la era de la co-prosperidad, cartel reproducido en el artículo de Janis Minura «Japan’s New Order and Greater East Asia Co-Prosperity Sphere: Planning for Empire» en Asia-Pacific Journal, 6 de diciembre de 2011

En Asia Oriental, ahora, el fascismo ya no inspira como antaño. Con la mejora generalizada del nivel de vida, prevalecen las expectativas optimistas; allí no se piensa que los hijos van a vivir peor que los padres, y la racionalidad va prevaleciendo sobre las emociones en la política. Hace unos días Kishore Mahbuhani utilizaba estos hechos para recalcar que la crisis del coronavirus acelerará el cambio de poder hacia Asia Oriental. Pero añadía un argumento adicional, señalando que frente a las respuestas “competentes” de los gobiernos asiáticos, la reticencia de los occidentales a que la ciencia determine las decisiones políticas acelerará ese creciente liderazgo asiático sobre el mundo. El argumento de Mahbubani precisa puntualizaciones importantes, pero aparte de los dirigentes políticos que dan vergüenza ajena, si se puede hablar de una diferencia entre la competencia de los gobernantes en los dos continentes. Precisamente por ese confucianismo que recuperaron los fascistas chinos y su insistencia en que los gobernantes han de ser los más brillantes.

La burocracia ha sido eso en Asia: el gobierno de los más capaces, elegidos en unos exámenes anuales estrictos y sin posibilidad de trampa -los candidatos eran encerrados y sus pruebas reescritas para evitar que se reconociera su escritura.  Históricamente, ser funcionario ha sido la forma de ascensión social de los más capaces, como la Iglesia y el Ejército en Europa. Y en la actualidad se mantiene. Si en China el Partido Comunista mantiene a buen recaudo los preceptos confucianos y admite sólo a los mejores estudiantes, el Partido de Acción Popular de Singapur atrae a los que han tenido éxito en otros campos, no hay la típica ascensión al liderazgo del militante de base. La Europa del siglo XVIII se enteró gracias a los jesuitas, pensadores como Voltaire recogieron el guante y la experiencia de la burocracia estatal se fue instaurando durante el siglo XIX. Y algún político ha incidido en la cualificación de los gobernantes, como recuerda Emilio de Miguel; Helmut Schmidt aseguraba en su Fuera de Servicio (2009) que nadie debería entrar en política sino después de los 30 años y de haber tenido una carrera profesional previa.

Seguidores del Partido de Acción Popular de Singapur celebran su triunfo en las elecciones de septiembre de 2015. Su símbolo es similar al de organizaciones europeas de extrema derecha como el BUF británico o las juventudes de Casa Pound, aunque sus diferencias se ponen de manifiesto en este artículo (foto: Efe)

Esta parece la razón decisiva de que el fantasma del fascismo no asole en la actualidad a Asia Oriental (con excepciones, obvio): la preparación de los gobernantes. Mientras que Donald Trump, por ejemplo, invoca haber sido elegido popularmente para imponer la superioridad de su argumento, otros políticos o políticas no sólo están más preparados sino que recurren a expertos y universidades para decisiones de todo tipo. La competencia de los gobernantes asiáticos frente a la “incompetencia” de los occidentales va en esta dirección, porque sorprende la escasa preparación general de los políticos en Occidente, tan acostumbrados a asentir para mantener el puesto y tan dispuestos a hacerlo porque su escuela ha sido el partido. El desinterés por una buena formación parece la gran diferencia entre esos ejemplos de Asia Oriental y unos países europeos tan proclives a dar aprobados generales, incluso en la universidad. En Asia no se  ha hablado de ello, pero es que ni siquiera lo entienden cuando les pregunto si allí se hace lo mismo. La ciencia es la base para luchar contra el Covid 19 y los virus que vengan, e insistir con la educación,  incluso en estos momentos difíciles,  acabará no sólo con las pandemias, sino con los fascismos que nos amenazan.

 

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Portada: segundo congreso del Partai Indonesia Raya (Bandung, 1939), con los militantes realizando el «gran saludo» (foto publicada por Yannick Lengkeek en «Staged Glory: The Impact of Fascism on ‘Cooperative’ Nationalist Circles in Late Colonial Indonesia, 1935–1942» en Fascism. Journal of Comparative Fascist Studies, 7 (2018), pp. 109-131.
Imágenes: Conversación sobre la Historia

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