Vicente Pérez Moreda (*)
De la Real Academia de la Historia

 

El autor transcribe para este Blog el artículo publicado en La Razón el pasado 14 de abril (**). Ha mantenido ese texto, con muy pequeñas modificaciones en su contenido, y ha añadido las notas (parte de las cuales integradas en el texto), que incluyen las referencias bibliográficas de los autores citados y que, en algunos casos, amplían puntos concretos que sólo quedaban sucintamente enunciados en la versión aparecida en la prensa. Muchos de los temas aquí tratados han sido desarrollados previamente en obras  del autor. Se pretende mostrar en estas líneas, y de manera especial en los párrafos finales, que tanto en el pasado como sobre todo en nuestros días, las situaciones de crisis y miedo colectivo abren también oportunidades a los cambios constructivos, que deberían poner en marcha tanto los individuos como las sociedades actuales. Una visión positiva, pues, que puede equilibrar, o aliviar al menos el pesimismo y las conclusiones derrotistas que pueden extraerse de muchas de las lecturas disponibles sobre los “tiempos de epidemia”.    

Epidemias de la historia: lo que consiguió el miedo

Para bien y para mal, el miedo es uno de los grandes motores de la historia, agente de acción colectiva y conducta individual. En pocos ejemplos queda plasmado ese «sufrimiento que produce la espera de un mal» –así definía Aristóteles al miedo– como en el de las grandes epidemias y pandemias que han azotado a la humanidad.

Edipo y Antígona (la peste en Tebas), pintura de 1842 de Charles Jalabert (imagen: Wikimedia Commons)

Durante el pasado medieval y los primeros tiempos modernos, este miedo se concentraba en el fantasma de la peste, un verdadero cataclismo que mostraba la fragilidad de la existencia individual, pero también la de las estructuras sociales destinadas a asegurar un frágil y precario bienestar. La más cruel y atroz de las calamidades, que con frecuencia era aludida simplemente como «el Mal», paralizaba a los ciudadanos y desarticulaba a los gobiernos, como explica en detalle Delumeau en su gran estudio sobre «el miedo en Occidente» (1).

Parece de rigor recordar, cuando una nueva pandemia se extiende por el mundo, esos otros episodios históricos, pavorosos y desesperantes, pero también fuente de reacciones constructivas para el individuo y la sociedad, que son en algunos casos palancas del progreso civilizador. Y analizar de qué manera el miedo a esas plagas y a sus efectos ha espoleado el ingenio y la capacidad de organización. Adelanto que de ese análisis cabe extraer claras conclusiones: la amenaza no es nueva, ni tampoco sus consecuencias. Existen claros paralelismos con la situación actual, pero la humanidad indudablemente ha aprendido a controlar ese «mal».

La peste de 1348 en Florencia, grabado de Luigi Sabatelli para el Decamerón (imagen: Wellcome Library)

En primer lugar, es necesario establecer un marco comparativo. La peste podía explotar en cualquier momento y llevarse en pocas semanas a buena parte de la población entre sufrimientos atroces. Ningún mal de nuestra época, ni siquiera el cáncer o el sida –decía Jean-Noël Biraben– ofrecen una idea del terror intenso que oprimía entonces a ricos y pobres, niños y ancianos, poderosos y siervos (2). La peste trastornaba la economía y la sociedad, en largas y dolorosas pruebas que duraban meses, que a veces se repetían al año siguiente o pocos años después, y que forzaban al enclaustramiento de unos, o al exilio de otros, y casi siempre al abandono de los amigos y familiares, y a dificultades de suministro.

