Se cumplen 500 años de la revolución de las Comunidades castellanas. Deberíamos recuperar su republicanismo cívico, su voluntad de justicia y su arrolladora energía comunitaria para imaginar un nuevo orden.

 

Miguel Martínez (*)

 

Estos días se cumplen 500 años de la primavera comunera de 1520. La revolución de las Comunidades castellanas trató de dotar al reino de un nuevo orden basado en la fraternidad de sus ciudades, parcialmente democrático y con protagonismo popular. ¿Qué hemos hecho para que la memoria de aquella insurrección no sea un referente central del régimen simbólico de la España democrática, de las formas en que imaginamos un pasado colectivo para nuestras propias comunidades? Veamos por qué nos debería importar, incluso en la incertidumbre extrema de estos días, recordar públicamente qué hicieron los comuneros, quiénes eran y qué querían. Y por qué las esperanzas vencidas del pasado, nunca del todo pasadas, pueden también albergar algún futuro.

La insurrección estalla en Toledo en 1520, a mediados de abril. El malestar venía de atrás y era profundo. Hacía tiempo que las ciudades castellanas acusaban un déficit representativo, tanto en las Cortes como en sus regimientos locales, que habían sufrido un largo proceso de transformación en la Baja Edad Media. Las trampas de Carlos I con la institucionalidad y las finanzas del reino, para asegurarse de que las ciudades le otorgaban el dinero necesario para coronarse emperador, terminarían por precipitar el levantamiento.

Reunión de la Santa Junta en Ávila, 29 de julio de 1520 (grabado incluido en Berzal de la Rosa, Los comuneros: la primera revuelta por las libertades, Valladolid, Editora de Medios de Castilla y León, 2008)

Antes se habían producido altercados violentos en varias ciudades castellanas que, si bien tomaron las formas tradicionales de la agitación antifiscal, habrían de prefigurar, en su audacia plebeya, algunas de las corrientes revolucionarias comuneras. Toledo, Segovia y Salamanca constituyeron el núcleo duro de la primera junta que se erige en gobierno legítimo del reino en ausencia de un rey soberbio y corrupto. La destrucción por parte de los imperiales de Medina del Campo prenderá la mecha que acabará de incendiar Castilla y alistará a casi todas las ciudades importantes para la causa comunera. Burgos y Valladolid se resisten a abandonar al monarca. La primera lo hará momentáneamente para después, asustada su oligarquía comerciante, volver al redil realista. La segunda, sin embargo, tras un tira y afloja entre las asambleas populares de las parroquias (cuadrillas) y los principales de la urbe, se decantará por la Junta de Tordesillas y se convertirá en el principal y más radical bastión de los rebeldes.

Los campos se van delimitando. La Junta de Tordesillas defiende su legitimidad como órgano representativo de todo el reino, basada en la libertad y el derecho de resistencia—comunidad significa, sobre todo, asociación juramentada de defensa popular, como explicó el historiador Juan Ignacio Gutiérrez Nieto. Los grandes (la alta nobleza del reino) dudaron al comienzo, pero no tardaron en decantarse financiera y militarmente por Carlos. Este posicionamiento, a su vez, alimentó los tumultos antiseñoriales que, sin ser el tronco político, social e intelectual del movimiento comunero, se convertirían sin duda en una de sus extremidades.

¿Qué quería la liga de ciudades castellanas en su inédito desafío? La línea oficial de la Junta fue siempre más moderada que las masas plebeyas que la apoyaron. Aunque la dirigencia tuvo siempre cuidado de no romper todos los puentes con el legitimismo monárquico, los comuneros –moderados y radicales– tenían claro que el reino estaba por encima del rey, y que en aquel residía la soberanía. Su acción de gobierno y su músculo intelectual, además, tienen un inconfundible sabor republicano. “Poco más se hizo cuando Roma lanzó de sí sus soberbios reyes”, le afea Burgos a la Junta cuando abandona la hermandad comunera. Hay algunos testimonios, normalmente de sus enemigos, que comparan su actuar político con la libertad de las repúblicas y comunas italianas. Los sucesivos programas de gobierno comunero, aunque varían en sus demandas y propósitos, se sostienen en unos pocos pilares: institucionalidad, participación, contrapesos, rendición de cuentas, control de la hacienda pública, autonomía de las ciudades y reforma de la Inquisición. La frenética actividad de esta federación de ciudades libres se caracterizó por una innovación política anclada, al mismo tiempo, en viejas costumbres en común que miraban a la mejor forma de alcanzar la felicidad pública.

Ejecución de los comuneros, obra de Antonio Gisbert (1860), Palacio de las Cortes

¿Quiénes eran los comuneros? La composición social del movimiento fue también variable y ha sido bien estudiada. El tuétano de la revolución fueron las capas medias y las clases populares urbanas; la mayoría de sus jefes, sin embargo, fueron letrados y caballeros, patricios de las ciudades castellanas. El compromiso de los jefes con su pueblo era la medida de su legitimidad: unas coplas de esos días celebraban a Juan de Padilla, caballero toledano y prestigioso dirigente comunero, por ser “a los humildes, cordero / y a los soberbios, cuchillo”. Un cronista de la época registró una escena en la que un tundidor llamado Pinillos, en medio de una junta de procuradores, distribuía los turnos de palabra a prelados y caballeros con su vara de mando. En Guadalajara un carpintero, un albañil y un letrado encabezaron las primeras agitaciones, pero a la hora de elegir a su líder la ciudad se decantó por el primogénito de su señor natural, el duque del Infantado, que acabaría cortando la cabeza a quienes encumbraron a su hijo. Las cartas de fray Antonio de Guevara, acérrimo imperial, están llenas de vesania aristocrática contra los comuneros, pero retratan bien el desborde popular de aquellos días: Guevara, por ejemplo, se burlaba de Padilla por dejarse gobernar por villanos, pelaires, cerrajeros y libreros. Y en efecto, los comunes, organizados en asambleas populares, tomaron parte en todo momento en los asuntos de gobierno: “Las cosas arduas todas se consultan con las cuadrillas, porque todas las cuadrillas quieren saber lo que se hace”.