El miedo extiende el contagio

El miedo impulsaba reacciones de desesperación individual y pánico colectivo. Por ejemplo, favorecía la propagación del mal y su gravedad la frecuente huida de la población previa al cierre de las puertas de las ciudades, o en sentido contrario la de los campesinos de aldeas apestadas que acudían a refugiarse en la ciudad. La movilidad descontrolada de población errática, en búsqueda de aislamiento, de auxilios y de subsistencias, contribuía sin duda a extender el contagio. De todo ello da cuenta, entre otros muchos, Daniel Defoe en su conocido y meticuloso relato de la epidemia londinense de 1665 (3)

 

Testimonio inequívoco del temor ante la epidemia son también las reacciones iniciales de mandatarios y autoridades médicas, que tardaban en reconocer la naturaleza y gravedad de la enfermedad, no sólo para evitar el pánico colectivo y sus imprevisibles consecuencias, sino ante todo para retrasar la interrupción del tráfico y de los intereses comerciales. Huelga entrar en detalles acerca del paralelismo con algunos de los posicionamientos actuales, pero la evidencia histórica pone de manifiesto cómo esta parálisis inicial dificultaba la adopción de medidas de contención del contagio, y mermaba su eficacia cuando inevitablemente debían implantarse. Aunque se tratase sólo, y necesariamente en aquellos tiempos, de medidas de aislamiento y autoprotección, y en ningún caso terapéuticas o farmacéuticas. Lo que también han demostrado muchos episodios pandémicos posteriores a los de la peste propiamente dicha, como el de la «gripe española» de 1918-20, según se aprecia en un reciente trabajo de S. Correia, S. Luck y E. Verner (4).

Paradójicamente, la aceleración de las medidas tendentes a garantizar un nivel mínimo de suministros podía contribuir a agravar los problemas. Era habitual que aumentase el riesgo de infección con la llegada de alimentos, normalmente muy encarecidos por el transporte, y procedentes muchas veces de sitios lejanos de dudosa o desconocida salubridad. Por otra parte, el abastecimiento de las urbes afectadas propiciaba la escasez –aun en épocas de buenas cosechas– en las regiones de donde se detraían esas reservas, y aparecía así la carestía incluso antes de que la enfermedad impusiera la paralización del ciclo productivo y del libre tránsito de mercaderes y mercancías.

La funesta intervención del miedo no se circunscribía a los peligros ciertos, pudiendo tener el mismo efecto destructivo la anticipación del peligro. También el miedo exagerado, o incluso el miedo fingido o inventado, fruto de simples rumores o noticias falsas. Miguel Martínez de Leyva, galeno de finales del Quinientos, cita un curioso caso que ilustra el poder de esas tempranas formas de «Fake News». En medio de ridículas cuitas en torno a quién debía acompañar a Felipe II en una visita a la ciudad de Burgos en 1565, el cardenal Francisco de Mendoza y Bobadilla decidió sugerir a Su Majestad que no entrase en la ciudad para evitar la exposición a una inexistente peste incipiente. Ante la cancelación de la visita del monarca, el pánico hizo huir a todo el que pudo, y la ciudad quedó sumida en el caos y la hambruna, consecuencia esta última del cordón sanitario que se implantó a su alrededor (5).

El episodio más conocido de la peste de 1630 en Milán, difundido por Manzoni: el comisario de sanidad Guglielmo Piazza y el barbero Gian Giacomo Mora son ejecutados bajo la acusación de provocar la infección (grabado de Horatio Colombo, Wikimedia Commons)
Marginados, enemigos extranjeros y “odios de clase”

No deben olvidarse, por otra parte, las manifestaciones de violencia que surgían en esos momentos. La Peste Negra de 1348 ya había desencadenado oleadas de agitación contra brujas, judíos u otros colectivos marginados, y la aversión y el temor al “otro” aparecen reiteradamente en los episodios epidémicos del pasado (y del presente). Un ejemplo de  dicha  constante son las reacciones contra supuestos «enemigos extranjeros» que se pusieron de manifiesto tras la Peste de Milán de 1630, cuando el Consejo de Castilla habla de una epidemia «artificial», supuestamente provocada. Toda una «guerra bacteriológica en pleno siglo XVII», como afirma Juan Reglá, que tuvo como consecuencia un complejo plan de control de viajeros, comerciantes y clérigos (sobre todo franceses), y el establecimiento de «matrículas de todas las naciones» en los establecimientos públicos de las grandes ciudades, como Madrid y Barcelona. En realidad, medidas de proteccionismo agresivo frente a la competencia mercantil del vecino del norte (6).


Los franceses fueron acusados, ciertamente, de “fabricar” y extender unos “polvos venenosos” que originaron esta peste en Milán y otros territorios de la Monarquía española. El tema fue comentado ya hace mucho tiempo, por Villalba en su Epidemiología (1803), y por historiadores modernos como Juan Reglá (1957).  No se trata, en efecto, de bulos posteriores a los hechos reales, basados en recreaciones historiográficas de escasa categoría, o magnificados y difundidos en este caso por la excelencia literaria de una pluma como la de Alessandro Manzoni, quien en su famosísima novela I promessi sposi (cap. XXXIII y adyacentes), muy bien documentada por lo general, se extiende con detalle sobre los “polvos, ungüentos o hechizos -polveri, unguenti o malie, o tutto ció insieme- como discutidos causantes de la peste milanesa. Se trató, por el contrario, de toda una teoría conspiratoria, si no directamente de bulos lanzados desde la corte madrileña, que acompañaron a una serie de medidas de protección ante el contagio, que apenas alcanzó a una parte del territorio catalán.


 

Sin embargo, los ejemplos más vívidos de violencia se concentran en las epidemias de cólera morbo del siglo XIX, posiblemente porque en las de peste apenas se apreciaba «mortalidad diferencial» entre ricos y pobres, mientras que el cólera afectaba principalmente a los grupos sociales más humildes. En algunas de las ciudades europeas más castigadas en 1831-32, la reacción inicial de las clases populares fue de escepticismo e incredulidad: ¿por qué se daba importancia a una epidemia lejana? Luego, de desconfianza, y de temor creciente, más a los políticos y a los médicos y hospitales que a la misma enfermedad: ¿No se trataría de bulos del gobierno para alejar al pueblo de los vaivenes de la política, y dejarle allí apartado, hambriento y hacinado en sus barrios inmundos, a merced de la epidemia si esta llegaba? Y cuando llegaba y se mostraba ya inevitable y cruel, la ira de ese pueblo se dirigía contra médicos y boticarios, considerados «agentes del exterminio» al servicio del poder. En Londres y París sufrieron serios ataques, incluidos casos de violencia mortal (algún cadáver que apareció “hecho pedazos por el Sena), y algo parecido aconteció en Prusia o en la Rusia zarista. O en Hungría, donde se acusó a los facultativos de emponzoñar los pozos con cloruro de cal, obligándoles luego a ingerirlo, como relata Richard J. Evans (7).

Matanza de los jesuitas en la iglesia de San Isidro de Madrid (julio de 1834), litografía de Carlos Múgica para La estafeta de Palacio de Ildefonso Antonio Bermejo, t. I, Madrid, 1871-1872.

En España, desatada la grave epidemia de cólera de 1834, la furia popular se dirige contra el clero, que se había posicionado a favor de la causa carlista en la gran disputa entre liberales y absolutistas. También entre acusaciones de «cosas malas en el agua», estallaron los violentos sucesos de julio de ese año contra los conventos madrileños, fielmente relatados por Pérez Galdós en uno de sus Episodios más famosos. De todas formas, en esta y en sucesivas epidemias de cólera, la desorientada ira popular también llegó a alcanzar a profesionales de la sanidad (8).


En cuanto a las amenazas y acciones de violencia contra los médicos con motivo de las epidemias españolas, hay también referencias a las que suscitaron las sucesivas epidemias de fiebre amarilla desde principios de siglo, Málaga en 1803, contra los doctores “epidemistas”; Jumilla en 1812, con la consigna de “matar a los médicos a palos”; o en Barcelona en 1821, donde se ataca nada menos que a Juan Francisco Bahí, una destacada figura de la ilustración tardía, médico, agrónomo y botánico de reconocido prestigio, que como miembro de la Junta de Sanidad barcelonesa, y por defender el aislamiento de los contagiados, fue acosado al grito de “¡Muera Bahí, autor de la fiebre amarilla!”