Más allá de los héroes del triunvirato liberal (Padilla, Bravo y Maldonado), hay otros personajes sin duda memorables. Pocos igualan la dimensión mítica del obispo Acuña, cuya determinación revolucionaria inflamaba a las bases comuneras y cuyas columnas recorrieron triunfantes la Tierra de Campos, poniendo fuego a las torres de los nobles y requisando bienes eclesiásticos para financiar a la Junta. O María de Pacheco, que lideró la resistencia en Toledo después de la derrota de la Junta en Villalar frente a las tropas imperiales, y que moriría en el exilio. Carlos y los grandes, sin embargo, acabarían venciendo. La represión se prolongará hasta 1527.

María de Pacheco, viuda de Padilla, después de Villalar, obra de Vicente Borrás y Mompó (1881), Museo del Prado

El movimiento comunero fue tan complejo, plural y cambiante como lo ha sido su interpretación histórica. En 1963 José Antonio Maravall publicó un libro fundamental que defendía vigorosamente la modernidad política de la insurrección comunera, su carácter democratizante, constituyente, protonacional y popular. Maravall –en la línea de Manuel Azaña– desmantelaba así las apresuradas conclusiones de Ángel Ganivet y Gregorio Marañón que, en el ánimo de revisar las lecturas liberales del XIX, la habían considerado una revuelta feudal, oligárquica y reaccionaria. La mayoría de las tesis de Maravall han resistido bastante bien el paso del tiempo y han sido repetidamente corroboradas por Joseph Pérez, tal vez el más cabal conocedor de aquellos hechos. Aportaciones fundamentales, como las de Pablo Sánchez León o José Luis Villacañas entre muchos otros, ofrecen importantes matices, pero constatan la inesperada novedad y la trascendencia histórica de la apuesta comunera.

Junto al trabajo de los historiadores de las Comunidades, están los caminos propios de una memoria popular construida desde abajo. El olvido institucional de hoy respecto a los hechos de 1520 es lamentable, pero no sorprendente. En la agonía del franquismo y el comienzo de la Transición, la fiesta popular del 23 de abril en el pueblo vallisoletano de Villalar (llamada de los Comuneros desde la Segunda República) condensó anhelos ciudadanos de democracia, autonomía y justicia social en Castilla y León. Ni la Guardia Civil ni la extrema derecha armada, aunque lo intentaron, lograron reventar una tradición festiva que congregaba a decenas de miles de personas. Villalar se celebró durante mucho tiempo sin presencia institucional y el Partido Popular, que gobierna Castilla y León desde 1987, se ausentó durante muchos años de la que ya era, desde 1986, la fiesta oficial de la comunidad autónoma. En la campa de Villalar casi nadie los echaba en falta; pero su desprecio por una fiesta que decían “politizada” denotaba la desidia y la soberbia de unos gobernantes tan reacios a los anhelos y las conquistas de su pueblo como los propios imperiales de 1520. 

Villalar, 25 de abril de 1976: la guardia civil carga contra los asistentes tras ser prohibida la celebración por el gobernador José Estévez Méndez (foto: Radiotelevisión Castilla y León)

El romance de Los comuneros escrito por Luis López Álvarez en 1972 y albergado en la memoria de varias generaciones gracias a la música del Nuevo Mester de Juglaría garantizaba la continuidad del recuerdo comunero mientras los gobiernos centrales de los ochenta optaban por abrazar, en su acción conmemorativa, la causa imperial que las Comunidades habían combatido. Han sido los hilos de esta memoria popular, casi siempre al margen y a menudo en contra de las instituciones, la que ha salvado la esperanza comunera de “la enorme condescendencia de la posteridad”, como dijo E. P. Thompson de otras derrotas históricas.

Estamos a punto de perder la ocasión que brinda este quinto centenario. La revolución de los comuneros podría ser el catalizador de una nueva política pública del pasado desde las administraciones y desde la ciudadanía. De aquellos hechos nos sirven, sin duda, su republicanismo cívico, su orientación democrática, su voluntad de justicia. En nuestro más acuciante presente, inmersos como estamos en una crisis de dimensiones aún desconocidas, nos urge, sobre todo, su arrolladora energía comunitaria para la imaginación de un nuevo orden. La audacia para organizar un futuro colectivo frente a la ruptura del viejo mundo tal y como lo conocían, tal y como lo conocíamos.

Villalar, 1978 (foto: Efe)

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(*) Miguel Martínez es profesor de literatura y cultura españolas en la Universidad de Chicago. Es autor de Front Lines. Soldiers’ Writing in the Early Modern Hispanic World (University of Pennsylvania Press, 2016).

Fuente:

https://ctxt.es/es/20200401/Firmas/32006/Miguel-Martinez-memoria-comunera-comunidades-castellanas-quinto-centenario-republicanismo-justicia.htm

Portada: Rendición de los líderes comuneros, pintura de Manuel Picolo López (1887), Palacio del Marqués de Salamanca, Madrid
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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