 

Liberales “anticontagionistas”

Pese a los efectos indudablemente positivos de las medidas tradicionales de contención, que dotaban a las autoridades sanitarias de competencias especiales, una corriente «anticontagionista» encabezada por médicos, científicos y políticos a lo largo del siglo XIX rechazaba la eficacia de esas medidas. La razón de fondo era su efecto desestabilizador sobre el comercio, que afectaba a núcleos del capitalismo liberal europeo de la primera mitad del Ochocientos como Londres, Hamburgo o Lübeck, o a Estados Unidos –donde se llegó a negar el carácter contagioso del cólera. O a ciudades como Barcelona o Cádiz, de larga tradición y experiencia en la práctica médica y especialmente castigadas por la fiebre amarilla ya desde comienzos del siglo XIX.

André Mazet atendiendo a los enfermos de fiebre amarilla en Barcelona, litografía de Jacques-Étienne-Victor Arago (foto: Wellcome Library)

Además, existían en el caso español motivos de índole política que explican ese rechazo de los liberales a la implantación de drásticas medidas militares en la sanidad terrestre y marítima, o a cuarentenas férreas y cordones sanitarios bajo el mando supremo de la autoridad médica. Sin duda, el cordón de más de 15.000 soldados impuesto en los Pirineos por las autoridades (absolutistas) francesas tras la epidemia de fiebre amarilla que sufrió Barcelona en 1821, y la posterior conversión de esos «vigilantes sanitarios» franceses en los «Cien Mil Hijos de San Luis», pudo alentar estos posicionamientos, como apuntan Mariano y José Luis Peset o Josep Fontana (9). De hecho, la oposición liberal a las teorías de la transmisión por contagio interpersonal del cólera se mantuvo incluso después de haber sido identificado por Koch el agente patógeno y tras el descubrimiento de la vacuna por Ferrán en 1884.

Pero el miedo despierta la precaución…

A pesar de todo, y sin ignorar todas estas reacciones negativas, sujetas a un mismo patrón secular y conectadas con otras motivaciones como la carestía, el derrumbamiento del tejido familiar o la débil cobertura social, no deben dejar de abordarse las múltiples consecuencias positivas del miedo ante la epidemia. La previsión ante el peligro ha permitido controlar de forma progresiva el contagio y la mortalidad, y puede resultar una fuente de inspiración ante la actual pandemia de la COVID-19. No en vano el cólera del siglo XIX fue, según algunos de sus historiadores, «el principal motor de los grandes avances sanitarios» en el segundo tercio del siglo XIX (10).

Ilustración del libro de John M. Woodworth The Cholera Epidemic of 1873 in the United States (1875)(foto: wellcomecollection.org)

El miedo a las epidemias propició una serie de medidas precautorias en Europa, aplicadas por las autoridades municipales ya desde antes del Renacimiento, y con el paso del tiempo por los gobiernos de los distintos países. Muchas de esas medidas se implantaban ante la previsión de un riesgo inevitable y destructor –pero no inminente– y trataban de suavizar sus terribles secuelas en el individuo y en el conjunto de la arquitectura social.

La peste se convirtió de forma muy temprana en objeto de atención pública. A las prácticas religiosas dirigidas a implorar la clemencia divina pronto se añadió toda una serie de medidas preventivas o curativas: para dotar de alimentos y medicamentos a las poblaciones, organizar la huida, o impedirla reemplazándola por el aislamiento; se construyeron hospitales de apestados, se implantaron cuarentenas, exigiendo certificados de salud; se procedió a la desinfección de locales contaminados y de mercancías y a la destrucción de objetos sospechosos. Se crearon, además, instituciones para decretar y coordinar estas medidas, y cuerpos armados para ejecutarlas.

Palazzo della Sanità de Venecia en el s. XVIII (grabado de Domenico Lovisa reproducido en Arqueovenezia, XXI, 1, 2011)

 

Muchas ciudades italianas –como nos recuerda Massimo Livi Bacci– contaban ya antes de 1348 con una compleja legislación municipal relativa a cuestiones sanitarias (incluyendo una incipiente reglamentación de la profesión médica), de abastecimiento público (comercio, precio y calidad de los alimentos), o policía de higiene (recogida de basuras, prohibición de la cría de animales domésticos, o control de manufacturas contaminantes). Así que la Peste Negra, con toda su violencia y su recurrencia periódica en los decenios siguientes, golpeó a una sociedad que no era insensible a los problemas sanitarios, y favoreció el desarrollo de esa sensibilidad, con importantes implicaciones institucionales (11). Poco más tarde se fueron adoptando en varias ciudades medidas para reducir el caos urbano en tiempos de epidemia y para contrarrestar los efectos del contagio: prohibiendo la movilidad de personas y mercancías, insistiendo en la limpieza de las vías públicas, o imponiendo reglas de control de los enterramientos. Algunas de esas medidas llegaron a ser permanentes, y se renovaron y aplicaron por medio de los Consejos de Sanidad, auténticos observatorios epidemiológicos introducidos en Florencia y después «exportados» a otras ciudades italianas como Lucca, Venecia o Milán, como bien expuso Carlo Cipolla en muchos de sus brillantes trabajos (12). La consolidación de estas instituciones (de donde surgirá en España la Junta Suprema de Sanidad en 1720, ante el temor a la peste de Marsella), la multiplicación de controles, los contactos entre las autoridades de diferentes ciudades, regiones y países y los crecientes medios de información y prevención de alcance internacional ayudaron a crear, del siglo XV en adelante, una red de vigilancia cuya eficacia en la lucha contra la mortalidad epidémica es difícil de evaluar, pero probablemente no desdeñable. La prevención y control de las epidemias se extendieron por territorios cada vez más amplios por medio de las cuarentenas y los cordones sanitarios, los lazaretos en las ciudades portuarias, y la exigencia de «boletines o patentes de sanidad» –certificados que atestiguaban el origen no sospechoso y el itinerario de personas y mercancías, con los que podía realizarse un seguimiento del avance de la epidemia y anticipar medidas de protección.

… y acelera el progreso

El miedo –especialmente ante circunstancias tan dramáticas como las de una pandemia– puede ser una importante fuente de abatimiento e inactividad; es, como dijo Edmund Burke, «el más ignorante, el más dañino y cruel de los consejeros». Pero también puede y suele suscitar reacciones positivas, convirtiéndose en «garantía contra los peligros» (J. Delumeau), y en catalizador de voluntades, esfuerzos y progreso. Por miedo al desempleo, o a la indefensión ante la invalidez, la enfermedad o la vejez, se crearon los seguros sociales; por miedo a la carestía y al hambre recurrente se crearon las alhóndigas, pósitos y otras instituciones similares de previsión; por miedo a las múltiples consecuencias del pánico bancario se adoptaron los distintos mecanismos integrados en las denominadas redes de seguridad financiera. Y fue el miedo al contagio, a las epidemias y pandemias y sus dramáticos estragos, el que aceleró el descubrimiento de las vacunas e impulsó el desarrollo de la acción preventiva, profiláctica y terapéutica, de la medicina en general y de la sanidad pública en particular.

El riesgo real y constante de repetidas epidemias, y el temor constante al contagio y sus devastadores efectos, impulsaron una política sanitaria que representa el antecedente histórico de la revolución biomédica, de la moderna higiene pública y de los progresos en la salud que se han conocido desde finales del siglo XVIII y sobre todo en el siglo XX. Fue, en suma, un motor acelerador de los avances científicos y de la organización administrativa e institucional en defensa de la salud de la colectividad. ¿Por qué no podría ser esta pandemia del siglo XXI un nuevo propulsor de cambio científico, económico y social?

Aviso de vacunación contra la viruela en Venecia, s. XVIII (imagen: Wikimedia Commons)
Notas

 (1)  Jean Delumeau, La peur en Occident (XIVe-XVIIIe siècles). Une cité assiégée, Paris, Fayard, 1978. Hay versión española: El miedo en Occidente (siglos XIV-XVIII). Una ciudad sitiada, Madrid, Taurus, 2012 (reedición), pp. 129-182.

(2) Jean Noël Biraben, “Essai sur les réactions des sociétés éprouvées par de grands de fléaux épidémiques”, Maladie et Société, XIIe-XVIIIe siécles, Paris, Editions du CNRS, 1989, pp. 372-4. Su gran obra sobre el tema es, sin duda alguna, Les hommes et la peste en France et dans les pays méditerranéens (t. I: La peste dans l’histoire, y t. II, Les hommes face la peste), Paris-La Haye, Mouton, 1975-1976.

(3) Se trata de la famosa obra del clásico inglés A Journal of the Plague Year, London, 1722 (trad. española: Diario del año de la peste, Barcelona, Seix Barral, 1969), considerada un prototipo del moderno reportaje periodístico, y de gran impacto entre los lectores de su tiempo y del presente. Para Gabriel García Márquez, por ejemplo, era una de las más impresionantes de todas sus lecturas y la que mayor influencia había ejercido en toda su producción literaria. 

(4) Sergio Correia, Stephan Luck and Emil Verner, “Pandemics Depress the Economy, Public Health Interventions Do Not: Evidence from the 1918 Flu”, WP, Federal Reserve Bank of New York, publicado en versión abreviada como “Fight the Pandemic, Save the Economy: Lessons from the 1918 Flu,” Liberty Street Economics, March 27, 2020.

(5) Miguel Martínez de Leyva, Remedios preservativos y curativos para en tiempo de la peste, y otras curiosas experiencias, Madrid, Imprenta Real, 1597, pp. 75 ss. La narración fue reproducida a su vez por Joaquín de Villalba  en la Epidemiología española, o historia cronológica de las pestes, contagios, epidemias y epizootias que han acaecido en España, Madrid, 1803, t. I, pp. 105-7.

(6) Los franceses fueron acusados, ciertamente, de “fabricar” y extender unos “polvos venenosos” que originaron esta peste en Milán y otros territorios de la Monarquía española. El tema fue comentado ya hace mucho tiempo, por Villalba en su Epidemiología (II, pp. 30-32), y por historiadores modernos como Juan Reglá (“¿Una ‘guerra bacteriológica’ en el siglo XVII?”, Pensamiento y Acción, VIII, n. 79, 1957, pp. 21-22), o Juan Riera y J. M Jiménez Muñoz (“Avisos en España de la peste de Milán”, Asclepio, XXV, 1973, pp. 165-172). No se trata, en efecto, de bulos posteriores a los hechos reales, basados en recreaciones historiográficas de escasa categoría, o magnificados y difundidos en este caso por la excelencia literaria de una pluma como la de Alessandro Manzoni, quien en su famosísima novela I promessi sposi (cap. XXXIII y adyacentes), muy bien documentada por lo general, se extiende con detalle sobre los “polvos, ungüentos o hechizos –polveri, unguenti o malie, o tutto ció insieme– como discutidos causantes de la peste milanesa. Se trató, por el contrario, de toda una teoría conspiratoria, si no directamente de bulos lanzados desde la corte madrileña, que acompañaron a una serie de medidas de protección ante el contagio, que apenas alcanzó a una parte del territorio catalán. Lo cierto es que, en septiembre de 1630, el Consejo de Castilla estableció un complejo plan para preservar la Corte de la peste italiana, que, en efecto, se calificaba de “artificial” y provocada por “diferentes personas” que se han repartido “por las partes de Europa con intento de que en todas ellas cunda la peste que con tan grande rigor la ha ocasionado en el Estado de Milán”. La manía persecutoria y la obsesión xenófoba condujeron al control de viajeros, comerciantes y clérigos, sobre todo franceses, ordenándose que se hicieran esas “matrículas de todas las naciones” en los establecimientos públicos de las grandes ciudades, como Madrid y Barcelona. De todo ello da cuenta la documentación de la época, como son, por ejemplo, las “Diligencias para la prevencion de los polvos pestiferos” (AHN, Consejos, 51.378). Véase al respecto Vicente Pérez Moreda, Las crisis de mortalidad en la España interior, siglos XVI-XIX, Madrid, Siglo XXI, 1980, pp.  299).

 (7) Sobre las agresiones a los médicos en París existe documentación coetánea, como el manuscrito de la BnF, “La verité sur les empoissonnements. Cruautés exercées sur les malheureuses victimes. Sanglants excés de la fureur populaire”, de 1832, citado por René Baehrel, en su artículo, ya un clásico sobre el tema, “La haine de classe en temps d’épidémie”, Annales, E.S.C., 1952, 3, p. 358. Ahí se encuentran también las referencias al intento de asalto del Ayuntamiento de París con el grito de “masacrar a los médicos”, y al esquema de la «teoría conspiranoica» de las masas populares ante las medidas implantadas frente a la epidemia: un “plan” pergeñado por los ricos para “librarse de nosotros”, la numerosa y pobre gente humilde, pues “no ignoran que, si nosotros quisiéramos, podríamos acabar pronto con esos capitalistas propietarios, ricachones y gandules que nos explotan”(ibídem, pp. 355-7). Las referencias a los casos alemanes  y de la Europa del Este (Hungría, Prusia Oriental, y sobre todo los de Rusia, con graves agresiones al estamento médico hasta la última epidemia de cólera en 1892) las detalla Richard J. Evans, “Épidémies et révolutions. Le choléra dans l’Europe du XIXe siècle”, en Jean- Pierre Bardet et al. (dirs.), Peurs et terreurs face à la contagion, Paris, Fayard, 1988, pp. 117-131  Véase también, del mismo autor, Death in Hamburg. Society and Politics in the Cholera Years, 1830-1910, Oxford University Press, 1987.

(8) La narración de los sucesos del 17 de julio de 1834 se encuentra detallada en Benito Pérez Galdós, Un faccioso más y algunos frailes menos. Episodios Nacionales (Segunda serie, 20, caps. XXVII y XXVIII), Madrid, Administración de La Guirnalda y Episodios Nacionales, 1884. Aunque la publicación de esta obra es muy posterior a los hechos, Galdós estaba muy bien documentado, como han demostrado especialistas actuales (Manuel Revuelta, Sisinio Pérez Garzón, William Callahan, Mariano y José Luis Peset, Bernard Vincent…), que coinciden sobre todo en el número de víctimas, alrededor de 80 aparte de algunos seglares, casi todas ellas mortales. En cuanto a las amenazas y acciones de violencia contra los médicos con motivo de las epidemias españolas, hay también referencias a las que suscitaron las sucesivas epidemias de fiebre amarilla desde principios de siglo, Málaga en 1803, contra los doctores “epidemistas”; Jumilla en 1812, con la consigna de “matar a los médicos a palos”; o en Barcelona en 1821, donde se ataca nada menos que a Juan Francisco Bahí, una destacada figura de la ilustración tardía, médico, agrónomo y botánico de reconocido prestigio, que como miembro de la Junta de Sanidad barcelonesa, y por defender el aislamiento de los contagiados, fue acosado al grito de “¡Muera Bahí, autor de la fiebre amarilla!” (Léon-François Hoffmann, La peste à Barcelone, Paris, PUF, 1964, pp. 8-10; Mariano y José Luis Peset, Muerte en España. Política y sociedad entre  la peste y el cólera, Madrid, Seminarios y Ediciones, 1972, pp. 142-3, y 172). En la segunda gran oleada del cólera en la península, en 1854-56, se lanzaron también “virulentos e inmerecidos ataques” a los médicos y a la Junta de Sanidad, sospechas sobre “los medicamentos empleados” y se oyeron quejas sobre ingresos forzosos de “los enfermos pobres” en los hospitales (José Ramón de Urquijo y Goitia,  “Condiciones de vida y cólera: la epidemia de 1854-1856 en Madrid”, Estudios de Historia Social, 15, IV (1980), pp. 101-106). Y en la última de las tres grandes invasiones de la enfermedad, en 1885, arreciaron las amenazas contra los médicos -en Tudela, en Chinchón, en Mula, en Granada…-, las acusaciones de “envenenadores” -en Utrera, en Madrid, en Valencia-, y al parecer la agresión llegó  a tener, en alguna localidad valenciana, consecuencias fatales (Juan José Fernández Sanz, 1885: el año de la vacunación Ferrán. Trasfondo político, médico, sociodemográfico y económico de una epidemia, Madrid, Fundación Ramón Areces, 1990, pp. 218-9). A otra escala tal vez, pero reacciones en todo caso no muy diferentes a las que se registran durante el siglo XIX por el resto del continente  europeo.

(9) Mariano y José Luis Peset, Muerte en España …, pp. 8 (“Prólogo” de Laín Entralgo) y 135-147. También alude a esta utilización política del cordón sanitario que durante el Trienio implantó Francia en la frontera, Josep Fontana, De en medio del tiempo. La segunda restauración española, 1823-1834, Barcelona, Crítica, 2006, p. 23.

(10) Juan José Fernández Sanz, 1885: el año de la vacunación Ferrán…, p. 102

(11) Massimo Livi Bacci,  La société italienne devant les crises de mortalité, Firenze, Dipartimento Statistico, 1978, pp. 112-5.

(12) Los títulos más destacables de la importante obra de Carlo M. Cipolla sobre el tema son: Public Health and the Medical Profession in the Renaissance, New York, Cambrigde University Press, 1976; Fighting the Plague in Seventeenth-Century Italy, Univ. of Wisconsin Press, 1981; Contro un nemico invisibile. Epidemie e strutture sanitarie nell’Italia del Rinascimento, Il Mulino, Bologna, 1986 (que contiene algunos de los famosos ensayos del autor: “Cristofano e la peste”, “Chi ruppe i rastelli a Monte Lupo?”, o “I pidocchi e il Granduca. Crisi economica e problemi sanitari nella Firenze del ‘600”, publicados en Bologna entre 1976 y 1979. Traducido parcialmente al castellano: Contra un enemigo mortal e invisible, Barcelona, Crítica, 1993).

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(*) Vicente Pérez Moreda es Catedrático de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad Complutense y Vicedirector de la Real Academia de la Historia. Especialista en demografía histórica, es autor de numerosas publicaciones sobre historia de la población, entre ellas Las crisis de mortalidad en la España interior (siglos XVI-XIX), Siglo XXI, Madrid, 1980; y (junto a David Reher y Alberto Sanz) de La conquista de la salud. Mortalidad y modernización en la España contemporánea, Marcial Pons, Madrid, 2015.
Fuente: Versión ampliada para Conversación sobre la Historia del artículo publicado en  La Razón, 14 de abril de 2020

(**) https://www.larazon.es/coronavirus/20200414/sf25ga3y4zgnvcs5cdkjlvmpci.html

Portada: La peste de Ashdod (1631), óleo de Nicolas Poussin expuesto en el Museo del Louvre (foto: Wikimedia Commons)
Ilustraciones: Conversación sobre la Historia
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1 COMENTARIO

  1. El objetivo de destruir económicamente, después del «brexit», la Unión Eurpea, no es una una «fake news», teniendo en cuenta la deslocalización de la producción, en paises fuera de su ámbito. Europa acabará siendo un » Parque Temático de una cultura y civilizaciónon. En el S.XIX, los absolutistas borbónicos, en Francia y España ya cerraron el paso de los Pirineos en la peste de 1818.. y llegaron los hijos de San Luis, ante los objetivos de los Ilustrados que rechazaban medidas drásticas que limitaran las actividades comerciales, especialmente en la burguesía catalana, donde se libró un siglo antes una guerra civil no una guerra de sucesión. Buen trabajo del Dr. Pérez Moreda

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